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viernes, 9 de mayo de 2025



PREMINGERMANÍA 2
   
CARA DE ÁNGEL (1952) de Otto Preminger
   

       
En Cara de ángel, Preminger nos ofrece un fiel reflejo de ese tipo de adolescentes fatales, mimadas por sus padres tras quedar huérfanas de madre, que, acostumbradas a salirse con la suya manipulando a los demás, no dudan, al convertirse en mujeres, en utilizar su atractivo sexual para seducir y controlar a los hombres con la absurda ilusión de que, de ese modo, no volverán a ser dañadas. Su belleza, su inmadurez emocional y su incapacidad para aceptar la frustración de sus deseos convierten a esta clase de mujeres, casi niñas, en personas extremadamente peligrosas.
      
       Tras acudir a una emergencia en la mansión de los Tremayne, por un supuesto accidente con el gas de la Sra. Catherine Tremayne (Barbara O’Neil), el conductor de ambulancias, Frank Jessup (Robert Mitchum) conoce a la joven hijastra de la paciente, Diane Tremayne (Jean Simmons) y ambos se sienten atraídos. La chica sigue a la ambulancia hasta el bar del hospital, donde aborda a Frank y lo seduce. Al día siguiente, con la escusa de respaldar económicamente el proyecto de Frank de abrir un taller de coches de carreras, Diane contacta con la novia de éste, Mary Wilton (Mona Freeman), y no duda en informarla de que salió con él la noche anterior. La chica comprende que se haya ante una peligrosa rival y, cuando Frank comienza a mentirle sobre ella, Mary se refugia en su amigo Bill Crompton (Kenneth Tobey), un compañero del hospital. A fin de tener cerca a Frank, Diane consigue que su madrastra le contrate como chófer y éste acepta con la esperanza de que la Sra. Tremayne financie su taller. Pero, una vez instalado en la mansión, Diane trata de convencerlo de que su madrastra ha tirado su proyecto a la basura sólo por el odio que siente hacia ella. Frank comienza a desconfiar de Diane y a echar de menos a Mary. De modo que, cuando Diane afirma que su madrastra ha intentado asesinarla con el gas, Frank comprende que es ella quién quiere matar a su madrastra y toma la decisión de dejar el empleo e intentar reconquistar a Mary. Sin embargo, Diane consigue seducirlo de nuevo ofreciéndose a abandonarlo todo por él y a vender sus joyas y su lujoso coche para invertir en el taller. Pero lo que Diane hace en realidad es sabotear el coche de su madrastra, con el propósito de que cuando ésta lo arranque se precipite por el precipicio que hay junto a la mansión. Para su desgracia, su adorado padre, Charles Tremayne (Herbert Marshall), se monta en el coche junto a su esposa y ambos se despeñan. Frank y Diane son arrestados como sospechosos de asesinato. Diane sufre un shock al descubrir la muerte de su padre y, arrepentida, confiesa a su abogado, Fred Barrett (Leon Ames), que ella los mató y que Frank es inocente. Barrett la disuade de declararse culpable alegando que si lo hace, Frank también será condenado. Con la intención de conmover al jurado, el abogado consigue que ambos se casen antes del juicio y, presentándolos como dos inocentes jóvenes enamorados, logra que los absuelvan. Tras quedar libre, Frank se propone pedir el divorcio. Diane, convencida de que volverá con Mary, decide autodestruirse confesando su crimen, pero Barrett se lo impide. Rechazado por Mary, que ha iniciado una relación con Bill, Frank regresa a la mansión con la intención de recoger sus cosas y marcharse a Méjico. Diane intenta seducirlo por última vez y la negativa de Frank será su perdición.


       Howard Hughes encargó a Otto Preminger la producción y filmación de esta historia original de Chester Erskine para la RKO, dándole plena libertad para cambiar cualquier aspecto del guión que no fuera de su agrado. Preminger supervisó el trabajo de los guionistas Frank Nugent y Oscar Millard hasta quedar satisfecho con el resultado final. Un guión frío, fatídico y oscuro, con un estremecedor retrato psicológico de los personajes que nos hace comprender que son seres abocados a un final funesto. Apoyado en una doble temática, la de la mujer fatal —tema tradicional del cine negro— y la del complejo de Electra, jovencita enamorada de su padre que se niega a compartirlo con su madrastra —más propio de un cine de corte psicológico—, el guión profundiza en los peligros de esas pasiones obsesivas, que tratando de anular la libertad de las personas que las inspiran, terminan destruyéndolas. Carente de todo romanticismo, el guión rezuma soledad, fracaso y vacío existencial, que se ven acentuados por el contraste con la complicidad, el cariño y el respeto que rezuma la historia de amor de los protagonistas secundarios, Mary y Bill. Tan solo la inteligencia de los diálogos, afilados como cuchillos en ocasiones y a veces dotados de un humor algo sombrío, consigue aligerar la intensidad emocional de la trama.


       «Charles: Bien, y ahora no lo niegues, estás esperando que te pida un favor, como de costumbre.
       Catherine: ¿Tú crees?
       Charles: En este preciso momento, con la rapidez de un cerebro matemático, estás calculando el infinito número de posibilidades.
       Catherine: ¿En serio?
       Charles: Verás: primera, “éste se ha gastado el dinero del mes”; segunda, “ya ha pedido prestado el del mes próximo”; tercera, “con toda seguridad ha encargado varias cosas a cuenta en alguna tienda” y cuarta, “me ha besado porque está arrepentido y me quiere mucho”.
       Catherine: ¿Y esas cuatro posibilidades son ciertas?
       Charles: Bueno, especialmente la cuarta.»

       El guión utiliza tres triángulos afectivos que aportan una notable tensión emocional al relato. Por una parte, el triángulo amoroso formado por Diane-Frank-Mary que constituye el hilo conductor de la trama principal. Por otra parte, el triángulo formado por Diane y su otra rival en la cinta, su madrastra Catherine, con la que se disputa la atención y el cariño de su padre; este triángulo, Diane-padre-madrastra, desencadena la motivación fundamental de la protagonista para adentrarse en el crimen. Por último, el triángulo de menor importancia, Frank-Mary-Bill, que como hemos mencionado, aporta el contraste de luz y amor, que acentúa la oscuridad y el egoísmo de la relación de Diane y Frank.


