lunes, 9 de abril de 2018

LUBITSCHMANÍA 3 
“LA OCTAVA MUJER DE BARBA AZUL” (1938) de Ernst Lubitsch



      El maestro Lubitsch también podría haber titulado esta película: “A la octava va la vencida” o, si no, “Enseñar a un sinvergüenza” (como la obra de Alfonso Paso) aunque mejor sería decir a un “sinverguencilla”, puesto que el multimillonario Michael Brandon (Gary Cooper), más que un crápula sin escrúpulos, da la impresión de ser un niño grande y malcriado que ha cambiado sus juguetes por mujeres, y lo mismo que cuando se cansaba del trenecito, se moría por una bicicleta, ahora cuando se cansa de Marjorie, se muere por Linda o por Elsi. Y así, de mujer en mujer, ya va por el séptimo divorcio cuando conoce a la decidida aristócrata, venida a menos, Nicole de Loiselle (Claudette Colbert), a la que el impulsivo Brandon enseguida se propone convertir en su octava mujer siguiendo su propia filosofía de vida:
          "Decisiones rápidas, en eso se basa mi negocio y es el secreto de mi éxito. Actúo según el momento, actúo por impulso."
          "El amor y los negocios se parecen mucho. Uno debe arriesgarse." 
       Y tan seguro está de sí mismo, que ni siquiera la resistencia inicial de Nicole al matrimonio ni el desdén con el que ella trata su arrogancia, le hacen desistir. Hasta que, finalmente, Nicole, que en el fondo está loca por él, escuchando los consejos del cicatero de su padre, el marqués de Loiselle (el siempre genial Edward Everett Horton, con su impagable cara de “ennortado”), se deja seducir por las atenciones de Brandon y acepta la proposición de matrimonio. Antes de la boda, Nicole descubre los múltiples divorcios de Brandon y entra en pánico ―con razón―, así que rompe el compromiso; el marqués, que ya había empezado a gastar dinero, se desmaya, y Brandon trata de convencer a Nicole ofreciéndole un contrato prematrimonial, por el que cobrará cincuenta mil dólares anuales, en caso de divorcio, la misma cantidad que reciben sus siete ex-esposas: “Están mejor que cuando me casé con ellas.” Nicole, ofendida, se enfurece, lo mismo que la matriarca de su familia, la momia y almidonada tía Hedwige:
       “Nicole: Crees que lo único que tienes que hacer es extender un cheque para conseguir una mujer. Pero déjame decirte algo, aún quedan mujeres en el mundo que tienen otros principios. ¡Yo rechazo tus cincuenta mil dólares!
       Tía Hedwige: ¡Bravo!
       Nicole: Quiero cien mil.
       Marqués de Loiselle (despertando de su desmayo): ¡Bravo!
       Tía Hedwige: ¡Nicole!”


       Nicole sabe que si no quiere correr la misma suerte que las otras señoras Brandon, tendrá que ponerle las cosas difíciles al inconstante Michael, lo que nuestras abuelas y madres llamaban “hacerse valer” ―Por fortuna, hoy en día, ya ninguna joven necesita hacerse la interesante, ocultando sus verdaderos sentimientos y deseos, para ser respetada y valorada en su justa medida por un hombre o, al menos, a estas alturas, eso espero―. Así que, para empezar, Nicole consigue de Brandon un acuerdo prematrimonial que dobla al de sus anteriores mujeres. Y no contenta con eso, se niega a consumar el matrimonio; lo que, como es natural, produce un frío distanciamiento entre ambos cónyuges, magníficamente mostrado en pantalla por Lubitsch, durante la luna de miel en Venecia, cuando se cruzan las dos góndolas en las que Nicole y Brandon pasean por separado, en direcciones opuestas.
       Tras la luna de miel, Lubitsch sitúa la segunda parte de la película, casi en su totalidad, en el lujoso apartamento de Brandon en Nueva York ―donde Nicole y su marido hacen vidas independientes―, pero resulta curioso, por ser muy propio de Lubitsch, que, de los pocos exteriores de esta parte, uno tenga lugar, precisamente, en una librería y el otro en el interior de un cine (donde vemos a Brandon riendo a carcajadas con una comedia, pese a sus problemas maritales). Hacer hincapié en el poder sanador de la risa era algo bastante habitual en la filmografía de este genial director, como también lo era, hacer que un hombre y una mujer se encontraran, por azar, en una librería. Recordemos que la pareja protagonista del “El diablo dijo no” ―película de Lubitsch del año 1943― se conoce en una de ellas. Y en ambas películas, mientras la mujer compra un libro de auto ayuda para solucionar los problemas emocionales que la angustian, el hombre se muestra más partidario de resolverlos a través del sexo.
       “Brandon: Quisiera unos libros, algo así como media docena. Quiero algo que me tranquilice, que me haga dormir.
       Librero: Le vendrían bien los clásicos.
     Nicole: Y póngale también un volumen de poesía, por si quiere echarse la siesta. No hay nada como el verso para después de comer.
       Brandon: Si fueras más amable conmigo, no tendría por qué comprar esos libros. ¿Qué me dices?
       Nicole: Michael, no soy clarividente, pero vas a montar una gran biblioteca.”
       De regreso al apartamento, la visita a la librería da lugar a una escena muy cómica y muy machista cuando, después de leer “La fierecilla domada” ―la obra más retrógrada de Shakespeare―, Brandon tiene la peregrina e infantil idea de aplicar a Nicole el mismo tratamiento que Petruchio usa con Catalina y tras abofetearla y llevarse un sopapo, lo vuelve a intentar poniéndola sobre sus rodillas para darle unos azotes, como si de una niña díscola se tratara, y claro, se lleva un buen mordisco por parte de ella ―pero que muy merecido―.


