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domingo, 28 de abril de 2019

STURGESMANÍA 2

“LAS TRES NOCHES DE EVA” (1941) de Preston Sturges

       En esta sugerente comedia sobre la guerra de sexos, Sturges nos transmite sus ideas sobre el papel de los hombres y las mujeres en esta tradicional e inexorable batalla, que tan frecuentes y buenas comedias ha deparado a la historia del cine. Y es la protagonista de esta película, Jane Harrington (Barbara Stanwyck), la que, haciendo las veces de portavoz, nos hace llegar, de manera sutil y desenfadada, lo mismo que si se tratara de una broma, las juiciosas opiniones del autor y director de la película.


       “Jean: Verás, Hopsy, tú no sabes nada de las mujeres. Las mujeres no son tan buenas como probablemente crees y las malas no son tan malas. Ni mucho menos.”

       “Jean: Un hombre capaz de perdonar es mucho más que un hombre.”

       Sin embargo, Sturges se sirve del antagonista masculino, Charles Pike (Henry Fonda), para aclararnos que el secreto para alcanzar una tregua razonable, en cualquier relación amorosa, no es otro que el “dulce perdón”.

       “Charles: Si hay algo que distingue al hombre de la bestia es la capacidad de entendimiento, la comprensión y el perdón. Sé que debo fomentar la piedad, la comprensión y el dulce perdón.
       Eva: Dulce, ¿qué?
       Charles: ¡El dulce perdón!”

       Jean Harrington, jugadora profesional, seduce, en un crucero de lujo, al rico heredero Charles Pike, con la intención de desplumarle, educadamente, con la ayuda de su padre, el coronel Harrington (Charles Coburn). Pero Jane se enamora del “primo” en cuestión y, ante su propuesta de matrimonio, decide cambiar de planes, casándose con él, en lugar de arruinarle. Sin embargo, antes de que pueda sincerarse con él sobre su profesión de tahúr, Pike la descubre por sí mismo y, herido en su orgullo, la abandona para refugiarse en la mansión de sus padres en Conneticut. Jane, despechada, regresa con su padre a Nueva York, donde, se tropieza con un viejo compañero de fatigas, Pearlie (Eric Blore), que bajo la identidad falsa de un diplomático inglés, llamado sir Alfred McGlennan Keith, se gana la vida, en Conneticut, haciendo trampas a las cartas a los millonarios de la zona. Jane, con el propósito de vengarse de Charles, pide a Pearlie que, en calidad de sobrina, la lleve con él a Conneticut. Allí, convertida en Lady Eva Sidwich, se reencuentra con Charles Pike, que se vuelve loco tratando de dilucidar si se trata de la misma chica que conoció en el barco o es una chica diferente. Finalmente, gracias a un truculento relato inventado por Sir Alfred, Charles se convence de que son dos mujeres distintas y comienza una relación con Eva que terminará en el altar. Pero, durante la noche de bodas, Jean lleva a cabo su venganza, haciendo creer al pobre Charles que Eva, la mujer con la que se ha casado, es una libertina, que ha tenido incontables amantes antes de conocerle. Escandalizado, Charles abandona a Eva y se dispone a emprender un nuevo viaje en barco. Jane se va tras él, esta vez bajo su verdadera identidad, y cuando se reencuentran, en alta mar, Charles se siente el hombre más feliz del mundo, ya no siente ningún resentimiento, ha aprendido la lección y ni siquiera le importa que su padre, el coronel, le haga trampas a las cartas.



       En esta comedia, la voz cantante la lleva la mujer ―algo bastante habitual en las screwball comedies de la época― y es una mujer con una personalidad arrolladora, una aventurera, hija de aventurero, que ha sido educada en el arte de estafar a cuanto millonario se ponga a su alcance. Su gran atractivo físico y su gracia personal la hacen irresistible para cualquier hombre y ella sabe utilizar esos dones como cebo para que el “primo” pique el sedal y caiga en sus garras, y de paso en las de su familia. Barbara Stanwyck derrocha una simpatía hipnótica en esta película, en la que interpreta a dos mujeres distintas, que, en realidad, son la misma chica. Estamos ante una actriz interpretando a un personaje que, a su vez, interpreta un papel, y tanto la actriz como el personaje lo hacen de maravilla. Si, en su papel de Jane Harrington, la Stanwyck resulta tan arrebatadora, que casi consigue, con su voz sensual y embriagadora, que podamos oler ese perfume con el que cautiva a Charles; cuando interpreta a Jean Harrington encarnando a Lady Eva Sidwich se muestra tan encantadora y locuazmente adorable, que, a pesar de su risa contagiosa y su verborrea banal ―con un acento chillón y algo repelente―, podemos llegar a comprender que Charles caiga en sus redes. En realidad, bajo su identidad de aristócrata inglesa, Jean sigue interpretando el mismo personaje que lleva representando durante toda la película, el de la primitiva Eva tentando a Adán con su manzana, figura bastante recurrente en el Hollywood de la época.

       Este punto de vista plantea una revisión obligada del mito de Adán y Eva. Para empezar, Jane no ofrece a Charles la manzana para que la muerda, sino que se la arroja, literalmente, a la cabeza, la primera vez que le ve, cuando éste se dispone a subir al barco. Se podría decir que Jean despierta a Charles con ese manzanazo en la cabeza, le despierta a la madurez del amor, al sexo y a la vida ―la manzana entendida, aquí, como símbolo de la femineidad, de la vida y de la sabiduría―. Por su parte, Charles, en el barco, enseña su serpiente doméstica a Jean, que huye despavorida ―recordemos que la serpiente simboliza el eterno renacer y el poder masculino―. Da la impresión de que Charles propone a Jean, a través de la serpiente, una vida distinta de la que ha llevado hasta ese momento, una transformación de estafadora a esposa decente, sometida al varón. Por eso resulta tan cómico que ella huya espantada, como si dicho cambio la aterrara.

       “Jane: He vuelto a soñar con esa serpiente asquerosa.
       Coronel: ¿Te refieres a Pike?
       Jane: No, a su reptil.”

       El poder masculino que representa, es lo que hace huir a Jane de la serpiente de Pike, pues ella está acostumbrada a mandar y a manipular a los hombres. Y, precisamente, lo que fascina a Pike de las serpientes es ese poder, que su padre le impide desarrollar y que él ansía desplegar algún día.

       “Jane: ¿Te van a interesar siempre las serpientes?
       Charles: Las serpientes son mi vida, en cierto modo.
       Jane: Menuda vida.”

       Por otra parte, el barco representa el paraíso terrenal, donde todo es perfecto y la pareja protagonista se enamora de una forma irresistible y natural. Sin embargo, cuando Jean oculta al hombre que ama su verdadera identidad y él, dolido por el engaño, la rechaza, ambos son arrojados del paraíso, y todo se vuelve más desagradable y oscuro. La pareja se separa y el amor se torna en rencor.

       “Jane: ¿Sabes por qué no me reconoció?
       Pearlie: Sí.
       Jane: No, no lo sabes. Yo apenas le reconocí, parecía más bajo y flacucho. Es porque ya no nos queremos. Ya ves, en el barco, sentíamos un deseo increíble. Cuando le vi me pareció más alto y más atractivo. Él pensó que yo tenía unos ojazos irresistibles, labios sensuales y la silueta de Miss Long beach, el sueño de la tropa...”

       Entonces, Jean se transforma en serpiente y tienta, con sus encantos, a Charles para que se case con ella. Jean, la mujer fuerte, bella y sabia engaña al hombre débil, inocente y orgulloso, obligándole a morder la manzana que rechazó la primera vez, demostrando así su poder sobre él. Y no es casualidad que la escena de la fallida luna de miel, entre Charles y Eva, transcurra en un tren, que es como una serpiente, y, tampoco lo es, que la pareja discuta, en el interior del tren, mientras, fuera, se desata una terrible tormenta. Pues esa tormenta simboliza la batalla que se está librando dentro de ese compartimento y así, rayos y truenos caen, dentro y fuera del tren, hasta que Eva se queda sola y abatida y Charles termina hundido en el lodo.

       El simbolismo, como vemos, inunda toda la película de una sugerente atmósfera en torno a la lucha de sexos, y quizás por ser esta lucha tan descarnada, en algunos momentos, Sturges propone el perdón incondicional como única solución posible.

