Mostrando entradas con la etiqueta Screwball comedy. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Screwball comedy. Mostrar todas las entradas

lunes, 8 de octubre de 2018

HAWKSMANÍA 2

“LA COMEDIA DE LA VIDA” (1934) de Howard Hawks


       Basándonos en las palabras que empleó Hawks para convencer a John Barrymore de que hiciera la película (“Eres el mejor comediante del mundo y no hay razón por la que no puedas hacer esto, porque es la historia del segundo mejor comediante del mundo”), podemos afirmar que esta película es la historia del segundo mejor comediante del mundo, interpretada por el primero. Y no es de extrañar que, con semejante argumento, el actor venciera todos sus escrúpulos y se prestara a hacer de histrión en esta alocada comedia sobre el mundillo teatral de Broadway.

       Con un guión de Ben Hecht y Charles MacArthur, basado en la obra “Napoleon of Broadway” de Charles Bruce Millholland, la película narra la historia del veterano y excéntrico empresario Oscar Jaffee (John Barrymore) que, deslumbrado por el genuino talento de una joven aspirante a actriz, la moldea a su antojo hasta convertirla en la gran estrella Lily Garland (Carole Lombard) e, inmediatamente después, la seduce y la hace su amante. Pero la enfermiza obsesión de Oscar por controlar a la joven, tanto en el escenario como fuera de él, termina por asfixiar a la chica, de tal modo, que decide abandonarle y huir a Hollywood. Años después, cuando ella se ha convertido en una gran estrella de cine, y él, tras acumular varios fracasos en taquilla, está en la ruina, el destino les hace coincidir en el tren “Siglo veinte” (título original del film y lujoso tren, que también fue elegido por Hitchcock para el encuentro entre Cary Grant y Eva Marie Saint en la película “Con la muerte en los talones” de 1959). Al enterarse de que Lily viaja en el tren, Oscar toma la determinación de recuperar a su estrella para salvar su teatro de la bancarrota, y, para ello, no duda en recurrir a toda una serie de subterfugios, que incluyen el victimismo, el chantaje emocional y la manipulación más descarada.

       Inspirada en el mito de Pigmalión, la historia plantea la habitual lucha de sexos del cine de Hawks, desde el punto de vista del veterano profesor que, enamorado de su alumna, pretende controlarla en cuerpo y alma, hasta que ella decide volar sola y, entonces, comienzan los problemas. En la película, incluso hay una cómica alusión a este tema, cuando Lily se burla de que Jaffee se llame a sí mismo Svengali, presumiendo de haberla creado ―John Barrymore, precisamente, había interpretado a este personaje en “Svengali” de Archie Mayo en 1931, película que narraba la historia de un profesor de música que hipnotizaba a una chica para convertirla en una cantante de éxito―. Desde esta perspectiva profesor-alumna, Hawks nos muestra, a través de los celos, la competencia profesional, la vanidad y el engreimiento, a dos egos enfrentados hasta la extenuación. El drama de dos profesionales del teatro que no aciertan a distinguir la vida de la ficción y que, incapaces de dejar de interpretar, actúan dentro y fuera del teatro, hasta terminar por convertir sus propias vidas en una eterna comedia ―además de agotar a los pobres seres humanos que tienen la desgracia de tener que soportarlos―.

       “Lily: Desconocemos el amor, a menos que alguien lo escriba y lo ensayemos. Tan sólo somos reales en el escenario.”

       Hay una escena en el tren, de gran patetismo cómico, que nos muestra el extremo hasta el que, ambos, son capaces de fingir sus emociones: Jaffee y Lily, después de una terrible discusión, se desploman cada uno en un asiento gritando y fingiendo estar al borde de un colapso nervioso por culpa del otro, pero su arrebato es tan falso que desaparece en cuanto llega otro personaje y les distrae. Pero ¿acaso no fingimos todos en nuestras vidas? Quizás Jaffee y Lily lo hagan de una forma más exagerada, pero como dijo Juan Marsé “la exageración es el modo más exacto de decir la verdad”.


       Y para demostrarnos que la vida no es más que una comedia, Hawks no podía situar su historia en otro ambiente que no fuera el teatral, grupo profesional al que pertenecen los protagonistas, cuyo líder supremo es Oscar Jaffee, el superpoderoso amo que gobierna la vida de todos los habitantes de su teatro, a los que exige una entrega absoluta y al que todos temen y respetan. Típico protagonista Hawksiano, el gran profesional al que todos admiran y en el que todo el grupo confía de manera incondicional. Para Hawks era importante situar a sus protagonistas dentro de un marco profesional, en el que destacaran por su gran talento y capacidad. Sus personajes solían ser los mejores en sus respectivos oficios y lo demostraban al tener que desempeñarlos en situaciones extremas, donde cualquier error podía significar el fin. En “La comedia de la vida”, debido a la inestabilidad intrínseca a la profesión teatral, el protagonista demuestra su valía, en su capacidad para superar los fracasos y renacer de sus propias cenizas, como el ave fénix:

       “Jaffee: Soy como el boxeador, que al oír la cuenta de nueve, se incorpora con esfuerzo y a continuación, ataca con la furia de un león herido.”

       “Jaffee: Si yo soy un genio, Oliver, se debe a mis fracasos. No lo olvides nunca.”

       Esta exaltación de la profesionalidad como virtud suprema del ser humano es, quizás, el rasgo más típicamente norteamericano del cine de Hawks.