       «Diane: Por favor, contéstame a una pregunta. Dime, ¿no me quieres absolutamente nada?
       Frank: Digamos que te quiero a mi manera. Pero ¿qué hombre está seguro con una mujer como tú?»

       La música algo siniestra y cargada de melancolía que Dimitri Tiomkin compuso para la película nos sumerge desde los títulos de crédito en esa atmósfera de resentimiento soterrado que inunda la mansión de los Tremayne, como una especie de maleficio que anticipa el final de los protagonistas. Cada vez que Diane, sentada al piano, interpreta esa melodía, llena de suspense y profundidad psicológica, parece sumergirse en los abismos más oscuros de su atormentada alma. La mirada perdida y el rostro inescrutable de Jean Simmons, concentrada en sus propias reflexiones, se integran en la música como una nota más de esa inquietante pieza para piano que anuncia la tragedia a la que se encamina sin remedio la protagonista.


       Dicha composición adquiere, al igual que la mansión de los Tremayne, el mismo protagonismo que un personaje más del relato. Esa casa, al borde del precipicio —como lo están también sus habitantes—, iluminada por el director de fotografía Harry Stradling de una forma un tanto expresionista, se nos muestra lujosa y lúgubre a un tiempo y representa una especie de guarida o tela de araña desde la que Diane atrae y atrapa a Frank Jessup. La película empieza con una ambulancia en la que Frank llega a la mansión por vez primera y finaliza con un taxi en el que Frank pretende abandonarla definitivamente, aunque nunca lo conseguirá. El hecho de que Frank intente en varias ocasiones a lo largo del film salir de la casa y de la vida de Diane, sin conseguirlo, resulta algo irreal, angustioso y casi kafkiano.


       Además de la banda sonora de Tiomkin, la fotografía de Stradling y un guión que, tal y como le gustaba a Preminger, daba más importancia a los caracteres de los personajes que al argumento, el director contó con un reparto extraordinario, procedente de la RKO, para construir su obra maestra. Preminger siempre fue considerado un gran director de actores, al que, pese a su fama de ogro en los platós, su método de dejar a los actores libertad para componer sus personajes haciendo que se sintieran creadores de los mismos, parecía darle buen resultado. Jean Simmons, protagonista indiscutible del film, crea un personaje ambivalente que oscila entre la impulsividad de su juventud y la perversidad de su desequilibrio emocional. Una adolescente retorcida que no alcanza a comprender las consecuencias de sus actos y que destruye a todos los que entran a formar parte de su vida, incluso a sí misma. Una joven con cara de ángel y mente diabólica, víctima de su propio infantilismo y de su propio dolor. La actriz interpreta a Diane con tanta dulzura que ni siquiera la estremecedora frialdad con la que ejecuta sus malas acciones consigue despertar nuestra antipatía.

       «Diane: Un día cuando Frank estaba reparando el coche, le pedí que me explicara algo sobre la transmisión automática.
       Barrett: Y él le enseñó cómo sabotear el coche.
       Diane: ¡No! No, pero sé sonsacar lo que quiero a los demás. Lo hago de tal modo que resulta natural. Siempre me contestan lo que me interesa saber sin ni siquiera darse cuenta de que lo hacen.»


       Jean Simmons logra que Diane Tremayne nos parezca, más que una psicópata fría y calculadora, una joven solitaria y triste, que con la apariencia de una atractiva jovencita sabe cómo y cuándo utilizar sus lágrimas para conseguir lo que se propone. Jamás la vemos llorar a solas, ni siquiera cuando, muerto su padre, es abandonada por Frank. Su llanto siempre tiene el malicioso propósito de despertar el instinto de protección en los demás. Simmons nos convence de que el deseo de Diane no es dañar, ella no siente placer haciendo sufrir o matando, tan sólo es una joven, herida por la muerte de su madre y obsesionada por tener el control absoluto sobre todos los que la rodean, para no volver a sufrir. Es la idea de perder ese dominio lo que la enloquece y la vuelve mortífera. Pero la vida no se puede controlar y tratar de hacerlo sólo produce frustración y sufrimiento, ése el drama de Diane, que termina siendo víctima de su propio miedo. Y por eso despierta nuestra compasión a pesar de sus siniestras maquinaciones. Simmons refleja el deseo de Diane de acaparar todo el amor de su padre mostrándose radiante cuando está en su compañía, pero sobre todo cuando éste ridiculiza a su madrastra, a la que ella aborrece.

       «Diane: ¿Ha averiguado la policía cómo ocurrió todo?
       Charles: Piensan que quizás golpeó la llave con el pie sin pretender hacerlo.
       Diane: ¿Y si lo que intentó fue, tal vez…?
       Charles: Oh…, mañana está citada en el club de bridge… Y ya sabes lo que eso significa para Catherine… (Ambos se ríen y se abrazan)»


       Diane Tremayne es una excepcional heroína de cine negro, pero no es la típica mujer fatal a la que solo mueve el dinero. A Diane sólo la mueve el ansia de dominio e incluso llega a sentir un sincero arrepentimiento, en la segunda parte del film, cuando, tras descubrir que ha causado la muerte de su querido padre, toma conciencia de lo que ha hecho, entra en una especie de tristeza, apatía y remordimiento y decide confesar y pagar su crimen ante la sociedad.

       «Diane: Yo tenía diez años cuando mi madre murió durante un ataque aéreo. No he tenido amigos y mi padre lo fue todo para mí. Luego conoció a Catherine, nunca pude soportarla. Recuerdo que aprendí a fingir y siempre jugaba a un juego que empezaba diciendo: Si Catherine estuviera muerta… Sólo pensaba en lo felices que podíamos ser juntos, mi padre y yo. Muerte solo era una palabra, nunca supe lo que significaba hasta que vi sus cadáveres destrozados. Entonces comprendí que ella también le había amado y que nada había hecho para hacerme daño.»

       El gran amor de Diane es Charles Tremayne, su padre, y cuando éste se casa con su madrastra, ella se siente traicionada y se obsesiona con la idea de librarse de la intrusa. El film comienza con un intento fallido de Diane de asfixiar a su madrastra con gas, y entonces conoce a Frank, y la bofetada de éste parece despertar en Diane, no sólo su deseo sexual, sino también la idea de que un hombre de carácter podría facilitarle su propósito de eliminar a Catherine Tremayne. Convencida de que ésta ha convertido a su padre en un inútil, se propone rescatarlo de sus garras, con la ayuda de Frank, para que vuelva a ser el escritor brillante que era antes de conocerla.


