sábado, 25 de abril de 2020

LLOYDMANÍA 2
      
“EL HOMBRE MOSCA” (1923) de Harold Lloyd



       La dureza del camino que debe emprender todo ser humano para ascender en la escala social queda reflejada, de manera metafórica, por Harold Lloyd, en este film, en el que le vemos escalar doce plantas de un edificio, enfrentándose a un sinfín de obstáculos en su ascenso, hasta alcanzar la tan ansiada cumbre. Lloyd encarna al joven de origen humilde, que emigra a la gran ciudad en pos de sus sueños, dispuesto a trabajar duro, con energía y optimismo, haciendo frente, con diligencia, a todo lo que se interponga entre él y el éxito. El personaje de Lloyd camina, durante todo el film, por la fina línea que separa el éxito del fracaso, viéndose obligado a realizar verdaderas acrobacias de ingenio para conservar su empleo y, más adelante, —cuando el destino le ponga delante la tan ansiada oportunidad de medrar—deberá, además, llevar a cabo una auténtica proeza física para lograr la riqueza que tanto anhela.
          
       El sueño americano, encarnado con tesón por Harold Lloyd en esta película —dirigida por Fred Newmeyer y Sam Taylor— garantizaba el éxito final a su protagonista. Puesto que, en la mentalidad americana de la época, un hombre emprendedor, dispuesto a afrontarlo todo, con su incansable voluntad, no podía obtener más resultado que el triunfo. El mismo Lloyd afirmaba que “todo es posible para el que quiere emprenderlo”. Lloyd representaba a ese chico que todos hubieran querido ser en los años veinte, de ahí el enorme éxito del cómico entre el público americano de su tiempo.

       Harold (Harold Lloyd), joven pueblerino de Great Bend, marcha a New York con la esperanza de hacer fortuna para casarse con su novia Mildred (Mildred Davis). Pasados unos meses, Harold sólo ha conseguido un empleo de dependiente en unos grandes almacenes, que apenas le da para pagar el alquiler del apartamento que comparte con su amigo Bill (Bill Strother), un trabajador de la construcción, habituado a las alturas.   

Sin embargo, Harold, a pesar de las estrecheces económicas, gasta todo lo que gana en enviar regalos a su novia, haciéndola creer que está teniendo mucho éxito. Por lo que Mildred, convencida de que Harold tiene un buen puesto y gana bastante dinero, decide ir a la ciudad a reunirse con él. La inesperada llegada de Mildred sorprende a Harold, que tiene que servirse de todo su ingenio para que ella no se dé cuenta de que es un simple empleado, al que pueden despedir en cualquier momento. De manera que, cuando, por casualidad, escucha a su jefe decir que daría mil dólares a cualquiera que tuviera una idea para atraer a una gran muchedumbre a la tienda, piensa que podría conseguir los mil dólares, aprovechando la habilidad de Bill para trepar por los edificios, como reclamo publicitario. Harold ofrece a su amigo la mitad del dinero, por realizar la hazaña, y promete a Mildred que se casarán al día siguiente. Pero, antes de que Mildred llegara a la ciudad, Harold había gastado a Bill una broma que le había metido en problemas con un policía (Noah Young), del que Bill tuvo que huir trepando por la fachada de un edificio; así que el policía, en cuanto ve en el periódico el anuncio del evento, decide ir allí a comprobar si el hombre misterioso que va a realizar la proeza es el mismo tipo que se le escapó.
Cuando Bill ve al policía se esconde mientras Harold trata, inútilmente, de alejarlo del edificio. Finalmente, Harold deberá iniciar el ascenso, en lugar de Bill, con la intención de que éste le sustituya en la segunda planta. Por desgracia, el policía sigue a Bill, al interior del edificio, y, a partir de ese momento, ya no podrá despistarlo. Harold tendrá que continuar el ascenso, planta a planta, jugándose la vida una y otra vez, hasta lograr alcanzar la azotea, donde Mildred le estará esperando, vestida de blanco, para recibirle en sus brazos.
       
