domingo, 28 de abril de 2019

STURGESMANÍA 2

“LAS TRES NOCHES DE EVA” (1941) de Preston Sturges

       En esta sugerente comedia sobre la guerra de sexos, Sturges nos transmite sus ideas sobre el papel de los hombres y las mujeres en esta tradicional e inexorable batalla, que tan frecuentes y buenas comedias ha deparado a la historia del cine. Y es la protagonista de esta película, Jane Harrington (Barbara Stanwyck), la que, haciendo las veces de portavoz, nos hace llegar, de manera sutil y desenfadada, lo mismo que si se tratara de una broma, las juiciosas opiniones del autor y director de la película.


       “Jean: Verás, Hopsy, tú no sabes nada de las mujeres. Las mujeres no son tan buenas como probablemente crees y las malas no son tan malas. Ni mucho menos.”

       “Jean: Un hombre capaz de perdonar es mucho más que un hombre.”

       Sin embargo, Sturges se sirve del antagonista masculino, Charles Pike (Henry Fonda), para aclararnos que el secreto para alcanzar una tregua razonable, en cualquier relación amorosa, no es otro que el “dulce perdón”.

       “Charles: Si hay algo que distingue al hombre de la bestia es la capacidad de entendimiento, la comprensión y el perdón. Sé que debo fomentar la piedad, la comprensión y el dulce perdón.
       Eva: Dulce, ¿qué?
       Charles: ¡El dulce perdón!”

       Jean Harrington, jugadora profesional, seduce, en un crucero de lujo, al rico heredero Charles Pike, con la intención de desplumarle, educadamente, con la ayuda de su padre, el coronel Harrington (Charles Coburn). Pero Jane se enamora del “primo” en cuestión y, ante su propuesta de matrimonio, decide cambiar de planes, casándose con él, en lugar de arruinarle. Sin embargo, antes de que pueda sincerarse con él sobre su profesión de tahúr, Pike la descubre por sí mismo y, herido en su orgullo, la abandona para refugiarse en la mansión de sus padres en Conneticut. Jane, despechada, regresa con su padre a Nueva York, donde, se tropieza con un viejo compañero de fatigas, Pearlie (Eric Blore), que bajo la identidad falsa de un diplomático inglés, llamado sir Alfred McGlennan Keith, se gana la vida, en Conneticut, haciendo trampas a las cartas a los millonarios de la zona. Jane, con el propósito de vengarse de Charles, pide a Pearlie que, en calidad de sobrina, la lleve con él a Conneticut. Allí, convertida en Lady Eva Sidwich, se reencuentra con Charles Pike, que se vuelve loco tratando de dilucidar si se trata de la misma chica que conoció en el barco o es una chica diferente. Finalmente, gracias a un truculento relato inventado por Sir Alfred, Charles se convence de que son dos mujeres distintas y comienza una relación con Eva que terminará en el altar. Pero, durante la noche de bodas, Jean lleva a cabo su venganza, haciendo creer al pobre Charles que Eva, la mujer con la que se ha casado, es una libertina, que ha tenido incontables amantes antes de conocerle. Escandalizado, Charles abandona a Eva y se dispone a emprender un nuevo viaje en barco. Jane se va tras él, esta vez bajo su verdadera identidad, y cuando se reencuentran, en alta mar, Charles se siente el hombre más feliz del mundo, ya no siente ningún resentimiento, ha aprendido la lección y ni siquiera le importa que su padre, el coronel, le haga trampas a las cartas.



       En esta comedia, la voz cantante la lleva la mujer ―algo bastante habitual en las screwball comedies de la época― y es una mujer con una personalidad arrolladora, una aventurera, hija de aventurero, que ha sido educada en el arte de estafar a cuanto millonario se ponga a su alcance. Su gran atractivo físico y su gracia personal la hacen irresistible para cualquier hombre y ella sabe utilizar esos dones como cebo para que el “primo” pique el sedal y caiga en sus garras, y de paso en las de su familia. Barbara Stanwyck derrocha una simpatía hipnótica en esta película, en la que interpreta a dos mujeres distintas, que, en realidad, son la misma chica. Estamos ante una actriz interpretando a un personaje que, a su vez, interpreta un papel, y tanto la actriz como el personaje lo hacen de maravilla. Si, en su papel de Jane Harrington, la Stanwyck resulta tan arrebatadora, que casi consigue, con su voz sensual y embriagadora, que podamos oler ese perfume con el que cautiva a Charles; cuando interpreta a Jean Harrington encarnando a Lady Eva Sidwich se muestra tan encantadora y locuazmente adorable, que, a pesar de su risa contagiosa y su verborrea banal ―con un acento chillón y algo repelente―, podemos llegar a comprender que Charles caiga en sus redes. En realidad, bajo su identidad de aristócrata inglesa, Jean sigue interpretando el mismo personaje que lleva representando durante toda la película, el de la primitiva Eva tentando a Adán con su manzana, figura bastante recurrente en el Hollywood de la época.

       Este punto de vista plantea una revisión obligada del mito de Adán y Eva. Para empezar, Jane no ofrece a Charles la manzana para que la muerda, sino que se la arroja, literalmente, a la cabeza, la primera vez que le ve, cuando éste se dispone a subir al barco. Se podría decir que Jean despierta a Charles con ese manzanazo en la cabeza, le despierta a la madurez del amor, al sexo y a la vida ―la manzana entendida, aquí, como símbolo de la femineidad, de la vida y de la sabiduría―. Por su parte, Charles, en el barco, enseña su serpiente doméstica a Jean, que huye despavorida ―recordemos que la serpiente simboliza el eterno renacer y el poder masculino―. Da la impresión de que Charles propone a Jean, a través de la serpiente, una vida distinta de la que ha llevado hasta ese momento, una transformación de estafadora a esposa decente, sometida al varón. Por eso resulta tan cómico que ella huya espantada, como si dicho cambio la aterrara.

