viernes, 9 de noviembre de 2018

HAWKSMANÍA 3

“BOLA DE FUEGO” (1941) de Howard Hawks



       Erase una vez, en la ciudad de Nueva York, un lingüista llamado Bertram Potts (Gary Cooper), que trabajaba, junto a otros siete profesores, en la fundación Totten. Una noche, en el transcurso de una investigación sobre el argot, Potts conoció a Sugarpuss O’Shea (Barbara Stanwyck), una cantante, en busca y captura por la posible implicación de su novio, Joe Lilac (Dana Andrews), en un crimen. Sugarpuss aprovechó la bondad del profesor para ocultarse dentro de la fundación y, con su atractiva presencia, terminó perturbando a todos los profesores. Sobre todo a Potts, que, después de que ella le enseñara a hacer “ñam-ñam”, ya nunca volvió a ser el mismo. Y aunque Sugarpuss era una chica muy dura, también el cariño de los profesores y el amor de Potts terminaron calando hondo en ella, y eso iba a terminar desbaratando todos los planes de su novio, el gánster, malo malísimo, Joe Lilac.

       En el año 1941, Hawks dirigió este cuento, pícaro y divertido, inspirado en la película de Disney “Blancanieves y los siete enanitos” (1937), con guión de Billy Wilder y Charles Brackett, en colaboración con Thomas Monroe y con el propio Howard Hawks. Con semejante equipo de guionistas, no es de extrañar que el almibarado cuento de Disney se convirtiera en una comedia con grandes dosis de erotismo y unos diálogos cargados de malicia y ternura a partes iguales. El dulce y ácido romanticismo de Wilder impregna toda la película, de principio a fin, transformando el habitual romanticismo distante y duro de Hawks en pura poesía.

       La película cuenta, además, con una Barbara Stanwyck, resplandeciente, encarnando a un personaje que parece el resultado de haber mezclado, en un crisol, a Blancanieves y a la malvada reina, haberlas agitado a ritmo de Boogie y haberlas aderezado con unas gotas de sabiduría callejera; con un Gary Cooper, haciendo de príncipe-enanito, inocentón y bueno, que compite en candor con la Blancanieves del cuento original, pero que, al mismo tiempo, derrocha atractivo y encanto por los cuatro costados y, por último, con unos enanitos salidos, pero de buen corazón, que, a pesar de su sapiencia, cuando se hallan ante una mujer atractiva, dan la impresión de oscilar entre la torpe lascivia y la castidad más recatada.

       “Potts: Estos cuatro últimos días, hemos ido a la deriva. La brújula ya no apunta al norte magnético, apunta, si me permite, a sus tobillos.
       Sugarpuss: Oh, vamos, almirante, son un grupo de hombres adultos, ya han visto tobillos.
       Potts: No, en nueve años. Excepto, las pocas inspiradoras extremidades de la señorita Bragg.”


       Y por si todo eso fuera poco, en el lado oscuro del relato, nos tropezamos con un Dana Andrews, adorable, haciendo de gánster malo malísimo, que podríamos identificar con el cazador del cuento original, pues, en lugar de deshacerse de Blancanieves, pretende casarse con ella. Un auténtico malo de manual, acompañado siempre de sus dos esbirros, Pastrami y Ashma, interpretados, respectivamente, por el siempre cínico y desagradable Dan Duryea y el sabiondo Ralph Peters. Y como la Blancanieves del cuento, o sea, Sugarpuss O’Shea, no es una mujer hacendosa (“Sugarpuss: Soy de visón, no de delantal y faena. Al que cazo, es rico. Buena caza para quien siempre ha sido pobre.”), alguien tenía que cuidar de los enanitos, pues para eso está la señorita Bragg (Kathleen Howard), una especie de ama de llaves, cascarrabias, puritana y controladora, que hace las veces de madre y maneja a los enanitos con mano de hierro y que, cuando se dispone a hacer lo mismo con Sugarpuss, termina más trasquilada que una oveja en verano.

       “Srta. Bragg: Profesor Potts, el taxi para la joven.
       Potts: ¿El taxi?... ¿Qué taxi?
       Srta. Bragg: El de la señorita O’Shea, o el mío.
       Potts: Es todo suyo, meapilas.”