       En los años treinta, cuarenta y cincuenta, por desgracia, era bastante frecuente encontrar, en una comedia, una escena en la que el protagonista masculino daba unos azotes a su mujer, dando a entender que ésta se lo merecía, y lo peor era que, a veces, lo hacía delante de otras personas que apoyaban el maltrato como algo lícito y positivo para el mantenimiento de la armonía familiar. Y lo más vomitivo de todo era cuando la mujer que recibía los azotes del marido lo consideraba una demostración de su amor por ella. Por fortuna, Lubitsch nunca cayó tan bajo, de manera que esta escena se nos muestra como una rotunda equivocación de Brandon, que, al darse cuenta de su error, cambia de estrategia tratando de seducir a Nicole por las buenas. Aunque tampoco así consigue salirse con la suya.
       “Nicole: Ente tú y yo hay todo un mundo de siete esposas.
       Brandon: ¡Basta de celos! ¡Ya ni me acuerdo de que hayan existido!
       Nicole: Pues de eso se trata, tú compras a tus mujeres como si fueran camisas y después de usarlas, vas y las dejas.
       Brandon: No tengas complejo de lavandería, ¿vale?”
       Y, entonces, es cuando de verdad se desata la locura en esa lujosa vivienda. Y, por esos interminables pasillos, que separan ambos dormitorios y por los que se palpa la tensión sexual no resuelta, comienzan a desfilar todo un sinfín de cartas anónimas, detectives privados, boxeadores y, por supuesto, el pobre e inoportuno Albert (aristócrata arruinado y enamorado de Nicol con el que el talentoso David Niven compone uno de los personajes más cómicos del film, gracias a su servilismo extremo). Y todo ese ajetreo dará lugar a una serie de divertidas y rocambolescas situaciones, que terminarán por desquiciar a Brandon. Entre ellas, cabe destacar la secuencia en que Nicole contrata al boxeador Kid Mulligan (Warren Hymer) para que se haga pasar por su amante y lo prepara todo para que cuando Brandon los pille “in-fraganti”, Mulligan le deje ko, pero el inoportuno Albert aparece borracho de manera imprevista y al final tanto el boxeador, como Nicole, noquean al pobre Albert sin piedad.


       En “Indiscreta” (1958) de Stanley Donen, aparece una secuencia similar, tal vez, inspirada en “La octava mujer de Barba azul”, en la que Ingrid Bergman recurre a la misma argucia que Nicole, para hacerle creer a Cary Grant que tiene un amante y también, al final, todo se va complicando más y más hasta acabar de manera tronchante y desastrosa.
       La historia de “La octava mujer de Barba Azul”, basada en una obra de teatro de Alfred Savoir con tintes de vodevil y llevada anteriormente a la pantalla en una versión muda de 1923, interpretada por Gloria Swanson y dirigida por Sam Wood, fue escrita para Lubitsch por Billy Wilder y Charles Brackett, con una estructura clásica urdida a la perfección a través de una filigrana de elementos cómicos, tejidos con la maestría propia de dos grandes artesanos del oficio como Wilder y Brackett, bajo la hábil batuta de Lubitsch y su genial “toque” ―del que la película cuenta con todo un abanico, con puertas que se abren y se cierran incluidas―. De manera que, como suele ocurrir en los films de estos magos del humor, hay que estar muy atentos para no perderse ninguna de las réplicas, chiste, gags, situaciones y casualidades, que se enlazan con precisión, de escena a escena, de forma vertiginosa hasta formar una red en la que el argumento, algo inocentón, avanza de principio a fin a través de unos ágiles diálogos, cargados de mordacidad, sobre un tema amoroso poco trascendental, pero bajo el que subyacen dos ideas recurrentes en la eterna lucha de sexos. Por un lado, la metáfora del matrimonio como una camisa de fuerza que la mujer le pone al hombre:
       “Nicole: ¿Por qué una mujer le pone a un hombre una camisa de fuerza? ¡Pues porque le ama!”
       Y, por otro, la idea de que la mejor arma con la que cuenta un hombre para seducir a una mujer es el dinero. Si bien no se puede afirmar que el film rechace ninguna de estas ideas, Nicole da toda una lección a Brando por haberla querida comprar como si fuera una mercancía, lo mismo que compra la supuesta bañera Luis XIV de su padre, quien, de hecho al escuchar las condiciones del acuerdo prematrimonial hace el mismo comentario que cuando vendió la bañera: “Es una ganga”. Y las dos piezas compradas, la bañera y el matrimonio, terminarán de la misma manera desastrosa para Brandon, rompiéndose en mil pedazos. Aunque en el caso del matrimonio, no podrá zanjar la cuestión con un comentario despectivo, semejante al que hizo cuando se rompió la bañera: “Era un tonel”, pues como ya advirtiera Nicole de recién casada: “Ésta vez, ha comprado una bañera auténtica”. Así que, Brandon, después de gritarle a Nicole: “¡Eres un animal! ¡Un animal diabólico!”, termina en un sanatorio preguntándose cómo ha llegado hasta allí. El espectador lo tiene claro, pues, gracias a la magnífica forma en que Lubitsch presenta a sus dos protagonistas, el público intuye, desde el principio, que la resuelta aristócrata europea, con su perverso ingenio, triunfará sobre el arrogante y algo palurdo norteamericano.
       Y es que, si alguien ha sabido elevar el clásico “chico conoce a chica” a obra de arte, ése ha sido Lubitsch; en todas sus películas románticas el primer encuentro de la pareja protagonista, casi siempre ocurre por azar, en situaciones y lugares de lo más cotidianos pero con divertidas y originales conversaciones que resultan sugerentes y encantadoras, al tiempo que desvelan las claves internas de los personajes a la perfección. En el caso de “La octava mujer de barba azul” constituye, además, uno de los principios más inolvidables con los que se ha abierto nunca una comedia de este género, donde el “toque Lubitsch queda elevado al cuadrado con el gag del pantalón del pijama:
       Michael Brandon entra en una tienda de la Riviera francesa para comprar un pijama y arma todo un revuelo porque no le dejan comprar la chaqueta sin el pantalón. Y se pone tan terco, que el dependiente se ve forzado a llamar al presidente de la compañía para consultarle la cuestión, un venerable anciano, que al salir de la cama para atender la llamada, lo hace sin el pantalón del pijama (primer toque) y , aún así, considera la pretensión de Brandon “de comunistas”. Nicole, por su parte, se muestra como una joven resuelta, picarona, manipuladora y adorable, que se ofrece a comprar los pantalones del pijama, pero imponiendo sus condiciones. Él obnubilado por su encanto y por los piropos que ella intencionadamente le dedica, acepta todo lo que ella propone y así, desde el primer momento el espectador sabe quién llevará los pantalones en la relación, por algo es ella quien se lleva esa parte del pijama... Pero ¿dónde está el segundo “toque”? Pues aparece más tarde, cuando Brandon conoce al marqués de Loiselle en el hotel y ve que lleva puestos los pantalones que ella compró e, ignorando que es el padre de Nicole, cree que es su amante: “¿No le da vergüenza, un hombre de su edad tonteando con una chiquilla?”