       «Diane: Tú no sabes lo que ha hecho de mi padre. ¿Recuerdas que te conté que estaba escribiendo un libro? Pues bien, un día del año pasado, fui a su despacho a esconder un regalo, algo que sólo debíamos saber mi padre y yo, y descubrí que allí donde guardaba todo lo que, según él, escribía no existía otra cosa que papel en blanco. No ha escrito nada desde que se casó con ella.
       Frank: Casándose con ella, una viuda rica, ¿esperabas que escribiera otra cosa que no fueran cheques?
       Diane: No te burles de mi padre.»

       Después de la muerte de su padre, Diane fija toda su atención sobre Frank, busca en él al sustituto de su padre, pero él no es nada paternal y tampoco quiere permanecer junto a una jovencita a la que considera inestable. Diane se obsesiona por retenerlo a su lado como sea, porque si no lo consigue sólo le queda la autodestrucción.

       «Diane: Frank, no me abandones. No sabría qué hacer en esta vida sin ti.
       Frank: Me avergüenzo de haberme prestado al juego.
       Diane: Juntos nos hemos salvado.
       Frank: Gracias a que un abogado astuto convenció al jurado. No trates de disfrazar la verdad. Eres una loca hipócrita.»


       Por su parte, el protagonista masculino, Frank Jessup, ex piloto de carreras que sueña con abrir su propio taller, queda fascinado por la belleza de Diane y por su lujoso modo de vida, dejándose seducir por ella en su red de mentiras y manipulaciones, como un insecto en la tela de una araña. Frank recela de Diane desde el principio, pero cae una y otra vez en su juego a causa de su exceso de confianza en sí mismo. Él intuye que Diane es una bruja peligrosa, pero está deseando intimar con ella y comete el error de subestimarla.

       «Frank: ¡Hola! ¿Ha venido usted volando?
       Diane: Tengo aparcada mi escoba ahí fuera.
       Frank: (Al camarero) Cerveza. (A Diane) ¿Qué beben las brujas?
       Diane: Sólo café.»

       Frank se cree más listo y más duro que Diane, pero ella siempre tiene el control, pese a su juventud. La impulsividad de Frank y su inmadurez emocional le conducen poco a poco al desastre. Frank no se toma en serio ninguna relación emocional, no se compromete con Mary ni tampoco con Diane y se inclina por una o por otra según su conveniencia. Él sólo piensa en sí mismo, en su futuro profesional y en satisfacer sus deseos más inmediatos. Robert Mitchum presentaba todos los atributos necesarios para encarnar al personaje: una apariencia de hombre duro y seguro de sí mismo y una frialdad capaz de hacer frente a la de Diane sin inmutarse.


       «Frank: Lo lamento, pero no quiero verme mezclado.
       Diane: ¿Mezclado en qué?
       Frank: ¿Tan estúpido me consideras? Odias a esa mujer lo suficiente como para matarla. Es algo que bulle en tu cerebro hace tiempo.»

       El actor encarna, con una veraz máscara de inexpresividad, a este hombre que parece estar de vuelta de todo, pero que carece de la voluntad necesaria para resistir a la tentación de caer en una pasión que él intuye destructiva. Mitchum consigue que un hombre que se comporta de un modo tan absurdo no nos parezca un completo idiota, al interpretarlo como si fuera un adicto. Frank, como cualquier adicto, cree que puede dejar a Diane cuando quiera; pero no puede, porque ella es más fuerte que él. Frank compadece a Diane por su sufrimiento, sin darse cuenta de que su creencia de que podrá librarse de ella resulta mucho más penosa aún. Sobre todo al final, cuando le vemos brindando con champán, sin sospechar que lo que está celebrando es su propia muerte. Justo antes de que Diane despeñe el coche por el precipicio con ellos dos dentro, podemos ver en el rostro de Frank la feroz convicción de que aún puede impedir a Diane salirse con la suya, por lo que arroja el champán al suelo para tener las manos libres y hacerse con el control del coche, pero ya es demasiado tarde. Ese gesto de Mitchum resulta desolador y resume toda la personalidad de Frank Jessup, es el gesto impotente de un hombre que muere por un exceso de confianza en su propia capacidad para jugar con fuego sin quemarse.


       «Diane: Frank… ¿Estás acusándome?
       Frank: Todavía no acuso a nadie, pero si yo fuera la policía diría que todo lo que cuentas es tan falso como un billete de tres dólares.
       Diane: ¿Cómo puedes decirme eso a mí?
       Frank: ¿Después de lo que hemos sido el uno para el otro? La verdad, todavía no he conseguido saber lo que hay realmente detrás de tu bonita cara. Pero lo que sin duda he aprendido es a no ser un inocente comparsa. Es algo que acaba haciéndote daño.»

       Como el piloto que fue, Frank se lanza a los brazos de Diane, lo mismo que se lanzaba a la pista, confiando ciegamente en su pericia de conductor, sin calibrar los riesgos, a toda velocidad y pensando solo en la meta. Diane, pese a su corta edad, conoce el punto flaco de los hombres, su vanidad, y halaga a Frank sin parar diciendo lo que cualquier hombre desea oír, que le ama sobre todas las cosas, que no podría vivir sin él, etc. Y Frank baja la guardia y se deja manejar como el pelele que estaba seguro de no ser. De una forma trágica, le vemos agitarse, como tal, en el asiento del copiloto, junto a Diane, cuando se despeñan colina abajo.

       Los dos protagonistas principales adolecen de la misma falta de madurez, sin embargo, Mary, la antagonista del film, es una mujer madura, lúcida y tremendamente positiva. Mary sufre el abandono del hombre con el que había construido su proyecto de vida y, además, es sometida a la humillación de tener que enfrentarse al nuevo interés sexual de éste.