       Incluso la simpática tortuga del cuento de Disney encuentra su alter ego en la película de Hawks, hablamos de la pobre y feucha señorita Totten (Mary Field), que, encerrada en el caparazón de seriedad y de obligaciones que supone estar al frente de la Fundación (herencia de su padre, el vanidoso inventor de la tostadora eléctrica), se esconde una mujer romántica que sueña con el amor del guapísimo profesor Potts. Podemos decir que la señorita Totten es uno de esos secundarios muy del gusto de Hawks: personajes formalitos y anticuados, que llevan una existencia anodina y que, en un momento dado de la película, se desmelenan, divirtiéndose por primera vez en sus vidas. El tipo de personaje que, como Hawks sabía muy bien, siempre resulta hilarante para el público.

       Todos estos ingredientes hacen de “Bola de fuego” un cuento magistral, cuya moraleja nos enseña que, en el amor, todos somos unos ignorantes, porque todo aquel que se enamora se convierte, sin remedio, en un idiota. Pero es que esa idiotez nos sale tan bien...

       El mismo profesor Potts, protagonista del film, es un ejemplo de esa idiotez congénita, un hombre que cree que todo se puede aprender en los libros, que ha pasado toda su vida dentro del mundo académico y que siempre está rodeado de personas mayores, pertenecientes a una generación anterior a la suya, lo que le ha terminado convirtiendo en, lo que podríamos llamar, un joven “viejuno”, el más responsable y estricto de todos los profesores de la fundación. 


El “incorruptible” le llaman sus compañeros, un joven ingenuo que cree poder dominar sus pasiones, gracias a su juventud. El infeliz no se da cuenta de que precisamente es esa juventud, junto a su falta de experiencia en el amor, las que le hacen más vulnerable a cualquier tentación. Será Sugarpuss quien le abra los ojos, cuando se cruce en su camino, desempolvando su adormecido corazón y le haga perder el control de sus emociones. Pero también a Sugarpuss el amor le juega una mala pasada, al ponerle delante a ese atractivo y anticuado profesor, que le va a dar la lección de su vida, enseñándole lo que es amar de verdad y haciéndole ver que lo que ella tanto deseaba ―casarse con Lilac―, no era lo que, en realidad, necesitaba. Sugarpuss tampoco estaba preparada para tratar con un hombre sincero, honesto y bueno, que se dirigiera a ella con respeto y cariño, en lugar de tratarla a patadas. Acostumbrada a pasarlo mal y a valerse por sí misma, en un ambiente de hombres duros, el ángel protector que cree ver en Potts, la desarma y la cautiva. De la misma manera que la conmueve, el verse rodeada por siete hombrecillos que, como una familia, la colman de atenciones y de cariño, aceptándola tal como es.


       “Sugarpuss: Me gustaría llevarlos a todos en un medallón. Ocho estrafalarios querubines, ajenos a este mundo.”

       Todo lo contrario que su novio, Joe Lilac, rival de Potts, un hombre posesivo, autoritario y déspota, que con sus malos modales consigue que Sugarpuss aprecie, aún más, las buenas cualidades de Potts, cuyas muestras de ternura la deslumbran tanto, como las lentejuelas de su traje de noche le deslumbraron a él, cuando se quitó el abrigo al llegar a la fundación. Potts queda atontado con la sexualidad que emana de ella y Sugarpuss queda fascinada por la bondad y honestidad que emanan de él. Son dos polos opuestos que se atraen, por lo mucho que necesitan aprender el uno del otro.

       Y es que el amor nos sacude como un terremoto, derriba todos nuestros mecanismos de defensa, nos lanza a un mundo nuevo de experiencias y sensaciones desconocidas, echando abajo todas nuestras convicciones más arraigadas, incluso aquéllas que constituían la base de nuestra identidad y de nuestra existencia. El amor pone patas arriba nuestra realidad cotidiana y nos deja con los pies en el aire, empujándonos a cualquier insensatez, cualquier humillación, cualquier renuncia, con tal de conservar a la persona amada. No importa lo sabios o lo espabilados que seamos, el amor nos desarma y nos convierte en unos pardillos.

       “Potts: Ya no me sé ni los tiempos verbales. Me he vuelto chalado, pirado, un hombre locatis.”

