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viernes, 28 de mayo de 2021

EDWARDSMANÍA 3

¿VÍCTOR O VICTORIA? (1982) de Blake Edwards

   
       
Explotando el aspecto cómico de la ambigüedad sexual, el director Blake Edwards defiende el derecho de cualquier ser humano a elegir libremente su orientación e identidad sexual, en un film, que es, además, un canto a la sincera amistad que, a menudo, suele darse entre homosexuales y mujeres sin prejuicios.
     
       París, 1932, Victoria Grant (Julie Andrews), que está en la ruina, es rechazada como cantante, por el Sr. Labisse (Peter Arne), dueño del cabaret Chez Lui, local en el que trabaja Toddy (Robert Preston), intérprete gay, que asiste complacido a la audición de Victoria. Esa misma noche, Toddy es despedido, por provocar una pelea en el cabaret y cuando vuelve a coincidir con Victoria, en un restaurante, se hacen amigos al tratar de irse sin pagar. Toddy invita a Victoria a quedarse en su apartamento y le presta un traje para que pueda cambiarse. Al verla vestida de hombre y, consciente de su prodigiosa voz, a Toddy se le ocurre hacer pasar a Victoria por el mejor transformista de Europa, bautizándola con el nombre artístico de conde Víctor Grazinski, su amante polaco. El agente André Cassell (John Rysh-Davis) acepta producir el espectáculo, en cuanto escucha cantar a Victoria, y para la noche del estreno invita a muchos de sus contactos, entre los que se encuentra King Marchand (James Garner), dueño de la cadena de cabarets más importante de Chicago. King se queda prendado de Victoria desde que la ve sobre el escenario, pero se lleva un gran chasco, cuando, al final del número, ella se quita la peluca para mostrar que es un hombre. La amante de King, Norma Cassidy (Lesley Ann Warren), aliviada al saber que la persona que ha despertado el interés de su amante es un gay, no para de mortificar a King, hasta que éste, tiene un gatillazo y la manda de vuelta a Chicago. King, convencido de que el conde Grazinski es una mujer, decide demostrar su teoría, colándose en la suite que Victoria ocupa con Toddy, para espiarla en el baño. Y respira aliviado, al comprobar que, en efecto, es una mujer. Pero Norma se venga de King contándole a su socio, el gánster Sal Andratti (Norman Chancer), que King Marchand, en París, se ha liado con un marica polaco. Mientras tanto, King ofrece a Cassell una fortuna para que Victoria actúe en su club de Chicago y King y Victoria inician un romance. Sin embargo, cuando el guardaespaldas de King, Squash Bernstein (Alex Karras), los descubre en la cama, King comprende que le resulta muy duro que la gente piense que está con un hombre; por lo que pide a Victoria que deje de fingir; pero ella se resiste a renunciar a su éxito como cantante. El Sr. Lavisse, antiguo jefe de Todd, sospecha que el conde Grazinski, es la mujer que hizo una audición para él y no tarda en descubrir el engaño, al contratar al detective Charles Bovin (Herb Tanney). Finalmente, Victoria, comprende que, pasar por gay, está destrozando a King y toma la decisión de anunciar al mundo que el conde Grazinski es Victoria Grant. Pero, antes de que pueda llevar a cabo su resolución, Sal Andratti se presenta en París, con Norma y con sus matones, dispuesto a obligar al “marica” de King a renunciar a su parte del negocio. Y, para colmo, el Sr. Labisse denuncia a Víctor, a Toddy y a Cassell por impostores y fraude al público.


       El guión, escrito por Blake Edwards junto a Hans Hoemburg, se basa en la película alemana Viktor und Viktoria (1933) de Reinhold Schünzel, comedia que ya incluía un número musical de inspiración española, similar al que interpreta Julie Andrews en el film de Edwards. Este número musical, parodia del mito de Carmen, permite a Edwards, al final de la película, dar rienda suelta a sus dos grandes pasiones, la parodia y el humor físico; para ello, disfraza a Robert Preston, que por entonces contaba con la friolera de 64 años, de mujer española para que interprete una desternillante imitación de Julie Andrews, cantando y bailando la misma canción que ella, con el mismo vestido y el mismo grupo de baile. El número se rodó en una sola toma, por lo que resultó mucho más auténtico y espontáneo, sobre todo, al final de la actuación, cuando un Robert Preston, exhausto y sudoroso, tras ejecutar una danza imposible, más semejante a una pelea que a un baile, termina, literalmente, revolcándose por los suelos con los bailarines, a los que les dirige estas mordaces palabras:

       «Toddy: Habéis estado maravillosos, pero no quiero volver a veros nunca más.»



       Robert Preston, actor que trabajó en el cine durante seis décadas, con 
experiencia en el musical, tanto teatral como cinematográfico, encarna en ¿Víctor o Victoria? a un intérprete gay de canciones de cabaret, que acapara las mejores réplicas de todo el guión, las más irónicas, las más sarcásticas y las más divertidas. Su personaje es un ser humano entrañable, poseedor de un humor afilado, una sensible caballerosidad y un temperamento sereno y lúcido, que, sin embargo, le lleva a desencadenar, con sus frases lapidarias, más de una pelea nocturna, de esas que suelen terminar con el furgón de la policía, en la puerta de un local destrozado. Por su interpretación del divertido e inolvidable Sr. Todd, —«Toddy, para los buenos amigos»— Preston fue nominado al Oscar y al Globo de oro, poniendo un broche de oro a una larga carrera que estaba llegando a su fin, pues el actor moriría en 1987.