       El personaje de Harold Lloyd en “El hombre mosca” es un chico astuto con cierta habilidad y malicia para salir airoso de cualquier situación usando su ingenio. Si de Ulises se decía, en la Ilíada, que era rico en ardides, del personaje de Lloyd en el film se podría afirmar exactamente lo mismo, porque encarna, en todo su esplendor, al pícaro norteamericano, que no tiene nada que envidiar ni a nuestro Lázaro de Tormes ni a nuestro Buscón. Su veloz imaginación todo lo resuelve, haciéndole salir airoso de cualquier situación peliaguda. Y aunque es un buen tipo, también es algo bromista y un caradura redomado, que no duda en aprovechar todos los medios a su alcance para lograr sus objetivos, ya sea sirviéndose de los demás o engañando al prójimo con todo descaro. Incluso, en una ocasión, llega a fingirse enfermo para llegar a tiempo al trabajo en una ambulancia. Es un personaje algo egoísta y, podría decirse que, poco escrupuloso, éticamente hablando, pero al mismo tiempo inofensivo, ya que en él no hay ni un ápice de crueldad o cinismo, y, por encima de todo, es un personaje absolutamente tronchante, que es lo más importante en una comedia.
Las continuas invenciones de Lloyd, en la primera parte de la película, no tienen fin, y cada una de estas ideas, que se le ocurren al personaje, trae consigo un golpe de humor, que hace que las carcajadas se sucedan sin parar. El conjunto de gags que se disparan, por ejemplo, a raíz de la inesperada visita a los almacenes de su novia es toda una demostración de gracia e ingenio por parte de Lloyd y de su equipo de gagmen, que nos hacen reír con las continuas improvisaciones del protagonista para que su chica no descubra que las cosas no le van bien. Esa chica adorable, interpretada por Mildred Davis, encarna la ingenuidad y la inocencia de una mujer – niña, a la que el hombre de la época sentía que debía proteger de todas las preocupaciones del mundo:
      
       “Harold: Oh, amigo, ella sólo tiene que creer que he tenido éxito, sea como sea.”
    
       Es precisamente en la relación que mantiene con la dulce Mildred, donde este pícaro personaje de Lloyd se revela, al mismo tiempo, como un chico tierno, protector e incluso algo vergonzoso, puesto que, cada vez que ella le da un beso o le dedica alguna palabra cariñosa, le deja como atontado. Es lo que le ocurre, cuando le está enseñando el despacho del director y, después de que ella le bese, él se pone tontorrón y aprieta, sin darse cuenta, el botón para llamar al mozo. También apreciamos la ternura y la inocencia del personaje de Harold en su actitud cariñosa con las ancianitas, en medio de la vorágine de las rebajas, donde vemos a Harold atendiendo con esmero a una dulce viejecita, que no consigue llegar al mostrador para recoger su paquete, porque toda una barrera de mujeres histéricas se lo impide; entonces, Harold pregunta con malicia: “¿A quién se le ha caído un billete de cincuenta dólares?” y en el momento en que todas se agachan para buscar el billete, él le entrega su paquete a la anciana sin ninguna dificultad. La presencia de ancianas entrañables en el cine de Lloyd es  una constante, como herramienta para definir al protagonista como un hombre bueno y sensible. En “El mimado de la abuelita” (1922) queda patente esta debilidad de Lloyd por las ancianitas, resultando de lo más conmovedora y simpática la relación del protagonista con su abuela, que lo mima y, a su vez, es mimada por él.
      
       El humor de Lloyd suele surgir de los aspectos cotidianos de la vida de su protagonista y de su forma poco corriente de resolver los problemas. De manera que por sorprendente que pueda parecer cualquier situación en la que se encuentre el personaje, la forma de salir de esa situación siempre será más sorprendente aún. Estos desternillantes golpes de efecto constituyen uno de los rasgos más habituales en el cine de Lloyd. Hay un momento muy divertido en la película, cuando Harold llega tarde a los almacenes y se agacha, para ocultarse de su jefe (Westcott B. Clarke), detrás de una gran caja de cartón que un empleado está arrastrando por el pasillo, pero, de pronto, el empleado cambia de rumbo y deja a Harold a la vista de todo el mundo, caminando en una graciosísima postura que recuerda a una rana. Su jefe lo ve y le sigue para ver qué hace. Harold nota la presencia de su jefe a su lado y sigue andando en cuclillas, hasta que pasan junto al ascensor y las puertas se abren, en ese momento, reacciona de improviso, saltando como una rana y mandando a su jefe al interior del ascensor de una patada, antes de que se cierren las puertas.
     
       Es justo aclarar que la perfección de los gags, en el cine de este genial cómico, no era algo aleatorio, pues Lloyd era tan exigente a la hora de crear sus gags, que no dudaba en utilizar los preestrenos de sus películas con el fin de sustituir aquellos gags, con los que el público no se hubiera reído, por otros mejores y más divertidos. Según Lloyd: “Si las ideas que utilizamos provocan la risa, entonces son gags. Si no producen nada, se tratan simplemente de errores y busquemos otra cosa.”
      