       Desde el principio de la película, Hawks nos sitúa en el ámbito teatral, al comenzar la historia por el momento mismo en que la compañía está ensayando la nueva producción y se anuncia la llegada de Oscar Jaffee, al teatro, como si se tratara del mismísimo príncipe de las tinieblas. El mismo Jaffee, cada vez que se enfada con su productor y le despide ―lo que ocurre bastante a menudo―, le expulsa del teatro como si le echara del propio averno:

       “Jaffee: ¡Fuera! Te cierro las puertas del infierno.”

       Mostrando la rutina de un ensayo, Hawks consigue adentrar al espectador en la parte más privada del trabajo teatral, ésa que el público nunca llega a presenciar y a la que solo los profesionales tienen acceso. Así, el espectador se familiariza con ese ambiente y conoce, desde el principio, las jerarquías y las relaciones que imperan en ese mundo misterioso y fascinante, que Jaffee considera un infierno, porque pertenecer a él, es como cumplir una condena eterna, por lo sacrificado e ingrato del oficio. Pero se trata de una condena que supone una enorme satisfacción personal para el que la cumple o, al menos, así lo deja entrever, el discurso de Jaffee a sus actores,  antes de empezar los ensayos, que supone toda una declaración de amor a esta profesión:


       “Jaffee: No hay nada más fascinante en el mundo que estrenar una obra. Observar cómo cobra vida paso a paso, ver a los diversos personajes emerger como genios de la botella... Ahora, antes de empezar, me gustaría que todos recordaran una cosa: No importa lo que yo diga, no importa lo que yo haga en el escenario, durante el trabajo, les quiero a todos. Aquellos que me han acompañado en anteriores batallas, ya me habrán oído decir que, sobre todas las cosas de este mundo, amo el teatro y a la gente que trabaja en él. “

       La ausencia de exteriores en la película ―salvo una pequeña escena en la estación, antes de que el tren salga― contribuye a crear esta sensación de que los actores están atrapados en su oficio, sin relacionarse con nadie que no pertenezca a él, entregados por completo a su trabajo, sin más familia que sus compañeros y siempre sometidos a las órdenes del “gran mago” ―como llama a Jaffee su inseparable mano derecha, Owen O’Malley (Roscoe Karns)―. Tanto es así, que una gran parte de la película transcurre en el interior de un teatro, mientras que el resto del metraje se desarrolla dentro de un tren, dos lugares en los que uno puede aislarse del resto del mundo con facilidad. El tren es un lugar, por sí mismo, algo claustrofóbico, un estrecho tubo ―del que nadie puede salir hasta llegar a su destino―, lleno de compartimentos y que se mueve a gran velocidad. La velocidad del tren contribuye a acentuar la urgencia de Jaffee por convencer a Lily de que firme un contrato con él, antes de que le embarguen su teatro, mientras que los diferentes compartimentos, además de subrayar el distanciamiento entre Jaffee y Lily, en esta segunda parte de la película, propician un continuo y cómico abrir y cerrar de puertas, que hubieran hecho las delicias de Lubitsch. Esta sacrificada entrega profesional, de la que hablamos, en el caso de Lily, resulta aún más opresiva, que para los demás actores, a causa de la relación amorosa que mantiene con Jaffee:

       “Lily: Durante tres años no he movido un dedo, ni he leído, ni he comido sin pedirte permiso, al menos dos veces. No he conocido a nadie. Ni siquiera he podido ver a mi madre. ¡Esto no es amor, es pura tiranía!”

       Atrapados, durante toda la película, en esta relación de amor-odio, que alterna momentos de dulzura y cariño, frente a otros de rabia y reproches, nuestros dos protagonistas se aman y se admiran, pero también se sacan de quicio y, aunque no se soportan, no pueden estar el uno sin el otro. Lily se aburre sin Jaffee y éste no deja de perseguirla para que vuelva junto a él y, sin embargo, los dos son tan orgullosos y cabezotas que no están dispuestos a reconocer sus sentimientos, se limitan a lanzarse puyas, a gritarse y a patalear, cualquier cosa antes que admitir que, a pesar de sus diferencias, la intensidad de su amor sigue latente.

       “Jaffee: Ella me ama. Lo sé por su manera de gritar. Debo llegar hasta ese amor, revivir sus sentimientos.”

       Y precisamente porque son incapaces de olvidarse el uno al otro, están condenados a seguir soportándose y peleando.

       “Lily: ¿Qué quieres, escorpión?
       Jaffee: Si eres feliz insultándome, adelante.
       Lily: Oscar no tienes perdón, eres el ser humano más retorcido que he conocido jamás.
       Jaffee: Nunca me has comprendido.”

       Y aunque Jaffee acuse a Lily de “lesa ingratitud”, en el fondo, sabe que él fue el culpable de que ella le abandonara.

       “Jaffee: El amor me cegó, ese fue nuestro problema.”


       Sabe que la obsesión que llegó a desarrollar por Lily se le fue de las manos y convirtió la existencia de la joven en un auténtico infierno, la trataba como si fuera algo de su propiedad y no como a un ser humano, como si fuera un objeto valioso que temía perder y que, como un avaro, atesoraba en la intimidad de sus dominios, para protegerlo de posibles ladrones:

       “Lily: No quiere que me mezcle con lo que él llama “gentuza”, y con eso se refiere a todo el mundo, menos a nosotros dos.”

       Cuando Lily, cansada de esa vigilancia perpetua, abandona a Jaffee, dejando a la mitad el espectáculo que estaban ensayando, comete una gran traición, no sólo hacia Jaffee sino hacia todo el grupo profesional, al que pertenecía y que confiaba en ella. Jaffee lo considera como una auténtica profanación y enloquece, destrozando todos los carteles en los que aparece la imagen de Lily Garland:

"Jaffee: ¡Anatema! ¡Hija de Satanás!"

