lunes, 9 de abril de 2018

LUBITSCHMANÍA 3 
“LA OCTAVA MUJER DE BARBA AZUL” (1938) de Ernst Lubitsch



      El maestro Lubitsch también podría haber titulado esta película: “A la octava va la vencida” o, si no, “Enseñar a un sinvergüenza” (como la obra de Alfonso Paso) aunque mejor sería decir a un “sinverguencilla”, puesto que el multimillonario Michael Brandon (Gary Cooper), más que un crápula sin escrúpulos, da la impresión de ser un niño grande y malcriado que ha cambiado sus juguetes por mujeres, y lo mismo que cuando se cansaba del trenecito, se moría por una bicicleta, ahora cuando se cansa de Marjorie, se muere por Linda o por Elsi. Y así, de mujer en mujer, ya va por el séptimo divorcio cuando conoce a la decidida aristócrata, venida a menos, Nicole de Loiselle (Claudette Colbert), a la que el impulsivo Brandon enseguida se propone convertir en su octava mujer siguiendo su propia filosofía de vida:
          "Decisiones rápidas, en eso se basa mi negocio y es el secreto de mi éxito. Actúo según el momento, actúo por impulso."
          "El amor y los negocios se parecen mucho. Uno debe arriesgarse." 
       Y tan seguro está de sí mismo, que ni siquiera la resistencia inicial de Nicole al matrimonio ni el desdén con el que ella trata su arrogancia, le hacen desistir. Hasta que, finalmente, Nicole, que en el fondo está loca por él, escuchando los consejos del cicatero de su padre, el marqués de Loiselle (el siempre genial Edward Everett Horton, con su impagable cara de “ennortado”), se deja seducir por las atenciones de Brandon y acepta la proposición de matrimonio. Antes de la boda, Nicole descubre los múltiples divorcios de Brandon y entra en pánico ―con razón―, así que rompe el compromiso; el marqués, que ya había empezado a gastar dinero, se desmaya, y Brandon trata de convencer a Nicole ofreciéndole un contrato prematrimonial, por el que cobrará cincuenta mil dólares anuales, en caso de divorcio, la misma cantidad que reciben sus siete ex-esposas: “Están mejor que cuando me casé con ellas.” Nicole, ofendida, se enfurece, lo mismo que la matriarca de su familia, la momia y almidonada tía Hedwige:
       “Nicole: Crees que lo único que tienes que hacer es extender un cheque para conseguir una mujer. Pero déjame decirte algo, aún quedan mujeres en el mundo que tienen otros principios. ¡Yo rechazo tus cincuenta mil dólares!
       Tía Hedwige: ¡Bravo!
       Nicole: Quiero cien mil.
       Marqués de Loiselle (despertando de su desmayo): ¡Bravo!
       Tía Hedwige: ¡Nicole!”