       La transformación de Jean en Lady Eva añade a la trama el ingrediente que faltaba para el triángulo amoroso de cualquier screwball comedy que se precie, y supone un giro en la trama que propicia, gracias al desconcierto de Charles, un montón de situaciones hilarantes propias del slapstick. Henry Fonda, que nunca se prodigó demasiado en el género de la comedia, nos sorprende en “Las tres noches de Eva” con una gran habilidad para tropezar y caerse de manera desternillante, poniendo, además, una cara de estupor que el mismísimo Buster Keaton hubiera aprobado. Y resulta tan espontáneo y convincente en este rol de chico tímido, inexperto y confiado, que nos convence, una vez más, de que la categoría de su trabajo actoral, siempre estuvo muy por encima de géneros, directores o personajes.

       La pareja formada por Barbara Stanwyck y Henry Fonda derrochaba, en este film, ternura y sensualidad y, compenetrándose a la perfección, conseguían hacernos partícipes de la fuerte atracción y del enamoramiento de sus personajes, desde que se conocían en el barco hasta la escena final. Ambos actores coincidieron en otras dos películas, “Sólo tuya” (1941) de Wesley Ruggles y “El club de las millonarias” (1938) de Leigh Jason, pero en “Las tres noches de Eva” llegaron a protagonizar una de las secuencias más voluptuosas del Hollywood dorado, con Barbara Stanwyck enroscada a Henry Fonda como una serpiente, mientras le habla al oído de su hombre ideal, pegando su mejilla a la suya y acariciando su cabello con fruición.



       “Jane: Quiero casarme con alguien a quien no conozca. No sabré cómo es, de dónde viene o a qué se dedica. Digamos que quiero que me coja por sorpresa.
       Charles: Como un ladrón.
       Jane: Exacto. Por la noche olerá el perfume, oiré unos pasos detrás de mí y su profunda respiración, luego... Ah... Mmm... Será mejor que te vayas a dormir. Creo que ya puedo conciliar el sueño.
       Charles: Ojalá pudiera decir lo mismo.”

       ¿Cómo hubiera podido, el pobre Pike, resistirse a ser seducido por la pícara Barbara Stanwyck habiendo pasado un año en la selva sin ver a ninguna mujer? ¿Y qué hombre hubiera querido resistirse, aún de haber podido? Incluso el coronel Harrington sabe que su hija es una tentación para los hombres:

       “Coronel: ¿Quién no se ha enamorado de ti en todo el Atlántico?
       Jean: Esta vez es en serio.
       Coronel: ¿Acaso los otros se lo tomaban a broma?”

       Y el muy sinvergüenza sabe explotar dicho atractivo para sacarle el máximo beneficio en su “profesión” de tahúr, y aunque, por la desenvoltura con la que Jane seduce a sus víctimas, pudiera parecer que disfruta haciéndolo, en realidad, está harta de todo eso.

       “Jean: No entiendo por qué yo hago el trabajo sucio. Debe haber un montón de ricachonas esperando a que las cortejes.
       Coronel: Encuéntralas y las cortejaré.
       Jean: Vaya, ya me gustaría verte alternando con esas viejas harpías.
       Coronel: No seas vulgar, Jean. Somos retorcidos, pero no ordinarios.”

       El cinismo con el que “Harry, el guapo” ―apodo por el que se conoce al coronel en su profesión― pretende enseñar a su hija buenos modales, al tiempo que la empuja a seducir a los hombres para estafarlos, es tan perverso que resulta gracioso. El personaje del coronel Harrington nos permite ser benévolos con la falsedad del comportamiento de Jean con respecto a Charles. Ella hace lo que le han enseñado a hacer, y se le da bien, porque lo lleva en los genes; quizás, desde este punto de vista, Jean sea tan inocente como el propio Charles. Los dos son unos pobres chicos a los que sus respectivos padres han marcado el camino a seguir en la vida; Charles quiere ser ofidiólogo, pero su padre quiere que herede su imperio de soda y Jean ni siquiera se ha planteado hacer otra cosa, se limita a dejarse llevar por el coronel, hasta que se enamora de Charles y, entonces, decide plantarle cara a su progenitor.

       “Jane: Creo que estoy enamorada del pardillo, a pesar de sus serpientes. No sé qué me pasa, pero me ha llegado al corazón y daría cualquier cosa... Quiero decir que voy a ser como a él le gustaría que fuese, su mujer ideal.”

       Este gesto de madurez, en su hija, es un desastre para el coronel, pues supone renunciar a la gallina de los huevos de oro.

       “Coronel: El problema de los que se reforman es que siempre quieren que los demás hagan lo mismo.”



       Sin embargo, el Coronel termina por aceptar la situación, al comprobar que el enamoramiento de su hija es sincero, y a partir de ahí, le ofrece su apoyo incondicional con tal de verla feliz, como haría cualquier padre. Así, también el coronel se redime ante nosotros, ha llevado a su hija por el mal camino, pero está dispuesto a dejarla marchar para que elija su propio destino. Charles Coburn, habitual secundario en las comedias de la época, resulta muy convincente en el rol de este viejo estafador y cariñoso padre de Jean, con la que mantiene una insólita relación de camaradería. La complicidad entre padre e hija es tan grande que ella nunca le llama papá o padre, sino Harry, como si se tratara de un colega. Este pequeño detalle transmite al espectador la sensación de que son gente curtida, endurecida por la ocupación que desempeñan, con una visión bastante lúcida de la realidad y poco dada a los sentimentalismos, gente acostumbrada a ser fuerte para sobrevivir. En el polo opuesto se sitúa la relación de Charles Pike con su padre, Horace Pike, que siempre le protege y le trata como a un niño delante de todo el mundo.


       “Horace: Hay días en que mi hijo está más lúcido que en otros.”

       Esta diferencia sitúa a Charles en clara desventaja frente a Jean, que es una mujer demasiado madura e independiente para su edad. Aún así, también Charles llega a enfrentarse a su padre, cuando se niega a reunirse con Eva para pedirle el divorcio e, inmediatamente después, toma su primera decisión, embarcándose de nuevo con la esperanza de reencontrarse con Jane, su verdadero amor. Es decir, Charles decide regresar al paraíso.

       Sin embargo, por mucho que el dulce Charles madure, a lo largo de la película, no puede competir con el carácter fuerte de Jane ni con la gran seguridad que demuestra tener en sí misma en todo momento, incluso en sus horas bajas, cuando siente que Charles ha querido hacerle daño haciendo que se sintiera mal por su pasado.

       “Jane: Quiero ver a ese tipo. Tengo un asunto pendiente con él. Le necesito como el hacha a la leña. Id a hacer las apuestas.”

       Sturges narra toda la historia desde el punto de vista de Jane Harrington y lo hace hasta en su manera de abordar las escenas como guionista. Hay dos secuencias que son prueba de ello y que están narradas con una brillantez audiovisual, propias del cine de calidad que realizaba este gran director. Y las dos se apoyan en la voz de la protagonista, para anticipar, con su narración, lo que va a acontecer en la historia. Una de estas secuencias, sucede en el barco, cuando Jean, sirviéndose de su espejo de mano, observa a Charles Pike asediado por todas las mujeres casaderas del barco. Sturges nos muestra toda la secuencia a través de lo que Jane ve en su espejo, al mismo tiempo que su voz nos relata la manera en la que varias chicas tratan de llamar la atención del soltero de oro. La segunda secuencia tiene lugar cuando Eva anticipa a Pearlie cómo piensa seducir a Pike para que se le declare dentro de seis semanas. Una vez más, la cínica voz de Jean sirve a Sturges de hilo conductor para una elipsis de seis semanas que nos traslada de casa de Pearlie a un hermoso prado, donde Charles se declara mientras su caballo no deja de ponerle el hocico sobre la cabeza, convirtiendo un momento tan solemne en una auténtica patochada.

       Y también en esta película, como ya hiciera en “Los viajes de Sullivan”, Sturges cuenta toda una secuencia (la de la boda) sin diálogos, mostrándonos el anuncio, los preparativos y, finalmente, la ceremonia nupcial ―intercaladas con imágenes del cocinero avanzando en la elaboración de una gigantesca tarta― mediante una sucesión de escenas, que ocurren a toda velocidad y que convierten esta secuencia en una rápida elipsis, que nos conduce directamente a lo que a Sturges le interesa, la noche de bodas.


       También debemos resaltar, en el guión, aquellos momentos humorísticos logrados gracias a algunos personajes secundarios ―interpretados con gran maestría por los actores que los encarnaban― con los cuales, Sturges conseguía arrancarnos esas carcajadas con las que apuntalaba la trama principal de la historia, para lograr que no decayesen, en ningún instante, ni el ritmo ni el tono que debía llevar la comedia, asegurándose, de ese modo, que el público permaneciera siempre a la espera de la próxima broma.