       La traición de Lily al teatro y al mismo Jaffee, constituye otro de los temas habituales en el cine de Hawks, el miembro que traiciona al grupo, pero que termina redimiéndose y volviendo al redil, no sin antes hacer un gran sacrificio por el grupo, que el grupo acepta ofreciéndole una segunda oportunidad. En realidad, Lily nunca pudo olvidar a sus compañeros y siempre echó de menos su paso por Broadway, de la mano de Jaffee, por eso, conserva aún el alfiler que éste usó, en su primer montaje, para clavárselo en el trasero, con la intención de enseñarla a gritar de una manera auténtica. Después del estreno, y para seducir a Lily, justifica su atrevimiento con la frase más lúcida que pronuncia en toda la película:

       “Jaffee: Las penas de la vida, son las alegrías del arte.”

       La importancia de los objetos que, como este alfiler, poseen una importante carga emocional para los personajes o tienen un significado dramático en la trama, es otra de los rasgos típicos que observamos en el cine de Hawks (como el hueso del brontosaurio en “La fiera de mi niña”).


       El grupo profesional de la “La comedia de la vida” está formado, además de por Oscar Jaffee y Lily Garland, por otros tres personajes que conforman esta pequeña y particular familia teatral. En primer lugar, Oliver Webb (Walter Connolly), encargado de todo lo relacionado con la parte económica de la compañía, representa, para Jaffee, la personificación del vil metal, en lucha constante con el creador, al que sólo le importa su arte y se niega a rebajarse hablando de cuestiones económicas. Un problema muy habitual entre los profesionales del teatro, y de cualquier disciplina artística, en general.

       “Jaffee: ¿Qué sabes tú del talento? ¿Qué sabes del teatro? ¿Qué sabes de la genialidad? ¿Qué sabes de nada? Eres un contable.”

       Oliver es el personaje al que le toca soportar, con más frecuencia, los locos arrebatos de Jaffee, al que admira y aprecia como a un amigo, a pesar de tener que sufrir su trato despótico. El aspecto más cómico de este personaje consiste en que es un auténtico metepatas, el pobre Oliver siempre lo fastidia todo y siempre es despedido por ello, aunque nunca en serio:

       “Jaffee: Que venga Oliver.
       Owen: Le despidió.
       Jaffee: Y se está aprovechando de eso, ¿eh?”

       En segundo lugar, tenemos a Owen O’Malley, una especie de hombre para todo, de origen irlandés, que Roscoe Karns interpreta con unas maneras y un cinismo que recuerdan al matón de un gánster, más que al ayudante de un director teatral.

       “Jaffee: Duerme. Como todos los irlandeses, siempre fallan en los momentos cruciales.
       Owen: Escuche, estúpido engreído, bajo su estandarte, me han despellejado más de cuarenta veces.”

       Owen, es un borrachuzo, absolutamente leal a su jefe, tremendamente cínico y con un sentido del humor malicioso, pero sutil, como cuando hace referencia a la relación sexual entre Oscar y Lily, sirviéndose de la cama con forma de barca que ella tiene en su dormitorio:

       “Lily: ... celebraban la noche de Lily Garland, me preguntó si iría. Oscar estaba conmigo...
       Owen: ¿Remando?”


       Tanto Oliver como Owen permanecen fieles a Jaffee pase lo que pase, formando un trío tan inseparable, como los tres mosqueteros, por eso Owen, bromeando, llama a Oscar Jaffee, D’Artagnan, mientras que Oliver y él constituyen “la guardia negra”. Recordemos que la amistad entre hombres, pertenecientes a un mismo oficio, constituye otro de los lugares comunes de las historias Hawksianas.

       Y en tercer lugar, tenemos a la oveja negra del grupo, Max Jacobs (Charles Lane), el ayudante de dirección, un personaje, algo antipático, que, despedido por Oscar en un arrebato de ira ―a éste sí que lo despide en serio―, se convierte en su rival profesional y, pese a que nunca creyó en el talento de Lily, ahora que es famosa, se propone arrebatársela a Jaffee, por puro interés comercial.

       Para terminar, no podemos resistirnos a incluir en la familia teatral de la película a los dos seudo actores barbudos del tren (que, por su aspecto, nos recuerdan a los tres aviadores rusos de “Una noche en la ópera”, 1935, de los hermanos Marx), que se dedican a representar la Pasión de Cristo y que, haciendo las veces de coro griego, cada vez que se tropiezan con Jaffee, en el tren, no dejan de llamarle: “¡Maestro, maestro, maestro...!” como si fueran miembros de una sexta de la que Oscar Jaffee fuera el gurú supremo.

       Al margen de los personajes relacionados con el teatro, habría que mencionar también a un par de secundarios que juegan un destacado papel en el desarrollo de la trama. Por un lado; a George Smith (Ralph Forbes), el nuevo amor de Lily, que completa, junto a Oscar y Lily, el habitual triángulo amoroso de este tipo de alocadas comedias, en las que Hawks era un maestro. Por lo general, el tercero en discordia en estos triángulos amorosos solía tratarse de un personaje ridículo, simple o pagado de sí mismo, que, con su presencia, no hacía otra cosa que resaltar las cualidades de su rival amoroso, siendo siempre desbancado por éste, hacia el final de la historia.

       “Jaffee: Es la ironía final, se divierte con imberbes, después de Oscar Jaffee. Siempre supe que acabaría en el arroyo. ¡No, no lo soporto, se me parte el corazón!”