       También merece una mención especial la secuencia del manicomio, al final de la película, donde hombres hechos y derechos cacarean, ladran y se contagian unos a otros sus delirantes manías y donde el excéntrico Michael Brandon, con sus problemas de insomnio, su inmadurez y su forma de expresar su alegría aullando como un piel roja, parece encajar a la perfección. En esta secuencia es en la que más se aprecia la participación de Billy Wilder en el guión de la película, por sus afilados diálogos y su gusto por burlarse de los psiquiatras alemanes y de sus extravagantes terapias. Y es, sin duda, la secuencia más disparatada de toda la película, con un genial Edward Everett Horton abriendo y cerrando puertas sin parar, como sólo él sabía hacerlo, y Lubitsch, que era consciente de ello y adoraba las puertas, le hace asomarse, hasta tres veces, en la habitación de Brandon en el sanatorio para echar un vistazo a su yerno y, después de poner una cara “impagable”, marcharse diciendo: “Nada”. Y, por supuesto, haciéndonos reír en cada ocasión.
       Respecto a los actores hay que decir que, aunque la interpretación de Gary Cooper en esta película fue muy criticada, él nunca estuvo tan galante ni tan confuso y nunca ninguna mujer le enloqueció tanto, en la pantalla, como Claudette Colbert. El papel de norteamericano millonario, paleto, inmaduro y seguro de sí mismo le iba como anillo al dedo y Cooper lo interpretó de manera impecable. Sin embargo, las malas críticas en esta película le llevarían a rechazar “Ser o no ser”, y a pesar de que, ahora, nadie podría ―ni querría― imaginarse a otro actor que a Jack Benny en el papel de Joseph Tura, lo cierto es que para las que amamos a Gary Cooper (aunque sin necesidad de caer en la blasfemia como hiciera Pilar Miró) hubiera sido todo un placer contemplar al actor en un papel tan versátil y divertido. El tiempo se encargaría de poner en su sitio a todos esos críticos que pensaron de Cooper que “el humor no era lo suyo”, pues la filmografía de éste está salpicada de toda una serie de comedias ―“Bola de fuego” y el “El secreto de vivir” entre mis favoritas― en las que brilló con luz propia, dejando todas esas opiniones negativas, sobre su ausencia de vis cómica, reducidas a fosfatina.
       ¿Y qué decir de la divertida Claudette Colbert? Nadie se atrevería a cuestionar su valía como actriz de comedias ni su encanto ni su belleza, y borda el papel de joven aristócrata retorcida, elegante y con clase, que constituye la antítesis del personaje de Cooper. Y supo adaptarse tan bien a la idiosincrasia del actor, que ambos lograron una perfecta sincronía que traspasaba la pantalla, incluso en las situaciones más criticadas de la película, por “tontorronas”; pero en una relación de pareja ¿quién no ha vivido alguna vez situaciones tontorronas? Para Lubitsch es el sexo el que nos lleva a hacer el tonto, a la par que el ridículo.
       El personaje de Claudette Colbert, Nicole de Loiselle, junto al de su padre, el marqués, recuerdan a la aventurera interpretada por Bárbara Stanwyck en “Las tres noches de Eva” de Preston Sturges, en la que una estafadora, hija de un estafador se propone dejar sin blanca a Henry Fonda. Pero la Nicole de “La octava mujer de Barba Azul”, a pesar de ser tan tramposa y lianta como el usurero materialista de su padre y de estar acostumbrada a lidiar con hombres difíciles y a saber manejarlos, carece de la dureza y el amargo cinismo del personaje de Bárbara Stanwyck en el film de Sturges.
       También en la película de Lubitsch “Un ladrón en la alcoba”, de 1932, aparece una pareja de estafadores; tema bastante recurrente en su filmografía y del que, Lubitsch, siempre supo extraer toda una variedad de posibilidades a cual más interesante e ingeniosa, como lo demuestra la deliciosa “La octava mujer de Barba azul”, todo un entretenimiento sobre la guerra de sexos y todo un ejemplo representativo del tipo de comedia alocada, llamada, en Estados unidos, screwball comedy, que a tantas obras maestras del cine dio lugar.