       «Mary: Ha querido usted hablar conmigo para calibrar mi fe en Frank. Y he dudado. También quería saber si soy inteligente o tonta. Creo que ahora ya lo sabe. De modo que, en realidad, su plan ha sido un éxito.
       Diane: ¿Qué va a hacer a partir de ahora?
       Mary: Nada. Le aseguro que nada. Podría pagar la cuenta, pero soy muy práctica, he de trabajar para ganar dinero. (Se levanta de la mesa). No le digo hasta nunca, porque sé que la volveré a ver. (Se marcha y Diane se pone a comer con una sonrisa de satisfacción.)»

       Pero ella no se entrega al sufrimiento, sino que trata de superarlo apoyándose en su amigo Bill. Una extraordinaria Mona Freeman interpreta los sinceros sentimientos de su personaje con una gran serenidad, despertando nuestra admiración por Mary, que sabe valorarse a sí misma, aunque Frank no lo haya hecho, dándose el cariño y el respeto que merece eligiendo a Bill. Mary deja marchar a Frank sin tratar de disputárselo a Diane, con la certeza de que, en el fondo, es lo mejor para ella. La simpatía que Mary despierta en el público, sobre todo en el femenino, es fruto de la sabiduría de ésta para adaptarse a una situación adversa sacando algo bueno de una herida que le ha abierto los ojos respecto al hombre que tenía a su lado.

       «Mary: Frank, a tu lado yo siempre estaría sufriendo. Hay otras muchas Dianes por ahí. Quiero un matrimonio, no una competencia diaria, quiero un esposo, no un trofeo que disputar a las demás mujeres. Es posible que tú quieras volver, pero yo no te acepto.»


       El film de Preminger posee la novedad de adjudicar un papel activo a las mujeres que forman parte de la trama, frente al papel pasivo de los hombres de la misma. Tanto Diane como Mary son mujeres que ejercen su derecho a decidir sobre sus vidas. Lo mismo que Catherine Tremayne, que es cualquier cosa menos una millonaria de cabeza hueca. La actriz Barbara O’Neil compone una moderna mujer de negocios, segura de sí misma, generosa pero inflexible con los caprichos de su marido y de su hijastra. O’Neil cumple con elegancia su misión de transmitir al espectador el mensaje de que su personaje Catherine Tremayne no es la odiosa madrastra que Diane pretende hacer creer a Frank, sino una mujer bastante comprensiva y atenta con su familia.
       En contraposición, los hombres del film son hombres que dejan en las mujeres el control de sus vidas. Tanto Frank como Charles Tremayne son manipulados por las mujeres de la mansión. Saben que están siendo gobernados por ellas, pero son incapaces de hacer nada para evitarlo. Herbert Marshall realiza un breve pero brillante papel de escritor frustrado, que renuncia a su carrera por una vida plácida de ocio sin fin. Charles Tremayne se engaña a sí mismo culpando a su mujer de su propia apatía. La mirada desencantada del actor nos transmite la tristeza y la vergüenza que siente el personaje, ante los reproches de su mujer, por haber dejado de ser un brillante escritor para convertirse en un despilfarrador pedigüeño.

       «Catherine: Charles, a veces tu encantadora personalidad es demasiado transparente.
       Charles: ¿Pretendes decir que trescientos dólares alteran tu economía?
       Catherine: Lo menos importante son los trescientos dólares, pero ¿cuánto tiempo hace que no ganas esa cifra?
       Charles: Trabajo sin descanso.
       Catherine: Claro, todo el día sentado en tu despacho escuchando música. Antes, en unas cuantas horas escribías casi un capítulo.
       Charles: Es verdad, pero eso era antes de conocerte.»


       Tan solo, el abogado Barrett, único hombre que desempeña un papel activo en el film, logra manejar con sus dotes de mando a Diane y a Frank a un tiempo, y no sólo lo hace para favorecer los interesas de su importante clienta, sino también, y sobre todo, para favorecer los suyos propios como letrado. Ganar el juicio y vencer al fiscal del distrito le proporcionarán el prestigio necesario para conseguir más clientes como los Tremayne. Barrett, lo mismo que Diane, trata a Frank como a un títere, ese comparsa que él se negaba a ser, pero que ha terminado siendo durante toda la película. Tanto Diane como Barrett juegan con Frank, se sirven de él y lo anulan.

       «Barrett: Le doy mi palabra de que no estoy especialmente interesado en salvar su cuello, lo que me preocupa es mi cliente, Diana Tremayne.
       Frank: Ya lo suponía.
       Barrett: Pero juntos tienen más probabilidades que por separado. Las pruebas le señalan en especial a usted, puesto que en este caso interviene un automóvil.
       Frank: Esa chica está loca si cree que va a salirse con la suya.
       Barrett: Nadie pretende salirse con la suya, pero usted no debe ignorar la gravedad de lo que se le acusa. Ella tendrá muchas simpatías, es bonita y adoraba a su padre.»

       Preminger realiza una película oscura y fría, al más puro estilo del cine negro, con unos protagonistas egoístas, incapaces de amar o de amarse a sí mismos, que ignoran las consecuencias de sus actos considerándolas como algo secundario que no les interesa ni les preocupa. Pero Preminger no juzga a sus personajes, para el director todos somos nobles y miserables a un tiempo; tampoco busca la identificación del público con sus personajes, sino que se distancia y nos distancia de ellos con escasez de primeros planos y abundancia de planos medios. Esta manera de narrar, encadenando una serie de planos secuencia, nos hace sentir meros observadores de la vida de los personajes. Con su mirada objetiva, Preminger se limita a insinuar cómo son Diane y Frank, sin rechazarlos ni idealizarlos, sino mostrándonos a dos personas, descarnadamente humanas, que con sus erráticas decisiones nos muestran la futilidad de la vida y la impermanencia de toda existencia humana. Esta habilidad de Preminger para captar la psicología de sus personajes, sin etiquetarlos ni enjuiciarlos, proporciona a su cine un carácter intemporal y novedoso, y le convierte a él en ese tipo de director que supo descubrir en Hollywood, más que una fábrica de entretenimiento, una forma de reflejar al ser humano en profundidad, con sus luces y sus sombras.


       La modernidad de la cinta de Preminger radica en el enfoque innovador de sus personajes y de sus relaciones, extremadamente diferentes a los personajes habituales del cine negro: una adolescente dulce y criminal enamorada de su padre y un hombre duro víctima de su deseo sexual y de su ambición, que se entregan a una pasión autodestructiva y enfermiza, en la que el amor es sustituido por una especie de compasión, en el caso de Frank, y de obsesión, en el caso de Diane.

