jueves, 7 de junio de 2018

WILDERMANÍA 2

“EL APARTAMENTO” de Billy Wilder (1960)
       

       Tragicomedia y obra maestra en la que Wilder nos enseña a ser un “mensch”, todo un hombre ―o toda una mujer―. El término alemán “mensch”, de origen judío, hace referencia a la persona que es responsable, amable, firme, íntegra y decente. El “mensch” sabe resistirse al contagio del famoso “todo el mundo lo hace” como sistema de auto exculpación. En definitiva, se trata de una persona que hace lo correcto de la manera correcta, aunque, para ello, tenga que saltar al vacío. Y eso es justo lo que terminan haciendo los protagonistas de la película, C. C. Baxter (Jack Lemmon) y Fran Kubelik (Shirley MacLaine) cuando comprenden que han elegido el camino equivocado y han termina por mancharse de lodo hasta el cuello; pero todo tiene solución, menos ya sabéis qué.

       Wilder sitúa esta entrañable historia de amor en el edificio de una compañía de seguros de Nueva York, donde él trabaja de contable y ella de ascensorista. La empresa es semejante a una gigantesca colmena en la que todos y cada uno de los zánganos ocupa una pequeña mesa y realiza un trabajo monótono y aburrido. C. C. Baxter es uno de esos zánganos que sueña con ascender en el escalafón de la empresa hasta llegar a tener un despacho propio en un piso superior. Y, aunque es un trabajador efectivo, sabe que conseguir el ansiado ascenso, dedicándose únicamente a hacer bien su trabajo, le llevará una indecente cantidad de años.

C. C. Baxter representa el típico personaje masculino Wilderiano, un hombre, en apariencia del montón ―”un pobre diablo”, dirá el señor Kirkeby, uno de sus jefes―, que cae en la tentación de coger un atajo, no demasiado digno, para satisfacer sus ambiciones profesionales. Y como suele ocurrir en las películas de Wilder, todo comienza de una manera casual. Ese impulso que induce al protagonista a obrar mal se presenta como algo sin importancia, algo venial que parece no hacer mal a nadie, pero que es el principio de un camino de perdición. Cuando Baxter empieza a prestar la llave de su apartamento a sus jefes, lo hace de una manera inocente, incluso servicial, sin esperar recompensa alguna:

       “Baxter: Un día, un compañero que vive en Jersey, tuvo que asistir a un banquete en el Baltimore, su esposa vendría a la ciudad y él necesitaba un sitio donde ponerse el smoking, así que le presté mi llave. Seguramente se lo contó a los demás y, al poco tiempo, todos mis compañeros tenían que ir a algún banquete. Y la llave que se ha prestado a un compañero, no se puede negar a los otros.”

       Sobre todo si “los otros” son cuatro jefazos de la empresa en la que uno trabaja... Y así es como el apartamento de Baxter termina convirtiéndose en el picadero oficial de los mandamases de la compañía, que cada vez abusan más y más tiempo de su generosidad, hasta que Baxter apenas puede disfrutar de su propio apartamento, viéndose obligado a pasar hambre y frío en la calle mientras espera. Para colmo, sus vecinos, el doctor Dreyfuss y su esposa Mildred, están convencidos de que el señor Baxter es un juerguista redomado y un mujeriego:

       “Dr. Dreyfuss: Cuando haga testamento y, al paso que va, no lo demore, ¿le importaría dejar su cuerpo a la facultad?"

       La mala fama de Baxter entre sus vecinos es toda una ironía, porque todo el mundo lleva mujeres al apartamento de Baxter, menos Baxter, que está enamorado de la señorita Kubelik, quien siempre tiene una sonrisa amistosa para él. Impresionar a la señorita Kubelik es la razón principal por la que Baxter anhela tanto ese ascenso. Lo que Baxter ignora es que también Fran Kubelik sueña con un ascenso: de amante de un hombre casado, a esposa. Siempre con la eterna ilusión de que el señor Sheldrake (Fred MacMurray), jefazo de la empresa, pida el divorcio a su mujer para casarse con ella.