LUBITSCHMANÍA 2 
"NINOTCHKA" (1939) de Ernst Lubitsch



       Lubitsch estrena “Ninotchka”, basada en una historia original de Menyhéit Lengyel, en septiembre de 1941, en pleno enfrentamiento entre la URSS de Stalin y la Alemania de Hitler, cuando ya se estaban gestando las bases que darían lugar a la llamada “guerra fría”. Una vez más, el director se atreve a hacer una sátira sobre un tema de plena actualidad, en este caso, el comunismo en Rusia. Y lo hace de una manera sutil, a través de una historia de amor, entre una comisaria soviética y un conde francés, que tiene lugar en París:
       Ante la negligencia de los tres representantes rusos, Iranoff (Sig Ruman), Buljanoff (Felix Bressart) y Kopalski (Alexander Granach), encargados de vender las joyas confiscadas a la gran duquesa Swana (Ina Claire), la comisaria soviética Nina Ivanovna Yakushova, Ninotchka (Greta Garbo), llega a la ciudad para supervisar dicha venta. Una vez instalada, Ninotchka se enamora del conde León D’Algout (Melvyn Douglas), sin saber que es el representante y amante de la duquesa. El conde produce en ella tal efecto que Ninotchka se relaja en el cumplimiento de sus funciones, lo que aprovechará la gran duquesa para arrebatarle las joyas. Pero, Swana, más interesada en recuperar a D’Algout, devuelve las gemas a Ninotchka a cambio de que regrese a Moscú de inmediato. Abandonado por Ninotchka, León, perdidamente enamorado, saboteará la nueva misión de los tres emisarios rusos en Estambul, con objeto de que Rusia vuelva a enviar a Ninotchka a poner orden. Juntos de nuevo, León advierte a Ninotchka que, si no permanece a su lado, saboteará, una, tras otra, todas las expediciones de su gobierno. La respuesta de Ninotchka es toda elocuencia: “Nadie dirá nunca que Ninotchka fue una mala patriota”.
       Burlarse del socialismo en un país como Norteamérica siempre es ganarse las simpatías del público, algo muy conveniente cuando se trata de una comedia, pero ¿cuál es el tema central de Ninotchka? ¿Ridiculizar la sociedad y los ideales comunistas haciendo propaganda contrarrevolucionaria? Al primer vistazo podría parecerlo, puesto que la película caricaturiza el temperamento de la mujer soviética, mostrando a Ninotchka como una mujer árida, rígida y amargada; pero, lo cierto, es que, si se piensa con detenimiento, la visión de la mujer capitalista, representada por la gran duquesa Swana, sale aún peor parada, porque se nos muestra superficial, arrogante y carente de escrúpulos. Al profundizar en el verdadero tema de la película, nos encontramos con todo un alegato contra el fanatismo, en cualquiera de sus manifestaciones ―ya sean socialistas o capitalistas―, y contra la pérdida de libertad que dicho fanatismo conlleva.
       El viaje de Nina Yakushova a París no es sólo un viaje hacia la libertad, la alegría y el amor ―ése cuyo concepto ella tanto desprecia (“El amor es una denominación romántica dada a un ordinario proceso biológico, mejor dicho, proceso químico. De él se han escrito muchas tonterías”), sino que es un viaje de la escases, la represión y el sacrificio, a la abundancia, la absolución y la felicidad; o sea, a la libertad del alma. Esa visión negativa que Ninotchka tiene de la vida, y que la película presenta como el fruto de las doctrinas socialistas, resulta deprimente y despierta nuestro rechazo y nuestra compasión, que es exactamente lo que se pretende.
       “Ninotchka: Soy feliz, León, nadie puede ser tan feliz sin recibir un castigo. Yo seré castigada”.
       Desde el momento en que empieza a disfrutar de la vida y a ser ella misma, Ninotchka, educada para renunciar a sus propios intereses para satisfacer los del pueblo ruso, comienza a sentirse atormentada por la culpa y cree merecer un correctivo. El ritual de fusilamiento que León representa para ella la noche de la borrachera ―cuando le venda los ojos y descorcha el champán para simular un disparo― supone una liberación para Ninotchka, que se desploma lo mismo que si hubiera sido fusilada y, con ella, siente que ha muerto también su culpa y su resistencia a disfrutar de la vida con total intensidad. León ha liberado su mente de las ataduras de su ideología, ahora sí puede ser libre.



       De regreso a Moscú, Ninotchka sigue siendo leal a su patria, al partido y a sus ideales, pero ya no la dominan haciendo de ella un robot. Ahora, Ninotchka es más humana, puede permitirse intercambiar confidencias con su compañera de habitación o disfrutar de una sencilla tortilla en compañía de sus tres camaradas, porque ahora es una comunista libre. Ya no es una mujer resentida con el mundo, se ha reconciliado consigo misma y con toda la humanidad. Ahora, Ninotchka, incluso en Moscú y renunciando a su amor por León, puede ser feliz. Para ser una buena revolucionaria, le faltaba a Ninotchka el amor, la cualidad más importante de un verdadero revolucionario, según el Ché Guevara. Ahora que ha conocido el amor, Ninotchka puede ser una buena revolucionaria y una rusa mejor.
       Pero, aunque sea el amor el que va gestando poco a poco la liberación de Ninotchka, su auténtica transformación se produce en el momento en que ríe por primera vez, lo cual supone todo un homenaje ―del mismo calibre al que ya hiciera Preston Sturges en “Los viajes de Sullivan”― al valor terapéutico de la risa y por extensión al de la comedia. La famosa carcajada de Greta Garbo en Ninotchka tiene lugar cuando el espectador lleva ya un buen rato riéndose y el hecho de que la “corta rollo” de la comisaria Nina Ivanovna Yakushova ―que desde que apareció en pantalla no ha hecho otra cosa que sembrar sentimientos de culpa en sus tres camaradas y, de paso, también en nosotros― sucumba a la risa, nos reconcilia con la vida y con nosotros mismos.



