viernes, 26 de junio de 2020

QUINEMANÍA 1

“LA MISTERIOSA DAMA DE NEGRO” (1962) de Richard Quine


       Richard Quine ilustra, a través de esta comedia policíaca de intriga —en la que un diplomático se enamora de una mujer sospechosa de asesinato—, ese natural instinto de protección del hombre, que le arrastra a ponerse en riesgo a sí mismo para defender, con todas las armas a su alcance, a las mujeres de su vida.

     
       William Gridley (Jack Lemmon), Bill, tras llegar a Londres para trabajar en la embajada americana, se enamora de su encantadora casera, Carlyle Hardwicke (Kim Novak). Pero su jefe, Franklyn Ambruster (Fred Astaire), le advierte que la Sra. Hardwicke es sospechosa del asesinato de su desaparecido esposo y le presiona para que colabore, en la investigación del crimen, con el inspector Oliphant de Scotland Yard (Lionel Jeffries). Bill está convencido de que ella no lo hizo y se propone demostrar su inocencia. El mismo Ambruster, después de conocer a Carlyle, se inclina a considerarla inocente y se alía con Gridley para investigar el caso. Por desgracia, el marido de Carlyle reaparece de improviso en busca del botín de joyas que había escondido en un candelabro, que Carlyle acaba de empeñar. La amenaza con una pistola, forcejean, el arma se dispara y el señor Hardwicke muere. Durante el juicio, Bill trata de proteger a Carlyle, pero no dice más que tonterías, tratando de cargar con la culpa. Finalmente, la declaración de una vecina, la Sra. Brown (Philippa Bevans), que dice haber presenciado el accidente, libera a Carlyle de todos los cargos. Sin embargo, la buena señora lo que pretende es hacerse con las joyas, para lo cual, no duda en asesinar al prestamista. Carlyle y Bill, convencidos de que fue la Sra. Dunhill (Estelle Winwood) quien presenció el accidente, salen en busca de ella, camino de Penzance, para hacerla testificar contra la Sra. Brown. La cual, adelantándose a ellos, pretende asesinar a la pobre Sra. Dunhill, pero Bill y Carlyle, a pesar de que el inspector los considera sospechosos del asesinato del prestamista, harán todo lo posible para impedírselo.
          
       El director realiza, en “La misteriosa dama de negro”, una hábil mezcla de géneros, logrando ambientar esta comedia, básicamente romántica, dentro de una trama policíaca, aderezada con unas gotas de humor negro, una pizca de suspense —algo tenebroso— y un final apoteósico de comedia física a ritmo de musical. Imposible olvidar esa panorámica, a contraluz, de los personajes corriendo, en fila india, tras la silla de ruedas de la señora Dunhill, que se precipita colina abajo, hacia el acantilado, al ritmo de “La canción del general mayor”, perteneciente al musical de Gilbert y Sullivan, “Los piratas de Penzance” —tema musical muy apropiado, puesto que la escena tiene lugar en el hotel Wessex de Penzance—.
  
       Esta mezcla de géneros, a primera vista, puede parecer un cóctel, algo cargado, pero, agitado con la maestría, de buen artesano, de Richard Quine, termina resultando perfecto para defender con elegancia el inteligente guión de Blake Edwards y Larry Gelbart, hasta convertirlo en una película de ritmo impecable, cuyo interés no decae en ningún momento, y cuyo visionado nos fascina y divierte a partes iguales, no sólo por la presencia de Kim Novak y la interpretación de Jack Lemmon, sino también, por la armoniosa coreografía de los movimientos de los personajes y de la propia cámara. Todo ello arropado por la misteriosa y sugerente fotografía en blanco y negro de Arthur Arling y la envolvente música jazzística de George Duning.
     
       Quine atrapa al espectador desde la misma obertura del film, recorriendo con el hábil manejo de su cámara, todo el vecindario de la señora Hardwicke, para presentarnos a los distintos personajes que tendrán cierta relevancia en la trama. Inmediatamente después, nos muestra la reacción de los residentes, desde cada una de las ventanas, al oír el disparo del supuesto crimen del señor Hardwicke. Esta presencia de curiosos espiando desde las ventanas se repite cuando Carlyle y Bill se disponen a cenar en la terraza, ante la expectación de todos sus vecinos, que celebran con gusto que la velada acabe en incendio. Quine, admirador del cine de Hitchcock, se deja influir por “La ventana indiscreta” (1958) para narrar la constante vigilancia a la que se ve sometida la señora Hardwicke, por parte de todos los que la consideran una asesina. Tal y como hacía el personaje de James Stewart con su vecino de enfrente, al que creía responsable de la muerte de su mujer. Si en el film de Hitchcock el protagonista se convertía en un voyeur, en “La misteriosa dama de negro”, Quine convierte en voyeurs a todos los vecinos, pasando a ser la protagonista, la víctima del voyeurismo del vecindario.

