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miércoles, 1 de diciembre de 2021


WYLERMANÍA 3

EL FORASTERO (1940) de William Wyler
    

       
En plena guerra entre ganaderos y colonos, en la ciudad de Vinegaroon, Texas, el legendario juez Roy Bean (Walter Brennan), cacique de la región, imparte justicia de forma parcial, en favor de los vaqueros. Apodado «el juez de la horca», por ser ésta su sentencia más habitual, Roy Bean se dispone a juzgar al forastero Cole Harden (Gary Cooper), por el supuesto robo de un caballo, cuando la granjera Jane Ellen Mathews (Doris Davenport) irrumpe en el tribunal para interesarse por el paradero de Shad Wilkins (Trevor Bardette), último granjero ahorcado por el juez. Jane se enfrenta valerosamente a Bean cuestionando su autoridad para impartir justicia y tratando de defender al desdichado forastero, al que ya considera muerto, sólo por haber caído en manos del juez. Sin embargo, Cole, advirtiendo la admiración que siente el juez por la actriz Lily Langtry, consigue evitar la horca, declarándose en posesión de un mechón de los cabellos de la Srta. Langtry, a la que finge conocer. Una vez que se ha ganado la simpatía del juez, Cole logra desenmascarar, ante él, al verdadero cuatrero y ambos lo celebran emborrachándose juntos. Mientras tanto, la mayoría de los colonos, al saber que han colgado a Wilkins, deciden abandonar sus tierras; pero un grupo de ellos opta por quedarse y linchar al juez. Antes de dejar el pueblo, Cole visita a Jean Ellen para agradecerle que le defendiera en el juicio y ésta consigue retenerle a su lado para que les ayude a recolectar la cosecha. Pero cuando Cole descubre el plan de los granjeros para ahorcar al juez, corre al pueblo a impedir el linchamiento. Después, a pesar de que los granjeros le consideran un traidor, Cole promete a Bean el mechón de Lily Langtry, a cambio de que retire los novillos que andan perdidos por los sembrados. Pero Cole no tiene ningún mechón, así que, engatusa a Jean Ellen, haciéndola creer que desearía tener un recuerdo de sus hermosos cabellos, para conseguir un mechón para el juez. Los colonos celebran la retirada del ganado y Cole y Jean Ellen comienzan a hacer planes de futuro. Pero los hombres del juez provocan un incendio que arrasa las cosechas, sin que Cole pueda hacer nada para impedir que el padre de Jane Ellen muera al enfrentarse a los vaqueros. Mientras el juez festeja la noticia de que Lily Langtry va a actuar en Ford Davis, Cole parte hacia el fuerte para solicitar una orden de detención contra Roy Bean. Los vaqueros advierten al juez del peligro de ir a Ford Davis, ya que podría meterse en una trampa, pero Bean no está dispuesto a perderse la actuación de Lily por nada del mundo; así que, acude al teatro, donde tendrá que vérselas con, el recién nombrado delegado del sheriff, Cole Harden.
 

       Después de la guerra civil norteamericana, fueron muchos los que dirigieron sus pasos al Oeste —donde la tierra estaba al alcance de todos— buscando un lugar donde empezar de nuevo. Surgió, entonces, una nueva guerra entre ganaderos y colonos, en la que algunos veteranos continuaron defendiendo e imponiendo sus ideales de forma abusiva; pues, aunque el entendimiento se imponía como única vía posible para la recuperación del país, no todos estaban dispuestos a cambiar. El film de Wyler narra el enfrentamiento entre estas dos formas opuestas y excluyentes de entender la vida y de actuar en el mundo, y lo hace a través de dos personajes masculinos contrarios: El forastero Cole Harden, que representa la libertad del individuo para ejercer sus derechos frente a una autoridad corrupta y el juez Roy Bean, símbolo del poder absoluto ejercido sobre una colectividad de manera despótica. Uno y otro personaje encarnan esta rivalidad de temperamentos basada en una recíproca desconfianza y, al mismo tiempo, en una gran complicidad y simpatía, fruto de la capacidad de ambos para sobrevivir adaptándose a las circunstancias y manipulando la verdad de acuerdo a las propias necesidades.


       «Bean: ¿Me va a traicionar de nuevo? ¿No va a dármelo?
       Cole: Claro que se lo daré.
       Bean: ¿Cuándo?
       Cole: Cuando no haya ni un novillo en el valle.
       Bean: Está bien, voy a decírselo a los muchachos.
       Cole: ¡Ni pensarlo! Va a ir usted mismo a ayudar y yo le acompañaré para comprobar que lo hace.
       Bean: No se fía de mí, ¿eh?
       Cole: De niño, tenía una serpiente de cascabel domesticada, la quería mucho, pero nunca le daba la espalda.
       Bean: Ja, ja, ja… Como quiera.»

       La amistad surgida entre estos dos caracteres, condenados a estar en bandos opuestos, constituye la base sobre la que se sustenta este inusual wéstern, entre la comedia y el drama, empeñado en demostrar que nadie puede seguir su propio camino alejado de los demás, porque todos formamos parte de algo más grande que nosotros mismos. Wyler desmitifica en su film dos arquetipos clásicos del wéstern; por un lado, el héroe noble e individualista que, por cuestiones humanitarias, toma partido en una causa que no le pertenece y termina renunciando a su independencia; y por otro, el villano, rudo, temerario y cruel, que lucha por mantener el orden en una tierra salvaje y que, pese a su brutal egoísmo, es capaz de sentir un amor platónico tan grande que hace de él casi un ser humano.