       Es más, el comunismo en la URSS empezó a desmoronarse el día en que la comisaria Yakushova empezó a reír y a ser, simplemente, Ninotchka, cayendo en la trampa del capitalismo, al comprarse un sombrero ridículo y encantador. Y cuando, una vez en Moscú, esa manzana podrida empezó a contaminar al resto de manzanas de su edificio, con su delicada y seductora ropa interior comprada en París, el final del comunismo en Rusia era inminente. Pero antes de caer en la decadencia, Ninotchka nos regaló frases inolvidables cargadas de verdad, sobre todo para las mujeres:

       “Ninotchka: No tenéis que darle importancia al sexo. Venimos a trabajar”.

       Eso mismo es lo que las mujeres tratan de hacer entender a los hombres desde que empezaron a acceder al mundo laboral. Y como algunos son duros de mollera, la frase sigue vigente.

       “Ninotchka: He oído hablar de la arrogancia del varón dentro de la sociedad capitalista, como suele ser el que se gana la vida, se figura que es superior... El tipo de usted pronto desaparecerá.”

       Hoy en día, al ver el espeluznante número de mujeres que mueren al año a manos de sus compañeros sentimentales, se podría decir que todavía hay muchos que continúan creyéndose superiores y se resisten con uñas y dientes a desaparecer.

       ¿Y cuántas veces, en un bar, no nos gustaría haberle soltado al pesado de turno esa pregunta que Ninotchka le hace al conde León D’Algout cuando se conocen en la calle?

       “Ninotchka: ¿Es necesario que flirtee?
       León: No estoy obligado, pero lo hallo natural.
       Ninotchka: Absténgase.”

       Dudo mucho que Lubitsch, o sus tres coguionistas: Billy Wilder, Charles Brackett y Walter Reisch, tuvieran la intención de hacer de Ninotchka una feminista, pero, lo cierto es que resultó serlo y eso forma parte de su encanto para nosotras. Para la mayoría de los espectadores varones, sin embargo, el personaje de Ninotchka no es más que una parodia de la mujer comunista rusa, una mujer seca, intransigente y pragmática, y, sí, es todo eso, pero también es una mujer inteligente, eficiente, trabajadora, fiel a sus ideales, curiosa, observadora y ¿quién lo iba a decir? tierna y compasiva.

       La interpretación de Greta Garbo en "Ninotchka" es, como su personaje, admirable y conmovedora y tan magnética como la mayoría de sus apariciones en la gran pantalla. Cuando la Garbo se muestra más fría, es cuando más nos hace reír y cuando arde en llamas, conquista nuestro corazón. Magníficamente iluminada por William H. Daniels ― director de fotografía que, con su dominio del blanco y negro, contribuyó a crear la fascinante imagen cinematográfica del rostro de Greta Garbo― Ninotchka luce igual de bella e interesante con su atuendo de comisaria que con su resplandeciente traje de noche.
       Pero ¿y qué pasa con el conde León D’Algout, antagonista de Ninotchka y magistralmente interpretado por Melvyn Douglas? Pues que aporta uno de los aspectos más enternecedores, interesantes y divertidos de la película: la fascinación de un conde indolente y cínico por una mujer fría y pragmática. Y cómo se deja arrastrar, por ese embeleso, hacia las ideas socialistas, hasta el extremo de que su viejo mayordomo Gastón se siente obligado a hacérselo ver y, entonces, León, con una gracia infinita, le acusa de “reaccionario”. Ja, ja, ja... Para un hombre como León, Ninotchka es una mujer admirable, diferente a todas las que ha conocido, y no han sido pocas. Por ella, León pierde la cabeza, por las otras, sólo pierde el tiempo.

       “León: Me deja confuso, me espanta, pero me fascina...”

       León quiere ser como Ninotchka, esa mujer, que siempre piensa en el bien común y que desprecia la inútil existencia de los de su clase. Ninotchka despierta un profundo amor en León, quizás porque, en el fondo, él mismo también desprecia su frívolo modo de vida y esa superficialidad en la que pasa sus días, y que tanto gusta a las mujeres con las que suele relacionarse. Cuando Ninotchka le pregunta por su ocupación, León es sincero, pero a pesar de la despreocupación con la que contesta, se intuye que no debe sentirse muy orgulloso de sí mismo:
     “León: ¿Mi profesión? Conservarme sano de cuerpo, limpio de imaginación y calmar al casero. Eso me ocupa todo el día.
       Ninotchka: Y en bien de los hombres, ¿qué hace?
       León: Por los hombres no hago gran cosa, pero con las mujeres, mi récord no es nada malo.
       Ninotchka: Es usted algo que no tenemos en Rusia.
       León: Gracias.
       Ninotchka: Es por lo que creo en el porvenir de mi nación”.