       Así, el señor Ambrose Murgaroyd, guardaespaldas de Pike, apodado Muggsy (William Demarest), nos hace reír con su eterno malhumor y su manía de sospechar de todo el mundo, protagonizando momentos desternillantes cuando vigila de manera obsesiva y sin ningún disimulo a Jane, tanto en alta mar, como después en Conneticut. Donde llega a comportarse de una manera tan patosa y excéntrica, tratando de averiguar si Eva es la misma estafadora del barco, que nos recuerda al inspector Clouseau, protagonista de la saga “La pantera rosa” de Blake Edwards. También Charles Pike llega a recordarnos al protagonista de otra película de Blake Edwards, “El guateque”, al tropezar y mancharse el smoking hasta en tres ocasiones, durante la misma fiesta.


       Este Muggsy (especie de criado de Charles) forma, junto a Gerald (ayudante del coronel Harrington), la típica pareja de criados, que, en el teatro clásico del siglo de oro, hacían las veces de “graciosos” y se relacionaban entre sí, mientras sus señores hacían lo propio, con la intención de informar, después, a sus amos de lo que pudieran averiguar.

       Igualmente divertido resulta el secundario Horace Pike (Eugene Pallette), un hombretón infantil y alegre, que monta una rabieta si no le sirven el desayuno a su hora, y que cada vez que su hijo Charles mete la pata, reacciona con un comentario sarcástico.

       “Eva: Oh, estaba enamorado de ella...
       Horace: Sí, es posible, pero no se acuerda de cómo era.”

       En realidad, son muchos los personajes de reparto que aportan su pincelada de humor a la película, ya que algo que Sturges solía hacer en sus comedias era lograr que cada personaje, por pequeña que fuese su intervención, mostrase algo de comicidad. Tal es el caso, del cocinero que golpea con la manga pastelera al mayordomo, llamándole ¡Nazi! o del camarero del barco que, al principio de la película, se lamenta de que todo el mundo esté pidiendo soda Pike, por encontrarse a bordo el heredero Pike, y recita con ironía el slogan de la soda: “No quieren nada más. Quieren “la soda con la que gana Yale, Ra, Ra, Ra”.” Por cierto, dicho camarero se parece, sospechosamente, a Preston Sturges.

       ¿Será o no será Preston Sturges haciendo las veces de actor de reparto? Yo diría que se trata de él, pero no puedo afirmarlo con certeza. En caso de que lo fuera, demuestra ser, además de gran guionista y director, un más que eficiente secundario cómico.

       El guión de “Las tres noches de Eva” se divide en tres partes bien diferenciadas por su contenido temático, el desengaño amoroso, la venganza y la reconciliación, que coinciden con el planteamiento, el desarrollo y la conclusión de la historia, y con las tres noches a las que hace referencia el título, en español, del film. Y aunque el guión esté salpicado de ingeniosos y divertidos diálogos, algo malévolos, en ocasiones ―como todos los de Sturges―, y esté adornado con personajes secundarios que protagonizan, con sus personalidades cómicas, momentos hilarantes de verdadero slapstick, lo cierto es que la comedia está impregnada en su totalidad de un cierto desengaño, no sólo amoroso, sino vital, que inunda toda la película de una seriedad poco habitual en este tipo de alocadas comedias. La desolación de Charles, al saber que Jane es una estafadora o su rabia, al conocer la promiscuidad de su esposa, son clara muestra de ello; como también lo son, el llanto de Jane, tras la ruptura con Charles, o su abatimiento, al concluir su venganza; hasta la decepción del Coronel, al saber que su hija abandona la profesión para casarse, está llena de melancolía, e incluso la tristeza de la mujer nativa, al despedir con flores a Muggsy en el Amazonas, resulta desasosegante.

       Todos esos momentos de verdadero desencanto sirven a Sturges para dar profundidad a una comedia, aparentemente, ligera. Una comedia que trata de cómo el orgullo puede echar a perder nuestra felicidad, impidiéndonos estar con la persona amada, si no somos capaces de aceptar que no somos perfectos, que nadie lo es. La búsqueda de un ideal, en el amor, conduce a un fracaso seguro, no sólo en lo sentimental, sino también en nuestro proceso de maduración, puesto que la relación con los otros es lo que nos hace crecer como seres humanos.

       “Jane: ¿De qué sirve buscar al hombre ideal si no existe? Yo tengo un ideal práctico. Podría encontrar dos o tres en la barbería sin esforzarme mucho.
       Charles: ¿Por qué no te casas con uno de ellos?
       Jane: ¿Por qué iba a casarme con alguien así?”

       Charles teme que Jane lo tenga por un idiota y Jane se duele de que Charles la considere una miserable, ambos tendrán que superar su miedo y su amor propio para poder ver realizado el amor que sienten. Una vez más, Sturges nos señala a la mujer como la encargada de dirigir este proceso de valentía y perdón, ella es la que se niega a que todo acabe con una separación, que ninguno de los dos desea. Jane, bajo la identidad de Eva, se pone manos a la obra, con la excusa de una venganza, para casarse con Charles, que es lo que quería desde el principio. Y Charles se casa con Eva, porque es idéntica a Jane, que es a quién siempre ha amado. Lo que hace Sturges es contarnos, entre risas, la hipocresía con la que solemos ocultar nuestros verdaderos sentimientos, aún a riesgo de nuestra propia felicidad.

       “Jane: ¿Por qué no me abrazaste así, aquel día? ¿Por qué me dejaste? ¿Por qué hemos pasado por todo esto? ¿No sabes que eres el único al que he amado? ¿No sabes que no podría haber amado a otro hombre aunque quisiera? ¿No sabes que te he esperado toda mi vida, grandísimo tonto?”

       Y el mismo Sturges nos da la clave para superar todos los obstáculos y superarnos a nosotros mismos, el perdón. Tanto Jean como Charles terminan comprendiéndolo y se preguntan el uno al otro, ¿podrás perdonarme?, en una conmovedora escena final llena de fogosa ternura; la escena del “dulce perdón”.

jueves, 28 de febrero de 2019

CAPRAMANÍA 3

“JUAN NADIE” (1941) de Frank Capra

       

En “Juan Nadie”, el cineasta italoamericano, Frank Capra reflexiona, una vez más, sobre dos de las ideas más recurrentes de su filmografía: la exaltación de la gente sencilla como motor capaz de cambiar el mundo y la manipulación, por parte de los poderosos, del ciudadano medio con fines políticos. Capra tenía una fe absoluta en el individualismo como medio para alcanzar el éxito. Para él, una persona con empuje suficiente, trabajando duro y confiando en sí mismo podía alcanzar cualquier objetivo. “Juan Nadie”, en los años previos a la segunda guerra mundial, supone la defensa de la honestidad y generosidad de los hombres y mujeres sencillos frente al terrorífico egoísmo de la amenaza fascista. Capra se erige, así, en el valedor, en las pantallas, de todos aquellos que luchan y tienen esperanza. Esta es la historia del esfuerzo de todos ellos.

       El Juan Nadie al que se refiere el título de la película, es decir, John Doe, es un hombre ficticio creado por la periodista Ann Mitchell (Barbara Stanwyck), tras ser despedida por el señor Connell (James Gleason), el nuevo redactor jefe, “de alto voltaje”, del periódico para el que trabaja. Ann decide utilizar su último artículo para crear la carta falsa de un supuesto ciudadano, llamado John Doe, que dice estar dispuesto a suicidarse, saltando de la torre del ayuntamiento, para denunciar la situación de paro que atraviesa el país. La carta provoca un gran revuelo en toda la ciudad, de manera que el señor Connell readmite a Ann y acepta su idea de dar un rostro al tal John Doe para seguir sacándole partido, mediante una sección llamada “Yo protesto”, escrita por Ann y firmada por John Doe. La identidad de este hombre de papel terminará siendo asumida, ante el mundo, por el vagabundo “Long” John Willoughby, jugador de béisbol, retirado del campo de juego por una lesión, que, gracias a su genuina honestidad, conseguirá inspirar a las masas para luchar por un mundo mejor. Y así, comienzan a surgir, de manera espontánea, los llamados “clubes John Doe”, donde los ciudadanos sencillos se dedican a conocerse y a ayudarse los unos a los otros. D. B. Norton (Edward Arnold), magnate y nuevo dueño del periódico, decide financiar dichos clubes por todo el país con la intención, solapada, de conseguir los votos de todos sus miembros, cuando anuncie su candidatura a la presidencia, respaldado por el mismísimo John Doe. Pero cuando John Willoughby, a esas alturas perdidamente enamorado de Ann, descubre el verdadero propósito de Norton, se niega a colaborar. Entonces, Norton hace público que John Doe es un impostor llamado John Willoughby y todo el movimiento John Doe se derrumba de la noche a la mañana. Los clubs John Doe desaparecen y John Willoughby, despreciado por el pueblo y decepcionado por Ann, a la que cree cómplice de Norton, vuelve a dormir debajo de un puente. Hasta que el día de Nochebuena reaparece dispuesto a cumplir su promesa de saltar del ayuntamiento, para conseguir, con ese gesto, que el movimiento John Doe reviva de sus cenizas.