       «Bean: ¿La ha visto alguna vez?
       El extraño: No. Estuve en una ocasión en Inglaterra, pero no la vi.
       Bean: ¿Estuvo en una ocasión en Inglaterra y pudo verla, pero no la vio?
       El extraño: Sí.
       Bean: Fuera de mi bar.
       El extraño: ¿Qué?
       Bean: ¡Fuera!»

       Cole se convierte, sin pretenderlo, en mediador de esta lucha entre colonos y ganaderos, lo que le fuerza a posicionarse en contra del que podría haber sido su gran amigo, el falso juez, a cuyo bárbaro reinado se verá obligado a poner fin. Por su parte, el juez Bean, con sus cómicas sentencias y su desternillante manera de apropiarse de las pertenencias de los condenados a la horca, pese a considerar a Cole como un hijo, está dispuesto a enfrentarse a él, con tal de defender ese universo que ha creado a su medida.

       «Bean: Cole, somos amigos, hice lo que tenía que hacer, aunque usted no lo entienda. Y si mi propio hijo viniera a detenerme, tendría que ser el primero en sacar el revólver.
       Cole: Yo le detendré. A menos que me maten por la espalda antes de llegar aquí.»



       Ese vaquero, romántico y honrado, encarnado por Cooper desde 1929 en la película El virginiano de Víctor Fleming, que detesta la injusticia y representa el valor, la libertad y el honor masculino, ayudó a definir el código moral de todo héroe del wéstern que se precie y estableció muchas de las posteriores convenciones del género. Cooper interpretaría a cientos de vaqueros poseedores de estos valores a lo largo de su carrera; pero el Cole Harden de El forastero destaca entre todos ellos, por ser, sin duda alguna, el vaquero más asertivo que se haya visto jamás en una película del Oeste; un tipo capaz de mantener un control absoluto sobre sus emociones —incluso cuando están a punto de ahorcarle—, con una habilidad envidiable para convencer, a los que le escuchan, sin ejercer ningún tipo de violencia sobre ellos.

       «Cole: Oiga, juez, no queremos ningún insulto que pueda estropear esta amistosa reunión.
       Bean: ¿Reunión? Este atajo de comadrejas invade la dignidad de esta audiencia, se presentan armados con el malicioso fin de darme una patada en el trasero y…
       Cole: Escuche, como juez, sabe que hay dos modos de interpretar toda cuestión. Estos hombres vienen con una queja justificada y…
       Wade: ¡No le hemos pedido que nos defienda, Harden!
       Bean: ¡Ni yo!
       Cole: Aprobado por unanimidad; pero voy a hablar por los dos.»


       La honestidad que transmitía Cooper en la pantalla, encajaba a la perfección con éste jinete vagabundo de calculada serenidad y de rápido ingenio, capaz de salir vivo de cualquier aprieto. Cole, acostumbrado a bastarse a sí mismo, se conmueve ante esa valerosa chica que, sin conocerle de nada, le defiende con pasión ante un tirano tan peligroso como Bean. Esa emoción detiene su vida errante y produce en él una profunda transformación, que le llevará a establecerse en un lugar de forma fija y duradera. La interpretación sobria y natural de Cooper y esa forma suya de encarar cualquier acción sin prisas, llenándola de detalles espontáneos y realistas, dotan la composición de su personaje de una autenticidad tan emocionante, que se gana nuestra simpatía. Una muestra de ello es el momento en el que Cole se resiste a desprenderse del mechón de Jane Ellen para entregárselo al juez. Cooper, con su afligido rostro y con su manera de manejar el rizo de Jane como si fuera un tesoro, nos hace sentir su amor por la chica y el abatimiento que le produce separarse de su pelo. Incluso logra conmover al juez, que, dándole golpecitos en la espalda, le dice para animarlo: «Sé lo que siente, hijo.»

El 
semblante de Cooper expresa todo lo que Cole Harden siente y todo lo que trama, es un libro abierto en el que el espectador puede vislumbrar el alma de Cole, hasta en aquellos aspectos más íntimos que él pretende ocultar a los demás. Para William Wyler, Cooper era «un actor soberbio, un maestro de la actuación cinematográfica». La mezcla de ternura y determinación, mostradas por Gary Cooper en el film, hacen de Cole un héroe a quien no nos sorprende que el cínico Roy Bean coja cariño, porque hay algo que Roy Bean no ha podido encontrar en ese tribunal del que se ha erigido en juez a sí mismo: un amigo al que pueda considerar su igual, que lo comprenda y que comparta su modo de ser, que aprecie su inteligencia y su asilvestrado sentido del humor. Alguien que no sea uno de esos esbirros paletos, que siempre le obedecen y le dan la razón, porque le tienen miedo. Cole demuestra tener sus propias ideas y seguir sus propias prioridades y el juez se identifica con la personalidad de ese forastero al que no puede gobernar y por el que siente cierta admiración.