       Esta comedia musical posee un magnífico abanico de personajes secundarios perfectamente diseñados, cargados de comicidad y de una funcionalidad imprescindible para el desarrollo de la trama. Edwards proporcionó a cada uno de estos personajes, dentro del guión, una escena en la que podían expresar su esencia con entera libertad. Entre estos personajes destacan, además de Toddy —del que ya hemos hablado—, Norma Cassidy y el Sr. Bernstein, amante y guardaespaldas de King Marchand, respectivamente.


       Norma Cassidy, interpretada con gran desparpajo y una comicidad vulgarmente sexi por Lesley Ann Warren, resulta hilarante en todas sus apariciones, incluso ejecuta un número musical que, por su ordinariez, sirve, para subrayar, por contraste, la clase y el estilo de las actuaciones de Victoria; pero hay un momento que la define como ningún otro, y es aquél en que el Sr. Bernstein la acompaña a coger el tren de vuelta para Chicago, por orden de King Marchand, y Norma, furiosa, por el modo en que la están despachando, camina por el andén despotricando sin parar, hasta que una vez en el tren, se asoma desde el furgón de cola, se abre el vestido ante toda una estación repleta de gente y grita:

       «Norma: ¡A un hombre normal, ¿no se le ha de levantar el ánimo ante un cuerpo como el mío?!  Un mozo de estación, al verla en paños menores, pierde el equilibrio y cae a las vías, delante de ell —. ¡Gracias, chato!»


       En cuanto al Sr. Bernstein, su momento de gloria, llega cuando, al pillar a su jefe en la cama con Víctor —a quien considera un hombre— se emociona y se sincera con él.

       «King: Mira, yo sé lo que estás pensando.
       Squash: No lo sabe. De repente, ha cambiado el sentido de mi vida.
       King: No, hombre, no es lo que te imaginas.
       Squash: Escuche, jefe, si un tipo como usted tiene las agallas de admitir que es gay… ¡Yo también! (Le abraza y le besa en la cara.) Me ha hecho tan feliz…»

       Edwards no pudo resistirse a la tentación de incluir en el film la presencia de un patoso detective, con un imán para las desgracias y una chiripa increíble para resolver casos. Este detective, interpretado por Herb Tanney, posee, juntas, la torpeza del Inspector Clouseau (Peter Sellers) y la aciaga capacidad para sufrir accidentes del Comisionado Charles Dreyfus (Herbert Lom) —personajes de la serie de comedias de Blake Edwards La pantera rosa—, lo que le convierte en el mayor de los Pupas de los detectives privados. ¿Homenaje a Peter Sellers, que iba a encarnar a Toddy en el film pero falleció en 1980 antes de poder hacerlo? ¿O debilidad de Edwards por caricaturizar a los detectives? Sea como fuere, supone un personaje secundario que protagoniza desternillantes momentos de un cruento humor físico. Como cuando al pedirle sus honorarios al Sr. Labisse, éste, enojado con el detective por haberle puesto en ridículo, le aplasta, con un martillo, el dedo —que previamente Victoria ya le había pillado con la puerta del armario—.


       El éxito de la película dio lugar a un musical en Broadway, interpretado por Julie Andrews y dirigido por Blake Edwards, que tuvo tanta acogida que se adaptó, también, para la televisión en 1995, pasando a llamarse Víctor/Victoria, también con el matrimonio Edwards-Andrews, al frente del proyecto. No era el primer éxito del director ni de la actriz, pero les llegó en un momento de sus carreras muy beneficioso para ambos, convirtiéndose en el último gran éxito de Blake Edwards. El proyecto fue pensado inicialmente para Billy Wilder, quien ya había experimentado con el tema del cambio de género, en 1959, en su comedia Con faldas y a lo loco, pero Wilder lo rechazó y recomendó a Blake Edwards para llevarlo a cabo; no se equivocaba, pues Edwards había demostrado ya con creces sus dotes de gran comediógrafo y su elegancia y magistral dominio del ritmo, lo que le convertía en el candidato perfecto para la dirección del film. Y con su mujer como protagonista ¿qué podía salir mal?


       Antes de esta película, Julie Andrews y Blake Edwards habían trabajado juntos en otras cuatro películas y volverían hacerlo un par de veces más. En sus películas, Edwards logró quitarle a Julie Andrews de encima esa leyenda de mujer bondadosa y asexuada, que se había labrado tras sus dos grandes éxitos, Mary Poppins (1964) de Robert Stevenson y Sonrisas y lágrimas (1965) de Robert Wise. Y le proporcionó, en plena madurez interpretativa, su tercer gran éxito, con el que probablemente sea el personaje más complejo e inolvidable de su carrera. Victoria Grant es tan buena persona y brilla tanto o más que Mary Poppins o María Rainer, pero carece de la repelente santurronería de la monja y de la redicha perfección de la niñera. Victoria nos cautiva con su compasión y su temperamento, convirtiendo a Julie Andrews, en la pantalla, en una mujer de carne y hueso, con sus virtudes y sus debilidades. Victoria vive en el mundo real, ese en el que si no pagas el alquiler te echan a la calle con lo puesto y en ayunas, y aún así, es capaz de seguir adelante sin perder el sentido del humor y sin juzgarse a sí misma ni a los demás. El personaje de Victoria Grant se ajustaba como un guante a las excelentes capacidades interpretativas de Julie Andrews, como cantante y como actriz de comedia, y el director la arropó de todo un equipo de grandes actores y actrices, empezando por Robert Preston, que coprotagoniza con la actriz gran parte del metraje, encarnando a ese amigo que toda mujer querría tener a su lado. Toddy y Victoria, así como Julie Andrews y Robert Preston, conectan desde el principio, convirtiéndose en cómplices inseparables, viven juntos, trabajan juntos e incluso duermen juntos.

       «Toddy: ¿Qué te ha parecido King Marchand?
       Victoria: King Marchand es un arrogante, imbécil, terco y chauvinista cretino.
       Toddy: Creo que podría enamorarme de él.
       Victoria: Creo que yo también podría.»