Fran Kubelik también ha cogido un atajo para encontrar el amor sin esperar al hombre adecuado. En su caso, la tentación se presentó bajo la forma de un enamoramiento de verano, cuando la mujer de Sheldrake estaba de vacaciones y él aprovechó para seducirla (la mujer se va de vacaciones y el marido aprovecha para ligar, idea que Wilder ya desarrolló en el argumento de “La tentación vive arriba” de 1955):

       “Kubelik: Yo sería una póliza peligrosa si me aseguraran en cuestiones de amor. La primera vez que me besaron fue en un cementerio.”

       En realidad, tanto Kubelik como Baxter son “pólizas peligrosas”, van a la deriva por el proceloso mar de los seguros y por eso estaban destinados a encontrarse y a reconocerse, lo mismo que dos náufragos, entre los miles y miles de empleados de la compañía:

       “Baxter: Lo primero que me llamó la atención en usted, fue que siempre lleva un flor.”

       “Kubelik: Usted merece tener suerte, es el único que se quita el sombrero cuando entra en el ascensor.”

       Baxter se enamora de ella de inmediato, pero no sabe que el corazón de la señorita Kubelik pertenece al mismo y prepotente señor Sheldrake ―nombre que a Wilder le gustaba usar para sus personajes― que acaba de prometerle un ascenso a cambio de la llave de su apartamento. Baxter se la entrega, ignorando que piensa llevar allí a la señorita Kubelik; será cuando lo descubra, justo el día de Nochebuena, cuando tome conciencia de que justo al ascender de rango y conseguir un despacho propio en un piso superior, es cuando ha caído más bajo. Baxter se emborracha tratando de olvidar que, mientras él está solo en un bar, el señor Sheldrake está en su apartamento con la mujer de sus sueños y cuando va por el séptimo Martini ―Wilder nos informa del número de copas que lleva mostrándonos el dibujo que está haciendo con los palillos de las aceitunas sobre la barra del bar―, se le acerca una chica tan solitaria y tan borracha como él y ambos acaban bailando mejilla con mejilla para no perder el equilibrio:


       “Sra. MacDougall: ¿A dónde vamos? ¿A mi casa o a la tuya?
       Baxter: Vámonos a la mía. Todo el mundo va allí...”

       Finalmente, Baxter se deja llevar por la corriente, dispuesto a comportarse como el juerguista que sus vecinos suponen que es. Pero la señorita Kubelik, alma gemela de Baxter, tampoco está teniendo una agradable Nochebuena, ella también ha sufrido un desengaño. La secretaria de Sheldrake, la resentida señorita Olsen, le ha abierto los ojos respecto a su historia de amor con Sheldrake:

       “Olsen: Se da maña para engatusar a las mujeres. Siempre su rinconcito en el restaurante chino y su cuento de que va a divorciarse. Y luego acaba dándole a una con la puerta en las narices.”

       Y Fran, desesperada, acaba tomándose el frasco de somníferos que encuentra en el cuarto de baño de Baxter. El propio Baxter se la encuentra inconsciente sobre su cama al llegar con la Sra. MacDougall, y ahí comienza la parte más sentimental, de la película más romántica y Chaplinesca de Wilder. ¿Por qué Chaplinesca? Para empezar, el principio de “El apartamento” coincide con el de “Tiempos modernos”, película de Chaplin de 1936, ambas películas nos muestra la alienación que sufre el individuo dentro de una gran empresa, donde son tratados como borregos, según Chaplin, y como abejas, según Wilder. Además, la situación romántica de la que hablábamos ―un buen hombre cuida, en su apartamento, a una chica hermosa y desgraciada que ha tratado de quitarse la vida― es similar a la que nos narra Chaplin en su película “Candilejas” de 1952. ¿Y qué puede haber más romántico que tener a la mujer de tus sueños metida en tu cama y necesitada de afecto? Baxter se hace cargo de Fran, de inmediato: Primero, ayudando al doctor Dreyfuss a salvarle la vida y convenciéndolo para que no de parte del intento de suicidio a la policía; segundo, dejando que todos crean que es su amante para que no sepan que está liada con un hombre casado y por último, comprometiéndose a cuidarla hasta que recupere las fuerzas:

       “Baxter: Señorita Kubelik prométame que no cometerá una locura.
       Kubelik: ¿Y a quién le importaría?
       Baxter: ¡A mí!
       Kubelik: ¿Por qué razón no puedo yo enamorarme de alguien como usted?
       Baxter: Seguramente es una cuestión de gustos. Se quiere o no se quiere.”

       Sin embargo, durante el tiempo que Baxter y Fran pasan juntos en el apartamento comienza a nacer entre ellos una camaradería, un vínculo de cariño y comprensión, que ya se intuía en los momentos en que ambos coincidían en el ascensor. Son dos seres humanos que se entienden. Cuando están juntos son ellos mismos, no necesitan fingir, son sinceros el uno con el otro, disfrutan de la conversación y de la compañía. Baxter entiende que Fran está sufriendo a causa de Sheldrake, que la está utilizando y, del mismo modo, Fran entiende que Baxter es un buen hombre del que se aprovechan los buitres de la oficina:

       “Kubelik: Usted es una víctima.
       Baxter: ¿Una qué?
       Kubelik: Hay víctimas y aprovechados. Es el sino de cada cual y no tiene remedio.
       Baxter: Bueno, yo no diría eso.”

       Para la señorita Kubelik Baxter es otra víctima como ella. Sin embargo, Baxter no se considera una víctima, él tiene un objetivo, ascender, y por eso deja que se aprovechen de su generosidad, no se da cuenta de que está perdiendo la dignidad en el intento. Baxter salva la vida a la señorita Kubelik, pero ella también le salva a él de la degradación moral en la que estaba cayendo obsesionado por el ascenso:


       “Baxter: ¿Qué le parece si hablo con el señor Sheldrake para que le de un empleo mejor? La podrían nombrar jefa de ascensores.
       Kubelik: Hay muchas ascensoristas más antiguas que yo y que merecen ese puesto.
       Baxter: No es problema.”

       La filosofía que encierra el guión de “El apartamento” trata de esto precisamente, de cómo se aprovecha la mayoría de la gente de las personas nobles como Baxter y Fran, hasta arrebatarles la propia autoestima y de la razón por la que esas personas nobles permiten que se aprovechen de ellos. Y es que el aprovechado suele manejar a la perfección el arte de poner la zanahoria delante del burro para que éste camine en la dirección deseada, se trata de la forma más primitiva de manipular a los demás: ofrecer al otro algo que sabemos que él desea para que haga lo que nosotros queremos. Cada vez que Baxter trata de negar la llave de su apartamento a uno de sus jefes, éste, inmediatamente, empieza a hablarle de la inminencia de su ascenso en la compañía. Y cada vez que Kubelik se muestra reacia, ante Sheldrake, a seguir manteniendo con él una relación, éste le habla de las gestiones que está haciendo para pedir el divorcio. Aunque, al final, ―y precisamente cuando ambos consiguen lo que tanto deseaban― nuestros protagonistas, más que dos víctimas, se nos revelan como dos supervivientes, con las agallas necesarias para renunciar a todo y dejar plantada a la mismísima reina de las abejas ―esto es, al súper jefazo, señor Sheldrake― para formar su propia colmena juntos. Son lo que el doctor Dreyfuss llamaría dos “mensch”.