       «Bean: ¡Eh! ¡Un momento! No se puede ir, la sentencia está en suspenso.
       Cole: Pero si colgaron a Evans por eso…
       Bean: Bueno, pero la sentencia sigue en suspenso. ¿Quién es usted? ¿Qué sé de usted? ¿Cómo sé que no le buscan por delincuente? Está detenido por… por… conducta desordenada, alteración del orden público y vagancia. Y volverá al pueblo conmigo. Ése es el fallo del tribunal.
       Cole: Je, adiós, juez. (Monta en su caballo y se marcha)
       Bean: Y encima me ha robado el revólver…»


       Ambos hombres se comprenden y aceptan, pero pertenecen a generaciones y a mundos distintos, con diferentes valores y formas de entender la vida. Por todo ello, tratándose de un wéstern, están condenados a enfrentarse en un duelo final, en el que “el malo” de esta película recibe la muerte más dulce que se haya visto jamás en todo el género: Roy Bean cae a los pies de Lily Langtry y exhala su último suspiro mientras contempla el hermoso rostro de su amada. El juez muere con su apolillado uniforme confederado, símbolo de que con él desaparece todo un estilo de vida, el del Viejo Sur de los Estados Unidos y Cole Harden recoge su sable para asegurarse de que lo entierren con él, poniendo fin, asimismo, a toda beligerancia en la región. Sin embargo, también el estilo de vida de Cole Harden desaparece, tras el enfrentamiento con Bean, al renunciar él mismo a su vida de jinete errante, para posesionarse de un pedazo de tierra, desde el que mirar al futuro.


       Walter Brennan encarnó con absoluta maestría a este personaje real de la historia americana, que se erigió a sí mismo en juez, sin serlo, se rodeó de pistoleros para imponer su ley y pacificó la región favoreciendo a los ganaderos. Brennan nos hace sentir la peligrosidad del personaje, mostrándonos cómo el aspecto jovial del juez se endurece en cuestión de segundos adoptando una expresión implacable, cuando alguien dice o hace algo que pueda ofender a su tribunal o a Lily Langtry. Sus ojos traviesos se vuelven fríos como el acero y la amenaza brilla en ellos de una forma despiadada que hiela los corazones de los pobres desdichados que ignoran el letal terreno que pisan. El astuto Cole capta cada cambio en la mirada del juez y se anticipa a poner freno a su cólera asesina, con algún subterfugio salido de su imaginación con el que librarse de una muerte segura. Pero Cole no tarda en comprobar que el único punto débil del juez es su devoción por Lily, porque en todas las demás cuestiones se muestra tan astuto como el mismo Cole.

       «Cole: ¿Por qué no es usted un juez de verdad para todo el mundo? ¿Por qué no trata de ver las cosas como ellos y les ayuda en vez de atacarles? ¿Por qué no hace la paz, en vez de la guerra? Hay espacio de sobra para todos. Y todo el mundo le admiraría. Algún día, hasta le levantarían una estatua en la calle que dijera: “A Roy Bean, un verdadero juez”.
       Bean: ¿Qué? ¿Echa el anzuelo a ver si pico?»

       La emocionante interpretación de Brennan logra hacer entrañable un personaje sanguinario, mediante su sentido del humor, su cínica caradura y su absoluta adoración por LiLy Langtry. Brennan recibió su merecidísimo tercer Oscar a Mejor Actor de Reparto por su inolvidable trabajo en este magnífico wéstern de Wyler.


       Cooper y Brennan trabajaron juntos en numerosas películas (Juan Nadie (1941), El sargento York (1941) o El orgullo de los Yanquis (1942) entre otras) y en todas ellas se dejaba sentir la extraordinaria química existente entre ambos actores, tanto en la ficción, como en la vida real. Se dice que fueron grandes amigos y que Brennan gastaba bromas a Cooper, durante el rodaje de El forastero, llamándole por teléfono para decirle lo mal actor que era, imitando la voz de Samuel Goldwing: «Maldito hijo de perra, eres tan malo que voy a poner a Brennan encabezando los títulos de crédito». Pero, bromas aparte, sin esa complicidad entre Cooper y Brennan, El forastero nunca hubiera resultado una película tan conmovedora ni tan divertida. Hay escenas en las que ese entendimiento entre estos dos pícaros del lejano Oeste, que son Cole Harden y Roy Bean, es tan creíble que nos hace sonreír, porque se nota que ni siquiera necesitan hablar para comunicarse. Un ejemplo de ello, es la escena en la que se emborrachan juntos con un licor cuyo nombre lo dice todo «Levantamuertos». Tras beberse el primer vaso, el juez saca dos jarras y una botella de «Levantamuertos» para cada uno, vuelca toda su botella en la jarra y Cole hace lo mismo con la suya, después empiezan a beber; el juez se bebe toda la jarra de un trago, pero Cole hace una pausa, en la que el juez se queda mirándolo fijamente; entonces, Cole se apresura a apurar la jarra del tirón y el juez le da su aprobación.


       Aunque la actriz Doris Davenport impresionó a Samuel Goldwing y realizó una estimable actuación en el film, dando vida a Jane Ellen Mathews, su breve carrera pasó sin pena ni gloria. Sin embargo, en las secuencias más dramáticas de la cinta, Davenport destaca por su apasionada interpretación de esta mujer menuda y de gran coraje, que lucha por defender lo que es suyo, en una tierra salvaje. Siendo especialmente conmovedora la escena en la que, tras enterrar a su padre, aparta a Cole de su vida —pese a estar enamorada de él—, a causa de su amistad con Bean.