       James Garner —con quien Andrews ya había formado pareja de ficción en La americanización de Emily (1964) de Arthur Hiller y con quien volvería a encontrarse en Una noche especial (1999) de Roger Young— completa el trío protagonista, aportando a la actriz, con su presencia, la confianza necesaria para poder sacar lo mejor de sí misma. El director, además, la hizo resplandecer a sus 47 años, gracias a la fotografía de Dick Bush. Asimismo los magníficos números musicales, de inspiración jazzística, de la banda sonora de Henry Mancini, con letra de Leslie Bricusse y coreografiados por Paddy Stone, ayudaron al lucimiento de la actriz, para quien Mancini compuso unas bellas canciones que se adaptaban perfectamente a su increíble voz. Mancini y Bricusse ganarían un Oscar por la banda sonora de este film de Blake Edwards, que incluye canciones maravillosas, como Le jazz hot, The Shady Dame from Seville, Crazy world o You and me.


       En cuanto a James Garner, encarnando a este dudoso hombre de negocios que tiene tratos con la mafia pero afirma no ser un gánster, compone uno de los personajes de su carrera al que mejor le sentaban su aspecto de galán turbio y varonil, y lo hace de una forma tan graciosa que se gana las simpatías del público. La hilarante expresión de su cara, en aquéllos momentos del film en los que su personaje siente que su virilidad está siendo cuestionada, ya sea por los demás o por sí mismo, es impagable. Sin embargo, King Marchand se revela, a lo largo de la historia, como un hombre seguro de sí mismo, inteligente y bastante ecuánime en su trato con Victoria, a la que respeta, admira y trata como a su igual; pero hay que entender que la película se ambienta a principio de los años treinta, cuando la homosexualidad era poco tolerada por ciertos sectores de la sociedad y, por tanto, pedir a un hombre que aceptara que le tomaran por gay, sin serlo, era demasiado.

       «King: Estaremos viviendo una mentira.
       Victoria: No creo que sea eso lo que realmente te molesta.
       King: Pues, si supones que me preocupa que la gente piense que soy marica, tienes razón.
       Victoria: Así que tenemos un problema.
       King: Supongo que sí.
       Victoria: Es bueno saber renunciar a tiempo.»

       Y, a pesar de eso, King Marchand acepta la situación, aunque lo lleve fatal, y continúa su romance con Victoria contra viento y marea. Incluso le plantea un conmovedor acuerdo, que evoca las promesas que se hicieron Blake Edwards y Julie Andrews cuando se casaron en 1969:

       «King: Sin secretos, sin rencores. Si algo nos molesta, lo diremos. ¿Conforme?
       Victoria: Conforme.
       King: Y no haremos planes para más allá de mañana. Quiero que vivamos al día.
       Victoria: Hecho.»

       La película sorprende por su feminismo a la hora de reflejar la necesidad de la mujer de sentirse independiente del hombre.
  
       «Victoria: Lo encuentro todo realmente fascinante. Como hombre puedo hacer cosas que jamás podría hacer como mujer. Estoy emancipada.
       King: ¿Emancipada?
       Victoria: Pues… Digamos que soy mi propio hombre. Supongo que puedes entenderlo.
       King: Si quieres que te diga la verdad, ya no entiendo nada.»


       Al mismo tiempo, muestra cómo el hombre, confuso ante una mujer que se empeña en actuar como un hombre, necesita demostrarse a sí mismo su virilidad realizando grandes alardes de fortaleza física, para reafirmarse como varón —algo que les sigue sucediendo a muchos hombres ante las reivindicaciones feministas—.

       Edwards volvería a tratar el tema de la ambigüedad sexual en otras comedias, como Una cana al aire (1989) o Una rubia muy dudosa (1991), en las que el cambio de género del protagonista genera un enredo humorístico, que se convierte en la cuestión principal de la trama. Pero no sólo Edwards, sino otros muchos directores sucumbirían, en la década de los 80, a tratar el tema de la ambigüedad sexual de forma cómica, Tootsie (1982) de Sydney Pollack es un claro ejemplo de ello.


       En el mundo del espectáculo se ha explotado el transformismo de forma jocosa, a lo largo de los tiempos; de hecho, en los años 30, antes del nazismo, era frecuente encontrar en cabarets de toda Europa este tipo de espectáculos que se muestran en la película, pero en los 80 se produjo un auténtico furor por abordar la ambigüedad sexual en el arte. Bandas de pop y de rock tenían la ambigüedad por bandera y en el mundo del diseño, incluso hubo quien se atrevió con la falda masculina. La ambigüedad estaba de moda, seducía y provocaba fascinación, porque había sido tema tabú en las sociedades del mundo entero, durante mucho tiempo, y en ese momento comenzaba a dejar de serlo y era algo divertido y emblema de modernidad. Sin embargo, aunque la sociedad comenzara a aceptar la libertad sexual, en todas sus variantes, aún quedaban muchos prejuicios por derribar. El mismo Edwards reconoció haberse acobardado a la hora de mostrar de forma directa la posible homosexualidad de King Marchand, al enamorarse de un transformista, y por eso, terminó agregando la escena en que King descubre que Victoria es una mujer, antes de lanzarse a una relación con ella. Esto evitaba el rechazo de buena parte del público, siempre algo mojigato en los Estados Unidos, pero hay que reconocer que la película, como icono de la exaltación de la diversidad, se torna menos interesante y queda algo empobrecida, con esta escena. Del mismo modo, el momento en que King declara a Victoria que su amor está por encima de cualquier prejuicio, pierde su sinceridad y se reduce a una declaración falsa, algo canalla e, incluso, manipuladora, por parte de Marchand.