       León bromea todo el tiempo acerca de sí mismo, sin embargo, desea cambiar, ser mejor para merecer el amor, el respeto y la aprobación de Ninotchka ―incluso empieza a hacer su cama por las mañanas―... Por eso, cuando ella se muestra interesada en él, sexualmente, sin disimulos ni fingimientos, ―algo muy propio de las mujeres Lubitsch― y cuando, más tarde, con la misma sinceridad le confiesa que le ama, León se siente capaz de todo. De manera que, cuando Ninotchka abandona París, decide ir tras ella hasta la mismísima Rusia. Como es natural le niegan el visado, un conde en un país comunista, ¿dónde se ha visto cosa igual? Entonces, León monta en cólera y, tras vanos intentos de convencer al funcionario ruso para que le de el visado, termina por darle un puñetazo. El eficiente funcionario, desde el suelo y medio grogui, le repite, una vez más: “No hay visado”. Pero León no se rinde, porque Ninotchka le ha echado a perder su vida, ya no puede vivir de la misma manera ociosa y sin fundamento, necesite su musa y necesita demostrarle que él es un hombre capaz de hacer cosas por el bien de los demás, un hombre que merece salvarse de la extinción que ella le pronosticó cuando se conocieron. También León ahora se ha liberado. Gracias a Ninotchka, es un hombre nuevo, más sabio, más justo y más consciente de que la libertad entraña responsabilidades. Es un hombre dueño de sí mismo y un verdadero demócrata.

       Melvyn Douglas resulta totalmente creíble en el papel de bon vivant y también en el de ferviente enamorado de Ninotchka, su simpatía natural consigue que la ironía y el buen humor de D’Algout nos conquisten por encima de su descomunal cara dura.

       Respecto a lo que algunos han creído ver en “Ninotchka”, una historia de amor entre contrarios, albergo ciertas dudas, porque, si bien, los amantes proceden de sociedades y culturas diferentes, lo cierto es que tienen muchas cosas en común, la seguridad en sí mismos, la testarudez, la pasión, la curiosidad, la entereza y la integridad, sí, incluso el sinvergüenza de León es un hombre honrado en su fuero interno, incapaz de cualquier vileza, aunque sea capaz de muchas triquiñuelas. La tierna complicidad y la compenetración que surge entre ambos personajes, a pesar de sus diferencias, traspasa la pantalla a lo largo de toda la película: en la escena en la que se conocen en la calle, en la escena del beso, en la escena del restaurante y, ¿cómo no?, en la de la borrachera. Los diálogos entre la pareja son en todo momento divertidos, inteligentes e irónicos, lo mismo que si estuvieran compitiendo por ver quién es más ingenioso de los dos. Por todo ello, más que una historia de amor entre contrarios, “Ninotchka” resulta un duelo entre iguales, que se reprochan, el uno al otro, las diferencias que los separan y que ambos desearían eliminar de un plumazo para poder celebrar lo mucho que les une:

       “León: ¡Usted analiza todo hasta disolverlo y me analizaría a mí hasta disolverme, pero no la dejaré!”

       “Ninotchka: No es que yo le reproche su frivolidad, como materia básica, quizás no sea usted malo, pero es usted el producto desafortunado de una cultura caduca. Siento mucha lástima por usted”.

       Por su parte, Billy Wilder, como guionista, deja sentir, claramente, la sombra de su corrosivo humor en cada uno de los diálogos de la película:

       “Swana: ¿Dónde te metiste anoche?
       León: Estuve velando por tus intereses.
       Swana: ¿Ganaste?”

       Wilder retomaría la sátira del socialismo y la técnica del “pez fuera del agua” ―coger un personaje y ponerlo en un lugar donde no encaje―, empleadas en “Ninotchka”, en su película “Un, dos, tres”, donde Ninotchka pasaría a ser Otto, una especie de “Ninotchko”, un socialista alemán, que se enamora de la hija de un magnate de la Coca - cola. También volvería a usar un trío cómico de secundarios comunistas, que como Iranoff, Buljanoff y Kopalski caen fascinados ante el capitalismo y la libertad, sobre todo sexual, que proporciona la democracia. “Un, dos, tres”, siendo una de las comedias más divertidas de Billy Wilder, es menos elegante que “Ninotchka”, pero, a cambio, su humor resulta mucho más caustico, como su director, y su ritmo endiabladamente frenético.



       También Rouben Mamoulian dirigiría en 1957, una adaptación musical de “Ninotchka”, interpretada por Cyd Charisse y Fred Astaire, nada que ver, en este caso, con la película de Lubitsch, pero un buen espectáculo basado en la versión musical que Cole Porter hizo de “Ninotchka”.

martes, 3 de abril de 2018

LUBITSCHMANÍA 1

“SER O NO SER” (1942) de Ernst Lubitsch



   La primera carcajada, que provoca esta obra maestra de Lubitsch, ocurre en el primer minuto de metraje, Hitler aparece en la pantalla mirando el escaparate de una tienda de Varsovia en el año 1939, unos meses antes de la ocupación nazi, y la voz en off del narrador se extraña de que se trate del escaparate de una carnicería ya que…

       “Hitler es vegetariano, aunque no siempre se aviene a su dieta, a veces se la salta y se come países enteros”.