       «Jane: A mí nadie me echará de mis tierras; ni con rebaños; ni con fuego; ni matando a mi padre ni de ningún modo. Estaré aquí mucho después de que Bean y su pandilla se hayan ido.
       Cole: Estarás aquí. Y yo también.
       Jane: No quiero verte. No quiero aquí a ningún amigo de Roy Bean.»


       El personaje del enterrador, Mort Borrow (Charles Halton), que también es el barbero del pueblo, típico personaje esperpéntico del wéstern, aparece en el film con el clásico aspecto, delgado y paliducho, de todos los que se dedican a ese ingrato oficio en una pantalla. Wyler saca partido cómico a la figura del enterrador, presentándolo con maneras de buitre carroñero siempre al acecho del siguiente difunto, en numerosos gags en los que juega con su grimosa presencia de pájaro de mal agüero, que despierta entre sus conciudadanos cierta aprensión y rechazo. El mismo juez procura no pagarle sus servicios o hacerlo con las pertenencias personales del reo, en lugar de con dinero. Hay una escena, después de que el ahorcamiento de Cole sea aplazado, en la que Mort se cruza con Evans y tienen un breve diálogo, en el que Evans cree percibir en las palabras del enterrador un oscuro presagio acerca de su propia muerte.

       «Evans: ¿Qué tal, Mort?
       Mort: Acabo de perder un cliente.
       Evans: Iré a afeitarme dentro de un minuto.
       Mort: Bien, tú serás el “siguiente”.»

       Cuando en 1939, John Ford revolucionó el wéstern haciéndolo madurar con el estreno de La diligencia, Samuel Goldwyn, entusiasmado con el film de Ford, encargó a Wyler un wéstern de calidad y no reparó en gastos. Wyler había dirigido muchos wésterns al principio de su carrera, pero, tras alcanzar el triunfo, no había vuelto al género, de manera que llevaba diez años sin rodar un wéstern cuando encaró el encargo del productor; no obstante consiguió obtener con la película el favor de crítica y público. El forastero fue uno de los primeros wésterns en introducir matices psicológicos y dramáticos en un género poco valorado por la crítica, por la simplicidad y repetitividad de sus líneas argumentales. A nivel estético, Wyler realizó una película soberbia, no sólo por la magnífica fotografía en blanco y negro de Gregg Toland, habitual colaborador de Wyler, —al que el director consideraba un artista al que no había necesidad de dar las mismas indicaciones que se dan a otros directores de fotografía— sino también por la dirección de Wyler y su uso de los encuadres cerrados con los que lograba expresar, incluso en exteriores, las emociones más íntimas de los personajes y las situaciones más dramáticas del relato. La escena en la que Cole corta un mechón del cabello de Jane Ellen tiene lugar al aire libre, pero Wylder enmarca la intimidad que se ha creado entre ambos personajes con un encuadre tan bello, que la ternura del momento inunda la pantalla de una sincera emotividad, que los aísla del resto del mundo.


       « Jane: ¿Por qué le gusta burlarse de mí?
       Cole: Porque usted me gusta, supongo.
       Jane: ¿Y cree que mi pelo es bonito?
       Cole: Nunca he visto nada semejante. ¿Podría cortar un mechón?
       Jane: No.
       Cole: ¿Quiere cortarlo usted?
       Jane: No, no quiero. Viene aquí, se pone al lado de Bean, pega a mi mejor amigo y…
       Cole: Y le digo cuánto me gusta… Y cuánto la voy a echar de menos…»

       Y lo mismo que Cooper llenaba de detalles su actuación, Wylder adornaba su magnífica realización de infinidad de fragmentos con los que cargaba de información relevante cada secuencia, cada escena, cada acción. Por ejemplo, cuando Cole trata de dejar el pueblo y el juez le persigue, Wyler nos muestra a uno y otro personaje atravesando el cementerio a caballo, cada uno según su manera de ser: Mientras Cole lo rodea respetuosamente, el juez lo cruza sin contemplaciones, pisoteando las tumbas y derribando a su paso varias cruces.


       El guión de El forastero se basaba en un sencillo relato de Stuart N. Lake, que el mismo autor coescribió para el cine junto a Niven Bush (El cartero siempre llama dos veces y Duelo al sol) y Jo Swerling (El orgullo de los Yanquis). Se dice que Niven Bush estaba al tanto del extenso conocimiento de Gary Cooper sobre la historia del Viejo Oeste y solía consultar al actor para documentarse mientras escribía el guión. Cooper, por su parte, exigió que su personaje fuera reescrito, porque consideraba que la fascinante personalidad del juez le robaba protagonismo; los guionistas tuvieron que ampliar el personaje de Cole Harden con un material adicional que fue encargado a Lillian Hellman, aunque la participación de la escritora en el guión nunca fue acreditada en el film. El producto final fue un guión de moderno argumento, con el que Wyler demostró, una vez más, su habilidad para aportar soluciones narrativas a la hora de adaptar para el cine, obras de procedencia literaria, consiguiendo resultados de gran calidad cinematográfica. No en vano, Wyler fue considerado por algún tiempo el mejor realizador del Hollywood clásico, aunque más tarde fuera denostado por la crítica y cayera en el olvido, a consecuencia de la influencia negativa que la revista francesa Cahiers du Cinéma tuvo en el crítico americano Andrew Sarris, que se dedicó a menospreciar la importancia de la figura de Wyler como autor. Ni siquiera la posterior retrospectiva que André Bazin dedicó a Wyler en 1996, donde se afirmaba que «nadie había sabido contar mejor una historia, en cine, que Wyler», consiguió revalorizar la desprestigiada imagen de Wyler como autor cinematográfico. El mismo Wyler, que solía desdeñar la opinión de los que le criticaban, no pudo resistirse, años después, tras triunfar con Ben-Hur (1959), a comentar a modo de revancha: «Lamento el éxito y los Oscars. Estoy seguro de que he decepcionado a los chicos de Cahiers