       «King: No me importa que seas un hombre.
       Victoria: No lo soy. No soy un hombre.
       King: Seas lo que seas, me gustas.»


       Por otra parte, es cierto que el cambio introducido por Edwards cuadra más con el temperamento duro y convencionalmente heterosexual del personaje de Marchand. Al fin y al cabo, cuando él queda deslumbrado por Victoria, ella va vestida de mujer y actúa como una mujer, por tanto, para King es una mujer. En cualquier caso, la película fue premiada con el Globo de Oro al mejor musical de comedia, además de obtener el César a la mejor película extranjera, y siempre será recordada como un símbolo del enaltecimiento de la liberalidad de género, resumida en la frase de Shakespeare, que Toddy le espeta a su joven y arribista amante, cuando éste le está sableando:

       «Richard: Oh, vamos, Toddy, no me taches de desaprensivo.
       Toddy: No tienes muchos escrúpulos.
       Richard: Le sacas partido a tu dinero.
       Toddy: ¡Los dos le sacamos partido a mi dinero!
       Richard: Mira, Toddy, si no estás de acuerdo con mis condiciones…
       Toddy: ¡Oh, evidentemente, no lo estoy! Pero, como dice el inmortal Shakespeare, “El amor no mira con los ojos, sino con la mente, por lo tanto, es un Cupido alado y ciego”.»


       Y así es, el amor no entiende de géneros, es ciego, se deja llevar por lo que siente, no por lo que ve. Marchand ve a Victoria y se siente atraído por ella, luego, cuando descubre que es un hombre, se queda en shock, pero, a pesar de todo, continúa sintiéndose atraído por ella y eso le desquicia.

       «Víctor: Su problema, Sr. Marchand, es que le preocupan los arquetipos. Dicho de otra forma, usted es de una clase de hombre y yo, de otra.
       King: ¿Y de qué clase eres?
       Víctor: De la que no tiene que demostrar nada. Ni a mí mismo ni a nadie.»


       Los arquetipos sexuales establecidos en la sociedad imponen un conjunto de normas de comportamiento, asociadas al género, que condicionan nuestra sexualidad. Tradicionalmente, el arquetipo femenino reducía a la mujer a su rol de virgen, esposa y madre, cediendo todos los aspectos de poder al arquetipo masculino. El film de Edwards nos invita a superar el miedo, la culpa y la vergüenza, que se derivan de estos arquetipos, y a ser felices viviendo nuestra sexualidad con absoluta libertad.

       «Toddy: Oh, mira, querida, la vergüenza es una emoción triste inventada por los curas para explotar al género humano.
       Victoria: ¿Y quién dijo eso?
       Toddy: ¡Yo dije eso!
       Victoria: ¿No crees en la vergüenza?
       Toddy: Creo en la felicidad.»


     

viernes, 30 de abril de 2021

EDWARDSMANÍA 2
     
LA CARRERA DEL SIGLO (1965) de Blake Edwards
    
       En esta comedia, de metraje más extenso y presupuesto más elevado de lo habitual, Blake Edwards nos enseña que lo más esencial que se puede lograr en la vida es el amor, por encima incluso del prestigio de la propia valía profesional. Y lo hace en una comedia romántica de aventuras, que se mueve entre el homenaje al cine mudo y la parodia de géneros, como el western o el cine de capa y espada.

     
       En los inicios del siglo XIX, el Gran Leslie (Tony Curtis), héroe de acción, se propone organizar y ganar una carrera de Nueva York a París para demostrar que el automóvil americano es el mejor del mundo. Pero su eterno rival, el profesor Fate (Jack Lemmon), se propone boicotearle con todas las armas a su alcance, para cruzar la meta antes que él. También la sufragista Maggie Dubois (Natalie Wood) se las ingenia para participar en la carrera, financiada por El Centinela de Nueva York, periódico para el que Maggie ha conseguido trabajar como reportera, gracias al apoyo de Hester Goodbody (Vivian Vance), esposa del editor Henry Goodbody (Arthur O’Connell), con el que Maggie se ha comprometido a cubrir todo el evento. Maggie y Leslie se sienten atraídos desde el primer momento, pero debido a sus diferencias, respecto a los derechos y capacidades de la mujer, siempre terminan discutiendo. Fate y su mano derecha, Max (Peter Falk), se dedican a hacer trampas desde el comienzo de la carrera, por lo que la mayoría de los coches se ven obligados a abandonar la competición, quedando reducido el número de participantes a tres, Leslie, Fate y Maggie. Pero al llegar al desierto, el coche de Maggie sufre una avería que la deja también fuera de combate y aunque Leslie y su mecánico Hezequiah (Keenan Wynn) acceden a llevarla hasta la ciudad más cercana, ella se propone continuar informando de la carrera hasta el final. Para lo cual, está dispuesta a manipular, mentir, engañar, colarse de polizón en coches ajenos o librarse con engaños de cualquiera que pretenda impedírselo. A lo largo de la carrera, los automovilistas rivales atraviesan distintos países y comparten múltiples aventuras, en el transcurso de las cuales, Fate descubre que el talón de Aquiles de Leslie es Maggie Dubois.