       Pero la película no sólo nos habla de los peligros y ventajas de enamorarse, sino también, de la equivocación que cometen estos siete sabios al querer aprenderlo todo de manera teórica, olvidándose de la práctica, es decir, olvidándose de vivir. Y ya se sabe que para experimentar la vida en profundidad, no hay más remedio que salir al mundo y mojarse. El momento en que Potts, tras ser noqueado por Lilac, arroja al suelo el libro de boxeo ―con el que ha estado entrenándose―, supone el momento en que Potts despierta y comprende que, en las cuestiones prácticas, la teoría, no sirve para nada.


       Potts, como experto lingüista, ya intuyó este error en su trabajo, al principio de la película, cuando escuchó el argot en boca de un basurero. Y, aunque no supo ver que ese error también estaba afectando a su vida privada, decidió pasar a la acción:

       “Potts: Viviendo aquí, apartado del mundo, he perdido el contacto. Y es inexcusable. Ese hombre hablaba una lengua viva. Yo embalsamé frases muertas.”

       Y en su deseo de descubrir el mundo, Potts arrastra con él al resto de profesores, esos entrañables y sabios ancianos de buen corazón, que son los siete enanitos creados por Wilder y Hawks, ingenuos como niños y lúcidos como genios. Representantes todos ellos del típico profesor académico, que poseedor de una mente brillante, continúa siendo, emocionalmente, analfabeto. Faltaba Sugarpuss para espabilarles a todos.

       “Potts: Nos has dado un buen curso teórico-práctico sobre cómo ser pardillos y la matrícula nos ha salido muy barata. Puede que no fuéramos dignos de ti, para que nos escogieras como sujetos de tu demostración. Ocho incautos... Como pescar en un barril.”

       Es inexorable mencionar que Barbara Stanwyck brilla, en esta película, como una auténtica “bola de fuego”, apodo de su personaje y título del film, realizando una composición perfecta de la desenvuelta y deslenguada cantante de sala de fiestas, que bajo una capa de dureza y cinismo, posee un buen corazón. La Stanwyck se mete al público en el bolsillo mostrándose divertida, insolente, irreverente, magnética, seductora y cariñosa.

       “Sugarpuss: ¿Quién ha decorado la casa? ¿El tipo que mató a Lincoln?

       Cautivando a los espectadores, lo mismo que a todos los miembros de la fundación, con su encanto, belleza y simpatía, además de hacernos reír, al mantener a raya, tan solo con chasquear la lengua, a la marimandona señorita Bragg (“Braga”, la llama ella) o al seducir a Potts, únicamente, con la ayuda de un rayo de sol y de unos cuantos libros en los que auparse para besarle.


Desde el primer minuto en que aparece en pantalla, bailando y haciendo como que canta el pegadizo “Drum Boogie” ―que en realidad, cantaba Martha Tilton―, al ritmo de la batería de Gene Krupa y su orquesta, la actriz se muestra tan segura de sí misma, en este papel, que ni siquiera el atractivo de Gary Cooper ni la veteranía interpretativa de los actores que interpretan a los “siete enanitos” logran hacerle sombra. Su interpretación le valió una merecidísima nominación al Óscar, en un año (1941) en el que demostró con creces su gran talento para la comedia, realizando otras dos magníficas interpretaciones en “Las tres noches de Eva” (Preston Sturges) y en “Juan nadie” (Frank Capra). Lo cierto es que Barbara Stanwyck se lo puso muy difícil a Virginia Mayo a la hora de interpretar este mismo personaje en “Nace una canción”, remake musical de la historia que el mismo Hawks rodó, en 1948, para lucimiento de Danny Kaye y de un grupo sublime de músicos de jazz, como Benny Goodman, Louis Amstrong o Tommy Dorsey, entre otros.


       En cuanto a Gary Cooper compone un personaje sensible y conmovedor, de esa forma en la que sólo él sabía hacerlo, para lograr resultar encantador a todos los espectadores, independientemente de la orientación sexual que tuvieran. Su interpretación es enternecedora y consigue convencer, pero lo cierto es que Stanwyck, en esta película consigue eclipsarle. Sin embargo, eso no nos impide disfrutar de la siempre atractiva presencia de Cooper en la pantalla, lo cual constituye uno de los alicientes más importantes a la hora de visionar, una y otra vez, este clásico de la comedia. Y aunque en esta ocasión, no brillara tanto como Stanwyck, no tuvo motivos para quejarse, ya que no hay que olvidar que ese mismo año ganó el Oscar por su interpretación en “El sargento York”, también a las órdenes de Hawks. Personaje, cuyo gesto de mojar la mirilla de su rifle antes de disparar, es homenajeado en “Bola de fuego” en un simpático guiño protagonizado por el personaje de Dan Duryea.