miércoles, 29 de septiembre de 2021

WYLERMANÍA 2

CÓMO ROBAR UN MILLÓN (1966) de William Wyler
      

       Después de sorprender al mundillo cinematográfico con El coleccionista (1966), película que supuso para Wyler un auténtico renacimiento, el director regresó al género de la comedia con la historia de este divertido e ingenioso robo, que culmina con el romance de sus protagonistas.
     
       El guión, escrito por Harry Kurnitz (Hatari, Testigo de cargo y El nuevo caso del inspector Clouseau) a partir de una historia de George Bradshaw, se adentra en la capacidad del ser humano para realizar verdaderas hazañas cuando se trata de proteger a sus seres queridos, llegando incluso al extremo de cometer las más descabelladas locuras.


       Nicole Bonnet (Audrey Hepburn) trata de convencer al granuja de su padre, Charles Bonnet (Hugh Griffith), falsificador de obras maestras de la pintura, de que exponer en un museo su falsa Venus de Cellini es muy peligroso. Aún así, Bonnet cede la estatua y acude orgulloso a la inauguración, donde el millonario y coleccionista de arte, Davis Leland (Eli Wallach), queda prendado de la escultura. Esa misma noche, un intruso (Peter O’Toole) se cuela en la mansión familiar para tomar una muestra del último Van gogh pintado por Bonnet. Nicole lo sorprende y tomándolo por un ladrón que pretende llevarse el cuadro, le dispara por accidente causándole una herida superficial en el brazo. Como no se atreve llamar a la policía por temor a perjudicar a su padre, le desinfecta la herida, le lleva a su hotel y el caradura del ladrón, que se hace llamar Simon Dermott, se despide de ella con un beso. Más tarde, Simon en su habitación del Ritz analiza la muestra del cuadro comprobando que se trata de un Van gogh falso. Sin embargo, hace creer a Bernard DeSolnay (Charles Boyer), comerciante de arte que le ha contratado para desenmascarar a Bonnet, que el Van gogh es auténtico. Por su parte, Davis Leland se enamora de Nicole, tras contactar con ella para que le ayude a convencer a su padre de que le venda la Venus. Nicole, al saber que su padre acaba de firmar un documento para asegurar la Venus sin saber que también autorizaba un examen técnico de la misma, se desespera ante el temor de que se demuestre que la Venus es falsa y todas las falsificaciones de Bonnet salgan a la luz dando con él en la cárcel. Así que, le propone a Simon Dermott robar la Venus del museo. Éste se muestra reacio, pero se ha enamorado de Nicole y termina aceptando. De modo que, tras estudiar el terreno e investigar todos los aspectos y costumbres del personal y del propio museo, Simon traza un plan. Pero, justo antes del robo, el Sr. Leland retiene a Nicole con una propuesta de matrimonio tan insistente, que ella termina comprometiéndose sólo para llegar a tiempo al museo. Una vez allí, Simon y ella, mezclándose entre los visitantes, se esconden hasta que el museo queda vacío. A partir de ahí, Simon, sirviéndose de algunos artilugios que lleva consigo, logra hacerse con la Venus en un espectacular alarde de ingenio y destreza, que deja a Nicole totalmente fascinada; sobre todo al descubrir que Simon, aun sabiendo desde el principio que la Venus era falsa, la ha robado para ella. Tras el robo, Leland enloquece y pide a DeSolnay que le ayude a encontrar la Venus; DeSolnay le pone en contacto con Simon Dermott, que le obliga a renunciar a Nicole a cambio de la escultura. Charles Bonnet y su hija están felices por haberse librado de la cárcel, pero la pobre Nicole se lleva otro susto al descubrir que Simon no es un ladrón, sino un detective especializado en robos de obras de arte y en desenmascarar falsificadores.


       Aunque en ocasiones se ha tachado la película de comedia agradable e insustancial y sobre todo carente de ritmo, hay que decir en su favor que, si bien es cierto que el manejo del tiempo es fundamental para que una comedia funcione, eso no significa que todas las comedias deban tener un ritmo endiablado, sino el ritmo adecuado al tipo de historia que se está contando, de cómo se está contando y, por supuesto, del tipo de humor con el que se está contando. Y dicho esto, recordemos que el cine de Wyler es pausado, por tanto, sus comedias también lo son. El mismo guión de Kurnitz desarrolla un tipo de comedia que prioriza el humor verbal, por encima del humor físico, más propio de comedias disparatadas y de golpe y porrazo (slapstick), donde el bullicio es mucho mayor, comedias que no encajan, de ningún modo, con el estilo de Wyler. Sin embargo, una comedia bien hecha, elegante, con una comicidad cuidada al detalle y rebosante de ingenio, luz y romanticismo, esa sí es una comedia de Wyler y eso es Cómo robar un millón. Y si a todo eso, le sumamos una gran elección y dirección de actores, una sucesión de planos idóneos y una puesta en escena exquisita, tenemos una valiosa comedia, que no debemos caer en el error de menospreciar. De hecho, el film cuenta con momentos magistralmente realizados que demuestran el inmenso talento de Wyler como artesano del cine. El encuentro de los protagonistas, por ejemplo, está cargado de suspense, es interesante, divertido y romántico, una chica en camisón sorprende a un atractivo ladrón en su casa y, aunque decide dejarlo marchar, termina pegándole un tiro, sin proponérselo.