       «Diane: No creo que me odies. No puedes odiar a una mujer que te quiere como yo.
       Frank: La locura no causa odio sino compasión.»

       Estos oscuros personajes y sus complicadas relaciones dan como resultado una trama retorcida y aciaga —de final inesperado e impactante—, que no tuvo buena acogida por el público de su época, pero que con el tiempo llegaría a ser considerada una obra maestra del cine negro, psicológico y criminal.


       Cara de ángel es una película nocturna, como todas las películas negras de Preminger. Al fin y al cabo, la noche es el mejor escenario para filmar la perversidad de su protagonista, que el director narra de forma intimista, con un ritmo lento o acelerado en función de las maquinaciones de Diane. Este ritmo parece detenerse en la parte del juicio, en la que Diane y Frank, dejándose llevar por las directrices marcadas por el abogado, pasan a un segundo plano y dan paso a un paréntesis en el que el ritmo lo marca la sociedad y sus convencionalismos, en este caso, jurídicos. En esta parte del film, Preminger nos muestra la falsedad del sistema judicial americano, a través del cinismo con el que el abogado Barrett maneja al jurado a su antojo para que se posicione de parte de su clienta, aún sabiendo que es culpable. Tras el juicio, el film regresa a esa atmósfera malsana que se respira en la mansión de los Tremayne y vuelve a ser Diane la que marca el ritmo de la narración, un ritmo melancólico e inquietante.


       Esta controvertida historia de una jovencita con una enfermiza necesidad de controlar a su padre, por miedo a perderlo o a tener que compartirlo, fascinó a Preminger de tal modo que volvería a sumergirse en ella, años más tarde, en Buenos días, tristeza (1958), aunque con un enfoque menos dramático y mucho más frívolo. Puesto que, en dicha película, basada en la famosa novela de Françoise Sagan, la protagonista no es ninguna asesina, sino solo una joven hedonista y manipuladora que, empeñada en conservar la vida bohemia que comparte con su padre, provoca, sin proponérselo, la muerte de su futura madrastra.

       El gran mérito de Cara de ángel consiste en haber abordado uno de esos temas sobre los que Hollywood prefería guardar silencio, a fin de evitar el posible rechazo del público. A través de la figura de Diane Tremayne, Preminger realiza un retrato perturbador de cómo el miedo a la pérdida del ser amado arrastra a una joven de diecinueve años por el camino del odio, hasta convertirla en una asesina. Un tema, sin duda, arriesgado de tratar en una película norteamericana a comienzos de los años cincuenta, pero Preminger siempre se distinguió por su osadía a la hora de acometer temas tabú en sus films.

jueves, 28 de enero de 2021

DONENMANÍA 2

“PÁGINA EN BLANCO” (1960) de Stanley Donen
    

       
Los condes de Rhyall, Víctor (Cary Grant) y Hilary (Deborah Kerr), aristócratas ingleses venidos a menos, se ven obligados a abrir al público parte de su palacio, situado en una población cercana a Londres, para poder mantener sus propiedades. Durante una de estas visitas turísticas, un turista norteamericano, Charles Delacro (Robert Mitchum), se cuela en las habitaciones privadas de la familia y queda prendado de Hilary, la bella condesa de Rhyall, a la que logra robarle un beso. Hilary, fascinada por la personalidad y el atractivo de Charles, que, además, es millonario, trata de disimular, ante su marido, la atracción que ejerce sobre ella, pero Víctor conoce demasiado bien a su mujer y nota enseguida que algo ha surgido entre los dos. Charles planea quedarse en Londres dos semanas y pide a Hilary volver a verla, ella se niega, pero, tras unos días en los que no ha podido dejar de pensar en él, se decide a ir a Londres, poniendo a su marido una excusa, que él finge creer. En Londres, Hilary se aloja en casa de su amiga y antigua novia de Víctor, Hattie Durant (Jane Simmons), aunque pasa todo el tiempo con Charles, con el que inicia un romance al poco de llegar. Hattie, por su parte, decide visitar a Víctor para saber cómo se ha tomado que su mujer se haya enamorado de otro hombre. Víctor no disimula que está destrozado y que se propone arrancar al americano del corazón de su mujer para salvar su matrimonio. Con este propósito, Víctor sorprende a todos invitando a Charles Delacro a pasar el fin de semana en palacio y pidiéndole, con toda desfachatez, que traiga en su coche a su mujer, que lleva toda la semana en Londres. Al día siguiente, cuando Hilary y Charles llegan, todos fingen que no ha pasado nada. Víctor se muestra genial, en su papel de perfecto anfitrión, pero las indirectas y las puyas salpican cada una de las conversaciones entre él y su invitado. El americano trata de convencer a Hilary de que a su marido no parece importarle mucho que ella se haya enamorado de otro, así que el divorcio no le afectaría demasiado. Sin embargo, Hilary no tiene tan claro que la aparente indiferencia de Víctor sea sincera y se siente confusa respecto a qué decisión tomar. Cuando las mujeres se retiran esa noche, Víctor reta a su rival a batirse en duelo con pistolas. Charles se resiste a aceptar, pero Víctor le asegura que si no acepta su desafío, no hablará del divorcio. Finalmente, el duelo tiene lugar y Víctor resulta herido en un brazo. Mientras Hattie y Charles se van al pueblo en busca del médico. Víctor y Hilary se quedan a solas, ella le cura la herida mientras beben champán y se sinceran el uno con el otro. Víctor le explica que el duelo era esencial para que su papel de marido complaciente no resultase tan innoble y para recordarle a ella que sigue enamorado y que la esperará el tiempo que sea necesario. Hilary, conmovida, se da cuenta de que, en realidad, lo que realmente quiere es quedarse con su marido y así se lo hace saber a Charles, en cuanto regresa. Delacro se lamenta de haber aceptado el duelo, porque cree que verle herido es lo que ha ablandado a Hilary y, convencido de que él no apuntó a Víctor, no tarda en comprender que, salir herido, era el plan de Víctor desde el principio y que debió ser el mayordomo, Sellers (Moray Watson), quien le hirió; por supuesto, obedeciendo las indicaciones de su señor.