       Nicole sabe que si no quiere correr la misma suerte que las otras señoras Brandon, tendrá que ponerle las cosas difíciles al inconstante Michael, lo que nuestras abuelas y madres llamaban “hacerse valer” ―Por fortuna, hoy en día, ya ninguna joven necesita hacerse la interesante, ocultando sus verdaderos sentimientos y deseos, para ser respetada y valorada en su justa medida por un hombre o, al menos, a estas alturas, eso espero―. Así que, para empezar, Nicole consigue de Brandon un acuerdo prematrimonial que dobla al de sus anteriores mujeres. Y no contenta con eso, se niega a consumar el matrimonio; lo que, como es natural, produce un frío distanciamiento entre ambos cónyuges, magníficamente mostrado en pantalla por Lubitsch, durante la luna de miel en Venecia, cuando se cruzan las dos góndolas en las que Nicole y Brandon pasean por separado, en direcciones opuestas.
       Tras la luna de miel, Lubitsch sitúa la segunda parte de la película, casi en su totalidad, en el lujoso apartamento de Brandon en Nueva York ―donde Nicole y su marido hacen vidas independientes―, pero resulta curioso, por ser muy propio de Lubitsch, que, de los pocos exteriores de esta parte, uno tenga lugar, precisamente, en una librería y el otro en el interior de un cine (donde vemos a Brandon riendo a carcajadas con una comedia, pese a sus problemas maritales). Hacer hincapié en el poder sanador de la risa era algo bastante habitual en la filmografía de este genial director, como también lo era, hacer que un hombre y una mujer se encontraran, por azar, en una librería. Recordemos que la pareja protagonista del “El diablo dijo no” ―película de Lubitsch del año 1943― se conoce en una de ellas. Y en ambas películas, mientras la mujer compra un libro de auto ayuda para solucionar los problemas emocionales que la angustian, el hombre se muestra más partidario de resolverlos a través del sexo.
       “Brandon: Quisiera unos libros, algo así como media docena. Quiero algo que me tranquilice, que me haga dormir.
       Librero: Le vendrían bien los clásicos.
     Nicole: Y póngale también un volumen de poesía, por si quiere echarse la siesta. No hay nada como el verso para después de comer.
       Brandon: Si fueras más amable conmigo, no tendría por qué comprar esos libros. ¿Qué me dices?
       Nicole: Michael, no soy clarividente, pero vas a montar una gran biblioteca.”
       De regreso al apartamento, la visita a la librería da lugar a una escena muy cómica y muy machista cuando, después de leer “La fierecilla domada” ―la obra más retrógrada de Shakespeare―, Brandon tiene la peregrina e infantil idea de aplicar a Nicole el mismo tratamiento que Petruchio usa con Catalina y tras abofetearla y llevarse un sopapo, lo vuelve a intentar poniéndola sobre sus rodillas para darle unos azotes, como si de una niña díscola se tratara, y claro, se lleva un buen mordisco por parte de ella ―pero que muy merecido―.


       En los años treinta, cuarenta y cincuenta, por desgracia, era bastante frecuente encontrar, en una comedia, una escena en la que el protagonista masculino daba unos azotes a su mujer, dando a entender que ésta se lo merecía, y lo peor era que, a veces, lo hacía delante de otras personas que apoyaban el maltrato como algo lícito y positivo para el mantenimiento de la armonía familiar. Y lo más vomitivo de todo era cuando la mujer que recibía los azotes del marido lo consideraba una demostración de su amor por ella. Por fortuna, Lubitsch nunca cayó tan bajo, de manera que esta escena se nos muestra como una rotunda equivocación de Brandon, que, al darse cuenta de su error, cambia de estrategia tratando de seducir a Nicole por las buenas. Aunque tampoco así consigue salirse con la suya.
       “Nicole: Ente tú y yo hay todo un mundo de siete esposas.
       Brandon: ¡Basta de celos! ¡Ya ni me acuerdo de que hayan existido!
       Nicole: Pues de eso se trata, tú compras a tus mujeres como si fueran camisas y después de usarlas, vas y las dejas.
       Brandon: No tengas complejo de lavandería, ¿vale?”
       Y, entonces, es cuando de verdad se desata la locura en esa lujosa vivienda. Y, por esos interminables pasillos, que separan ambos dormitorios y por los que se palpa la tensión sexual no resuelta, comienzan a desfilar todo un sinfín de cartas anónimas, detectives privados, boxeadores y, por supuesto, el pobre e inoportuno Albert (aristócrata arruinado y enamorado de Nicol con el que el talentoso David Niven compone uno de los personajes más cómicos del film, gracias a su servilismo extremo). Y todo ese ajetreo dará lugar a una serie de divertidas y rocambolescas situaciones, que terminarán por desquiciar a Brandon. Entre ellas, cabe destacar la secuencia en que Nicole contrata al boxeador Kid Mulligan (Warren Hymer) para que se haga pasar por su amante y lo prepara todo para que cuando Brandon los pille “in-fraganti”, Mulligan le deje ko, pero el inoportuno Albert aparece borracho de manera imprevista y al final tanto el boxeador, como Nicole, noquean al pobre Albert sin piedad.