       En este caso se trata de un personaje anodino, que representa al joven rico, de buena familia, ocioso y atractivo, que sólo quiere a Lily para presumir de poseer a la gran estrella de cine, y cuando descubre que ya ha sido de Jaffee, la abandona haciéndose el ofendido, de manera muy teatral: 

       “Jaffee: Qué mutis... Ni una palabra... Esto es lo que hacía falta en “El corazón de Kentucky, cuando Michael deja a Mary Joe en el primer acto.”

       Lily, por su parte, no sólo no siente nada por él, sino que a su lado se aburre mortalmente, por lo que trata de mantenerlo alejado de ella el mayor tiempo posible. Para Oscar Jaffee librarse de ese joven es tan fácil como espantar a una mosca, pero, eso sí, antes de enfrentarse a él, tiene la precaución de ponerse un brazo en cabestrillo, fingiéndose herido, para evitar que el tipo le pegue, si llega a ponerse violento.

       Y, por otro lado, tenemos a Mathew J. Clark (Etienne Girardot), un loco que viaja en el tren y se dedica a pegar pegatinas con mensaje religioso y a firmar cheques falsos, por elevadas sumas de dinero, a todo el que se tropieza con él. Este personaje cómico, por su manera de burlar una y otra vez a los revisores, jugará, sin saberlo, un papel importante en las maquinaciones de Jaffee para conseguir que Lily firme el contrato. Hay un momento muy gracioso en la película en la que los revisores, al ver a Jaffee leyendo la Biblia, le confunden con el loco de las pegatinas y tratan de arrestarlo; ciertamente, una no sabría decir quién está más loco de los dos, si el loco o Jaffee.


       “Jaffee: ¡Es la gran ironía de mi vida: Asesinado por un loco!”

       El año en que se rodó la película, John Barrymore, hijo de actores de teatro, ya era una estrella, tanto en el cine como en el teatro, así que representar a un empresario y director teatral era moverse en un terreno que conocía a la perfección. Quizás por eso, su composición de Oscar Jaffee, con su elegante fular y su ingobernable flequillo, resulta tan convincente como divertida, a pesar de su exagerado artificio. “El gran perfil” ―como era conocido John Barrymore por sus rasgos armónicos―, envuelto en su abrigo oscuro y con un sombrero de ala ancha calado hasta las cejas, interpreta a este personaje, en el planteamiento de la película, como si se tratara de un halcón que, desde la altura de las bambalinas, acecha a una indefensa palomita, que revolotea sobre el escenario de su teatro, dispuesto a caer sobre ella en cuanto baje el telón. La palomita es nada más y nada menos que Carole Lombard ―la estrella de Hollywood a la que mejor le sentaba un traje de noche―, que nos regala dos magníficas versiones de Lily Garland; la primera, antes de que ésta se convierta en estrella, es todo candor, ingenuidad e inocencia; la segunda, después de que la tiranía de Jaffee la enseñe a sacar las garras, es todo desparpajo, cinismo y rebeldía. Si John Barrymore, cuando Jaffee se enfurece, salta de rabia con los puños apretados, Carole Lombard no se queda atrás y cuando Lily se enfada, se golpea la cabeza con los puños mientras patalea de impotencia. Ambos actores, comportándose como dos niños mimados, compiten en histrionismo, de una forma tan cómica, desproporcionada y patética que nos recuerda la forma de interpretar de las estrellas del cine mudo, todo exageración.


       Se nota al contemplar la cinta que ninguno de los dos intérpretes estaba dispuesto a dejarse eclipsar por el otro y, aunque ella está maravillosa y divertidísima, y pronuncia una frase que resume el espíritu de toda mujer Hawksiana: “no me arrastraré ante ningún hombre”, el protagonismo de Barrymore es difícil de cuestionar. El actor compone un personaje, fascinante y endiosado, que nos seduce con sus retorcidas salidas de tono, casi tanto, como con sus momentos de estudiada y maquiavélica mansedumbre o con su verbo retorcidamente teatral. Pero Barrymore no sólo interpreta a Jaffee, sino que también interpreta a Jaffee interpretando, de forma desternillante, a toda una variedad de personajes, cuando está dirigiendo a sus actores. Jaffee, ama tanto el teatro, que vive cada escena con intensidad, y así le vemos imitar a un viejo mayordomo, a una jovencita cursi, el “tilín, tilín, tilín” del timbre de la puerta o incluso el berrido de un camello, lo que sea por dar vida a una escena. Un personaje tan acostumbrado a fingir, que ni él mismo sería capaz de distinguir cuando está siendo sincero, y, paradójicamente, a pesar de que se pasa la película actuando, se permite el lujo de despreciar a los actores, en un momento en que, acuciado por las deudas, se ve obligado a disfrazarse de anciano para poder escapar de sus acreedores:

       “Jaffee: Nunca creí que pudiera caer tan bajo como para convertirme en actor. Ha sido humillante.”

       En definitiva, podemos afirmar que John Barrymore, al dar vida de forma magistral a Oscar Jaffee, no defraudó la confianza que Hawks puso en él, al ofrecerle este personaje, histriónico y sin escrúpulos, que nos cautiva con su arrebatadora personalidad y sus inolvidables travesuras a la hora de sacar adelante, como sea, una producción.