       Con esta brillante obertura el espectador comprende en seguida que la historia le hará reírse del nazismo y se prepara para la diversión con una sonrisa de complicidad en lo más hondo de su alma. Inmediatamente después, se desvela que, en realidad, no se trata del verdadero Hitler, sino de un actor que interpreta a Hitler en la comedia “Gestapo”, parodia del nazismo que una compañía polaca está a punto de estrenar en un teatro de Varsovia. De manera, que la película, además de pitorrearse de los nazis, lo hará desde el mundillo teatral, con todo lo parodiable que eso conlleva: celos profesionales, rencillas, infidelidades, ambición, competitividad, vanidad, inseguridad... Y con todo lo que conlleva de humano: tolerancia, liberalidad, compasión y solidaridad. También hay que sumar a todo eso que cuando los actores interpretan, en la ficción, a personajes que son actores suelen realizar grandes trabajos, quizás por ser la profesión que mejor conocen de todas, y, en efecto, ese es el caso de la película que nos ocupa, donde todo el elenco, desde los protagonistas, Jack Benny y Carole Lombard, hasta los secundarios más secundarios de todos los secundarios parecen estar en constante estado de gracia a lo largo de todo el film. Sólo por eso ya merecería la pena disfrutar de la película, pero “Ser o no ser” es mucho más que una cinta cargada de buenas interpretaciones, en ella todo parece calculado al milímetro, incluso la elección del título, el famoso “Ser o no ser” del monólogo de “Hamlet” ―obra que la compañía polaca repone al prohibírsele el estreno de “Gestapo”―, resulta ejemplar, pues, como veremos, el protagonista del film, el actor Joseph Tura (Jack Benny), se dedica a lo largo de toda la historia a eso mismo, a ser quién no es. Y lo hace como nadie. En mi opinión, uno de los mayores alicientes de la película es contemplar de principio a fin y de carcajada en carcajada las peripecias y reacciones de Tura, personaje que parece hecho a medida de Jack Benny. Aunque, en realidad, todos los personajes están perfilados con absoluta maestría para conseguir orquestar una delirante comedia, en la que unos indefensos cómicos se verán envueltos, tras la ocupación, en una trama de espionaje perpetrada por los nazis para acabar con la resistencia polaca y, a pesar de que el tópico de la cobardía de los actores es archiconocida en el mundo entero, todos los miembros de esta compañía arriesgarán sus propias vidas para salvar a su patria, convirtiéndose en auténticos héroes haciendo lo que mejor saben hacer, fingir ser quiénes no son. Al fin y al cabo, no hay nada como ser ocupados por un país extranjero para que a todos se nos despierte la vena patriótica, de eso los españoles sabemos algo.

       Cabe señalar que la ocupación de Polonia por los alemanes tuvo lugar, tan solo, tres años antes del estreno de la película en 1942, toda una osadía por parte de Lubitsch atreverse a estrenar una comedia sobre un tema tan delicado cuando aún estaba al rojo vivo. El guión que escribió Lubitsch, en colaboración con Edwin Justus Mayer, está basado en un relato del escritor húngaro, nacionalizado estadounidense, Menyhéit Lengyel y, aunque para algunos tomarse a broma algo tan terrible como el nazismo pueda resultar censurable, no hay que olvidar que ante el horror, el único recurso del ser humano para seguir sintiéndose libre, a menudo, suele ser la risa, Roberto Benigni así nos lo demostró en “La vida es bella”, y antes que él, el maestro Chaplin en “El gran dictador”; además, el mismo Lubitsch era de origen alemán y tenía raíces judías, ¿quiénes somos nosotros para reprobar a un judío tomarse a broma el nazismo?

       De cualquier forma, “Ser o no ser” constituye uno de los guiones de comedia más perfecto que se hayan escrito jamás y eso nadie podrá cuestionarlo. ¿Qué la hace tan fascinante y divertida? Para empezar, el humor que inunda la película es de una sutil y descarnada ironía, de una elegancia sublime, incluso en los momentos en los que se bromea con los eternos dramas que atormentan al ser humano se hace con una exquisitez perfecta. Tampoco podemos dejar de mencionar la impecable estructura del guión, con una trama principal sugerente y divertida: unos cómicos polacos a quiénes se les prohíbe parodiar a los nazis en el teatro, terminan por burlarse de ellos en la vida real, aprovechando el vestuario, el atrezzo y los parlamentos que ya tenían memorizados. Por si esto fuera poco, la estructura está apuntalada con fuerza por una subtrama delirante: los sucesivos altibajos por los que atraviesa el matrimonio Tura ―formado por la pareja de actores principales de la compañía― a causa de la vanidad de él y de la coquetería de ella. Ese estoicismo con el que Tura acepta cada uno de los reveses de la fortuna de estar casado con una de las mujeres más deseadas de Varsovia despierta nuestra admiración y simpatía, porque burlándose de sí mismo y de sus tronchantes infortunios, Joseph Tura nos enseña a vivir. Los impagables diálogos del matrimonio Tura, acerca del adulterio de María, se suceden a lo largo de toda la cinta arrancándonos multitud de carcajadas con las desternillantes situaciones a que da lugar el triángulo amoroso entre el matrimonio y el joven piloto Sobinski, amante de María. Cuando María Tura le pide al piloto que acuda a su camerino mientras su marido se encuentra en escena declamando el famoso “Ser o no ser”, comete una doble traición hacia su esposo, la conyugal y la artística, y de las desesperadas palabras con las que el señor Tura interroga a su mujer, podemos deducir cuál de las dos le resulta más dolorosa:

       “¡Dime la verdad, ¿le dijiste tú a ese joven que se levantara en mitad de mi monólogo?!”


      Para ese “gran, grandísimo actor polaco”, como él mismo se define en varias ocasiones a lo largo del film, la traición de su mujer como compañera de escena es imperdonable, lo otro… puede pasar. Después de todo, como afirma la asistenta de María: “Lo que un marido no sabe, no le hace daño a su mujer.” La vanidad de Tura se ve atormentada, además, por el éxito de su esposa como actriz, muy superior al suyo; pues mientras ella es una estrella en Varsovia, a él nadie le recuerda. Este martirio hace que Tura se sienta muy inseguro respecto a su propia valía, a pesar de poseer un gran talento como actor, como lo demuestra al usurpar sucesivamente la identidad de dos personajes del nazismo, el coronel Ehrhardt, que tiene sojuzgada a toda Varsovia, y el profesor Siletsky, el espía que trabaja para los alemanes conspirando contra la resistencia polaca. Yo no sabría decir en cual de los dos resulta Jack Benny más convincente o divertido. Aunque, sin duda, uno de los momentos más geniales de la película se produce cuando Tura, haciéndose pasar por Siletsky, está a punto de ser desenmascarado por los nazis, que acaban de encontrar muerto al verdadero Siletsky y de forma maquiavélica le hacen esperar en una sala en la que han puesto el cadáver. Tura, haciendo gala de sus dotes para la improvisación, afeita la barba al muerto y le pega una postiza para hacer creer a los alemanes que el impostor era él, después, aparentando una absoluta tranquilidad, sale de la sala y les espeta con total sangre fría:

       “Perdonen, pero ¿van a tardar mucho? Es que quería mantener una conversación con su amigo, pero, al parecer, está un poco muerto...”