       Jack Lemmon, el único actor capaz de hacernos sentir verdadera vergüenza ajena y seguir cayéndonos simpático, realiza en “El apartamento” una de las interpretaciones más sinceras y entregadas de un hombre bueno que se hayan visto jamás en la historia del cine. Su actuación logra momentos realmente sublimes cuando consigue conmovernos hasta las lágrimas tan solo esbozando una sonrisa (tras recibir el casto beso de Kubelik en la frente, después de que el cuñado de ésta le tumbe de un puñetazo) o cuando logra que nos identifiquemos con su dolor, tan solo con el profundo desencanto que refleja su mirada perdida en el vacío (mientras bebe como un autómata en medio del bullicio navideño). Lemmon demuestra ser un actor espléndido, sensible, perfeccionista y divertido. Despierta nuestra simpatía interpretando personajes que nos recuerdan a nosotros mismos, en momentos que preferiríamos olvidar, y así se gana nuestro respeto y nuestra admiración. Nos duele su soledad, su fracaso, su incapacidad para decir no ―porque son los nuestros―, y nos sube la moral con sus arranques de generosidad, heroicidad y nobleza ―porque son los que nos gustaría tener―. Un hombre corriente que sólo quiere amar y ser amado, sobrevivir en la jungla de la gran ciudad en su pequeño y solitario apartamento. Jack Lemmon da vida al “mensch” que todos querríamos ser.

       Por su parte, Shirley MacLaine, esa gran actriz de ojos resplandecientes y sonrisa adorable encarna con suma sensibilidad y encanto a una chica inteligente y honesta que ha cometido una estupidez al enamorarse de la persona equivocada. MacLaine nos hace sentir la fragilidad y el sentido fatalista de la vida, que parece tener la señorita Kubelik, proyectando su mirada hacia un horizonte infinito que solo ella alcanza a ver y que rodea a su personaje de un fascinante halo de misterio capaz de embriagar a Baxter, lo mismo que al espectador. La amarga y resignada ironía con la que Fran habla de sus fracasos amorosos nos conmueve a través de la profunda tristeza con la que el rostro de MacLaine nos contagia su desencanto por la vida. ¿Quién no querría salvar a la maravillosa señorita Kubelik? ¿Y quién no querría ser ese hombre por la que ella estaría dispuesta a quitarse la vida?


       “Baxter: En el fondo, me siento halagado de que puedan suponer que una chica como usted hizo una cosa así, por un chico como yo.”

       El impecable y conmovedor guión de “El apartamento” nos presenta una narración basada en el efecto dominó o reacción en cadena, es decir, un acontecimiento que desencadena toda una serie de otros acontecimientos, donde todas las piezas encajan y nada es baladí ni irrelevante. Los personajes secundarios cumplen una función, son potentes, están bien construidos y caracterizados en sus más mínimos detalles para adornar con fuerza la trama principal, que avanza con firmeza hacia la escena final con una línea argumental recta y ascendente como una majestuosa secuoya. Entre estos personajes, cabe destacar al buen y esforzado doctor Dreyfuss (magníficamente interpretado por Jack Kruschen) que a pesar de tener a Baxter por un mujeriego y un trapisondista, lo aprecia y lo alecciona como a un hijo:

       “Dr. Dreyfuss: ¿Cuándo sentará la cabeza, Baxter? ¡Sea un mensch! ¿Sabe lo que significa?
       Baxter: No estoy seguro.
       Dr. Dreyfuss: ¡Un mensch!... Todo un hombre.”


       El doctor Dreyfuss siembra en Baxter la semilla de la propia dignidad, que brotará más tarde en el despacho de Sheldrake cuando éste, abandonado por su esposa, pretenda llevar a la señorita Kubelik al apartamento de Baxter por Nochevieja y Baxter, siguiendo los consejos de su médico, le niegue la llave y le tire a la cara su empleo:

       “Baxter: Lo siento, señor Sheldrake.
       Sheldrake: ¿Qué quiere decir?
       Baxter: Que no llevará a ninguna mujer a mi apartamento.
       Sheldrake: Baxter, le estoy hablando de la señorita Kubelik.
       Baxter: Y menos aún a la señorita Kubelik.
       Sheldrake: Repítalo.
       Baxter: No hay llave.”