       “Owen: ¿Deprimido, O.J.?
       Jaffee: Mas bien, acabado.
       Owen: ¿Cómo se llamaba aquel poeta que decía que siempre está oscuro antes del amanecer?
       Jaffee: No lo sé, Owen, pero era un idiota.”

domingo, 9 de septiembre de 2018

HAWKSMANÍA 1

“LA FIERA DE MI NIÑA” (1938) de Howard Hawks

       Hawks aborda, una vez más, la lucha de sexos, en esta película, que puede que sea la screwball comedy más alocada que se haya rodado jamás, porque todos y cada uno de los personajes que intervienen en ella están completamente chiflados ―y no es que lo diga yo, el propio Hawks lo confesó ante el fracaso inicial en taquilla del film: “Aprendí la lección. Nunca más haré una película en la que todos sus personajes estén chiflados”―. Para empezar, la pareja protagonista parece sacada de la fábula de la cigarra y la hormiga. Susan Vance (Katharine Hepburn), rica heredera de la alta sociedad, es la cigarra, que le canta con despreocupación a un leopardo, y David Huxley (Cary Grant), paleontólogo del museo de historia natural, es la hormiga, obsesionada con recolectar huesos de brontosaurio. Pero, a diferencia de la fábula, la película termina con un final feliz en el que la hormiga acaba cantando con la cigarra y la cigarra acaba por recolectar huesos junto a la hormiga. Ya saben, “si no puedes vencerlos, únete a ellos”, podríamos decir que esa es la moraleja del film, mucho más compasiva y esperanzadora que la de la fábula, con esa hormiga repelente y cruel dándole con la puerta en las narices a la pobre cigarra en mitad de una nevada... Y es que, como decía Fernando León de Aranoa en “Los lunes al sol”: “Si naces cigarra, estás jodido”. Es cierto que al principio de la película, la hormiga también trata de deshacerse de la cigarra, pero no porque la desprecie, sino porque su forma de ser la perturba:

       “David: Susan, Susan, usted lo ve todo de modo diferente. Le aseguro que nunca he conocido a nadie igual.”

       Cuando conoce a Susan, David tiene toda su vida planeada al detalle ―terminar el esqueleto del Brontosaurio, conseguir un millón para el museo y casarse con su ayudante y prometida, Alice Swallow (Virginia Walker)―, pero entonces Susan se enamora de él y, en su afán por retenerle a su lado, consigue desbaratar todos sus planes. David es un hombre reflexivo ―la primera vez que aparece en pantalla parece el mismísimo Pensador de Rodin― y responsable, que cumple siempre con su obligación y se entrega a su trabajo en cuerpo y alma, hasta el extremo de estar dispuesto a casarse con él:

       “Alice: Nuestro matrimonio no supone compromisos domésticos de ninguna clase.
       David: ¿Qué quieres decir con eso?
       Alice: Está claro, ¿no crees?
       David: Oh, sí, sí, de ninguna clase, pero... ¿eso incluye también a los hijos?
       Alice: Exacto. Este será nuestro hijo.” ―dice señalando el esqueleto del Brontosaurio.

       Por el contrario, Susan es una desocupada y despreocupada chica de clase alta, que vive el presente con absoluta intensidad sin pensar en el mañana, tan caprichosa y excéntrica, que se lanza a cualquier aventura sin reparar jamás en las consecuencias de sus actos. Se muestra siempre optimista en todo momento y su lema vital parece ser: “Todo se arreglará”. Todo lo opuesto a David, que es un pesimista nato que siempre está preocupándose por el futuro:

       “Susan: David no hay quién le entienda, en cuanto se arregla una cosa, empieza a preocuparse por otra. Es usted incorregible.”

       Y cuando dos personajes con filosofías de vida y personalidades tan antagónicas se encuentran, el desastre está servido.

       “David: Oh, tengo el presentimiento de que algo terrible va a pasar.
       Susan: No, no, David, todo saldrá a pedir de boca.
       David: Ya nada me importa.”


       Pero el desastre no tiene por qué ser algo negativo, a veces, supone una renovación, una catarsis con la que deshacerse de lo que ya no sirve para dejar paso a algo nuevo, que nos ayude a seguir creciendo, y eso es lo que le ocurre a nuestro protagonista, el serio y formalito, David Huxley, atrapado en una vida cuadriculada en la que todo es obligación y no hay espacio para la diversión, para el amor o para los hijos. David, al principio, siente vértigo, se resiste al cambio, se asusta, trata de escapar ―”David: Lo sensato era salir huyendo en cuanto la vi a usted.”―, pero Susan no se lo permite, está dispuesta a luchar por él hasta el final ―“Susan: ¡Es el único hombre al que he amado!”―. Y junto a Susan, David termina por hacer cosas de las que nunca se hubiera creído capaz, como hacer de niñera de un leopardo, perseguir a todas partes a un perro que ha enterrado la clavícula intercostal de un Brontosaurio o dejar que le tomen por el lunático señor Hueso o por el atracador Jerry “el tenazas”.

       “David: Sí, acabaré chiflado. ¿Cómo es posible que le ocurran todos estos disparates a una misma persona?”

       Lo malo de las grandes diferencias existentes entre los protagonistas es que la comunicación entre ellos parece imposible, cuando hablan da la impresión de que nunca lograrán entenderse, quizás por eso resulte tan incomprensible que se lo pasen tan bien juntos; y es precisamente esa incapacidad, que tiene la pareja para comprenderse, la que permite a los guionistas idear un sinfín de malentendidos y de diálogos absurdos que hacen las delicias del espectador:

       “Susan: ¿Sabe por qué me sigue usted? Está obsesionado.
       David: Yo no la sigo. Estaba sentado aquí y no me he movido. No, por favor, es usted quién me sigue a mí.
       Susan: Oh, no sea absurdo, ¿quién sigue siempre a quién?
       David: Escuche jovencita, yo no corro detrás de nada ni de nadie, como no sea detrás de una pelota.
       Susan: Está usted irritado, ¿verdad?
       David: Sí, lo estoy.
       Susan: El impulso amoroso en el hombre se revela, con frecuencia, en algunas demostraciones violentas.
       David: Perdone, ¿qué impulso?
       Susan: El impulso amoroso. Lo que ocurre es que está usted obsesionado.”