       “Pastrami: Lo vi en el cine, la semana pasada.”

       Entre los siete enanitos del film, sobresalen, por su especial relevancia en la historia, el profesor Gurkakoff, interpretado por Oscar Homolka, quien protagoniza un divertido accidente de coche:

       “Prof. Gurkakoff: Por la ley de la relatividad, no fui yo quien chocó con la señal, sino que fue la señal la que chocó conmigo. Déjenme explicarme.
       Prof. Jerome: Si lo hace, por la misma ley, su cabeza chocará contra esta botella.”

       Y, también, el profesor Oddly (Richard Haydn), el único de los profesores que tiene experiencia con las mujeres, por ser viudo, y que resulta de lo más cómico cuando pretende orientar a Potts con sus, algo ñoños y anticuados, consejos sexuales. Y aunque los siete actores que interpretaron a los siete profesores realizaron un impecable trabajo, podemos destacar al profesor Magenbruch, magníficamente encarnado por S. Z. Sakall, conocido actor apodado “Cuddles” (Abrazos), que, años después, interpretaría al inolvidable tendero de la hilarante comedia “Un hombre fenómeno” (1945), donde volvería a repetir ese gesto, tan suyo, de llevarse las dos manos a los mofletes ante cualquier sorpresa o contrariedad.

       Respecto al guión, el ingenio y el brillante estilo del tándem Wilder-Brackett, en la escritura, se hace patente en numerosos diálogos del film, entre ellos, cabe resaltar aquellos en los que algún personaje habla de sí mismo con absoluta sinceridad. Por ejemplo, en la conmovedora declaración de Potts a Sugarpuss:

       “Potts: Verás, he tenido una vida muy curiosa. Me gradué en Princeton cuando tenía sólo 13 años. Recitaba “tigre, tigre, ardiendo, brillante” cuando tenía un año. Antes de los dos, leía con total fluidez. A las personas así... Pues... Verás... Es que el polvo se te oxida en el corazón. Hacías falta tú, para soplarlo.
       Sugarpuss: Ya, pero yo no pretendía soplártelo y que te entrara en los ojos.”

       O cuando Sugarpuss le confiesa a Lilac que se ha enamorado de Potts:

       “Sugarpuss: Parece una jirafa y le quiero. Le quiero porque es capaz de emborracharse con un vaso de leche merengada. Y me encanta cómo se le ponen rojas las orejas. Le quiero porque no sabe besar, el muy idiota. Le quiero, Joe, es lo que intento decirte. No volveré a verle, pero no me casaré contigo.”

       También podemos reconocer el sello de Wilder, sobre el guión, en pequeños detalles, tales como el hecho de que Joe Lilac siempre use pijamas de color lila, que nos recuerdan al gánster de “Con faldas y a lo loco” al que llamaban “Botines”, porque siempre llevaba botines. O las divertidas referencias a la matanza de San Valentín, que ya aparecen en otras comedias de Wilder, como “Primera plana” o “Con faldas y a lo loco” y que, en “Bola de fuego”, protagoniza el profesor Magenbruch al ver a los gánsteres entrar en la fundación con las metralletas:

       “Prof. Magenbruch: ¡Es la matanza de San Valentín!”


       La película, enriquecida con el talento de dos artesanos del cine de la talla de Wilder y Hawks, ―sin desdeñar, por supuesto, la pluma de Brackett―, consigue componer una espléndida comedia, menos alocada de lo que solían ser las de Hawks, pero también menos cáustica de lo que acostumbraban a ser las de Wilder y, desde luego, con un equilibrio perfecto entre la locura de uno y el sarcasmo del otro. Wilder decía no haber aprendido nada de Hawks, pero habiendo podido presenciar en el plató su labor de dirección, y siendo Wilder un hombrecillo más listo que el hambre, resulta difícil de creer que no sacara ninguna enseñanza de ello. Y seguro que Hawks también supo aprender alguna que otra cosa del Wilder guionista. De cualquier modo, ambos cineastas tenían en común, junto a un exquisito sentido del humor, su gusto por la ironía y su hábil manejo a la hora de medir el tempo, el tono y el ritmo de una comedia. Y, tanto uno como otro, coincidían en el experto uso de unos secundarios poseedores de un potente motor cómico, ya fuera por su excentricidad o por aspectos exagerados de su personalidad, con los que conseguían aportar a la trama principal momentos realmente tronchantes. Por todo ello, y a pesar de sus diferentes estilos, ambos creadores demostraron complementarse a la perfección, en esta película, consiguiendo una divertida y entrañable comedia de elevada calidad.