       «Simon: Oiga, no llame a la policía, deme otra oportunidad. Sólo pensaba llevarme un cuadro y usted tiene muchísimos. Seguro que ni lo hubiera notado. Lo pondré en su sitio. Es precioso, qué lástima…
       Nicole: Sabía que mi padre y los criados no estaban, ¿cómo?
       Simon: En mi oficio hay que saber esas cosas. Si la he asustado, lo siento de veras. Creí que estaría en la inauguración con su padre, un gran acontecimiento… En realidad, usted también me asustó a mí, conque, estamos en paz.
       Nicole: ¡Es usted un fresco!»


       Por otra parte, la secuencia en que la pareja permanece encerrada durante horas en un minúsculo habitáculo del museo, a la espera de poder robar la Venus, plantea una situación claustrofóbicamente cómica, sugerente y divertida, que el realizador supo filmar de manera efectiva, tanto visual como emocionalmente. Esta situación supone una versión romántica de la secuencia del camarote de los hermanos Marx en Una noche en la ópera (1935) de Sam Wood o de la secuencia del vestuario de la piscina en El cameraman (1928) de Keaton y Edward Sedgwick; recordemos que ambas secuencias, narradas en crescendo, terminaban con una explosión de humor físico que en Cómo robar un millón se traduce en un apasionado beso entre los enamorados protagonistas.

       «Nicole (Tras besar a Simon): Es curioso, qué amplio se ha vuelto esto de repente.
       Simon: Es que nos estamos adaptando al ambiente.»

       El film de Wyler pertenece a ese tipo de comedias atrevidamente sensuales, que proliferaban en los años sesenta —sin que el sexo explícito hiciera acto de presencia en ellas—, en las que las frases con doble sentido jugaban un papel fundamental.


       «Simon: Bien, ahí está el cuarto de baño. Quítese la ropa.
       Nicole: ¿Seguro que pensamos en el mismo asunto?
       Simon: No tenga miedo. Es la hora del ensayo, por eso hemos comprado tanta cosa bonita. Vamos, en marcha.»

       Y, por supuesto, la partitura de carácter burlesco compuesta por un joven John Williams aportó un toque de frescura, gracia y dinamismo a la película, que fueron muy del agrado de Wyler, que supo sacarle el máximo partido. Recordemos esos primeros planos de algunos de los cuadros expuestos en el museo que, gracias al sonido de Williams, parecen reaccionar con sus rostros petrificados al robo que se está perpetrando ante ellos.


       Pero Cómo robar un millón también forma parte de un subgénero de comedia cuya trama principal gira en torno a la planificación y ejecución de un atraco, que se complica dando lugar a un sinfín de peripecias cómicas. Películas como Rufufú (1958) de Mario Monicelli, Atraco a las tres (1962) de José María Forqué, Topkapi (1964) de Jules Dassin o Un diamante al rojo vivo (1972) de Peter Yates, por citar algunas, supieron mezclar las características propias del humor y del crimen en un cóctel hilarante que mantiene el interés del público durante todo el metraje. Y todos los robos narrados en estas cintas son perpetrados gracias al ingenio y al desparpajo de un personaje, con una personalidad arrolladora, que despierta la simpatía y la admiración del espectador y que suele acaparar, además, las mejores réplicas del guión. En este caso, ese personaje es Simon Dermott, encarnado a la perfección por un divertido y elegante Peter O’Toole, que acababa de demostrar sus dotes para la comedia en la desternillante ¿Qué tal, pussycat? (1965) de Clive Donner, con guión de Woody Allen. El humor desplegado por O’Toole en Cómo robar un millón es básicamente británico en sus gestos irónicos y refinadas maneras, haciendo gala de una vis cómica de gran magnitud que, sin embargo, pasaría desapercibida en el conjunto de su carrera cinematográfica, donde el actor obtuvo sus mayores éxitos en dramas con personajes de honda complejidad psicológica.

       «Simon: Bonito, ¿eh? Hace más de doscientos por hora. Muy útil para las fugas.
       Nicole: El negocio del robo debe ir muy bien.  
       Simon: Es robado.
       Nicole: ¡Yo no conduzco un coche robado!
       Simon: Es como los otros, cuatro velocidades y una marcha atrás.»


       Uno de los mayores aciertos de la película reside en el trabajo de la simpática y estilosa pareja protagonista, la gran compenetración de los intérpretes, la química existente entre ellos y el atractivo de ambos desborda la pantalla. Audrey Hepburn, al igual que O’Toole, era ya una estrella y ésta sería su tercera y última colaboración con Wyler. La actriz, una vez más, se muestra dulce, encantadora y divertida, dándonos una lección de lo que es tener clase, incluso si se lleva sobre la cabeza un sombrero imposible o se va vestida con un simple camisón, unas botas de agua y un abrigo.