    
       Pero Quine no sólo era diestro a la hora de mover la cámara, también sabía dónde colocarla para conseguir planos interesantes, funcionales y de gran plasticidad. El plano en el que vemos a Bill escondido en el armario de Carlyle mientras ella habla por teléfono, tumbada sobre su cama, es una buena muestra de ello. En dicha escena, además, tiene lugar un gag muy divertido, cuando Carlyle se quita la blusa y, al ir a guardarla en el armario, cuelga la percha en la oreja de Bill.
     
       En cuanto a la excelente ambientación de la película, hay que destacar el acertado uso del blanco y negro, para acentuar la tenebrosa atmósfera, que la recreación de la niebla londinense proporciona al film, al tiempo que reviste la enigmática belleza de Kim Novak de un romanticismo embriagador, que invita al espectador a identificarse por completo con los sentimientos románticos de Gridley.
    
       El guión, escrito por dos comediógrafos de la talla de Blake Edwards y Larry Gelbart, posee unos diálogos inteligentes y divertidos, dotados, más que de un ingenio arrollador, de una fina ironía, que es precisamente lo que permite dar un mayor protagonismo a la tierna historia de amor que surge entre estos dos personajes, que cuando apenas acaban de encontrarse, se ven envueltos en una intriga policíaca, que, estorba el inicio de su relación. Los diálogos de la pareja protagonista están cargados de una simpatía y una sensualidad, que dibujan en el espectador una sonrisa cómplice, que los convierte en aliados incondicionales de ese amor que empieza entre los protagonistas, desde el primer encuentro de la pareja, hasta el mismo final.

    
       “Bill: Detrás de un triunfador, hay siempre    una mujer como usted, si es afortunado.
       Carlyle: ¿Qué es lo que sabe de mí? Podría ser su ruina.
       Bill: Estoy dispuesto a correr el riesgo, el compromiso es la piedra angular de la diplomacia. Dígame, ¿qué hay de peligroso en usted?
       Carlyle: Esta noche, nada.”
    
       Este tipo de diálogos elegantes y entretenidos era una de las constantes en las comedias de este director norteamericano, que llevó a cabo lo mejor de su cinematografía entre las décadas de los cincuenta y los sesenta. Años en los que colaboró con su amigo Blake Edwards y con su musa Kim Novak. Edwards y Quine se conocieron cuando ambos trataban de abrirse camino como actores, y terminaron escribiendo guiones juntos y dirigiendo películas por separado. Escribieron siete películas, de las cuales, Quine dirigió cinco y Edwards dos. Pero, ya fuera en solitario o en colaboración con otros escritores, la presencia de Edwards como guionista, imprimiendo su humor en las películas de Quine, era algo habitual. 
    
       Por su parte, Novak, de la que Quine se enamoró perdidamente, trabajaría con el director en cuatro de sus películas, “La casa 322” (1952), “Me enamoré de una bruja” (1958), “Un extraño en mi vida” (1960) y “La misteriosa dama de negro” (1962), última película en la que actriz y director trabajarían juntos. Novak encarna, en el film, a una mujer acorralada, que se ve envuelta en graves problemas a causa del sinvergüenza de su marido; una mujer extraña, que asume con dignidad las consecuencias de haber cometido el error de casarse con el hombre equivocado. La actriz aporta a este personaje, además de su distante atractivo, una cierta vulnerabilidad y una estoica resignación —pues pase lo que pase la Sra. Hardwicke nunca llora—, que se ganan el respeto del público.
   
       “Ambruster: Las fotografías no la hacen justicia.
       Carlyle: La iluminación no es buena en las comisarías.”
    