       El personaje de Joseph Tura es un digno representante del protagonista masculino que suele aparecer en las películas de Lubitsch, un tipo elegante, ingenioso, atrevido, divertido, flemático e inmune al desaliento, pase lo que pase siempre consigue salir airoso de cualquier situación, por imprevista o peligrosa que pueda parecer, y lo hace con clase. Es el único tipo de hombre capaz de estar a la altura de la típica protagonista femenina de Lubitsch, y enamorarla.

       A su vez, la señora Tura es una de esas mujeres Lubitsch, encantadora, seductora, delicada, elegante, divertida y sin complejos; y por encima de todo sexualmente liberada; sí, las mujeres en las películas de Lubitsch demuestran estar interesadas por el sexo, sin ocultarlo... ¡Qué escándalo! Son mujeres que saben lo que quieren y la mayoría de las veces cómo conseguirlo, pero lo sepan o no, seguro que van a ir a por ello. Son unas mujeres tan adorables que todo lo que hacen siempre parece estar bien hecho, incluso cuando van en contra de la moral establecida, son unas damas y hay que tratarlas como a tales. Parecen estar por encima de tabúes y convencionalismos hasta tal punto que, sorprendidas en una infidelidad, se comportan como si no hubieran roto un plato y son tan divinas que ¿qué pueden hacer ellos sino sucumbir a sus encantos y aceptar lo que sea con tal de seguir disfrutando de su embrujo? Capaces de enloquecer al mismísimo Gary Cooper (“La octava mujer de barba azul”), volver comunista a Melvin Douglas (“Ninotchka”) o, como en la película que nos ocupa, hacer que Jack Benny se enfrente a la plana mayor del ejército nazi, nadie puede resistirse a ellas.

       Pero si tuviera que explicar qué es lo que más me gusta de “Ser o no ser”, tendría que reconocer que es el hecho de que, como a veces sucede en la vida real, una situación dramática se convierta en el detonante que pone en marcha una cadena de sucesos que desembocará en la realización de un deseo profundo. Y así, todos los personajes de la compañía encuentran en la peligrosa aventura del espionaje su momento de gloria:

       El secundario Greenberg (que, con su obsesión por arrancar una carcajada al público, repite sin cesar sus dos coletillas: “La carcajada será estruendosa” o “No hay por qué menospreciar una carcajada” esta última constituye, en mi opinión, la frase más lúcida de toda la película―) cumple su conmovedor anhelo de encarnar a Shylock, en el teatro, interpretándolo ante la plana mayor de la Gestapo.
       María Tura, además de divertirse con un joven piloto “capaz de lanzar tres toneladas de dinamita en dos minutos”, cumple su deseo de contribuir a la libertad de su patria, seduciendo para ello a todo el ejército alemán.

       Joseph Tura, logra convertirse en ese “gran, grandísimo actor” que siempre quiso ser, engañando con sus interpretaciones a los mismísimos oficiales nazis.

       El joven piloto Sobinski, deslumbra a su amada señora Tura convirtiéndose en héroe al matar al espía nazi, Siletsky.

       Y, en general, se podría decir que todos los miembros de la compañía alcanzan la gloria contribuyendo a salvar a su patria. Final feliz donde los haya, como debe tener cualquier comedia que se precie.

       Supongo que muchos estarán esperando a que hable del famoso “toque Lubitsch” antes de terminar, pero me temo que voy a defraudarles, porque debo admitir que, a pesar de haber leído y oído hablar mucho al respecto y aunque creo saber lo que es, no sabría cómo explicarlo, es una de esas cosas que una comprende pero es incapaz de expresar con palabras. ¿Es una pulla, una mofa, un comentario sarcástico? Nadie lo sabe, pero aún así, voy a citar algunos momentos hilarantes del film que dan ejemplo de ese “toque” a la perfección:

       El fallido intento de suicidio del coronel Ehrhardt ocurre tras una puerta cerrada ―por algo Mary Pickford llamó a Lubitsch “director de puertas”―, el público oye el disparo y cree que el coronel se ha matado, pero enseguida se escucha el aullido de Ehrhardt, al otro lado de la puerta, llamando al subalterno al que siempre culpa de todo: “¡Schultz!... ¡Schultz!...” y se comprende que el coronel ha fallado el tiro, es un inútil hasta para matarse.
       Tura descubre dormido en su cama a un joven y cree reconocer en él al piloto que sale del teatro cada vez que él empieza su monólogo. Para asegurarse de que se trata de la misma persona, se acerca a su oído y le dice: “Ser o no ser” y entonces, el joven se levanta medio dormido para irse.
       El coronel Ehrhardt pretende disfrutar de los encantos de María Tura y, en ese momento, un actor, disfrazado de Hitler, llega para recogerla, abre la puerta, se asoma y al ver allí a Ehrhardt se va. Ehrhardt lo toma por el verdadero Hitler y teme haber caído en desgracia al haber querido seducir a la amante del Führer. María aprovecha la confusión para salir huyendo del acoso del coronel al grito de: “Mein Führer, mein Führer...” 



       Desternillante...