       La actriz supo compenetrarse a la perfección, no sólo con O’Toole, sino también con el veterano Hugh Griffith, que encarnaba a su padre en la ficción, logrando crear entre los tres un atípico triángulo amoroso, en el que la estrecha relación padre-hija se ve alterada con la llegada del inesperado ladrón, que como reza la canción de José Luis Perales, viene a robárselo todo; puesto que no sólo se lleva a Nicole, sino que también se hace con la Venus de Cellini y le obliga, en teoría, a colgar los pinceles de falsificador empedernido.


       «Simon: Usted es un falsificador, mi oficio es descubrir falsificadores y meterlos en la cárcel.
       Bonnet: Eso podría resultar violento.
       Simon: Uno de los dos tiene que retirarse.
       Bonnet: Muy justo. ¿Nos lo jugamos a cara o cruz? ¿Eh? ¿Qué me contesta?
       Simon: Ya lo he hecho yo primero, al venir para aquí.
       Bonnet: ¿Y?
       Simon: Ha perdido usted.
       Bonnet: Oh…
       Simon: Vamos, hombre, se ha divertido en grande y ha sido el mejor. Cuelgue los pinceles y retírese mientras está en plena forma.»

       No se puede negar que exista cierta comicidad en el hecho de que Nicole se enamore de un ladrón, es decir, de un delincuente como su padre y que después, al descubrir que es honrado, se sienta algo desilusionada. Y es que todos, de manera inconsciente e incluso peligrosa, tendemos a enamorarnos de aquellas personas en las que encontramos las características de nuestros padres, ya sean características negativas o positivas. Nicole tiene una relación muy amorosa con su padre y es normal que busque reproducir ese tipo de relación con su pareja, por eso, se siente atraída por el ladrón a pesar de que la actividad delictiva de su padre le provoca una gran preocupación e inseguridad.


       «Nicole: Pues todo estaba oscuro y ahí estaba: Alto, ojos azules, delgado… Muy guapo. Bueno…, a lo bruto, claro. Papá, un hombre terrible... Arrogante, sin escrúpulos, sin sentido de la responsabilidad ni… No sé…
       Bonnet: Conque hablasteis de todo eso, ¿eh?
       Nicole: Bueno, eso fue luego, cuando lo llevé al hotel. (Bonnet se atraganta) ¡Tuve que hacerlo porque le disparé en el brazo con tu pistolón! Pero fue un accidente, creo.»

       El personaje de Charles Bonnet está inspirado en todos aquellos falsificadores de cuadros que se hicieron famosos a lo largo del siglo XX y que, como Bonnet, se sentían sumamente orgullosos de sus obras falsas. El mismo Bonnet cita al más popular de todos, Han van Meegeren, que vendió sus falsificaciones de Johannes Vermeers incluso a los nazis, siendo acusado tras la guerra de alta traición por haber vendido parte del patrimonio artístico de su país a los invasores; aunque se libró de la condena a muerte pintando un Vermeers ante el tribunal y demostrando, así, que los cuadros vendidos eran falsos. Pero, antes de ser descubierto, van Meegeren ganó una fortuna con sus copias y se instaló en una mansión en Niza, donde fabricaba sus falsificaciones con depuradas técnicas, que daban una gran autenticidad a sus cuadros; lo mismo que Bonnet, que al principio del film, en su mansión en París, muestra a su hija con orgullo su técnica para hacer pasar su Van gogh por un verdadero Van gogh.

       «Bonnet: ¡No puede producirse un escándalo! ¡Que vengan los expertos, que traigan sus rayos X, sus microscopios, hasta sus armas nucleares, si quieren! ¿Te acuerdas de lo que pasó con Van Meegeren y todos sus Vermeers falsos? Volvió locos a todos los expertos, ganó todos los rounds, luchó hasta el fin y quedó vencedor.»

       Pero, sin duda, quien mejor comprende y define a Bonnet es el traficante de arte, Bernard DeSolnay, interpretado por Charles Boyer; actor que, con su acostumbrada distinción y naturalidad, da prestancia a un personaje secundario que apenas aparece en el film:

       «DeSolnay: Egocentrismo, vanidad, engañar a todo el mundo y divertirse de lo lindo así. Simon, imagino a Bonnet como un joven pintor… Como muchos otros, copia a los grandes maestros para aprender sus secretos; le gusta hacerlo, pero andando los años, se convierte en una obsesión. Aprende los matices de la luz, del color, de la sombra y de la forma; se identifica con ellos completamente. Cuando pinta a Van gogh es Van gogh y es Lautrec, Cézanne, cualquier pintor que quiera ser. Esa es la verdadera razón. Ah, y también su negocio.»

       En definitiva, Bonnet es un cínico estafador, cuyo mayor encanto reside en que se siente orgulloso de serlo y en que siente un profundo amor por su hija.

       «Bonnet: He dado al mundo la maravillosa oportunidad de estudiar y admirar la Venus de Cellini.
       Nicole: Que no es de Cellini.
       Bonnet: Ah, etiquetas… etiquetas… Tanto trabajar con americanos te ha dado esa obsesión por las etiquetas y las marcas registradas. Tienes que dejar ese ridículo empleo.»