       John Doe supone la representación de un hombre perfecto, en su amor y bondad, dispuesto incluso a inmolarse por la salvación de los demás. Un hombre inspirado en el mismísimo Jesucristo. Así lo declara la propia Ann Mitchell en su discurso final.

       “Ann: John, mírame, quieres ser honesto, ¿verdad? Bien, pues no tienes que morir para que la idea de John siga viva. Ya ha muerto alguien por eso, el primer John Doe y Él ha hecho que esa idea siguiera viva durante dos mil años. Fue Él quien la mantuvo viva en ellos y Él la mantendrá viva para siempre. Por cada movimiento John Doe que estos hombres exterminen, nacerá uno nuevo, es la razón de que las campanas toquen. Están diciendo que no nos rindamos, que sigamos luchando, que sigamos trabajando.”

       Asimismo, el movimiento John Doe, nacido de forma espontánea por los seguidores de John Doe, simboliza la religión cristiana, nacida tras la muerte y resurrección de Cristo. Y por extensión, representa también cualquier movimiento que nazca espontáneamente del pueblo, a raíz de cualquier injusticia. Y el movimiento John Doe ―entiéndase la religión cristiana―, es imparable; así lo declara John Willoughby en un discurso pronunciado en la casa del magnate D. B. Norton, en la que irrumpe, sin ser invitado, al descubrir que los peces gordos de Nueva York planean utilizar el movimiento John Doe para influenciar al pueblo en su propio beneficio:


       “John: La idea de John Doe puede ser la respuesta. Puede que sea la única cosa capaz de salvar este mundo disparatado. Y ahora ustedes se sientan en sus armatostes y me dicen que van a acabar con ella si no pueden utilizarla. ¡Bien! ¡Pues, adelante, inténtenlo! ¡No podrían hacerlo ni en un millón de años, con todas sus emisoras y con todo su poder! ¡Porque es mayor que la cuestión de si soy o no un impostor, más que sus ambiciones y que todas las pulseras y abrigos del mundo!"

       Capra acostumbraba a reflejar en sus películas los problemas de la sociedad de su época, que tanto le preocupaban, la gran crisis y todo lo que dejó a su paso, depresión, desesperación, paro, pobreza, amenaza fascista, etc. Por eso la temática de sus films parecía apoyar el “New deal” (programa de reforma económica - social para combatir los efectos de la gran crisis del 29) del presidente F. Roosevelt. Pero lo cierto es que Capra, a pesar de apoyar la teoría del “New deal” estaba en contra del intervencionismo del Estado en todos los órdenes de la vida, que este programa defendía, pues el realizador creía, por encima de todo, en el valor del individuo frente a la masa y así lo demostraba en sus películas, donde defendía el esfuerzo del pueblo trabajando por superar la crisis, sin intervenciones políticas que lo estorbasen, pues Capra era más partidario de soluciones basadas en los valores humanos y en la fe religiosa.

       Quizás por esta preocupación de Capra en la situación de su país, “Juan Nadie” sea una película de grandes discursos, discursos de esos que tanto le gustaban a este director. Discursos humanitarios, llenos de fe y esperanza en un mundo mejor y también discursos que nos hablan del patriotismo e incluso de la amenaza del totalitarismo, tan real en la década de los cuarenta. Y así, todos los personajes principales que aparecen en el film, la gente sencilla, los poderosos, los canallas, los escépticos y desencantados y los que aman a su patria disponen de una parte del metraje para exponer sus convicciones sociales, sean acertadas o no. El primer discurso de John Doe en la radio, dirigido a todos los John Doe del mundo, es, probablemente, el más emotivo de todos los discursos de la película:

       “John: En nuestra lucha por la libertad, hemos sido derrotados, aunque siempre nos hemos recuperado, porque somos el pueblo y somos duros. Ellos han empezado con una charla sobre la gente libre que se ablanda, no podemos aceptarlo, es un montón de tonterías. La gente libre puede ganar al mundo por nada, desde la guerra hasta las competiciones, y todos vamos en la misma dirección.”

       También los poderosos tienen sus discursos en esta película, y es D. B. Norton quien los pronuncia, en nombre de todos ellos, un tipo poseedor de un cuerpo de guardia privado, con ambiciones de dominio y codicia, y capaz de invertir grandes fortunas en pos de su objetivo personal, alcanzar la presidencia.

       “Norton: Estos son tiempos atrevidos, señor Bennett, estamos llegando a un nuevo orden de cosas. Se está hablando demasiado por todo el país, se han hecho demasiadas concesiones. Lo que el pueblo necesita es una mano de hierro. ¡Disciplina!”

       El mensaje del señor Norton, a lo largo de la película, es maquiavélico, auto exculpatorio y manipulador. Y, tal y como acostumbran a hacer los políticos, casi nunca defiende una postura sino que se limita a atacar la postura del contrario. Un discurso negativo en su esencia, que persigue enmascarar, con loables intenciones, la más siniestra ambición:

       “D. B. Norton: Estos caballeros y yo sabemos qué es lo mejor para los John Doe de América, sin tener en cuenta lo que piensan vagabundos como usted. Bájese de ese caballo justo y piense con sentido. Usted es el falso, nosotros creemos en lo que hacemos, a usted le pagaron treinta monedas de plata, ¿lo ha olvidado? Pues yo no. Usted es el falso John Doe y puedo probarlo. Es el gran héroe que se supone que va a tirarse desde grandes edificios, ¿lo recuerda? ¿Qué piensa que dirán sus maravillosos John Doe cuando averigüen que nunca tuvo la menor intención de hacerlo, que le pagaron para que dijera eso? Tendrá suerte si no le echan del país.”

       La defensa del ideal patriótico, en este film, a diferencia de lo que ocurre en otras películas del director italoamericano, en lugar de ser llevada a cabo por el protagonista del film, recae en un personaje secundario, que se define a sí mismo como “duro”. Se trata del señor Connell (James Gleason), jefe de redacción de “The bulletin”, periódico en el que trabaja Ann Mitchell y que él dirige con firmeza. Pero el “duro” señor Connell es un niño en lo que se refiere a su país.

       “Connell: Soy un niño para este país. Soy un niño para la bandera de la estrella brillante. Me gusta lo que tenemos aquí. Me gusta. Un tipo puede decir lo que quiera y hacer lo que quiera sin que tenga una bayoneta metida en su estómago. Y todo eso está bien.
       John: Ya lo creo.
       Connell: Sí, no queremos que venga nadie y cambie eso, ¿verdad?
       John: No, señor.
      Connell: Muy bien. Cuando lo hagan, me volveré loco, completamente loco. Y hoy, John, estoy que echo chispas. Estoy loco por un montón de tipos que quedaron detrás de mí. Estoy loco por un tipo llamado Washington y otro llamado Jefferson, y Lincoln. Son faros, John, faros en un mundo nebuloso.”


       Capra hace recaer el espíritu patriótico en un personaje diferente a su protagonista, tal vez, porque pensó que para defender un país se necesitaba alguien un poco más duro, o más veterano, que el bondadoso John Willoughby o, quizás, quiso quitar cualquier rasgo político de la figura de John Doe, como ya hiciera Jesucristo consigo mismo, cuando declaró que no había venido al mundo para liberar a los judíos del imperio romano. John Doe tampoco nace para liberar a los Estados Unidos de los políticos corruptos, sino para enseñar a la gente a amarse los unos a los otros, que es donde radica su verdadera fuerza.

       “John: Sí, amigos míos, los humildes podrán heredar la tierra cuando los John Doe empiecen a amar a sus vecinos. Es mejor empezar ahora mismo, no esperéis a que hoy se haga de noche. Despierta, John Doe, eres la esperanza del mundo.”

       Y por último, cabe destacar el discurso del Coronel ―mejor amigo de John―, interpretado con absoluta convicción por el genial Walter Brennan, en el que Capra nos enseña, en tono de humor, cómo la sociedad de consumo, que hemos ayudado a construir entre todos, nos termina convirtiendo en unos idiotas.