       Aunque, en el guión de “Bola de fuego”, el cuento de Disney quedara irreconocible, podemos citar algunas claras coincidencias con la película de animación:

       1 El regreso, en fila india, de los enanitos al hogar, después de una dura jornada de trabajo, se convierte, en “Bola de fuego” en un paseo matutino por el parque, en fila de a dos.
       2 La primera vez que Blancanieves aparece en la película de Disney, lo hace cantando. Lo mismo que Sugarpuss en “Bola de fuego”.


       3 Los enanitos se esconden de Blancanieves, la primera vez que la ven, creyendo que es un fantasma, mientras que los profesores se esconden, por pudor, de Sugarpuss, cuando ella les sorprende en camisón al llegar en plena noche.
       4 Los enanitos de Disney consienten en lavarse, sólo para complacer a Blancanieves y los profesores se acicalan para impresionar a Sugarpuss.
       5 Sugarpuss enseña a los profesores a bailar la conga, protagonizando con ellos un animado baile. Tal como hiciera Blancanieves en la película de Disney.
       6 Al despedirse de los enanitos, Blancanieves les besa, uno por uno, de una forma de lo más recatada y Sugarpuss hace lo propio, cuando, tras anunciar su compromiso de bodas, los profesores expresan su deseo de besar a la novia.
       7 Los enanitos se enfrentan a la malvada reina usando como armas sus herramientas de trabajo, los profesores echan mano de sus conocimientos, sus libros o la lupa de un microscopio para plantar cara a los enemigos de Sugarpuss. Y, al igual que la malvada reina se despeña alcanzada por un rayo, el gánster de “Bola de fuego” cae desde cierta altura al interior del camión de la basura, alcanzado por el rayo del puñetazo, algo burdo, del profesor Potts, “enanito azul” de la película.

       Quizás, lo único que se eche de menos, en la versión de Hawks, respecto al cuento de Disney, sea la tenebrosa transformación de la malvada reina en una horripilante bruja, porque lo más horripilante que hay en “Bola de fuego” es la manera en la que Joe Lilac golpea y se burla de los sentimientos del pobre y desengañado Potts.


       “Lilac: Profesor, ¿de verdad creía que se casaría con usted? ¿Con 3000 dólares al año? Eso lo gasta en pintarse las uñas de los pies. Detesta usar las pieles del año pasado.”

       Pero la mayor diferencia, entre ambas versiones del cuento, es, sin lugar a dudas, que mientras, en el cuento de Disney, Blancanieves abandona a los enanitos para marcharse con el príncipe azul, a su lejano castillo de ensueño, en “Bola de fuego”, Sugarpuss se queda con el “enanito” Pottsi, en la fundación. ¡Es el triunfo de los enanitos sobre el príncipe azul! Y, tras ese malicioso triunfo, se puede adivinar, con facilidad, la sombra del tándem Wilder-Brackett.

       Lo que no podía faltar en la película de Hawks, ni en ninguna otra versión del cuento, es el famoso beso de amor con el que el príncipe despierta a Blancanieves. Un beso que también supone, para Sugarpuss, un verdadero despertar, el despertar al amor verdadero. Y una vez encontrado, ¿cómo resistirse a él? Sería interesante averiguar si Sugarpuss habría sido capaz de abandonar a Pottsi, después de ese beso, de no haber aparecido Lilac con sus matones en el hostal para llevársela. Es muy posible que no, puesto que también ella, después del beso, tuvo que mojarse la nuca, como ya hiciera Pottsi después de que ella le besara por primera vez. Y es que el amor, como hemos dicho, nos vuelve a todos idiotas, pero también nos enriquece y nos hace crecer, como seres humanos, hasta alcanzar límites con los que nunca hubiéramos soñado. ¿Y acaso no es esa la razón, por la que se dice que el amor mueve el mundo?