       Kim Novak demuestra, asimismo, estar a la altura del tono humorístico de la película, en la cómica pelea que su personaje mantiene con la Sra. Brown en Penzance. Una batalla, coreografiada con el humor propio del slapstick, en la que los golpes, las caídas y los porrazos se suceden. Y hay que decir que pocas mujeres se han caído con tanta gracia como Novak en esta secuencia, en la que finalmente, termina embistiendo a la mastodóntica Sra. Brown como una auténtica cabra montesa. Y aunque la belleza de Kim Novak, en esta cinta, es innegable, también lo es que Quine se encargó de fotografiarla de tal modo, que su imagen ejercía una irresistible fascinación en la pantalla. Kim Novak había trabajado junto a Jack Lemmon por primera vez en la película de Mark Robson “Y fueron felices” (1954), en la que interpretaba un papel secundario y donde ya podía apreciarse la extraña química que había entre ambos intérpretes. A pesar de la glamurosa imagen de ella y el aspecto sencillo de él, juntos, se complementaban, formando una pareja, de la cual emanaba una dulce y cálida pasión, que envolvía al espectador gratamente. Es lo que sucedía en “La misteriosa dama de negro”, comedia romántica de Quine, que Novak inundaba de misterio y Lemmon de simpatía. Era la segunda vez que trabajaban juntos para Quine, después de haber hecho de hermanos en “Me enamoré de una bruja”.

     
       Jack Lemmon fue uno de los actores favoritos de Quine, su gran expresividad, su incuestionable vis cómica y la credibilidad que aportaba a sus personajes hacía de cada una de sus interpretaciones verdaderas clases magistrales de cómo encarnar un personaje con absoluta sinceridad. En “La misteriosa dama de negro”, Lemmon soporta con ligereza el peso de la mayor parte del metraje, haciendo creíble su profesión de diplomático norteamericano y su condición de enamorado protector de la dama en apuros.
    
       “Ambruster: Escúcheme, la Sra. Hardwicke asesinó a su esposo.
       Bill: Entonces, hay motivo de divorcio… ¡¿Qué?! ¡¿Ella qué?!
       Ambruster: Digo, que esa mujer absolutamente maravillosa asesinó a su esposo. Separación definitiva.”
    
       La secuencia en la que, sugestionado por el inspector de Scotland Yard, llega a pensar que Carlyle quiere envenenarlo, resulta una de las más reveladoras del gran talento de Lemmon para hallar el punto medio de la gestualidad cómica, sin pasarse de la raya.
      
       Buena parte del humor de la película se basa en la sutil ironía con la que se expresan los personajes, siendo la de Ambruster (“Mr. Inoportuno”) la más inglesa de todas ellas, lo cual es muy apropiado, puesto que el personaje lleva tiempo viviendo en Londres y, como diplomático, se supone que debe haber aprendido a manejar el famoso humor inglés para desenvolverse entre los ingleses de una forma efectiva.
     
       “Ambruster: Cuando yo le ordené que mantuviera en el más estricto secreto su estancia en casa de la Sra. Hardwicke, ¿creyó que la mejor manera de obedecer mis órdenes era pegándole fuego a Londres?”

     
       Sorprende la fina socarronería de Fred Astaire al interpretar, con suma elegancia, a este americano flemático y desenfadado, para el que la llegada de Gridley, con su inapropiada relación con la Sra. Hardwicke, supone una pesadilla personal y un hándicap en su brillante carrera diplomática.
    
       “Inspector: ¿Ha dormido bien, señor? 
       Ambruster: He tenido un sueño maravilloso. Estaba en un campo de tiro y los blancos tenían la cara de Gridley.”
    
       Gridley le complica la vida y, aún así, le cae bien, porque, en el fondo, le gustaría estar en su lugar, él mismo está un poquito enamorado de Carlyle. Astaire dota a su personaje de una desenvoltura y una armonía de movimientos que delata su calidad de experto bailarín, hasta en los momentos en que permanece estático, como cuando se queda dormido en el sofá del despacho del inspector en Scotland Yard, en una postura de lo más distinguida. Hay un guiño, en la forma en la que Ambruster recorre con diligencia el pasillo de la embajada camino de su despacho, al McNamara de James Cagney, cuando hacía lo propio en el film “Uno, dos, tres” (1961) de Billy Wilder. Ambos llevan bombín, paraguas y maletín, y caminan con decisión y una aplastante seguridad en sí mismos. Quine utiliza esta acción habitual en el personaje de Fred Astaire para mostrar, al espectador, su estado de ánimo, en cada una de las ocasiones en que le vemos llegar a la embajada. Ambruster recorre el mismo pasillo con la misma energía; pero, según las circunstancias, unas veces, lo hace feliz y otras, enojado.
    
       En las escenas de acción de la película, Quine utiliza el recurso humorístico de hacer que dos o más personajes se crucen —ya sea en coche o a pie— sin llegar a verse, lo que siempre resulta divertido y aporta cierto dinamismo y suspense al desarrollo de los acontecimientos. Dentro del tren, camino de Penzance, Carlyle, al salir de su compartimento para ir al aseo, se cruza con la Sra. Brown que regresa del mismo, sin que ninguna de las dos llegue a ver a la otra. Todo este juego de cruces entre los personajes —en los que unos llegan, cuando otros se van o unos salen de un coche, cuando otros acaban de irse en un vehículo diferente— crea la sensación de que los personajes se mueven como si estuvieran ejecutando una danza de la que no son conscientes, y funciona, en esta comedia de Quine, con la misma eficacia y encanto que lo hacían las puertas en las comedias de Lubitsch.
     