       “El coronel: Coja un puñado de pasta y ¿qué pasa? Esas personas encantadoras y maravillosas se convierten en unos idiotas. ¡Un montón de idiotas! Empiezan por acercarse a usted, intentan venderle algo. Tienen manos largas y quieren estrangularle. Usted se retuerce y los esquiva y grita e intenta quitárselos de encima, pero no tiene posibilidades. Lo primero que hace es poseer cosas, un coche, por ejemplo. Ahora toda su vida se complica con muchas cosas más, pagar derechos de licencia, la matrícula, gasolina y aceite e impuestos y seguros y documentos de identidad y cartas y facturas y neumáticos y abolladuras y multas y policías motorizados y audiencias y abogados y multas y un millón de cosas más. ¿Y qué pasa? Que no es el tipo feliz y libre que solía ser. Tiene que tener dinero para pagar todo. Así que va detrás de lo que otro consiguió. ¡Y ahí lo tiene, se ha convertido en un idiota!”


       Por otra parte, la película denuncia el uso de los medios de comunicación, por parte de algunos políticos corruptos, para conseguir votos, manipulando a los votantes sin ningún tipo de escrúpulo. Por eso, no es casualidad que, en la película, John Doe surja, precisamente, de las páginas de un periódico y alcance su fama a través de la radio. Al principio de la película, cuando Norton compra el periódico, Capra nos muestra cómo un operario taladra el antiguo eslogan del periódico en la fachada del edificio “Un periódico libre para un pueblo libre” para sustituirlo por el nuevo, “Un periódico moderno para una era moderna”. El cambio es toda una declaración de intenciones por parte del nuevo propietario.

       “Ann: Claro que es un pastel para mí, lo admito; pero también es una suerte para alguien como el señor Norton, que intenta cargarse la política nacional. Para eso quería un periódico, ¿no?, quería conectar con mucha gente. Bien, pues lleve al señor Doe a la radio y podrá conectar con ciento treinta millones. Puede decir lo que quiera que ellos le escucharan. Olvidemos al gobernador, al alcalde y a todos los pececillos como esos. Si da un golpe aquí, lo podrá hacer en cualquier parte del país. Y usted estará al mando, señor Norton.”

       El guión, basado en la historia “The life and death of John Doe” de Richard Connell y Robert Presnell, fue escrito por Robert Riskin, habitual guionista de Capra y autor también de “El secreto de vivir”, película de 1936 del director, en la que un hombre sencillo, bueno y libre, símbolo del americano medio, después de ser ridiculizado por una mujer en las primeras páginas de un periódico, para aumentar la tirada, llega a convertirse, gracias a su generosidad, en un símbolo para los más desfavorecidos. De la misma forma, John Doe es puesto en el candelero por Ann Mitchell, cuyos hilos maneja el poderoso B. D. Norton, que pretende usar a John Doe para hipnotizar al pueblo y llegar al poder. John Willoughby se estrella contra esta dura realidad, después de haber sido lanzado, por Ann, a un sueño de fraternidad.

Ambas películas narran la ascensión y caída de un hombre bueno, ambas se inspiran en la figura de Jesucristo y en ambas se nos muestra a la mujer como instigadora para que el hombre muerda la manzana. Sin embargo, Capra siempre termina redimiendo a sus “mujeres”, convirtiéndolas, al final, en las compañeras, fuertes y luchadoras, que el hombre honesto, que suele ser su protagonista, necesita a su lado para enfrentarse al mundo. Ann Mitchell, protagonista femenina muy del cine de Capra, es una mujer con empuje suficiente como para hacer que los hombres actúen. La mujer como fuerza impulsora de la sociedad es bastante frecuente en la cultura norteamericana y, como Ann, a veces, cegada por su propio entusiasmo, acaba perdiendo el norte. Ann, en su afán por conseguir la estabilidad económica que ella y su familia necesitan, cierra los ojos ante los posibles escrúpulos morales de haber hecho creer a los ciudadanos que John Doe era real.

       Barbara Stanwyck era la actriz perfecta para encarnar a este personaje de mujer decidida, apasionada y con carácter suficiente como para enfrentarse a los hombres tratándolos de igual a igual, por muy poderosos que fueran. Una actriz fogosa y sensible, de mirada indómita y llena de vida, con un desparpajo y un atractivo capaces de arrastrar a cualquier hombre hasta donde se propusiera. Su interpretación, al final de la película, de una mujer enfebrecida y desesperada, ante la idea de que el hombre que ama vaya a morir por su culpa, es conmovedora, llena de fuerza y vulnerabilidad al mismo tiempo.

       Del mismo modo, podemos afirmar que Cooper era el actor ideal para representar a John Doe, personaje capriano por excelencia. Héroe sencillo, líder de mujeres y hombres sencillos, la voz de todos aquéllos a los que nadie oye. Una voz que no puede callar porque es la voz de millones de gargantas que claman, en silencio, por sus derechos, por un mundo más humano y por la libertad. Cooper, excelente siempre en el papel de hombre honesto y típicamente americano, se gana la admiración de todas las mujeres, en cuanto aparece en pantalla, bajo el rol del irresistible vagabundo de atractivo rostro y grandes ojos serenos, desfallecido por el hambre.


       “Ann: Sabe que es usted guapo, ¿verdad?
       Carita de ángel: Sí, es precioso... Ja, ja, ja.”

       La apariencia confiable de Cooper le hacía idóneo para este personaje y él sabía sacarle partido mostrándose vulnerable, inocente y despistado, con ese aire tímido y amable que emanaba de su persona y que le hacía tan cautivador. El niño que Cooper nos presenta en la pantalla, tocando la armónica o jugando al béisbol con una pelota imaginaria, evoluciona, a lo largo de la historia, hasta convertirse en alguien muy parecido al verdadero John Doe de papel que Ann inventó, un hombre maduro, valiente, indignado con la política y decidido a todo por defender sus justos ideales, que son los de toda una nación. En la secuencia final, Cooper nos descubre a un hombre, desengañado, con la mirada sombría, el desencanto pintado en su cara, y con los labios apretados de pura determinación. Magnífica interpretación de un Gary Cooper en la cúspide de su carrera y a punto de ganar un Oscar por “El sargento York”.

       Como decíamos, “Juan Nadie” posee numerosos puntos en común con “El secreto de vivir”, pero está narrada con un tono menos humorístico, más sentimental y, en ocasiones, salpicada de esos toques melodramáticos, tan del gusto de Capra. Y es que si hay algún punto flaco en el cine de Capra, es su debilidad por el sentimentalismo y por el maniqueísmo congénito de alguno de sus personajes. Sin los momentos de melodrama extremo, la película ganaría en seriedad y su mensaje calaría más hondo. Puede que ese sea el fallo, el único fallo, del cine de tan gran realizador como Capra, su debilidad por los momentos lacrimógenos. Por fortuna, la mayoría de sus personajes principales tienen aristas, están bien construidos, son buenos reflejos de la complejidad del ser humano. John es un hombre honesto, pero está dispuesto a engañar a los lectores del periódico con tal de conseguir el dinero que necesita para operarse el brazo y volver al béisbol. Incluso, más tarde, arrepentido de haber firmado el contrato, está a punto de aceptar los cinco mil dólares que le ofrece el periódico de la competencia para contar que John Doe es un fraude. Eso le hace más creíble, como personaje, y no menos buena persona, ya que todos tenemos debilidades, admitámoslo. También Ann Mitchell está llena de contradicciones, mantiene a su madre y a sus hermanas pequeñas, y eso la honra, pero está dispuesta a cualquier cosa por mantener su empleo. Al fin y al cabo, las buenas personas son las que, al final, hacen lo correcto, aunque, a veces, se desvíen por el camino o tengan momentos de debilidad. Ambos se meten de lleno en el asunto John Doe por intereses personales, de carácter material, pero, se dejan cautivar por lo que ha surgido en el pueblo y están dispuesto a defenderlo hasta sus últimas consecuencias.


       Sin embargo, los personajes que de verdad hacen grande el cine de Capra son los personajes como el coronel, el más lúcido de todos los personajes ―a pesar de su machismo―, el más fiel a sí mismo y el que tiene un mayor conocimiento del género humano. Y aunque en la película se le tacha de huraño y se afirma que “odia a la gente”, es el mejor amigo de John, el único con el que siempre podrá contar y el único que sabe entrever el lío en el que se está metiendo.

       “Coronel: Por si me lo preguntas, este asunto de John Doe me parece un engaño.”

       Por el contrario, los personajes lacrimógenos y almibarados ―como los fundadores del primer club John Doe― son los que debilitan el cine de Capra y la razón por la que se le conocía con el apelativo de “la abuelita Capra”. Por eso no podemos dejar de sentirnos identificados con el coronel y su fiero escepticismo.