Así que, 
asegurándose de que Maggie permanezca en la carrera, se propone sacar ventaja de esta debilidad de su adversario para alcanzar la victoria. Pero, antes de llegar a París, los participantes tienen que enfrentarse a su mayor aventura, cuando, al cruzar un reino perdido de la vieja Europa, en la víspera de la coronación de su futuro rey —el príncipe Frederick Hoepnick (Jack Lemmon)—, son secuestrados por el barón Rolfe von Stuppe (Ross Martin) y el general Kuhster (George Macready). Estos hombres de confianza del príncipe pretenden aprovechar el asombroso parecido entre el príncipe y el profesor Fate para hacerse con el poder, obligando a Fate a hacerse pasar por el príncipe durante la coronación y, una vez coronado, hacerle abdicar a favor del barón. Pero los intrépidos automovilistas logran escapar de su encierro y, tras liberar al príncipe heredero y devolverle su corona, saldan la conspiración con una cruenta batalla de tartas en las cocinas del palacio. Tras la cual, continúan la carrera hacía París, donde, en la recta final, Leslie y Fate se disputan el primer puesto mientras Maggie y Leslie, totalmente enamorados, no dejan de discutir durante todo el trayecto. Hasta que, ante la meta, Leslie decide demostrarle a Maggie que su amor es sincero, renunciando al triunfo. Pero Fate quiere vencer a Leslie a su manera… ¡Y nada más que a su manera!


       El film que nos ocupa es una de esas películas de carreras disparatadas, muy de moda en los sesenta —véase Aquéllos chalados en sus locos cacharros (1965) de Ken Annakin o El mundo está loco, loco, loco (1963) de Stanley Kramer—, en las que las peripecias de los participantes se suceden sin parar de principio a fin, con una rivalidad de fondo, que se hace cada vez más exacerbada a medida que los personajes se acercan a la meta final. La carrera de autos que recrea la película de Edwards se basa en la carrera automovilística de 1908, Nueva York - París, organizada por el periódico New York Times, que ganó el vehículo norteamericano Thomas Flyer. Este coche sirvió de inspiración para la construcción del Leslie Special, que conduce el Gran Leslie en la película, para cuyo rodaje, se realizaron cuatro modelos. Uno de ellos se volvería a utilizar en la película de Sam Peckinpah La balada de Cable Hogue (1970). Para el coche Hannibal Twin 8, del Profesor Fate, se necesitaron en total ocho modelos. Y tanto el Leslie Special como el Hannibal Twin 8 se pueden visitar en algún que otro museo norteamericano.


       Hay que señalar que este ambicioso film de Edwards no es apto para espectadores a los que no les guste el cine mudo o para aquéllos que detesten los dibujos animados, puesto que su comicidad se basa en ese humor físico (slapstick) tan propio de ambas disciplinas artísticas, donde los personajes son caricaturas exageradas de los estereotipos clásicos de ficción (el héroe, el villano, la sufragista fanática, el esbirro, el fiel ayudante, etc.). Estos personajes, casi planos, nunca se hacen daño, por muchos accidentes, explosiones o peleas en las que se vean envueltos y son personajes alocados, cuyos nombres y acciones suponen un símbolo del estereotipo que representan. Así, por ejemplo, el profesor Fate —Fate significa Destino, en españo —, parece destinado a fracasar frente al Gran Leslie, por ello, sus actos, que suelen ser malintencionados, ruines y tramposos, siempre acaban mal. Del mismo modo, el barón Rolfe von Stuppe —Stuppe significa estúpido en español— no puede menos que terminar su conspiración de una forma estúpida. Los villanos visten de negro riguroso, conducen un auto negro y son antipáticos, traicioneros y maleducados mientras que el bueno viste de un blanco tan inmaculado como el de su vehículo, posee un corazón leal, un carácter encantador y un atractivo irresistible. Y, por supuesto, todo le sale bien. La heroína del film es una mujer sufragista y, por tanto, todo lo que hace está relacionado con la liberación de la mujer, que constituye su tema favorito de conversación. Es una mujer obstinada, decidida, moderna y, como toda heroína cinematográfica que se precie, de gran belleza. Los personajes de la película son tan caricaturescos que terminaron convirtiéndose en auténticos dibujos animados, ya que La carrera del siglo inspiró la serie de dibujos animados Los autos locos (1968-1970), de la productora Hanna Barbera.


       La importancia de los personajes en este tipo de comedias exige una selección de actores ampliamente dotados para el humor y capaces de ejercer un gran control sobre sus cuerpos. Hay que decir que, en este sentido, el reparto elegido para la disparatada comedia de Edwards constituye uno de sus más grandes aciertos. La excelente vis cómica de Jack Lemmon, la sensibilidad interpretativa de Natalie Wood, la galanura de Tony Curtis, la despistada naturalidad de Peter Falk y la cómica seriedad de Keenan Wynn hacen de esta comedia algo muy superior a un simple divertimento.


       Jack Lemmon asume un doble rol en esta trepidante historia; por una parte, encarna al Profesor Fate, villano del film —que se hace llamar a sí mismo «el magnífico»— y por otra, interpreta al infantil y borrachuzo príncipe Frederick Hoepnick, en la parodia que Edwards incluyó, dentro de la película, del clásico de aventuras El prisionero de Zenda. Encarnando al profesor Fate, Lemmon brilla con luz propia, logrando crear un malhumorado canalla, a medio camino entre el Coyote de la serie de dibujos animados El Correcaminos y el Coyote (1949), de la Warner Brothers, y Los hermanos Malasombra del programa infantil español Los Chiripitifláuticos (1966-1970). El único objetivo de Fate en la vida es superar al Gran Leslie y su manera de hacerlo es haciendo trampas. Sin embargo, a pesar de su carácter fullero, posee una dignidad que le impide aceptar una victoria, que no se haya ganado él saboteando a su rival. En su rol de príncipe Frederick, volvemos a encontrar al histriónico Lemmon que interpretaba a Daphne en Con faldas y a lo loco (1959) de Billy Wilder. Lo mismo que la locuela y risueña Daphne, el príncipe se ríe sin parar, habla con una voz estúpida y se mueve y corretea de la misma forma amanerada en que lo hacía ella. Por su trabajo en la película, Jack Lemmon fue candidato al Globo de oro al mejor actor e inspiraría uno de los malos de animación más inolvidables para los niños de nuestra generación, el malo malísimo Pierre Nodoyuna (Entiéndase, “No doy una”), que ve fracasar todas sus artimañas, lo mismo que Fate.