       Otro técnica humorística empleado en el film es aquélla que consiste en cambiar bruscamente el tono de la conversación, ocurre cuando un personaje habla, por ejemplo, en un tono melancólico y el otro le contesta con un chiste, rompiendo el tono de la conversación y por ende, haciendo reír al público.
     
       “Carlyle: Hay algo en este instrumento que es como el sonido de la eternidad.
       Bill: Sí. ¿Sabe mi querida Clementine?”
    
       También la herramienta del humor físico es empleada, en el film, de una manera sutil, no sólo en la secuencia final, sino también en determinados momentos, en los que un tropezón, un resbalón o una caída —bien ejecutados— pueden romper una situación seria o dramática para arrancar una buena carcajada al público. Es lo que ocurre cuando Bill, en el juicio, hace un discurso muy elocuente en el que trata de inculparse para defender a Carlyle y al terminar de hablar se sienta muy digno, olvidando que no hay silla y cayéndose de culo. O cuando la cena en la terraza termina en un lamentable incendio y los bomberos al abrir la manguera riegan, sin querer, a Bill que cae de forma muy cómica sobre la hamaca.
     
       Los diferentes personajes de reparto, que aparecen en las sucesivas secuencias del film, son aprovechados por Quine no sólo para hacer avanzar la trama, sino también para adornar dichas secuencias con chistes, a fin de lograr que el tono humorístico no decaiga. Entre estos personajes, podemos citar al chico que está besándose con su novia en el callejón en el que Bill se esconde cuando está siguiendo a un extraño, que ha visto salir de casa de Carlyle. Al meterse en el callejón, Bill tropieza con unos cubos de basura, el extraño se vuelve y Bill, para disimular, maúlla como un gato. El extraño sigue andando y el chico, muy molesto le dice a Bill: “¡Lárgate, gatita!”. También es digno de mención el niño que siempre anda incordiando por el vecindario y que, justo cuando Bill acaba de enterarse que Carlyle es sospechosa de haber matado a su marido, le espeta: “Mi madre dice que usted es el siguiente”, provocando en Bill una inquietud, que se acentúa cuando, esa misma noche, el niño asoma la cabeza por el muro de la terraza para insistir: “Mi padre también dice lo mismo”.

       
       En cuanto al resto de actores secundarios, todos ellos británicos como los personajes que interpretan, hay que decir que realizan unas muy creíbles y divertidas composiciones, siendo la del inspector Oliphant (Lionel Jeffries) uno de las más entrañables, por la humanidad con la que este policía ejerce su profesión:
    
       “Inspector: Las mujeres no sólo pueden ser amantes esposas y madres abnegadas, sino también asesinas eficientes. Benditas sean.”
   
       Por su parte, Philippa Bevans, en su papel de la Sra. Brown, resulta una codiciosa e inquietante enfermera, que usa el fonendo para escuchar tras las puertas y no duda en asesinar a todo el que se interponga entre ella y una vida de opulencia. Y, aunque sus maneras nunca llegan a ser tan escalofriantes como las de la enfermera Ratched (Louise Fletcher) de “Alguien voló sobre el nido del cuco” (1975) de Milos Forman, la frialdad de su mirada no tiene nada que envidiarle a ésta.
       Por último, no podemos olvidar la presencia de la siempre efectiva y cómica Estelle Winwood, como la Sra. Dunhill, que, con su impagable manera de usar las interjecciones y sus cómicos gestos, consigue arrancar la risa del espectador cada vez que aparece en una secuencia, sin necesidad de levantarse de su silla de ruedas.
   
       La trama amorosa de la película delata el profundo romanticismo de Richard Quine, quien al no poder seguir dirigiendo películas, por haber caído en el olvido, se suicidó pegándose un tiro en la cabeza, en 1989, al más puro estilo de nuestro romántico Mariano José de Larra. Del mismo modo, el personaje de Jack Lemmon, William Gridley, también es un romántico incurable, que se enamora de una forma casi instantánea de Carlyle y desde ese instante la idea del matrimonio empieza a revolotear por su cabeza sin que ni él mismo lo aprecie. Es por eso que Bill siempre bromea con la idea de casarse con Carlyle o con el hecho de ser su esposo.