       “Coronel: Sí... “echad abajo las vallas”... ¡Ja!, porque si rompes un solo tablón, tu vecino te denunciará.”

       Es una lástima que, asimismo, el contenido religioso y sentimentaloide del cine de Capra distraiga la atención del espectador del extraordinario artesano cinematográfico que era. En “Juan Nadie”, Capra nos da una lección de cómo contar una historia en imágenes con la mayor emoción y la mayor belleza y dramatismo posibles en cada fotograma. Con planos de verdadero cine clásico, y encuadres de una belleza plástica que nos recuerdan las viñetas de los cómics. Con el plano de la silueta de John Doe, tras el cristal de la puerta de la azotea del ayuntamiento, Capra nos anuncia su presencia allí, anticipándonos su determinación a llevar a cabo el suicidio. Con las imágenes superpuestas de los pensamientos de John mientras éste pasea de noche por las solitarias calles de la ciudad nos transmite la soledad y la mortificación del personaje, tras ser abucheado y tachado de impostor por la multitud. Con la belleza de la lluvia, en la recepción del parque, cayendo sobre los paraguas de cientos y cientos de John Doe refuerza el dramatismo del momento en el que la cámara sigue al coronel abriéndose paso, entre la multitud, para ayudar a su amigo.


Con Ann tecleando, ávida de expresar con palabras los ideales de su difunto padre, junto a las imágenes de John dando conferencias en distintos lugares, nos informa, en una sencilla y eficaz elipsis, del tiempo que ella y John llevan de gira. Finalmente, con el primerísimo plano del pérfido D. B. Norton cuando comprende el increíble potencial de John Doe, después de ver el interés con que le escuchan los miembros de su personal de servicio, nos muestra con toda elocuencia el gesto malicioso del actor. Y con la excelente fotografía de George Barnes, en un romántico blanco y negro, nos deleita al tiempo que nos conmueve, porque hay que admitir que, aunque Capra tenga esa fastidiosa tendencia a ser melodramático por naturaleza, sabía cómo tocarnos la fibra sensible para hacernos soltar la lagrimita justo en el momento en que él quería y es que cuando el maestro Capra se proponía conmovernos, estábamos en sus manos.

       Pero ¿es “Juan Nadie” un drama o una comedia? Aunque el humor esté presente durante cada una de las secuencias del film y haya personajes cuya única función en la trama es hacernos reír ―como es el caso del divertido Beany (Irving Bacon), el hombre para todo de Connell―, el tono dramático prevalece sobre el cómico, porque la tragedia de los efectos devastadores de la gran crisis sobre la sociedad americana, junto a la inminente amenaza de la guerra y del totalitarismo en el mundo, se dejan sentir a lo largo de toda la película, ensombreciendo el tono humorístico tan característico del cine de Capra, convirtiendo, así, a “Juan Nadie” en un drama, de tono oscuro, con todas las de la ley. El drama de la soledad y el hambre de todos los John Doe y uno de los trabajos más sinceros y personales del realizador.


       “John: ¿Sabe? He estado observándolos y les he hablado. Puedo ver algo en sus rostros, puedo sentir que están hambrientos de algo. ¿Sabe lo que quiero decir? Quizás por eso vengan todos. Quizás estén solos y quieren que alguien les salude. Sé cómo se sienten. Yo he estado solo y hambriento prácticamente durante toda mi vida.”

       Capra parece querer despertar al pueblo para que luche por salir adelante con sus propios medios, desconfiando del apoyo y las promesas políticas. Este mensaje de Capra en 1941, cuando el mundo estaba amenazado por comunistas y fascistas, continúa siendo, hoy día, ante el desolador panorama de corrupción política internacional, un mensaje de plena actualidad. Defender la democracia y la libertad es lo que pretende hacer John Willoughby cuando decide suicidarse en Nochebuena, para enviar, con ese gesto, a todos aquellos que le han seguido, el mensaje de que ha sido engañado por D. B. Norton, para que abran los ojos y reaccionen. Pero este drama es un drama con final feliz. Y aunque Robert Riskin prefería el final original del suicidio, Capra se decidió por un final esperanzador, porque era su deseo apostar por el pueblo como fuerza capaz de levantarse y regenerarse ante cualquier adversidad. La frase final de la película, pronunciada por el coronel, así lo demuestra. Es una frase sencilla y rotunda:

       “Coronel: Ahí los tiene, Norton: ¡La gente! A ver si aprende.”

viernes, 9 de noviembre de 2018

HAWKSMANÍA 3

“BOLA DE FUEGO” (1941) de Howard Hawks



       Erase una vez, en la ciudad de Nueva York, un lingüista llamado Bertram Potts (Gary Cooper), que trabajaba, junto a otros siete profesores, en la fundación Totten. Una noche, en el transcurso de una investigación sobre el argot, Potts conoció a Sugarpuss O’Shea (Barbara Stanwyck), una cantante, en busca y captura por la posible implicación de su novio, Joe Lilac (Dana Andrews), en un crimen. Sugarpuss aprovechó la bondad del profesor para ocultarse dentro de la fundación y, con su atractiva presencia, terminó perturbando a todos los profesores. Sobre todo a Potts, que, después de que ella le enseñara a hacer “ñam-ñam”, ya nunca volvió a ser el mismo. Y aunque Sugarpuss era una chica muy dura, también el cariño de los profesores y el amor de Potts terminaron calando hondo en ella, y eso iba a terminar desbaratando todos los planes de su novio, el gánster, malo malísimo, Joe Lilac.

       En el año 1941, Hawks dirigió este cuento, pícaro y divertido, inspirado en la película de Disney “Blancanieves y los siete enanitos” (1937), con guión de Billy Wilder y Charles Brackett, en colaboración con Thomas Monroe y con el propio Howard Hawks. Con semejante equipo de guionistas, no es de extrañar que el almibarado cuento de Disney se convirtiera en una comedia con grandes dosis de erotismo y unos diálogos cargados de malicia y ternura a partes iguales. El dulce y ácido romanticismo de Wilder impregna toda la película, de principio a fin, transformando el habitual romanticismo distante y duro de Hawks en pura poesía.

       La película cuenta, además, con una Barbara Stanwyck, resplandeciente, encarnando a un personaje que parece el resultado de haber mezclado, en un crisol, a Blancanieves y a la malvada reina, haberlas agitado a ritmo de Boogie y haberlas aderezado con unas gotas de sabiduría callejera; con un Gary Cooper, haciendo de príncipe-enanito, inocentón y bueno, que compite en candor con la Blancanieves del cuento original, pero que, al mismo tiempo, derrocha atractivo y encanto por los cuatro costados y, por último, con unos enanitos salidos, pero de buen corazón, que, a pesar de su sapiencia, cuando se hallan ante una mujer atractiva, dan la impresión de oscilar entre la torpe lascivia y la castidad más recatada.

       “Potts: Estos cuatro últimos días, hemos ido a la deriva. La brújula ya no apunta al norte magnético, apunta, si me permite, a sus tobillos.
       Sugarpuss: Oh, vamos, almirante, son un grupo de hombres adultos, ya han visto tobillos.
       Potts: No, en nueve años. Excepto, las pocas inspiradoras extremidades de la señorita Bragg.”


       Y por si todo eso fuera poco, en el lado oscuro del relato, nos tropezamos con un Dana Andrews, adorable, haciendo de gánster malo malísimo, que podríamos identificar con el cazador del cuento original, pues, en lugar de deshacerse de Blancanieves, pretende casarse con ella. Un auténtico malo de manual, acompañado siempre de sus dos esbirros, Pastrami y Ashma, interpretados, respectivamente, por el siempre cínico y desagradable Dan Duryea y el sabiondo Ralph Peters. Y como la Blancanieves del cuento, o sea, Sugarpuss O’Shea, no es una mujer hacendosa (“Sugarpuss: Soy de visón, no de delantal y faena. Al que cazo, es rico. Buena caza para quien siempre ha sido pobre.”), alguien tenía que cuidar de los enanitos, pues para eso está la señorita Bragg (Kathleen Howard), una especie de ama de llaves, cascarrabias, puritana y controladora, que hace las veces de madre y maneja a los enanitos con mano de hierro y que, cuando se dispone a hacer lo mismo con Sugarpuss, termina más trasquilada que una oveja en verano.

       “Srta. Bragg: Profesor Potts, el taxi para la joven.
       Potts: ¿El taxi?... ¿Qué taxi?
       Srta. Bragg: El de la señorita O’Shea, o el mío.
       Potts: Es todo suyo, meapilas.”