       Tony Curtis compone el personaje del Gran Leslie basándose en las cualidades que todo héroe de aventuras debe poseer, honestidad intachable, carácter afable, cuerpo atlético, encanto con la prensa, irresistible para las mujeres y cariñoso con los niños. Y, precisamente, la comicidad del personaje se logra al parodiar estas cualidades, exagerándolas; por ejemplo, Edwards subrayó su sonrisa perfecta añadiéndole un brillo artificial a sus blanquísimos dientes; caricaturizó su atractivo haciendo que, allá donde fuere, las mujeres se arrojaran a sus brazos para besarle y, por último, logró dar al personaje una identidad de ángel celestial, gracias a que el blanco inmaculado de su ropa, siempre permanecía inexplicablemente intacto, pasase lo que pasase. La versión de Leslie en Los autos locos sería Pedro Bello, un tipo muy cursi y algo repelente. Curtis cumplía todos los requisitos para asumir el personaje del Gran Leslie en la película —en la que se incluía un guiño al personaje que Curtis encarnó, diez años antes, en El gran Houdini (1953) dirigida por George Marshall— y el actor lo hizo a la perfección. La química entre Curtis y Natalie Wood, que ya había quedado más que demostrada en Cenizas bajo el sol (1958) de Delmer Davis y en La pícara soltera (1964) de Richard Quine, fue de lo más divertida en el film de Edwards, donde ambos formaban una pareja cómica, que resultaba romántica y sexi incluso cuando no dejaban de discutir.

       El personaje de Natalie Wood, la intrépida Maggie Dubois, es el único de estos estereotipados personajes que posee unas cuantas aristas. Maggie es la caricatura de una heroína sufragista, lo que se consigue en el film ridiculizando el movimiento sufragista y, por ende, a las sufragistas, a las que se representa como a fanáticas feministas que esgrimen argumentos absurdos para defender sus derechos y que, sin embargo, no dudan en usar sus armas de mujer para manipular a los hombres.

       «Maggie: Bien, ¿en qué está usted pensando? Vamos, no hay nada que un hombre y una mujer no puedan decirse si son civilizados, juiciosos y emancipados.
       Sr. Goodbody: ¿Nada?
       Maggie: No se atreve usted a hablar de eso y ese es el problema. Las mujeres han de emanciparse para poder emancipar a los hombres. Y para que ellos puedan emanciparse el uno del otro y de sus prejuicios.»


       Pero Maggie es mucho más que una feminista ridícula, es una mujer temperamental, inmune al desaliento, una mujer capaz de cualquier cosa para conseguir su objetivo y, al mismo tiempo, una mujer coqueta y encantadora, cuando le interesa. Y por si todo eso fuera poco, Maggie es tramposa, traicionera, celosa y vengativa. Es una heroína de aventuras como pocas, peligrosa, dulce, valiente y siempre, siempre, pase lo que pase, maravillosa. El mismo Hezequiah, que no se fía de ella, termina cogiéndole cariño y aceptando su compañía, después de verla interponerse entre él y el hierro candente de su torturador, entonando con valor el himno americano. Quizás por todo ello, pese a que el film se tomara a broma el tema de las sufragistas —como si fuera un chiste que las mujeres quisieran votar—, al final, la sufragista vence al héroe, consiguiendo que renuncie a todo por ella y demostrando que las mujeres son capaces de conseguir todo lo que se propongan. 

       Natalie Wood da vida a esta resuelta feminista con una gracia, cargante en algunos momentos y desternillante en otros, y con un absoluto dominio de su expresión corporal a lo largo de todas y cada unas de las secuencias de este extenso largometraje, algo imprescindible cuando se interpreta un personaje cómico en un film que pretende ser un homenaje al cine mudo.

      Hay que mencionar también la inestimable importancia, en la trama, de los dos fieles ayudantes de los rivales del film; el mencionado Hezequiah, interpretado por el eficiente Keenan Wynn, y el esbirro de Fate, Max, al que da vida el gran Peter Falk. La complicidad entre héroe y mecánico y entre villano y esbirro viene a ser de la misma naturaleza, una relación basada en la lealtad, la admiración y la confabulación más descabellada. Tan compenetrados están Leslie y Fate con sus respectivos ayudantes que la camaradería llega a rozar lo conyugal cuando ambas «parejas» discuten lo mismo que lo haría un matrimonio.


      «Revisor: Si no firma, no se le dará la gasolina, Srta. 
       Maggie: Bien, Sr. Leslie, usted desea continuar la carrera y yo también. ¿Me lleva hasta la costa del Oeste?
       Hezequiah: ¡Si ella va con usted, yo me quedo!
       Leslie: ¡Hezequiah!...»

       O cuando presumen de conocer al otro como lo haría un matrimonio:

       «Max: Profesor, ya es hora de levantarse. Vamos, profesor, levántese y sonría.
       Fate: ¿Que me levante y sonría?
       Max: Son las siete y media.
       Fate: ¡Entonces, levántate tú y sonríe tú!
       Max: Siempre está así por la mañana.
       Fate: ¡No estoy así siempre por las mañanas! ¡Da la casualidad de que, esta mañana, tengo la cabeza muy espesa!»


       Hay una escena, al final de la película, que nos hace sospechar que la devoción de Max por el profesor pudiera esconder algo más que camaradería, me refiero a aquélla en la que el ramo de novia de Maggie cae en manos de Max y éste, muy ilusionado, se vuelve con una sonrisa hacia el profesor, que, malhumorado, le amenaza con el codo.