    
       “Bill: ¿Dónde está su esposo?
       Carlyle: La verdad, no lo sé.
       Bill: ¿Que no lo sabe? Si estuviera casada conmigo, siempre sabría dónde estoy.
       Carlyle: ¿De veras?
       Bill: Seguro. Y yo sabría dónde estaba usted.”
    
       Parece como si no pudiera evitar la cuestión del matrimonio, desde que, como él dice, “súbitamente, la vio”.
     
       Otro detalle que subraya el enamoramiento del protagonista es la manera en la que Bill siempre anda recogiendo del suelo las cosas que Carlyle va perdiendo, cuando las cosas se ponen feas. Tras el incendio en el jardín, Bill recoge del suelo el zapato de Carlyle, como un auténtico príncipe azul… “Carlyle, no quisiera que fuera usted un sueño. No se desvanezca en la noche.” Del mismo modo, Bill recoge, en la hierba de Penzance, el sombrero que se le cae a Carlyle cuando persigue a la Sra. Brown, y lo hace mientras empuja la silla de ruedas de la Sra. Dunhill, cuesta arriba. Y es que todos los objetos que pertenecen a Carlyle son tan preciados para él como su dueña y, como a ella, Bill no puede dejarlos escapar. 

       Pero la prueba de amor más evidente es el hecho de que Bill, por ayudarla, ponga en juego su carrera diplomática, justo en el momento en que su situación había empezado a mejorar, después de años marchitándose en Arabia Saudí, y justo después de que su jefe le advierta: “Cumpla con su trabajo, mantenga limpia su vida privada y puedo asegurarle una feliz estancia en Londres”. Al involucrarse con una mujer sospechosa de asesinato, que ha salido en todos los periódicos, y de la que vaya a donde vaya, todo el mundo murmura, la situación de Bill en la embajada peligra más y más. Carlyle también se siente atraída por Bill, desde el principio, pero su desafortunada experiencia matrimonial, la lleva a mostrarse cautelosa. Incluso trata de apartar a Bill de su lado para no perjudicarle en su carrera, pero él se queda, dispuesto a todo.
   
       “Bill: Bueno, creo que dije otras cosas. Entre ellas, que la adoro a usted. ¿No lo dije? Pues se lo diré ahora: La adoro. Aunque hubiera matado a tres esposos, la adoraría.
       Carlyle: Bill, eres un estúpido, eres un idiota. Por favor, márchate de aquí. No te necesito.”
   
       Se insiste mucho, en el film, sobre esta cuestión de la necesidad de la persona amada. Carlyle finge no necesitar a Bill, por el bien de éste, sin embargo, al final, terminará reconociendo que sí le necesita. Y Bill al escuchar las palabras “te necesito”, pronunciadas por Carlyle se derrite como si de la más tierna declaración de amor se tratara. A su vez, Carlyle que se niega a testificar en el juicio, sólo accede a hacerlo cuando Bill le dice que tiene que hacerlo porque “la necesita”, lo cual para los personajes del film equivale a decir te amo. Para ellos, como para Erich Fromm, “el amor maduro dice: te necesito, porque te amo”. Quine nos transmite su convicción de que el amor es, para un hombre, más importante que su carrera profesional y, por tanto, hace bien en anteponerlo a todo. El amor es unidad, es aceptación, es estar dispuesto a darse y a recibir al otro, sin reservas. Es renunciar a uno mismo como individuo para formar unión con el ser amado, dejar de ser Yo para ser Nosotros. Y a esto último todos nos resistimos un poquito, porque el pensamiento nos frena. El corazón nos impulsa en una dirección y la mente, en la opuesta.
   
       Quine plantea, en el film, esta disyuntiva entre sentir o pensar. Gridley se deja arrastrar por sus sentimientos hacia Carlyle con una fuerza imparable y, no obstante, sus pensamientos le hacen dudar. Hay un momento, en la historia, cuando todo parece indicar que Carlyle es una asesina, en que a Gridley comienzan a pesarle las opiniones, de Ambruster y del inspector Oliphant, en contra de la inocencia de ella e incluso llega a temer que ella quiera envenenarlo. Pero sólo es un momento pasajero, que pasa en cuanto Gridley vuelve a tener a Carlyle frente a frente.
    
       “Gridley (Después de probar el whisky que ella le ha preparado): Es delicioso… ¿Cómo pude pensar…? Vamos a encender el fuego, ¿eh?
       Carlyle: De acuerdo.”
    
       Gridley comprende que su corazón no miente y que la mente analítica todo lo embrolla en cuestiones de amor, porque, como decía Pascal, “el corazón tiene razones que la razón no entiende”.