       El guión, basado en un relato de Hagard Wilde, fue escrito por Dudley Nichols, Robert A. McGowan, Gertrude Purcell y la misma Hagard Wilde. Todo un acierto emplear a dos hombres y a dos mujeres en la escritura de un guión que se basa en la lucha de sexos como elemento principal de la trama, ya que el equilibrio logrado entre el punto de vista femenino y el masculino enriquece visiblemente el resultado final de la película. Los guionistas de “La fiera de mi niña” supieron salpicar el argumento con diversos embrollos, a cual más hilarante y divertido, recurriendo al socorrido recurso de la utilización de “iguales”, en este caso, dos leopardos idénticos ―uno manso como un gatito y el otro una bestia asesina―. En el teatro clásico, el uso de “iguales” ―tradicionalmente hermanos mellizos o gemelos― era ya un medio, usado por comediógrafos de la talla de Plauto, Shakespeare o Goldoni, para crear situaciones cómicas con excelentes resultados. Y en el cine, en “Dos pares de mellizos” (1936), el gordo y el flaco pusieron de manifiesto que se trataba de un fuente inagotable para crear enredos tronchantes. Hawks recoge esta técnica y la adapta a la screwball comedy haciéndola más disparatada aún, al usar dos animales, tan poco habituales en la ciudad de Conneticut, como dos leopardos, y para más inri, uno de ellos se llama Baby y siente debilidad por la canción “I can’t give you anything but love, Baby”, que los protagonistas cantan a todas horas. Supongo que por necesidades del doblaje, en la versión española, la canción pasó a llamarse “Todo te lo puedo dar menos el amor, Baby”, que significa todo lo contrario a lo que dice la canción original, pero, en fin, da igual, porque resulta igualmente divertida, además, este estribillo ya ha pasado a formar parte del imaginario colectivo de cualquier cinéfilo español que se precie.


       “La fiera de mi niña”, siguiendo la línea de las Screwball comedies norteamericanas de los años 30 y 40, está plagada de situaciones absurdas ―que resultarían inverosímiles de no estar chalados, como hemos dicho, todos los personajes―, y cuenta, asimismo, con unos diálogos rápidos y brillantes, en los que el ingenio, la ironía, la socarronería y el sarcasmo salpican con elegancia cada una de las conversaciones que sostienen los actores, que se pisan unos a otros las frases para conseguir mayor realismo ―marca de la casa del cine de Hawks―. Y si a todo eso le sumamos a Cary Grant por los suelos con el frac roto y la chistera aplastada, a Katharine Hepburn completamente desatada y con la ropa interior al aire, a un montón de gente corriendo despavorida por la cárcel entrando y saliendo de las celdas, a parejas sexagenarias que pasean a “paso ligero”, cacerías nocturnas por Conneticut persiguiendo a un leopardo rifle en ristre, accidentes de coches, destrozos en el interior de un museo y pedradas a gente respetable en mitad de la noche, obtenemos una screwball comedy, de ritmo perfecto, que cuenta con todos los ingredientes de este subgénero norteamericano de la comedia, incluido el hecho de que el rol agresivo, típicamente masculino en las relaciones sentimentales, lo interpretara una mujer mientras que el rol pasivo, tradicionalmente asignado a la mujer, lo interpretaba un hombre. Este punto de vista acerca de la conquista amorosa permite generar un gran número de situaciones divertidas e inesperadas, que llevan al protagonista masculino a perder los papeles, a desesperarse y, por último, a descubrirse a sí mismo.


       Heredera de las mujeres del cine de Lubitsch, Susan Vance lleva la iniciativa en el juego amoroso, abrumando al pobre David con las desinhibidas demostraciones que hace de la irresistible atracción que siente por él. Y es que, a diferencia de su prometida, Alice, que no parece experimentar ningún deseo físico por David ―algo incomprensible siendo interpretado el personaje por Cary Grant―, Susan se muere por besarle y no pierde ocasión para decirle lo guapo que es. Y claro, al final, es la que termina llevándose el gato al agua, de manera que cuando la película está llegando a su conclusión, David está tan enamorado de Susan y tan preocupado por todo lo que esto conlleva (“David: El hombre que se quede con usted, no tendrá más que problemas.”), que ni se inmuta al recuperar la clavícula intercostal, que el perro de la tía Elizabeth había perdido, mientras que, antes de conocer a Susan, la simple noticia de que habían encontrado el hueso en las excavaciones bastaba para hacerle el hombre más feliz del mundo. Y lo cierto es que ambos personajes se complementan a la perfección, David frena la loca impulsividad de Susan y ésta, a su vez, le da el empujoncito que él necesita para ser más atrevido y dejar atrás esa encorsetada y estirada forma de vivir que tenía antes de conocerla. David se contagia de la locura de Susan hasta el punto de que su prometida termina por romper con él:

       “Alice: Sólo quiero decirte que me alegro de que, antes de casarnos, te mostraras tal y como en realidad eres, un individuo veleta.
       David: Sí. Ahora soy una veleta...”

       Y, curiosamente, Susi “la veleta” es el apodo que Susan se adjudica a sí misma cuando en la cárcel se hace pasar por delincuente. ¿Casualidad? Tal vez, pero yo me inclino a pensar que Hawks, usando a propósito el mismo apodo, quiso hacernos entender que el cambio que se había operado dentro del personaje de David, tras conocer a Susan, consistía en haber aprendido a dejarse llevar como una veleta, según soplara el viento, que es lo mismo que hace ella durante toda la película.