       El guión de Blake Edwards y Arthur A. Ross posee un humor, eminentemente, clásico, basado en situaciones cómicas demasiado previsibles quizás, pero que nos hacen reír a carcajadas, porque es un humor cuya comicidad no reside en lo inesperado, sino en la forma en que se cumplen las expectativas que se abren en el público. Lo gracioso no es lo que ocurre, sino cómo ocurre. Tengamos en cuenta que los gags de las comedias del cine mudo se han convertido, a lo largo de los años y gracias a los dibujos animados, en parte del imaginario colectivo de los espectadores de todo el mundo. Lo que Edwards persigue en este proyecto no es sorprender con nuevos gags —aunque también los hay— sino homenajear los gags clásicos que han hecho reír a generaciones enteras, esos mismos gags que ayudaron al propio realizador a soportar una infancia difícil: «Descubrí que la única forma de subsistir era buscar el lado cómico de la tragedia».

       Para Edwards la comedia tenía el poder de mantener la salud mental en un mundo disparatado, y eso es lo que nos presenta en esta historia, un mundo loco y absurdo, con personajes irracionales que se comportan de la forma menos razonable posible, ya sea en el lejano Oeste, en Alaska o en un país inventado de la vieja Europa. Y dentro de toda esta locura, dos jóvenes se enamoran y son capaces de mantener la cordura suficiente como para darse cuenta de que, a pesar de sus diferencias, lo que está pasando entre ellos es la mejor de todas las aventuras.


       En La carrera del siglo encontramos una miscelánea de secuencias en las que se parodian distintos géneros cinematográficos, destacando dos de estas parodias por encima de las demás. Una de ellas es la secuencia de la pelea en el salón de la ciudad de Boracho, parodia del western que nos recuerda la que ya hiciera, al estilo español, Berlanga en su Bienvenido Mr. Marshall (1953). La parodia de Edwards al western cuenta con todos los elementos propios del género, el pistolero, la cantante ligera de cascos, el sheriff, la pelea en el salón, el duelo entre el héroe y el pistolero, la tendencia de los ciudadanos a linchar forasteros y el ataque de los indios. A propósito de los indios, hay que mencionar que protagonizan un gag desternillante, basado en el gag clásico de hacer que algo parezca lo que no es, para luego sorprender al espectador: Fate y Max son perseguidos por los indios cuando están a punto de entrar en Boracho, por lo que irrumpen en la ciudad alertando a la población a grito pelado:


       «Max: ¡Indios!
       Fate: ¡Salvajes!
       Alcalde: ¡Bienvenidos a Boracho!
       Fate: Gracias. Los indios les van a atacar de un momento a otro.
       Max: ¡Nos están persiguiendo! ¡Un grupo de indios nos atacan! ¡Nos atacan!
       (El alcalde y todos los ciudadanos se parten de risa)
       Fate: ¿De qué se ríe?
       Alcalde (Riéndose): Los que han visto ustedes son el sheriff y algunos de sus hombres disfrazados de indios. Han salido a darles la bienvenida.»

       Otra de las parodias destacables del film es la dedicada a la mítica película de aventuras de Richard Thorpe, El prisionero de Zenda (1958), remake de la película homónima de 1937, dirigida por John Cromwell. Edwards caricaturiza esta historia dando rienda suelta al alocado y magistral histrionismo de Jack Lemmon, por un lado, y recreando, por otro, de forma humorística las escenas más recordadas del famoso film, tales como la secuencia del duelo de espadas entre el barón y Leslie, claro homenaje al icónico duelo entre Stewart Granger y James Mason en el film de Thorpe, que terminaba con Mason arrojándose al agua desde una almena del castillo. Edwards también arroja al barón von Stuppe de la almena, pero, en lugar de hacerlo caer al agua, lo estrella contra la barca que lo estaba esperando abajo. Edwards finaliza la parodia de El prisionero de Zenda con un broche final, al más puro estilo del cine mudo, una gran batalla de tartas, en las cocinas del palacio real. Durante el rodaje de esta apoteosis de tartazos, que duró varios días, los actores tuvieron que sufrir en sus carnes —y lo que es peor en sus caras— la repetición de esta irritante practica, que resulta harto divertida para el que la contempla, pero molesta e incluso humillante para el que la recibe. Al final del rodaje, sin embargo, pudieron resarcirse de este calvario, acribillando a Blake Edwards a traición, con numerosas tartas, reservadas, para este propósito, por el equipo.


       Además de estas dos grandes parodias, el film contiene algunos homenajes dignos de mención. Uno de ellos, tiene lugar en Alaska cuando los autos quedan atrapados en la nieve, en medio de una ventisca, y un oso se refugia en el coche de Fate. Claro homenaje al episodio del oso que se cuela en la cabaña en La quimera del oro (1925) de Chaplin. El film también contiene un pequeño homenaje a El fantasma de la ópera en la escena en que Fate está interpretando, al órgano, la Tocata y fuga en re menor de Bach y cuando Max lo llama para cenar, se levanta y el órgano sigue tocando solo.

       Pero el homenaje más entrañable de todos es el dedicado a Laurel y Hardy, en las personas de Fate y Max. Homenaje que no podía faltar, puesto que Edwards les dedica su película. Max, con su despiste, su sumisión, su forma de meter la pata y su irritante machaconería a la hora de expresar sus opiniones, representa la personalidad, inolvidablemente, cómica del gran Stan Laurel. Asimismo, la malhumorada forma de hablar de Fate, sus cara de circunstancia cuando Max mete la pata o dice tonterías— o su forma de darle un puñetazo en la cabeza, aplastándole el sombrero, cada vez que le saca de quicio, son claras alusiones a Oliver Hardy. Fate y Max son personajes diferentes a Laurel y Hardy, es cierto, pero la relación entre ambos, sus diálogos de besugo y las reacciones de cada uno ante las molestas conductas del otro, es la misma. Fate y Max no pueden pasar el uno sin el otro, pero todo el tiempo discuten y se agreden, lo mismo que Laurel y Hardy.