       Nadie hubiera podido encarnar a Bonnet mejor que el excelente actor Hugh Griffith, con ese aspecto de simpático y maquiavélico caradura que tanta verosimilitud aportaba al personaje y que tanto contrastaba con el angelical aspecto de Audrey Hepburn, con la que consiguió crear esa fantasía de complicidad familiar que padre e hija transmitían en cada una de las escenas que compartían.

       En cuanto al peculiar millonario norteamericano Davis Leland, encaprichado cómicamente de la Venus de Cellini y de Nicole Bonnet a un tiempo —posiblemente por el parecido entre abuela y nieta—, cabe destacar la divertida composición que realizó de dicho personaje, el prolífico y gran actor Eli Wallach, que resulta hilarante, tanto en sus momentos de impaciencia infantil por conseguir lo que quiere de inmediato, como en sus momentos de tierna devoción por la estatua o por Nicole. En cada una de las secuencias en las que aparece el actor se come la pantalla y acapara la atención del público con la cómica simplicidad del excéntrico millonario.


       «Nicole: Pero esto es absurdo, ni siquiera nos conocemos. Por favor, vuelva mañana.
       Leland: No, no, decisión tomada. Soy hombre de acción, juicio rápido. Una vez compré así una flota de petroleros; uno de los mejores negocios de mi vida.
       Nicole: Pero yo no soy una flota de petroleros y no me caso con un hombre que apenas conozco.
       Leland: Ya me conocerás, figuro en el anuario financiero americano. (Le pone el anillo a la fuerza) Ya está. Así, cosa hecha, ¿de acuerdo?»

       Por último, es justo mencionar la breve aparición del secundario Jacques Marin en el papel del irascible Jefe de guardia del museo, cuya expresión al descubrir que la Venus ha desaparecido de su pedestal —y que en su lugar se alza desafiante una botella de vino— es sencillamente impagable, por la absoluta honestidad de su humor.


       Siguiendo la moda de la época de los sesenta de rodar en Europa, Wyler eligió la romántica y sofisticada capital francesa para ambientar la película. París, capital de las artes durante casi todo el siglo XX, era el lugar idóneo para situar una historia de personajes relacionados con ese mundo y con la práctica de todas aquellas actividades ilegales que lo rodeaban. Wyler nos muestra un París elegante, pero sin concederle demasiado protagonismo lo mantiene en un segundo plano, usándolo como mero escenario de su cuidada puesta en escena, dando, así, una mayor relevancia a los personajes que están narrando la historia a través de la acción. Una historia de personajes dispuestos a embarcarse en la más irracional de las aventuras para proteger a aquéllos que aman. Nicole decide asociarse con un ladrón, al que acaba de conocer, para cometer un delito con el que evitar que su padre termine sus días en la cárcel; a su vez, Simon se convierte en el ladrón de obras de arte que fingía ser, para que Nicole no se vea salpicada por la profesión ilegal de Bonnet. Ambos personajes, centrados en el bienestar de los demás, ponen en riesgo sus propias necesidades haciendo peligrar su libertad.

       «Simon: Quiero que eche un última y larga mirada a la hierba verde, al cielo azul, al río y los árboles, todo lo que personalmente detesto, por lo cual, una extensa estancia en una cómoda prisión francesa no me importa demasiado.»

       Simon trata de resistirse a dejarse arrastrar por Nicole a cometer un delito que podría arruinar su vida, pero, al final, se compadece de ella, porque sabe que necesita salvar a su padre; de manera que, aun sabiendo que está cometiendo un error, se embarca, por amor, en lo que él sabe que es una auténtica locura.


       «Simon: Oh, no, no, no se atreva a llorar.
       Nicole: Es que tengo una mota en el ojo.
       Simon: No tiene nada en el ojo. Está llorando, está intentando ablandarme.
       Nicole: Eso no es cierto.
       Simon: ¡No le servirá! ¡Yo no me ablando!
       Nicole: Lo sé. Y me voy.
       Simón: Dese prisa. Ande, márchese. Ande, ande. Y espéreme en el museo a las cinco y media en punto. ¡Y no me pregunte por qué o le tiro el cubo a la cabeza!
       Nicole: Sí, señor. Gracias, señor. (Cuando ella sale de la habitación, Simon se golpea la cabeza con el cubo)»

       La misma Nicole, enamorada finalmente de Simon, sufre por haberle puesto en peligro en un robo tan arriesgado y con tan pocas posibilidades de éxito; pero su arrepentimiento llega tarde, cuando ya no hay marcha atrás.

       «Nicole: Qué miedo tengo, me estalla el corazón. Me siento fatal…
       Simon: Mandaría a buscar un médico, pero, francamente, no creo que cupiera aquí.
       Nicole: También tengo miedo por usted, no debí complicarle en esto y si quiere marcharse ahora…
       Simon: Se lo agradezco, de veras. Es usted muy amable…»

       Este comportamiento suicida, en el amor, quizás no sea lo más recomendable en la vida real ni lo más saludable desde un punto de vista psicológico, pero en una comedia romántica resulta emocionante y funciona a la perfección, porque nos transmite de forma rotunda el profundo cariño que sienten los protagonistas el uno por el otro. ¿Y quién no ha soñado alguna vez con ser amado de ese modo?