       En “Indiscreta” (1958) de Stanley Donen, aparece una secuencia similar, tal vez, inspirada en “La octava mujer de Barba azul”, en la que Ingrid Bergman recurre a la misma argucia que Nicole, para hacerle creer a Cary Grant que tiene un amante y también, al final, todo se va complicando más y más hasta acabar de manera tronchante y desastrosa.
       La historia de “La octava mujer de Barba Azul”, basada en una obra de teatro de Alfred Savoir con tintes de vodevil y llevada anteriormente a la pantalla en una versión muda de 1923, interpretada por Gloria Swanson y dirigida por Sam Wood, fue escrita para Lubitsch por Billy Wilder y Charles Brackett, con una estructura clásica urdida a la perfección a través de una filigrana de elementos cómicos, tejidos con la maestría propia de dos grandes artesanos del oficio como Wilder y Brackett, bajo la hábil batuta de Lubitsch y su genial “toque” ―del que la película cuenta con todo un abanico, con puertas que se abren y se cierran incluidas―. De manera que, como suele ocurrir en los films de estos magos del humor, hay que estar muy atentos para no perderse ninguna de las réplicas, chiste, gags, situaciones y casualidades, que se enlazan con precisión, de escena a escena, de forma vertiginosa hasta formar una red en la que el argumento, algo inocentón, avanza de principio a fin a través de unos ágiles diálogos, cargados de mordacidad, sobre un tema amoroso poco trascendental, pero bajo el que subyacen dos ideas recurrentes en la eterna lucha de sexos. Por un lado, la metáfora del matrimonio como una camisa de fuerza que la mujer le pone al hombre:
       “Nicole: ¿Por qué una mujer le pone a un hombre una camisa de fuerza? ¡Pues porque le ama!”
       Y, por otro, la idea de que la mejor arma con la que cuenta un hombre para seducir a una mujer es el dinero. Si bien no se puede afirmar que el film rechace ninguna de estas ideas, Nicole da toda una lección a Brando por haberla querida comprar como si fuera una mercancía, lo mismo que compra la supuesta bañera Luis XIV de su padre, quien, de hecho al escuchar las condiciones del acuerdo prematrimonial hace el mismo comentario que cuando vendió la bañera: “Es una ganga”. Y las dos piezas compradas, la bañera y el matrimonio, terminarán de la misma manera desastrosa para Brandon, rompiéndose en mil pedazos. Aunque en el caso del matrimonio, no podrá zanjar la cuestión con un comentario despectivo, semejante al que hizo cuando se rompió la bañera: “Era un tonel”, pues como ya advirtiera Nicole de recién casada: “Ésta vez, ha comprado una bañera auténtica”. Así que, Brandon, después de gritarle a Nicole: “¡Eres un animal! ¡Un animal diabólico!”, termina en un sanatorio preguntándose cómo ha llegado hasta allí. El espectador lo tiene claro, pues, gracias a la magnífica forma en que Lubitsch presenta a sus dos protagonistas, el público intuye, desde el principio, que la resuelta aristócrata europea, con su perverso ingenio, triunfará sobre el arrogante y algo palurdo norteamericano.
       Y es que, si alguien ha sabido elevar el clásico “chico conoce a chica” a obra de arte, ése ha sido Lubitsch; en todas sus películas románticas el primer encuentro de la pareja protagonista, casi siempre ocurre por azar, en situaciones y lugares de lo más cotidianos pero con divertidas y originales conversaciones que resultan sugerentes y encantadoras, al tiempo que desvelan las claves internas de los personajes a la perfección. En el caso de “La octava mujer de barba azul” constituye, además, uno de los principios más inolvidables con los que se ha abierto nunca una comedia de este género, donde el “toque Lubitsch queda elevado al cuadrado con el gag del pantalón del pijama:
       Michael Brandon entra en una tienda de la Riviera francesa para comprar un pijama y arma todo un revuelo porque no le dejan comprar la chaqueta sin el pantalón. Y se pone tan terco, que el dependiente se ve forzado a llamar al presidente de la compañía para consultarle la cuestión, un venerable anciano, que al salir de la cama para atender la llamada, lo hace sin el pantalón del pijama (primer toque) y , aún así, considera la pretensión de Brandon “de comunistas”. Nicole, por su parte, se muestra como una joven resuelta, picarona, manipuladora y adorable, que se ofrece a comprar los pantalones del pijama, pero imponiendo sus condiciones. Él obnubilado por su encanto y por los piropos que ella intencionadamente le dedica, acepta todo lo que ella propone y así, desde el primer momento el espectador sabe quién llevará los pantalones en la relación, por algo es ella quien se lleva esa parte del pijama... Pero ¿dónde está el segundo “toque”? Pues aparece más tarde, cuando Brandon conoce al marqués de Loiselle en el hotel y ve que lleva puestos los pantalones que ella compró e, ignorando que es el padre de Nicole, cree que es su amante: “¿No le da vergüenza, un hombre de su edad tonteando con una chiquilla?”