       «Max: El cielo está rojo.
       Fate: ¿Y qué?
       Max: Va a haber tormenta.
       Fate: Pero ¿de qué estás hablando?
       Max: Si el cielo está rojo, marino abre el ojo.
       Fate: No seas cabezota. ¿Sabes las posibilidades de tormenta que hay en esta parte del océano, en esta época del año?
       Max: No, ¿cuántas?
       Fate: Una contra cien (Suena un trueno y estalla una tormenta).»

       Hay una escena en el film que contiene un momento muy Laurel y Hardy, y muy del gusto de los hermanos Cohen, en la que el profesor y Max, montados en un cohete, surcan el cielo a toda velocidad; de repente, el cohete se para en seco, Fate y Max miran a cámara, se abrazan y, gritando como posesos, caen empicados.


       La amistad y relación profesional entre Henry Mancini y Blake Edwards ha sido una de las más envidiadas y admiradas, entre compositor y realizador, dentro del mundo del cine. Su colaboración, a lo largo de los años, ha dado lugar a auténticas obras de arte cinematográficas, en las que música e imagen se funden a la perfección. La carrera del siglo es una de ellas. Su banda sonora es una heterogénea y divertida mezcla de estilos musicales, que van desde el jazz, el pop y la música clásica, hasta el vals «The Sweetheart Tree», interpretado por Natalie Wood con la voz de Jackie Ward, que fue nominado al Oscar a la mejor canción, y candidato al Globo de oro y al Golden Laurel. También la bonita fotografía en color de Russell Harlan fue candidata al Oscar, así como el montaje de Ralph E. Winters y el sonido de George Groves; pero el film sólo fue premiado con el Oscar a los mejores efectos de sonido para Treg Brown. Aún así, la gran labor de realización de Blake Edwards fue reconocida con una nominación al mejor director en el Festival Internacional de Cine de Moscú. Y el guionista Arthur A. Ross obtuvo también su reconocimiento siendo candidato al mejor escritor estadounidense de comedias en los Premios WGA por este film.

       A principios del siglo XIX, época en la que se ambienta la película, los espectáculos de acrobacias realizados al aire libre ejercían una gran fascinación sobre la gente, hasta el punto de convertir a los hombres que las ejecutaban en auténticos héroes del pueblo. El protagonista de la comedia es uno de estos hombres, acróbatas, atletas, escapistas o lo que fueran, ídolos de masas, a los que se les concedía apelativos grandilocuentes que le definían como hombres extraordinarios, capaces de las hazañas más peligrosas y de mayor dificultad.

       «Príncipe: ¿Por qué le llaman el Gran Leslie, Sr. Leslie?
       Leslie: El Gran es un título que, en mi país, se estila para espectáculos públicos o una definición que se concede a los hombres que murieron mucho antes de que les fuera concedido. Yo soy simplemente Leslie y vuestro humilde servidor, alteza.»
       
       Este tipo de hombres, como es natural, despertaban la rivalidad de aquéllos que aspiraban a superar sus proezas y la envidia corrosiva de los que no lo conseguían. El profesor Fate representa al mayor de todos estos envidiosos, que al compararse con el Gran Leslie, sufre la frustración y el dolor del fracaso más espantoso. Según Unamuno, «La envidia es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual.» De este modo, si lo que empujaba al Coyote a perseguir al Correcaminos era el hambre, podemos afirmar que a Fate le ocurre lo mismo, sólo que su hambre es de una naturaleza más visceral. Edwards aborda el controvertido tema de la envidia a través del sarcasmo y nos hace reír con los continuos fracasos del profesor, porque, como Fate, todos hemos sentimos, en alguna ocasión, cierta envidia al contemplar como otros disfrutan de aquello que nuestro corazón anhela. La comicidad del personaje de Fate reside, precisamente, en la exagerada encarnación de la envidia llevada hasta los límites más destructivos. Fate es un ser amargado, que está tan obsesionado con las cualidades del Gran Leslie, que es incapaz de apreciar sus propias cualidades o de aceptar sus limitaciones.

       «Fate: ¡Ha hecho trampas! ¡Ha hecho trampas! ¡Lo he oído! ¡Me niego a aceptar el trofeo! ¡No quiero ganar de ninguna otra forma más que de la mía! ¡Ha arruinado mi reputación! ¡¿Me oye?! ¡Le odio! ¡Con su cabello siempre tan bien peinado y su traje tan blanco y su coche siempre tan limpio…!»

       Fate desea el fracaso del Gran Leslie, por encima de su propio éxito, para él no es suficiente ganar la carrera, lo que quiere es ver a Leslie humillado, pero si dejara de compararse con Leslie, valoraría sus propias cualidades y se daría cuenta de que, mientras Leslie se limita a conducir el auto que otros han creado, él ha sido capaz de fabricar un automóvil, cargado con múltiples artilugios con los que hacer frente a todos los posibles obstáculos que puedan surgir a lo largo de la carrera.

       «Fate: La naturaleza nos será adversa, pero la venceremos. Los bandidos y ladrones de todas las naciones pueden hostigarnos, pero estamos preparados. ¡Los haremos volar en mil pedazos! ¡Bordearemos la nieve, volaremos, cañonearemos, seremos invencibles!»

       Como vemos, Edwards —al tiempo que nos alecciona para que sepamos valorar el amor por encima de todos los demás logros— nos alerta del peligro que supone dejarnos arrastrar por la envidia, con el fin de destruir a la persona que envidiamos, porque, al final, sólo conseguiremos nuestra propia destrucción.