       Cary Grant interpreta en esta comedia a un personaje formal, apocado, despistado y manipulable que se aleja del habitual rol del galán simpático y algo caradura que solía interpretar en sus películas, y que le sentaba casi tan bien como el smoking, demostrándonos que, gracias a su gran talento para la comedia, podía llegar a ser igual de divertido haciendo de modosito, que de sinvergüenza. Hawks consideraba que, para interpretar una comedia, Grant era el mejor, porque nadie podía hacerlo como él. El mismo Billy Wilder siempre quiso contar con Grant para sus comedias, aunque nunca lo consiguió. Títulos como “Arsénico por compasión”, 1944, de Frank Capra, “Me siento rejuvenecer”, 1952, de Hawks, o “La fiera de mi niña” nunca hubieran sido lo mismo sin él. Sin embargo, parece ser que, al principio, Cary Grant no se sentía demasiado cómodo con el personaje de David Huxley, hasta que Hawks le sugirió que se inspirara en Harold Lloyd y a partir de ahí todo fue como la seda. De hecho, en la cinta que nos ocupa, Grant realiza una composición perfecta de la transformación que experimenta este tímido paleontólogo al tener que enfrentarse a todas esas situaciones incómodas, enervantes e incluso peligrosas a las que lo somete el torbellino Susan. A través de la interpretación de Grant, podemos sentir la turbación, la desesperación, la rabia, la impotencia y la alegría de David, en un maravilloso abanico de emociones, gestos y reacciones de lo más tronchantes.


Ese dominio que ejercía Cary Grant sobre el gesto y sobre la expresión corporal le convirtieron en el dios de la Screwball comedy, y eso sin ser un cómico propiamente dicho, quizás, por eso resultara tan convincente, porque se limitaba a componer un personaje y a reaccionar, y, con sus reacciones, siempre conseguía sorprendernos y hacernos reír, y es que, en una comedia, nadie sabía reaccionar como Grant ―y los que lo intentaban acababan sobreactuando―. Sin ir más lejos, la reacción de Cary Grant al ver al leopardo en el cuarto de baño de Susan es, sencillamente, impagable. En “La fiera de mi niña” hay momentos en que la cara de circunstancia de Grant nos recuerda a la de Oliver Hardy cuando se pegaba un buen testarazo por culpa de Stan Laurel y, en lugar de matarle, se limitaba a tamborilear con los dedos en el suelo, armándose de paciencia. David tampoco quiere matar a Susan, aunque a veces, Grant nos muestra con su actuación que le gustaría estrangularla, golpearla y... besarla. Sí, pero esto último nunca lo haría, porque David es un hombre comprometido y digno. Y precisamente por eso, la mayor parte de la película dedicada al slapstick, es decir, a los golpes y porrazos, recae sobre él, ya que ver a un personaje serio partirse la crisma siempre es más divertido que si la crisma se la parte el típico gracioso, porque del gracioso se puede esperar cualquier bufonada, pero de un digno paleontólogo sólo se espera una conferencia.

       “David (A Susan): Debí presentir que estaba usted aquí. Lo intuí tarde, cuando ya estaba en el suelo.”

       Así, vemos a Grant sufrir unas cuantas caídas a lo largo de la película, y resulta bastante cómico y creíble en todas ellas, sin perder la compostura y por supuesto conservando esa clase y esa elegancia que le hacían estar divino incluso vestido con un vaporoso salto de cama, divino y desternillante. Y por todo ello, pensar en una comedia de los años treinta o cuarenta es pensar en el inimitable Cary Grant.

       En cuanto a Katharine Hepburn, “La fiera de mi niña” fue la primera comedia que interpretó en el cine, con un resultado admirable. Si bien, al principio del rodaje, trataba de ser graciosa sin resultado, tras recibir de Hawks la indicación de que para hacer comedia había que ponerse muy serio, y después de dejarse aconsejar por el veterano Walter Catlett, la Hepburn supo encontrar su propia vis cómica y sacarle partido, haciendo de Susan Vance el personaje más chiflado de todos los personajes chiflados de esta chiflada película, una loca de remate agotadora, pero divertidísima. Después de esta película, Hawks llegó a decir que si Katharine Hepburn era tan genial, era porque era capaz de aprender cualquier cosa, de cualquiera. Y gracias a esa genialidad, logra transmitirnos, con su interpretación, ese eterno estado de despreocupación en el que vive Susan, que incluso cuando se preocupa, da la impresión de no estar preocupada de verdad. Sospecho que tanta despreocupación ―además de por poseer un espíritu libre― solo puede proceder de la tranquilidad de tener el riñón bien cubierto y un abogado disponible las veinticuatro horas del día.


       Susan Vance pertenece a una familia de lunáticos y como lunática que es, Hepburn se pasa la película revoloteando como una mariposa, rebosando energía y amor por la vida, parloteando sin parar ―lo mismo que la Hepburn en la vida real―, correteando de aquí para allá, discutiendo sin dar jamás su brazo a torcer, carcajeándose o lloriqueando y lo hace todo a una velocidad y con una pasión tan contagiosa que nos arrastra y arrastra a David a disfrutar de la vida por primera vez:

       “David: Acabo de descubrir que hoy ha sido el día más feliz de mi vida.
       Susan: Pero si has estado conmigo, David.
       David: Precisamente por eso.
       Susan: ¿Lo dices en serio?
       David: Nunca lo he pasado mejor.”