    
       En “Página en blanco” —“The grass is greener” (La hierba es más verde) en original—, Stanley Donen vuelve a abordar el tema del adulterio, en una comedia sobre la crisis matrimonial de una pareja, felizmente casada, cuya plácida convivencia se ve alterada cuando uno de sus miembros cae en la tentación de dejarse deslumbrar por el brillo de la hierba que crece al otro lado de la valla. Para Donen la infidelidad, dentro de una relación estable, surge en el instante en que se deja de apreciar lo que se tiene y se empieza a pensar que se podría tener algo mejor, perdiendo así la perspectiva de lo que realmente se necesita para ser feliz. “Aprende a valorar lo que tienes”, parece aconsejarnos esta historia, basada en la obra teatral del matrimonio de dramaturgos formado por Hugh Williams y Margaret Vyner, que ellos mismos adaptaron para el cine.

       El tándem de escritores Williams – Vyner construyó unos diálogos elegantes y divertidos, que hacen avanzar la historia con un ritmo sosegado, al tiempo que nos transmiten las respectivas formas de concebir la vida y las relaciones de pareja de los protagonistas. Hay que señalar, sin ánimo de menospreciar la acertada composición musical de Noël Coward, que los diálogos son la verdadera banda sonora de esta película. Y es una banda sonora que una no se cansa de oír; sofisticada, ingeniosa y tierna, sabiendo aprovechar esa ironía y esa flema tan inglesas, que se han hecho famosas en el mundo entero, para componer un héroe romántico admirable y divertido, el conde de Rhyall, que se enfrenta a su rival enarbolando su arma más poderosa, la inteligencia.


       «Víctor: Y la carrera es para el rápido y la lucha para el fuerte, ¿eh?
       Charles: Seguro.
       Víctor: No estoy yo tan seguro. En teoría debo discrepar de usted. En la práctica puede que usted tenga razón. Es un poco primitivo, pero ¿qué tiene de malo?
       Hattie: ¿Qué es primitivo?
       Víctor: Tú, por ejemplo.
       Hattie: Oh, ¿lo dices en serio? ¿O es un insulto?
       Charles: Al contrario, yo diría que es el mejor cumplido.
       Víctor: Dice eso porque él también lo es.»

       Encarnar al protagonista dio la oportunidad a Cary Grant, británico de nacimiento, de mostrar ese caballero inglés que llevaba dentro y que le permitió, a lo largo de toda su carrera, abordar la comedia física con una elegancia y una naturalidad incomparables. También en este film protagoniza un momento slapstick, al caerse dentro de una poza del río en el que están pescando. Grant compone, en “Página en blanco” el personaje más flemático de toda su filmografía, un aristócrata despistado, educado y mordaz, que jamás pierde la compostura —ni siquiera en presencia del amante de su muje —, a pesar del ingrato papel de marido ultrajado que le ha tocado representar. Víctor Rhyall hace gala de un control absoluto sobre sus emociones, lo que obligó a Grant a realizar una interpretación contenida de este hombre enamorado que se está muriendo por dentro, aunque por fuera sepa dar la impresión, con su eterna sonrisa, de que todo le importa un bledo.


       «Víctor: Te diré cómo he reaccionado, me siento disgustado, muy disgustado, muy desdichado, estoy como perdido y muy solo.»

       La reacción de este marido ante la infidelidad de su esposa es sincera y conmovedora por la honestidad de sus convicciones y la desolación de sus sentimientos. En lugar de una respuesta violenta, vengativa u orgullosa, el conde de Rhyall nos da una lección de lucidez, al aceptar su desagradable situación, para sorprender a su rival con un contraataque inesperado y brillante, con el que reduce la traición de su esposa a un deslumbramiento pasajero y vacío, del que la pareja sabrá reponerse y dejar atrás.

       La relación laboral y amistosa de Cary Grant con Stanley Donen se prolongó a lo largo de los años dando como fruto cuatro películas y una productora, la Grandon productions, con la que Donen y Grant producirían dos de estos films, “Indiscreta” (1958) y “Página en blanco” (1960). Siendo “Bésalas por mí” (1957) y “Charada” (1963) la primera y última colaboración, respectivamente, entre actor y director. Relación que sería beneficiosa para ambos y que ayudaría a Donen a dar el salto del musical a la comedia.


       Donen fue un director humilde que nunca presumió de sus éxitos y que nunca estaba satisfecho de sus films, sin embargo, era un gran realizador capaz de crear instantes cinematográficos llenos de magia, ingenio y elegancia. Muestra de ello son los magníficos títulos de crédito, que Donen consiguió del diseñador gráfico Maurice Binder, donde, vemos, jugando sobre la hierba, a unos bebés que representan a cada uno de los profesionales que participaron en la película. Y es que Donen era un narrador meticuloso, siempre con el ojo puesto en los detalles que pudieran aportar humanismo a la película y ayudaran a contar el mensaje que se quería transmitir al público. Desde el planteamiento del film, Donen va anticipándonos, de forma sutil, el conflicto que se avecina, dejando que algo flote en el aire y que sean los mismos personajes, sin proponérselo, los que nos hagan sentir lo que se está cociendo. Por ejemplo, los versos de Henley que Hilary lee a su marido, antes de conocer a Charles, son toda una anticipación de la tormenta que se cierne sobre la pareja:


       «Hilary: Y es que nace la fuerte primavera, despertando los sueños. Corre la savia… Oh, esa agradable, impaciente y sedienta inquietud. Toda la vida brota y mi corazón, lleno de abril, brinca en mi pecho.»

       La respuesta a este poema parece toda una corazonada por parte del marido:

       «Víctor: Nace la primavera, ¿eh? Una turbulenta estación, todo un renacimiento…
       Hilary: Nidos nuevos, hierba reciente, qué poderosa inquietud…
       Víctor: Sí. Te advierto una cosa, cuanto mayor eres, mayor es la inquietud. Una época muy peligrosa. Ten cuidado.»

       Asimismo, las primeras palabras que Hilary dirige a Charles, cuando se cuela en su salón, son una anticipación de la intromisión, por parte de éste, en la privacidad de su matrimonio:


       «Hilary: Bueno, entrar por una puerta donde dice “privado” no es equivocación sino intrusión.»

       El mismo duelo se anticipa al espectador en una alusión del propio Víctor a Charles cuando le está hablando de un antepasado suyo que se batió en duelo con el amante de su mujer.