       Incluso la simpática tortuga del cuento de Disney encuentra su alter ego en la película de Hawks, hablamos de la pobre y feucha señorita Totten (Mary Field), que, encerrada en el caparazón de seriedad y de obligaciones que supone estar al frente de la Fundación (herencia de su padre, el vanidoso inventor de la tostadora eléctrica), se esconde una mujer romántica que sueña con el amor del guapísimo profesor Potts. Podemos decir que la señorita Totten es uno de esos secundarios muy del gusto de Hawks: personajes formalitos y anticuados, que llevan una existencia anodina y que, en un momento dado de la película, se desmelenan, divirtiéndose por primera vez en sus vidas. El tipo de personaje que, como Hawks sabía muy bien, siempre resulta hilarante para el público.

       Todos estos ingredientes hacen de “Bola de fuego” un cuento magistral, cuya moraleja nos enseña que, en el amor, todos somos unos ignorantes, porque todo aquel que se enamora se convierte, sin remedio, en un idiota. Pero es que esa idiotez nos sale tan bien...

       El mismo profesor Potts, protagonista del film, es un ejemplo de esa idiotez congénita, un hombre que cree que todo se puede aprender en los libros, que ha pasado toda su vida dentro del mundo académico y que siempre está rodeado de personas mayores, pertenecientes a una generación anterior a la suya, lo que le ha terminado convirtiendo en, lo que podríamos llamar, un joven “viejuno”, el más responsable y estricto de todos los profesores de la fundación. 


El “incorruptible” le llaman sus compañeros, un joven ingenuo que cree poder dominar sus pasiones, gracias a su juventud. El infeliz no se da cuenta de que precisamente es esa juventud, junto a su falta de experiencia en el amor, las que le hacen más vulnerable a cualquier tentación. Será Sugarpuss quien le abra los ojos, cuando se cruce en su camino, desempolvando su adormecido corazón y le haga perder el control de sus emociones. Pero también a Sugarpuss el amor le juega una mala pasada, al ponerle delante a ese atractivo y anticuado profesor, que le va a dar la lección de su vida, enseñándole lo que es amar de verdad y haciéndole ver que lo que ella tanto deseaba ―casarse con Lilac―, no era lo que, en realidad, necesitaba. Sugarpuss tampoco estaba preparada para tratar con un hombre sincero, honesto y bueno, que se dirigiera a ella con respeto y cariño, en lugar de tratarla a patadas. Acostumbrada a pasarlo mal y a valerse por sí misma, en un ambiente de hombres duros, el ángel protector que cree ver en Potts, la desarma y la cautiva. De la misma manera que la conmueve, el verse rodeada por siete hombrecillos que, como una familia, la colman de atenciones y de cariño, aceptándola tal como es.


       “Sugarpuss: Me gustaría llevarlos a todos en un medallón. Ocho estrafalarios querubines, ajenos a este mundo.”

       Todo lo contrario que su novio, Joe Lilac, rival de Potts, un hombre posesivo, autoritario y déspota, que con sus malos modales consigue que Sugarpuss aprecie, aún más, las buenas cualidades de Potts, cuyas muestras de ternura la deslumbran tanto, como las lentejuelas de su traje de noche le deslumbraron a él, cuando se quitó el abrigo al llegar a la fundación. Potts queda atontado con la sexualidad que emana de ella y Sugarpuss queda fascinada por la bondad y honestidad que emanan de él. Son dos polos opuestos que se atraen, por lo mucho que necesitan aprender el uno del otro.

       Y es que el amor nos sacude como un terremoto, derriba todos nuestros mecanismos de defensa, nos lanza a un mundo nuevo de experiencias y sensaciones desconocidas, echando abajo todas nuestras convicciones más arraigadas, incluso aquéllas que constituían la base de nuestra identidad y de nuestra existencia. El amor pone patas arriba nuestra realidad cotidiana y nos deja con los pies en el aire, empujándonos a cualquier insensatez, cualquier humillación, cualquier renuncia, con tal de conservar a la persona amada. No importa lo sabios o lo espabilados que seamos, el amor nos desarma y nos convierte en unos pardillos.

       “Potts: Ya no me sé ni los tiempos verbales. Me he vuelto chalado, pirado, un hombre locatis.”

       Pero la película no sólo nos habla de los peligros y ventajas de enamorarse, sino también, de la equivocación que cometen estos siete sabios al querer aprenderlo todo de manera teórica, olvidándose de la práctica, es decir, olvidándose de vivir. Y ya se sabe que para experimentar la vida en profundidad, no hay más remedio que salir al mundo y mojarse. El momento en que Potts, tras ser noqueado por Lilac, arroja al suelo el libro de boxeo ―con el que ha estado entrenándose―, supone el momento en que Potts despierta y comprende que, en las cuestiones prácticas, la teoría, no sirve para nada.


       Potts, como experto lingüista, ya intuyó este error en su trabajo, al principio de la película, cuando escuchó el argot en boca de un basurero. Y, aunque no supo ver que ese error también estaba afectando a su vida privada, decidió pasar a la acción:

       “Potts: Viviendo aquí, apartado del mundo, he perdido el contacto. Y es inexcusable. Ese hombre hablaba una lengua viva. Yo embalsamé frases muertas.”

       Y en su deseo de descubrir el mundo, Potts arrastra con él al resto de profesores, esos entrañables y sabios ancianos de buen corazón, que son los siete enanitos creados por Wilder y Hawks, ingenuos como niños y lúcidos como genios. Representantes todos ellos del típico profesor académico, que poseedor de una mente brillante, continúa siendo, emocionalmente, analfabeto. Faltaba Sugarpuss para espabilarles a todos.

       “Potts: Nos has dado un buen curso teórico-práctico sobre cómo ser pardillos y la matrícula nos ha salido muy barata. Puede que no fuéramos dignos de ti, para que nos escogieras como sujetos de tu demostración. Ocho incautos... Como pescar en un barril.”

       Es inexorable mencionar que Barbara Stanwyck brilla, en esta película, como una auténtica “bola de fuego”, apodo de su personaje y título del film, realizando una composición perfecta de la desenvuelta y deslenguada cantante de sala de fiestas, que bajo una capa de dureza y cinismo, posee un buen corazón. La Stanwyck se mete al público en el bolsillo mostrándose divertida, insolente, irreverente, magnética, seductora y cariñosa.

       “Sugarpuss: ¿Quién ha decorado la casa? ¿El tipo que mató a Lincoln?

       Cautivando a los espectadores, lo mismo que a todos los miembros de la fundación, con su encanto, belleza y simpatía, además de hacernos reír, al mantener a raya, tan solo con chasquear la lengua, a la marimandona señorita Bragg (“Braga”, la llama ella) o al seducir a Potts, únicamente, con la ayuda de un rayo de sol y de unos cuantos libros en los que auparse para besarle.


Desde el primer minuto en que aparece en pantalla, bailando y haciendo como que canta el pegadizo “Drum Boogie” ―que en realidad, cantaba Martha Tilton―, al ritmo de la batería de Gene Krupa y su orquesta, la actriz se muestra tan segura de sí misma, en este papel, que ni siquiera el atractivo de Gary Cooper ni la veteranía interpretativa de los actores que interpretan a los “siete enanitos” logran hacerle sombra. Su interpretación le valió una merecidísima nominación al Óscar, en un año (1941) en el que demostró con creces su gran talento para la comedia, realizando otras dos magníficas interpretaciones en “Las tres noches de Eva” (Preston Sturges) y en “Juan nadie” (Frank Capra). Lo cierto es que Barbara Stanwyck se lo puso muy difícil a Virginia Mayo a la hora de interpretar este mismo personaje en “Nace una canción”, remake musical de la historia que el mismo Hawks rodó, en 1948, para lucimiento de Danny Kaye y de un grupo sublime de músicos de jazz, como Benny Goodman, Louis Amstrong o Tommy Dorsey, entre otros.


       En cuanto a Gary Cooper compone un personaje sensible y conmovedor, de esa forma en la que sólo él sabía hacerlo, para lograr resultar encantador a todos los espectadores, independientemente de la orientación sexual que tuvieran. Su interpretación es enternecedora y consigue convencer, pero lo cierto es que Stanwyck, en esta película consigue eclipsarle. Sin embargo, eso no nos impide disfrutar de la siempre atractiva presencia de Cooper en la pantalla, lo cual constituye uno de los alicientes más importantes a la hora de visionar, una y otra vez, este clásico de la comedia. Y aunque en esta ocasión, no brillara tanto como Stanwyck, no tuvo motivos para quejarse, ya que no hay que olvidar que ese mismo año ganó el Oscar por su interpretación en “El sargento York”, también a las órdenes de Hawks. Personaje, cuyo gesto de mojar la mirilla de su rifle antes de disparar, es homenajeado en “Bola de fuego” en un simpático guiño protagonizado por el personaje de Dan Duryea.