       También merece una mención especial la secuencia del manicomio, al final de la película, donde hombres hechos y derechos cacarean, ladran y se contagian unos a otros sus delirantes manías y donde el excéntrico Michael Brandon, con sus problemas de insomnio, su inmadurez y su forma de expresar su alegría aullando como un piel roja, parece encajar a la perfección. En esta secuencia es en la que más se aprecia la participación de Billy Wilder en el guión de la película, por sus afilados diálogos y su gusto por burlarse de los psiquiatras alemanes y de sus extravagantes terapias. Y es, sin duda, la secuencia más disparatada de toda la película, con un genial Edward Everett Horton abriendo y cerrando puertas sin parar, como sólo él sabía hacerlo, y Lubitsch, que era consciente de ello y adoraba las puertas, le hace asomarse, hasta tres veces, en la habitación de Brandon en el sanatorio para echar un vistazo a su yerno y, después de poner una cara “impagable”, marcharse diciendo: “Nada”. Y, por supuesto, haciéndonos reír en cada ocasión.
       Respecto a los actores hay que decir que, aunque la interpretación de Gary Cooper en esta película fue muy criticada, él nunca estuvo tan galante ni tan confuso y nunca ninguna mujer le enloqueció tanto, en la pantalla, como Claudette Colbert. El papel de norteamericano millonario, paleto, inmaduro y seguro de sí mismo le iba como anillo al dedo y Cooper lo interpretó de manera impecable. Sin embargo, las malas críticas en esta película le llevarían a rechazar “Ser o no ser”, y a pesar de que, ahora, nadie podría ―ni querría― imaginarse a otro actor que a Jack Benny en el papel de Joseph Tura, lo cierto es que para las que amamos a Gary Cooper (aunque sin necesidad de caer en la blasfemia como hiciera Pilar Miró) hubiera sido todo un placer contemplar al actor en un papel tan versátil y divertido. El tiempo se encargaría de poner en su sitio a todos esos críticos que pensaron de Cooper que “el humor no era lo suyo”, pues la filmografía de éste está salpicada de toda una serie de comedias ―“Bola de fuego” y el “El secreto de vivir” entre mis favoritas― en las que brilló con luz propia, dejando todas esas opiniones negativas, sobre su ausencia de vis cómica, reducidas a fosfatina.
       ¿Y qué decir de la divertida Claudette Colbert? Nadie se atrevería a cuestionar su valía como actriz de comedias ni su encanto ni su belleza, y borda el papel de joven aristócrata retorcida, elegante y con clase, que constituye la antítesis del personaje de Cooper. Y supo adaptarse tan bien a la idiosincrasia del actor, que ambos lograron una perfecta sincronía que traspasaba la pantalla, incluso en las situaciones más criticadas de la película, por “tontorronas”; pero en una relación de pareja ¿quién no ha vivido alguna vez situaciones tontorronas? Para Lubitsch es el sexo el que nos lleva a hacer el tonto, a la par que el ridículo.
       El personaje de Claudette Colbert, Nicole de Loiselle, junto al de su padre, el marqués, recuerdan a la aventurera interpretada por Bárbara Stanwyck en “Las tres noches de Eva” de Preston Sturges, en la que una estafadora, hija de un estafador se propone dejar sin blanca a Henry Fonda. Pero la Nicole de “La octava mujer de Barba Azul”, a pesar de ser tan tramposa y lianta como el usurero materialista de su padre y de estar acostumbrada a lidiar con hombres difíciles y a saber manejarlos, carece de la dureza y el amargo cinismo del personaje de Bárbara Stanwyck en el film de Sturges.
       También en la película de Lubitsch “Un ladrón en la alcoba”, de 1932, aparece una pareja de estafadores; tema bastante recurrente en su filmografía y del que, Lubitsch, siempre supo extraer toda una variedad de posibilidades a cual más interesante e ingeniosa, como lo demuestra la deliciosa “La octava mujer de Barba azul”, todo un entretenimiento sobre la guerra de sexos y todo un ejemplo representativo del tipo de comedia alocada, llamada, en Estados unidos, screwball comedy, que a tantas obras maestras del cine dio lugar.

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