       «Víctor: Descubrió que su esposa estaba a punto de fugarse con un rico terrateniente de Carolina del Sur. Tengo entendido que es un territorio estupendo, pero usted no es del Sur, ¿verdad?
       Charles: No, del estado de Nueva York. ¿Y no le ahorcaron?
       Víctor: No, no, fue un duelo a pistola.»

       Y Víctor anticipa a Hilary que no piensa dejar que Charles le robe a su esposa, improvisando una cancioncilla con la melodía de la famosa canción americana «Yanquee Doodle»:

       «Víctor: “… Quería conquistar a todas las mujeres… Un yanqui vino a Londres, montado en un pollino, con plumas en el gorro y una libra de tocino. Era un yanqui muy audaz, un yanqui ladino, más se tuvo que marchar, corrido y mohíno…”»


       Pero el film no sólo está lleno de anticipaciones sino también de metáforas. Donen utiliza el canto de un cuco que merodea por los alrededores del palacio como analogía de la humillante posición de Víctor ante el romance de su esposa con otro hombre.

       «Víctor: ¡Ese pájaro es para volverse loco!
       Sellers: Por eso dice el refrán: está loco como un cuco.
       Víctor: ¿Quién está como un cuco?
       Sellers: Nadie, Milord. Usted ha dicho que era para volverse loco, imagino que así se originaría ese refrán.
       Víctor: Ah, ya, ya.»

       Incluso Hattie utiliza el canto del cuco para pinchar a Víctor:

       «Hattie: Ese pájaro es un tanto enfático, ¿no? ¿No dijo Shakespeare: “El cuco en cada árbol se burla de los casados?”»


       Y, después, justo antes de que llegue al palacio la pareja de adúlteros, vemos a Víctor con una escopeta tratando de cazar al cuco.

       Otro objeto dramático, empleado por Donen en el film como metáfora para representar la posición y la lucha interna librada por cada uno de los miembros de este triángulo amoroso, es el abrigo de visón que Charles regala a Hilary. Para Charles, el visón supone un símbolo de la maravillosa vida que podría proporcionarle a Hilary, gracias a su condición de millonario; para Hilary, es el símbolo de la atracción que Charles y sus millones ejercen sobre ella, significa la tentación de lo prohibido y para Víctor, es una humillación más, el objeto que representa todo lo que él hubiera querido ofrecer a su amada esposa, de haber podido.

       «Víctor: ¡He deseado regalarle un abrigo de visón desde que nos casamos y la próxima Navidad ya podría haberlo hecho! ¡Debería matarlo!
       Hattie: Creo que hemos de evitar el derramamiento de sangre. Está algo anticuado.
       Víctor: ¡Pues ya va siendo hora de actualizarlo!»

       En “Página en blanco”, Donen nos hace toda una demostración de cómo la alta sociedad hace de la hipocresía un arte. Para ello, nos muestra a los cuatro personajes principales comportándose como si ninguno de ellos estuviese al tanto de este secreto a voces que es el adulterio de la condesa, del que nadie habla directamente cuando están todos juntos, pero que todos comentan por separado. Quizás el momento más falso de todos sea aquel en el que Víctor invita a Charles a pasar el fin de semana a palacio, fingiendo que no sabe que él y su mujer están juntos. Donen se sirve de la técnica de la pantalla partida para mostrar las reacciones de Charles y de Hilary, ante la invitación de Víctor, al tiempo que muestra a Víctor y a Hattie, escuchando la respuesta de Charles, al otro lado del teléfono. Es una de las escenas más graciosas del film, por la sincronía de los movimientos y la coincidencia de las frases de ambas parejas, magníficamente interpretados por estos cuatro grandes intérpretes.


       La interpretación del romance adúltero recayó sobre la pareja formada por Deborah Kerr y Robert Mitchum, que ya habían coincidido antes en el film de John Huston “Sólo Dios lo sabe” (1957), dejando constancia de la química existente entre ellos, y que volverían a formar pareja cinematográfica un año después en “Tres vidas errantes” (1961) de Fred Zinnemann, en la que ambos nos sorprendían con una gran versatilidad, en este drama narrado en clave de humor. La crudeza que emanaba de Mitchum contrastaba a la perfección con la delicadeza y elegancia de Kerr, creando una mezcla extraña e interesante de pasión y fragilidad que daba excelentes resultados en la pantalla. El papel de Mitchum en este film es, sin embargo, algo ingrato. El actor borda la primera parte de la película, cuando seduce a Hilary con su firmeza y su enorme seguridad en sí mismo, pero cuando ha de medirse con Grant —el rey de la comedia— parece tan perdido y fuera de lugar como su personaje, Charles Delacro, en el palacio del aristócrata inglés. Pero Charles y Víctor no sólo rivalizan por el amor de Hilary, sino que Donen los hace ir más allá, estableciendo una divertida batalla de orgullo patriótico entre ingleses y americanos. El inglés, representa la educación, la cultura y la inteligencia y el americano, la fuerza, el dinero y la testarudez. Víctor lucha por conservar a su esposa y por expulsar al prepotente norteamericano que se ha colado en su hogar comportándose como si el mundo entero fuera su jardín de recreo. Asimismo, Hilary y Charles, en la secuencia en la que se enamoran, bromean sobre las diferencias existentes entre ambas culturas.


       «Charles: Soy norteamericano, digo lo que pienso.
       Hilary: Y vacila antes de decirlo. Un francés no hubiera vacilado.
       Charles: ¿Y un inglés?
       Hilary: Un inglés jamás lo hubiera dicho.
       Charles: ¿Dice que un inglés jamás le diría a una mujer casada que es muy guapa?
       Hilary: No, no quiero decir eso, pero, normalmente, se lo dice primero al marido.
       Charles: ¿Y con qué objeto?
       Hilary: Sabe que el marido se lo dirá a la esposa.»