       “Pastrami: Lo vi en el cine, la semana pasada.”

       Entre los siete enanitos del film, sobresalen, por su especial relevancia en la historia, el profesor Gurkakoff, interpretado por Oscar Homolka, quien protagoniza un divertido accidente de coche:

       “Prof. Gurkakoff: Por la ley de la relatividad, no fui yo quien chocó con la señal, sino que fue la señal la que chocó conmigo. Déjenme explicarme.
       Prof. Jerome: Si lo hace, por la misma ley, su cabeza chocará contra esta botella.”

       Y, también, el profesor Oddly (Richard Haydn), el único de los profesores que tiene experiencia con las mujeres, por ser viudo, y que resulta de lo más cómico cuando pretende orientar a Potts con sus, algo ñoños y anticuados, consejos sexuales. Y aunque los siete actores que interpretaron a los siete profesores realizaron un impecable trabajo, podemos destacar al profesor Magenbruch, magníficamente encarnado por S. Z. Sakall, conocido actor apodado “Cuddles” (Abrazos), que, años después, interpretaría al inolvidable tendero de la hilarante comedia “Un hombre fenómeno” (1945), donde volvería a repetir ese gesto, tan suyo, de llevarse las dos manos a los mofletes ante cualquier sorpresa o contrariedad.

       Respecto al guión, el ingenio y el brillante estilo del tándem Wilder-Brackett, en la escritura, se hace patente en numerosos diálogos del film, entre ellos, cabe resaltar aquellos en los que algún personaje habla de sí mismo con absoluta sinceridad. Por ejemplo, en la conmovedora declaración de Potts a Sugarpuss:

       “Potts: Verás, he tenido una vida muy curiosa. Me gradué en Princeton cuando tenía sólo 13 años. Recitaba “tigre, tigre, ardiendo, brillante” cuando tenía un año. Antes de los dos, leía con total fluidez. A las personas así... Pues... Verás... Es que el polvo se te oxida en el corazón. Hacías falta tú, para soplarlo.
       Sugarpuss: Ya, pero yo no pretendía soplártelo y que te entrara en los ojos.”

       O cuando Sugarpuss le confiesa a Lilac que se ha enamorado de Potts:

       “Sugarpuss: Parece una jirafa y le quiero. Le quiero porque es capaz de emborracharse con un vaso de leche merengada. Y me encanta cómo se le ponen rojas las orejas. Le quiero porque no sabe besar, el muy idiota. Le quiero, Joe, es lo que intento decirte. No volveré a verle, pero no me casaré contigo.”

       También podemos reconocer el sello de Wilder, sobre el guión, en pequeños detalles, tales como el hecho de que Joe Lilac siempre use pijamas de color lila, que nos recuerdan al gánster de “Con faldas y a lo loco” al que llamaban “Botines”, porque siempre llevaba botines. O las divertidas referencias a la matanza de San Valentín, que ya aparecen en otras comedias de Wilder, como “Primera plana” o “Con faldas y a lo loco” y que, en “Bola de fuego”, protagoniza el profesor Magenbruch al ver a los gánsteres entrar en la fundación con las metralletas:

       “Prof. Magenbruch: ¡Es la matanza de San Valentín!”


       La película, enriquecida con el talento de dos artesanos del cine de la talla de Wilder y Hawks, ―sin desdeñar, por supuesto, la pluma de Brackett―, consigue componer una espléndida comedia, menos alocada de lo que solían ser las de Hawks, pero también menos cáustica de lo que acostumbraban a ser las de Wilder y, desde luego, con un equilibrio perfecto entre la locura de uno y el sarcasmo del otro. Wilder decía no haber aprendido nada de Hawks, pero habiendo podido presenciar en el plató su labor de dirección, y siendo Wilder un hombrecillo más listo que el hambre, resulta difícil de creer que no sacara ninguna enseñanza de ello. Y seguro que Hawks también supo aprender alguna que otra cosa del Wilder guionista. De cualquier modo, ambos cineastas tenían en común, junto a un exquisito sentido del humor, su gusto por la ironía y su hábil manejo a la hora de medir el tempo, el tono y el ritmo de una comedia. Y, tanto uno como otro, coincidían en el experto uso de unos secundarios poseedores de un potente motor cómico, ya fuera por su excentricidad o por aspectos exagerados de su personalidad, con los que conseguían aportar a la trama principal momentos realmente tronchantes. Por todo ello, y a pesar de sus diferentes estilos, ambos creadores demostraron complementarse a la perfección, en esta película, consiguiendo una divertida y entrañable comedia de elevada calidad.

       Aunque, en el guión de “Bola de fuego”, el cuento de Disney quedara irreconocible, podemos citar algunas claras coincidencias con la película de animación:

       1 El regreso, en fila india, de los enanitos al hogar, después de una dura jornada de trabajo, se convierte, en “Bola de fuego” en un paseo matutino por el parque, en fila de a dos.
       2 La primera vez que Blancanieves aparece en la película de Disney, lo hace cantando. Lo mismo que Sugarpuss en “Bola de fuego”.


       3 Los enanitos se esconden de Blancanieves, la primera vez que la ven, creyendo que es un fantasma, mientras que los profesores se esconden, por pudor, de Sugarpuss, cuando ella les sorprende en camisón al llegar en plena noche.
       4 Los enanitos de Disney consienten en lavarse, sólo para complacer a Blancanieves y los profesores se acicalan para impresionar a Sugarpuss.
       5 Sugarpuss enseña a los profesores a bailar la conga, protagonizando con ellos un animado baile. Tal como hiciera Blancanieves en la película de Disney.
       6 Al despedirse de los enanitos, Blancanieves les besa, uno por uno, de una forma de lo más recatada y Sugarpuss hace lo propio, cuando, tras anunciar su compromiso de bodas, los profesores expresan su deseo de besar a la novia.
       7 Los enanitos se enfrentan a la malvada reina usando como armas sus herramientas de trabajo, los profesores echan mano de sus conocimientos, sus libros o la lupa de un microscopio para plantar cara a los enemigos de Sugarpuss. Y, al igual que la malvada reina se despeña alcanzada por un rayo, el gánster de “Bola de fuego” cae desde cierta altura al interior del camión de la basura, alcanzado por el rayo del puñetazo, algo burdo, del profesor Potts, “enanito azul” de la película.

       Quizás, lo único que se eche de menos, en la versión de Hawks, respecto al cuento de Disney, sea la tenebrosa transformación de la malvada reina en una horripilante bruja, porque lo más horripilante que hay en “Bola de fuego” es la manera en la que Joe Lilac golpea y se burla de los sentimientos del pobre y desengañado Potts.


       “Lilac: Profesor, ¿de verdad creía que se casaría con usted? ¿Con 3000 dólares al año? Eso lo gasta en pintarse las uñas de los pies. Detesta usar las pieles del año pasado.”

       Pero la mayor diferencia, entre ambas versiones del cuento, es, sin lugar a dudas, que mientras, en el cuento de Disney, Blancanieves abandona a los enanitos para marcharse con el príncipe azul, a su lejano castillo de ensueño, en “Bola de fuego”, Sugarpuss se queda con el “enanito” Pottsi, en la fundación. ¡Es el triunfo de los enanitos sobre el príncipe azul! Y, tras ese malicioso triunfo, se puede adivinar, con facilidad, la sombra del tándem Wilder-Brackett.

       Lo que no podía faltar en la película de Hawks, ni en ninguna otra versión del cuento, es el famoso beso de amor con el que el príncipe despierta a Blancanieves. Un beso que también supone, para Sugarpuss, un verdadero despertar, el despertar al amor verdadero. Y una vez encontrado, ¿cómo resistirse a él? Sería interesante averiguar si Sugarpuss habría sido capaz de abandonar a Pottsi, después de ese beso, de no haber aparecido Lilac con sus matones en el hostal para llevársela. Es muy posible que no, puesto que también ella, después del beso, tuvo que mojarse la nuca, como ya hiciera Pottsi después de que ella le besara por primera vez. Y es que el amor, como hemos dicho, nos vuelve a todos idiotas, pero también nos enriquece y nos hace crecer, como seres humanos, hasta alcanzar límites con los que nunca hubiéramos soñado. ¿Y acaso no es esa la razón, por la que se dice que el amor mueve el mundo?