       Son también frecuentes en el film, los gags visuales —uno desternillante es aquél en que Bill y Harold se esconden de la casera, poniéndose los abrigos y colgándose con ellos del perchero, encogiendo la cabeza y las piernas—; los gags basados en equívocos —Harold confunde la cola de un gato con la estola de una mujer— y los gags de suspense —como cuando Harold está a cuatro patas bajo el medidor de viento, que no para de girar sobre su cabeza, y todos anticipamos el momento en que se incorporará y recibirá el golpe fatal—. Incluso podríamos hablar de la existencia de un gag psicológico, que tiene lugar cuando el joyero judío se frota las manos, ansioso por venderle a Harold la cadena, y éste, ansioso, a su vez, por comprársela para su novia, termina por contagiarse, frotándose las manos también.
Pero es el gag acrobático el que se impone en la segunda parte de la película, a partir del momento en el que Harold comienza a trepar por el Bolton building. Y a pesar de que Harold Lloyd gustaba de realizar él mismo las escenas de acción de sus películas, en “El hombre mosca” utilizó dos especialistas.   

 Uno de ellos era Bill Strother, el verdadero “hombre mosca”, en el que Lloyd se inspiró para la película y que interpreta a su amigo Bill en el film. Y el otro era Harvey Parry, un especialista cuyo nombre ni siquiera aparece en los títulos de crédito. Lloyd contó con estos dos hombres para los planos más generales y realizó, él mismo, los planos medios, en los que se veía claramente su rostro, de modo que, aunque asumió grandes riesgos, lo hizo manteniendo una razonable seguridad, sirviéndose, para ello, de los recursos que el cine podía ofrecerle en aquellos momentos: trucajes ópticos, maquetas, diferentes ángulos de cámara, etc. Y es que, para la productora de Hal Roach, en contra de lo que se afirmaba en el título original de la película, “Safety Last!” (“Lo último la seguridad”), la seguridad de su estrella era lo primero.
     
       Estos gags acrobáticos de Lloyd colgado en las alturas, en realidad, comenzaron en su cortometraje “La caza del zorro” (1921) y tuvieron tanto éxito, que motivaron a su creador a perfeccionarlos para volver a utilizarlos en “El hombre mosca”, donde pasaron a ocupar gran parte del metraje del film. Tiempo después, volvería a emplearlos, de una forma mucho más angustiosa, en la película sonora de 1930 “¡Ay, que me caigo!”, donde Harold, metido dentro de un saco, vuelve a terminar colgado de la fachada de un rascacielos.
     
       En “El hombre mosca” esta impresionante escalada de los doce pisos de un edificio sirve a la narración para mostrar el penoso ascenso social del protagonista, al que vemos trepar, planta a planta, con un esfuerzo, un empuje y un valor inusitados, sorteando los obstáculos que se le presentan, sin prestar atención ni a las advertencias ni a las burlas ni a las críticas de todos aquellos que, desde las ventanas, observan su ascenso a la cumbre; al tiempo que se siente estimulado por todos los que aplauden y jalean su hazaña, animándole a continuar a pesar del peligro. Los creadores de la historia, Hal Roach, Sam Taylor y Tim Whelan, se aseguraron de que, tal y como sucede en la vida real, para progresar, el protagonista tuviera que hacer frente a un sinfín de dificultades que ponían en peligro su vida y le obligaban a frenar su ascenso, haciéndolo más y más difícil a medida que trataba de subir a una altura mayor. Un grupo de palomas picoteándole el cuello; una red que le cubre la cabeza; la tabla de unos pintores que asoma de improviso por una ventana haciéndole caer; un perro que le hace huir por un mástil; un ratón que se mete por la pernera de su pantalón haciéndole bailar sobre la cornisa—de forma hilarante—; un tipo que posa para un fotógrafo, revólver en mano, dándole un susto de muerte e incluso, un medidor de viento que le golpea en toda la cara, dejándole grogui. De todo ello, sale airoso Harold, cuyo destino era alcanzar el triunfo.
      