       Wilder impregna la película de un lenguaje simbólico cargado de lirismo y fuerza cinematográfica, sirviéndose con habilidad de determinados objetos dramáticos:

- El espejo roto de Kubelik, en el que vemos el rostro deformado de Baxter con el corazón roto, al descubrir que Kubelik es la amante de Sheldrake.


- La llave del lavabo de los jefes, que todo el mundo confunde con la llave del apartamento de Baxter, por ser ambas de una apariencia similar y por servir ambas para abrir el lugar en el que los jefes van a hacer sus “necesidades”.
- El bombín que Baxter se compra al lograr el ascenso, símbolo de su éxito, y que, desencantado, termina abandonando sobre la cabeza de uno de los limpiadores de la compañía.
- La botella de champán, que Baxter descorcha y que Kubelik confunde con un disparo cuando está subiendo las escaleras (ya, en el guión de “Ninotchka”, Wilder utilizaba una botella de champán para simular un disparo).

       En cuanto a los diálogos de “El apartamento”, además de ingeniosos, afilados y divertidos, ―como suelen serlo todos los de Wilder―, en esta película, nos conmueven por su belleza y su poesía, algo poco habitual en Wilder, que logra sorprendernos con conversaciones extremadamente sensibles, sin caer en la cursilería (algo siempre incómodo para el espectador inteligente):

       “Baxter: Yo vivía como Robinson Crusoe. Era un náufrago entre ocho millones de personas. Hasta que un día, vi pisadas en la arena y la encontré a usted.”

       ¿Acaso puede haber una declaración de amor más bella?

       Finalmente, Wilder y Diamond consiguen realzar la integridad y superioridad moral de la pareja protagonista empleando con sutileza y maestría “el uso de contrarios”, personajes con cualidades opuestas a los valores éticos que Baxter y Kubelik representan. En el caso de Fran Kubelik, tenemos, por un lado, a la señorita Olsen (Edie Adams), secretaria y antigua amante de Sheldrake, cuya crueldad y carácter vengativo acentúan la dulzura y la resignación con la que Kubelik acepta el descubrimiento de ser para Sheldrake solo una diversión. Y, por otro lado, el caso de Sylvia (Joan Shawlee), la telefonista de la compañía que, como Kubelik, acompaña a uno de sus jefes al apartamento de Baxter, pero, a diferencia de Kubelik, ésta, lo hace por pura liviandad, como lo demuestra al protagonizar un striptease en la fiesta de Navidad de la empresa. Y, en el caso de Baxter, tenemos a todos los lascivos y groseros jefazos de la empresa, sobre todo, a Sheldrake, que a pesar de ser el amante de Fran, se desentiende de ella cuando intenta matarse por su causa mientras que Baxter se dedica a cuidarla en cuerpo y alma, esforzándose por distraerla y animarla, haciéndola jugar a las cartas.

       Wilder utiliza el juego de cartas como una metáfora de la vida, en la que, ocurra lo que ocurra, lo importante es seguir luchando. Por eso, Baxter insiste una y otra vez para que ella siga jugando hasta olvidar a Sheldrake:

       Kubelik: ¡Dios mío, qué sola me siento! Dígame, qué puedo hacer...
       Baxter: Ganar esta mano o habrá perdido.

       Aunque Baxter finge que se refiere a la partida de cartas, en realidad, está hablando del desengaño amoroso que Kubelik acaba de sufrir. Al final de la película, ella parece haber entendido lo que él pretendía con las cartas y así, retomando la metáfora de las cartas, Wilder logra uno de los finales más sofisticados y Chaplinescos de la historia del cine, sin necesidad del típico beso de los protagonistas.

       La elegante fotografía en blanco y negro de Joseph LaShelle y la melancólica banda sonora de Adolph Deutsch contribuyen a crear ese romanticismo trágico de un Wilder que nos muestra su faceta más sensible, sin caer nunca jamás en el sentimentalismo. Mezclando y agitando el dolor y el humor con tal sabiduría y lucidez que logra crear un cóctel eterno de humanidad y simpatía, que convierte “El apartamento” en la imperecedera obra maestra que es.