       Y es esta salvaje impulsividad del personaje de Susan, que se propaga como un virus entre todos los personajes que se cruzan con ella, la que marca el ritmo de esta comedia, que Hepburn supo conducir e interpretar con tanto encanto que consiguió evitar que un personaje tan agotador, como Susan Vance, resultase insoportable y, por el contrario, nos cautivara con su descaro, su inconsciencia y su encantadora simpatía. Hay que hacer una especial mención de la risa con la que Katharine Hepburn ―es decir, Susan― se carcajea del pobre David, porque, por muchas veces que veamos la película, siempre nos contagiamos de ella, por su autenticidad:

       “David: Mañana por la tarde me caso.
       Susan (Riéndose): ¿Y para qué?
       David: Pues para... En fin, sea como sea, me caso y no me interrumpa.
       Susan: No...
       David: Mi futura esposa me ha considerado siempre como un hombre digno... (Susan se parte de risa) Y estoy convencido de tener cierta dignidad. No es que yo no la aprecie, Susan. En los momentos de paz, me he sentido, digamos, atraído por usted, pero la verdad es que no ha habido paz. Entre nosotros sólo han surgido una serie de infortunios desde el principio hasta el final.”

       El gran trabajo que Katharine Hepburn realiza en esta película, al principio, pasó inadvertido para los estudios, que por aquel entonces la consideraban “veneno para la taquilla”, e incluso la culparon del fracaso comercial del film, sin embargo, a partir de ese momento, fue cuando empezaron a considerarla como una actriz muy válida para interpretar papeles cómicos, llegando a participar en un montón de comedias, en las que brilló tanto, como ya había brillado antes en los dramas.

       La pareja Hepburn - Grant, que habían coincidido, anteriormente, en el drama “La gran aventura de Silvia” de George Cukor, en 1935, demostrando la química que había entre ellos, volvería a compartir protagonismo, después de “La fiera de mi niña”, en dos comedias más: “Vivir para gozar” de 1938 y en “Historias de Filadelfia”, de 1940, siempre a las órdenes de Cukor, quedando en la memoria colectiva como una de las parejas cinematográficas más sofisticadas y divertidas de la época.


       En cuanto a los personajes secundarios que, junto a Susan Vance, ayudan a crear la sensación de que fuera de las paredes del museo, David está perdido, como pez fuera del agua, debemos destacar a la tía de Susan, Elizabeth Carleton Random (May Robson), millonaria dispuesta a donar un millón de dólares con fines filantrópicos o culturales, cuya chaladura consiste en querer tener un leopardo por mascota, y a su amigo, el comandante Horacio Applegate (Charles Ruggles), que presume de experto cazador y de saber imitar el sonido de cualquier animal salvaje.

       “Horacio: Oh, vaya, lo has hecho muy bien, Elizabeth. Para ser una persona que no tiene práctica, te ha salido casi perfecto, sí.
       Elizabeth: ¿Qué me ha salido?
       Horacio: La llamada del amor.
       Elizabeth: No seas insolente, Horacio.”

       Tampoco hay que olvidar a personajes como el tontorrón y despistado comisario Slocum (Walter Catlett) ―dispuesto a hacer arrestar, incluso, al ratón Mickey y al pato Donald, si alguien se lo sugiere―, al doctor Lehman (Fritz Feld), psiquiatra, que ve perturbados por todas partes, y al inolvidable y broncoso jardinero Gogarty (Barry Fitzgerald), que se da a la bebida para poder soportar las absurdas conversaciones de sus adinerados patrones. Todos estos personajes, claramente representativos de la Screwball comedy, por su extravagante originalidad, logran hacer de “La fiera de mi niña” una desternillante y excéntrica comedia, incomprendida en su estreno, pero revalorizada con el paso del tiempo hasta llegar a ser considerada como una de las mejores comedias de la historia del cine.

       Y es tanta la fascinación y la alegría de vivir que la visión de esta película nos transmite, que son muchos los cineastas que, sintiéndose inspirados por ella, no han podido resistirse a emularla. Peter Bogdanovich en “¿Qué me pasa, doctor?” de 1972 hizo un claro remake de la película, pero aunque el número de personajes chiflados que aparecían en el film era bastante considerable, ninguno de ellos lo era de una manera tan descabellada ni tan entrañable como lo eran los personajes de la película de Hawks, ni siquiera la pareja protagonista, formada por Barbra Streisand y Ryan O’Neal, consiguió ser ni la mitad de divertida que la pareja formada por Grant y Hepburn. Ryan O’Neal se mostraba demasiado tristón y asustadizo durante toda la película, mientras que la Streisand ―que para hacer de loca, normalmente, se las pinta sola― resultaba demasiado sexi e intrigante frente a la Hepburn, que parecía estar improvisando todo el tiempo, con la misma ingenuidad de una niña pequeña. Aún así, ambos intérpretes supieron cumplir con el consejo que Hawks dio a Bogdanovich cuando éste le dio a conocer el reparto de su versión: “No dejes que sean cursis”. Quizás lo mejor de la película de Bogdanovich ―junto a la secuencia de la persecución de la pareja, en un carrito de helados, por las empinadas calles de San Francisco― sea la secuencia del juzgado, donde preside la sesión un divertido juez, desquiciado y achacoso, magníficamente interpretado por Liam Dunn.

       Ni siquiera el propio Hawks pudo resistirse a versionar “La fiera de mi niña” en 1964 con “Su juego favorito”, en la que Rock Hudson interpretaba al formalito y supuesto pescador, que termina siendo “pescado” por la alocada y atractiva Paula Prentiss. Pero, aunque la película es muy divertida, no se puede comparar con la genialidad de “La fiera de mi niña”, capaz de vencer a cualquier remake que se haya realizado o se vaya a realizar sobre ella, porque nadie puede rivalizar con la excéntrica “banda del leopardo”, de la misma manera que nadie, que haya visto la película, puede resistirse a tararear su canción: “Todo... te lo puedo dar... menos el amor..., Baby...”.