       Hay que destacar, dentro de ese ascenso, la famosa secuencia del reloj, que forma parte ya de la iconografía del séptimo arte y que representa al hombre moderno sometido a la dictadura del tiempo, esa terrible lucha contra reloj para alcanzar la estabilidad económica con la que fundar una familia. Ese hombre que pende de las agujas de un reloj simboliza también, de alguna manera, la mortalidad del ser humano. Nacemos con un tiempo limitado y vivimos, suspendidos del presente, sin saber cuánto futuro nos queda por delante. En ese gran reloj, que marca el tiempo de vida que se nos ha dado, el ser humano aparece como algo insignificante, el tiempo nos devora, nos consume, nos tiene atrapados. Y nos aferramos a él, como si no hubiera nada esperándonos en el más allá. No queremos soltarnos de él, porque supone un salto al vacío, a lo desconocido, a lo incierto. Quisiéramos detener el avance de esas manecillas para que nuestro tiempo se detuviera, pero no podemos hacerlo. Posiblemente, por eso, la imagen de ese hombrecillo suspendido en el aire, aferrándose con las dos manos a las agujas del reloj, logrando que el tiempo se detenga, siempre nos ha fascinado.
Y son muchos los directores que no han podido resistirse a repetir esa imagen, en sus películas, “Regreso al futuro” (1985) de Robert Zemeckis y “La invención de Hugo” (2011) de Martin Scorsese son algunas de ellas. El mismo Hitchcock se sirvió del reloj de una torre para acabar con la vida de su malvado protagonista en “El extraño” (1946), en el colmo del simbolismo de un reloj, para representar la mortalidad del ser humano.
      
       El personaje de Bill, compañero de fatigas de Harold en la ciudad, al verse impedido por el policía de realizar la proeza de trepar por el edificio, se convierte en el detonante que llevará a Harold a escalar esas doce plantas para publicitar los almacenes. Bill y el policía cumplen dentro de la historia, la función narrativa de obligar a Harold a emprender esa dura prueba, que tendrá que superar, para demostrar su valor, antes de obtener la recompensa económica y la chica. Cada vez que Bill anuncia a Harold que aún no puede reemplazarle y debe continuar subiendo, de alguna manera, se transforma en la voz de su destino, de Dios, del mundo o de su propio yo, gritándole que si quiere alcanzar el éxito tiene que seguir esforzándose, que aún no es suficiente, que tiene que darlo todo, sin guardarse nada para sí.
El policía, por su parte, se encarga de mantener a Bill apartado de Harold, para que éste, que siempre se ha servido de los demás para lograr sus fines, no reciba ninguna ayuda y tenga que hacerlo todo por sí mismo, demostrando que merece el premio. En esta segunda parte de la película, Harold ya no puede servirse de la picaresca, ha llegado la hora de la verdad, y ese ingenio, esa malicia y esa caradura, que le libraban de todos los apuros, en la primera parte del film, ya no le sirven para nada. Harold está solo y tiene que ascender con sus propias manos hasta la cima, enfrentándose a esa situación angustiosa y aterradora, en la que nadie puede auxiliarle, porque ya no puede seguir mintiendo a Mildred, tiene que demostrarle y demostrarse a sí mismo que es el hombre que ella necesita.
Y cuando Harold triunfa por sus propios medios y se halla a salvo en la cumbre, después de superar la prueba, se da cuenta de que ya no precisa de un compañero de fatigas para sobrevivir. Por eso, al oír a Bill a lo lejos, corriendo delante del policía por las azoteas colindantes, que le grita que va a regresar en cuanto se libre del poli, Harold sonríe y le dice adiós con la mano, porque ya no le necesita. Ahora puede afrontar lo que sea por sí mismo. 
       
       El gag final de la película, en el que Harold y a Mildred se alejan caminando, abrazados, por la azotea del edificio y, al pasar por encima de una capa de chapapote —que un operario está aplicando como impermeabilizante—, Harold pierde los zapatos y los calcetines, porque se le quedan pegados al suelo, es un gag que funciona, cómicamente, porque Harold está tan absorto en su novia, que no se entera de nada y sigue andando descalzo como si aún llevara los zapatos puestos. Sin embargo, si profundizamos un poco más en el significado de la escena, descubrimos que el acto de quedar descalzo es, en sí mismo, un símbolo de humildad, de pureza, de sumisión, de absoluta entrega; una renuncia al ego, que muestra la adoración que sentimos por el ser amado. Supongo que Lloyd y su equipo tan solo pretendían hacernos reír, pero el significado que implica el hecho de descalzarse está ahí, aunque sea de forma inconsciente, brilla con luz propia y constituye un hermoso final.
   


   

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