       Por su parte, Deborah Kerr compone un personaje con tanta clase y tanta sensibilidad, que consigue que resulte normal que su marido esté dispuesto a tomarse su infidelidad con deportividad, sin perder ni un ápice de la devoción que siente por ella. La Kerr se pasea por el adulterio, desprovista de cualquier viso de inmoralidad; inmaculada, como si su personaje estuviese por encima de las pulsiones sexuales mundanas y sólo estuviese reaccionando ante un sentimiento elevado y puro, que nadie le puede reprochar. Sólo se permite un arrebato pasional cuando ve que Hattie lleva puesto el abrigo de visón que le ha regalado Charles y la obliga a quitárselo a punta de pistola, pero, eso sí, sin despeinarse. Se podría decir que Hilary, a su manera también termina batiéndose en duelo con Hattie, por andar siempre mariposeando alrededor de su marido, algo que la pone muy celosa.



       «Hilary: No me fío cuando estás con Víctor. ¿Por qué no cenasteis aquí?
       Hattie: Dijo que le gustaría tomar el aire.
       Hilary: ¿Dijo eso? ¿A qué hora volvisteis?
       Hattie: Pues a eso de las doce y media, creo.
       Hilary: ¿Bebió mucho, Víctor?
       Hattie: Muy poco, si no recuerdo mal.
       Hilary: Pero sólo jugando a las cartas os aburriríais muchísimo…
       Hattie: No, porque yo hago trampas.»

       El cuarto personaje de este tour de force interpretativo, recae sobre una bellísima Jane Simmons, en un personaje cómico, que equilibra con su presencia humorística el tenso triángulo amoroso formado por los condes de Rhyall y Charles Delacro. Simmons está graciosa y sexi en este rol de divorciada inglesa de clase alta, superficial y cínica, que finge fantasear con la idea de recuperar a Víctor Rhyall, su antiguo novio, aunque, en el fondo, sabe perfectamente que eso no va a ocurrir. Simmons aporta con sus simpáticas réplicas el toque de humor a una situación, tensa y dolorosa para el resto de los personajes, pero que a ella la saca de la rutina y la divierte en extremo. Hattie Durant se pasa todo el tiempo que aparece ante la cámara bebiendo sin parar, quien sabe si por puro hedonismo o en un intento de silenciar su soledad tras un matrimonio fallido.


       «Hattie: Todo es la suerte. Recuerda la mala suerte que tuve el día que te presenté a Hilary en las carreras. Conseguí la doble y te perdí a ti. Y si tú te hubieses casado conmigo en vez de con Hilary, yo no me hubiera casado con ese enano con el que me casé ni me habría gastado tanto para divorciarme. Y encima se pagó muy poco la doble.»

       A pesar del carácter superficial de Hattie, ésta nos sorprende, en ocasiones, con comentarios que denotan una gran claridad mental e incluso cierto viso de feminismo muy interesante para la época:

       «Hattie: Como la mayoría de los hombres que tienen éxito con las mujeres, tú te jactas de que las conoces. No seas imbécil, cariño, no tienes ni idea.»

       La frivolidad de Hattie es tan chispeante que resulta contagiosa y su pueril malicia contrasta con la madura honestidad de sus amigos los Rhyall, que afrontan el adulterio de uno de ellos con una calma absoluta, considerándolo un sencillo traspié emocional, algo bastante natural en una relación de doce años.


       «Víctor: La fórmula actual de casi todos es decir, bien, la mejor parte ya ha pasado y nos queda la peor, despidámonos, querida, gracias por todo, ha sido muy divertido. Vete con tu amigo, recupero mi libertad y estaré en la Riviera antes que tú. Yo creo que eso está mal. Si tu amante te es infiel, debes rechazarla, si lo es tu mujer debes acogerla.»

       El estoicismo del conde de Rhyall ante el hecho de que su mujer se haya enamorado de otro hombre es irritante y envidiable al mismo tiempo, puesto que donde otros se desesperan, gritan, insultan e incluso golpean, él charla educadamente, maldice un poquito y reta en duelo. Desde luego, no se puede ser más inglés ni más caballero. Y como a todo buen caballero inglés que se precie, no podía faltarle su leal mayordomo, Trevor Sellers (Moray Watson), que acompaña a su señoría en todas sus tareas diarias, sean de la clase que sean, compartiendo con él su Biblia y el crucigrama del Times. El excéntrico y aburrido mayordomo Sellers es el secundario cómico que revolotea por el film, aportando humor, y se pasea por el palacio, proporcionando abolengo. Sellers ayuda a dibujar el temperamento distraído y tradicional del conde de Rhyall, al que sirve de escudero en sus momentos más duros y solitarios y, lo mismo que un Sancho Panza británico, secunda a su señor en todas sus locas ideas —como la de batirse en duel —, al tiempo que mantiene con él conversaciones de lo más absurdas. Como cuando comparte con su señor el descubrimiento de que carece de lo esencial para triunfar como escritor.


       «Sellers: Creo que el problema básico soy yo mismo. Estoy demasiado feliz y contento, y, por si esto fuera poco, presumo que soy normal. Eso es fatal.
       Víctor: ¿Debo entender que prefiere ser desventurado y anormal?
    Sellers: Pues claro. Mire, yo deseo triunfar y para triunfar es preciso por lo menos ser moderno. Y, al igual que milord, no lo soy. No tengo esa sensación de inseguridad o desesperación o angustia.
       Víctor: ¿Y es esencial?
   Sellers: Lo más esencial. Y yo me siento dichoso, nada me remueve, no tengo ningún resentimiento.
       Víctor: Se encuentra en un aprieto, ¿eh?»

       Uno de los temas recurrentes en la filmografía de Stanley Donen era su creencia de que aunque las relaciones de pareja pierdan su brillo y se deterioren con el transcurso de los años, si hay verdadero amor, la unión resiste todos los obstáculos. Es el tema central de su película “Dos en la carretera” (1967), considerada por muchos como su obra maestra, y es la idea que subyace en la historia de “Página en blanco”, aunque en este film, Donen, romántico por excelencia, parece, como el cuco, reírse de los casados, siempre expuestos al temor de la infidelidad. El canto del cuco como precursor de la primavera, llevaba a afirmar a Shakespeare: “¡Oh, mundo de miedo, desagradable para un oído casado!”. Donen se burla, sí, pero desde la convicción, que comparte con Víctor, de que una infidelidad es sólo un error de perspectiva —ya que el infiel cae en la trampa de creer que lo que desea es mejor que lo que posee—, y por tanto, no es motivo suficiente para acabar con una pareja.

       «Víctor: A no ser que sea propensa a ello, en cuyo caso la situación queda fuera de control.»