       “Jane: He vuelto a soñar con esa serpiente asquerosa.
       Coronel: ¿Te refieres a Pike?
       Jane: No, a su reptil.”

       El poder masculino que representa, es lo que hace huir a Jane de la serpiente de Pike, pues ella está acostumbrada a mandar y a manipular a los hombres. Y, precisamente, lo que fascina a Pike de las serpientes es ese poder, que su padre le impide desarrollar y que él ansía desplegar algún día.

       “Jane: ¿Te van a interesar siempre las serpientes?
       Charles: Las serpientes son mi vida, en cierto modo.
       Jane: Menuda vida.”

       Por otra parte, el barco representa el paraíso terrenal, donde todo es perfecto y la pareja protagonista se enamora de una forma irresistible y natural. Sin embargo, cuando Jean oculta al hombre que ama su verdadera identidad y él, dolido por el engaño, la rechaza, ambos son arrojados del paraíso, y todo se vuelve más desagradable y oscuro. La pareja se separa y el amor se torna en rencor.

       “Jane: ¿Sabes por qué no me reconoció?
       Pearlie: Sí.
       Jane: No, no lo sabes. Yo apenas le reconocí, parecía más bajo y flacucho. Es porque ya no nos queremos. Ya ves, en el barco, sentíamos un deseo increíble. Cuando le vi me pareció más alto y más atractivo. Él pensó que yo tenía unos ojazos irresistibles, labios sensuales y la silueta de Miss Long beach, el sueño de la tropa...”

       Entonces, Jean se transforma en serpiente y tienta, con sus encantos, a Charles para que se case con ella. Jean, la mujer fuerte, bella y sabia engaña al hombre débil, inocente y orgulloso, obligándole a morder la manzana que rechazó la primera vez, demostrando así su poder sobre él. Y no es casualidad que la escena de la fallida luna de miel, entre Charles y Eva, transcurra en un tren, que es como una serpiente, y, tampoco lo es, que la pareja discuta, en el interior del tren, mientras, fuera, se desata una terrible tormenta. Pues esa tormenta simboliza la batalla que se está librando dentro de ese compartimento y así, rayos y truenos caen, dentro y fuera del tren, hasta que Eva se queda sola y abatida y Charles termina hundido en el lodo.

       El simbolismo, como vemos, inunda toda la película de una sugerente atmósfera en torno a la lucha de sexos, y quizás por ser esta lucha tan descarnada, en algunos momentos, Sturges propone el perdón incondicional como única solución posible.

       La transformación de Jean en Lady Eva añade a la trama el ingrediente que faltaba para el triángulo amoroso de cualquier screwball comedy que se precie, y supone un giro en la trama que propicia, gracias al desconcierto de Charles, un montón de situaciones hilarantes propias del slapstick. Henry Fonda, que nunca se prodigó demasiado en el género de la comedia, nos sorprende en “Las tres noches de Eva” con una gran habilidad para tropezar y caerse de manera desternillante, poniendo, además, una cara de estupor que el mismísimo Buster Keaton hubiera aprobado. Y resulta tan espontáneo y convincente en este rol de chico tímido, inexperto y confiado, que nos convence, una vez más, de que la categoría de su trabajo actoral, siempre estuvo muy por encima de géneros, directores o personajes.

       La pareja formada por Barbara Stanwyck y Henry Fonda derrochaba, en este film, ternura y sensualidad y, compenetrándose a la perfección, conseguían hacernos partícipes de la fuerte atracción y del enamoramiento de sus personajes, desde que se conocían en el barco hasta la escena final. Ambos actores coincidieron en otras dos películas, “Sólo tuya” (1941) de Wesley Ruggles y “El club de las millonarias” (1938) de Leigh Jason, pero en “Las tres noches de Eva” llegaron a protagonizar una de las secuencias más voluptuosas del Hollywood dorado, con Barbara Stanwyck enroscada a Henry Fonda como una serpiente, mientras le habla al oído de su hombre ideal, pegando su mejilla a la suya y acariciando su cabello con fruición.



       “Jane: Quiero casarme con alguien a quien no conozca. No sabré cómo es, de dónde viene o a qué se dedica. Digamos que quiero que me coja por sorpresa.
       Charles: Como un ladrón.
       Jane: Exacto. Por la noche olerá el perfume, oiré unos pasos detrás de mí y su profunda respiración, luego... Ah... Mmm... Será mejor que te vayas a dormir. Creo que ya puedo conciliar el sueño.
       Charles: Ojalá pudiera decir lo mismo.”

       ¿Cómo hubiera podido, el pobre Pike, resistirse a ser seducido por la pícara Barbara Stanwyck habiendo pasado un año en la selva sin ver a ninguna mujer? ¿Y qué hombre hubiera querido resistirse, aún de haber podido? Incluso el coronel Harrington sabe que su hija es una tentación para los hombres:

       “Coronel: ¿Quién no se ha enamorado de ti en todo el Atlántico?
       Jean: Esta vez es en serio.
       Coronel: ¿Acaso los otros se lo tomaban a broma?”

       Y el muy sinvergüenza sabe explotar dicho atractivo para sacarle el máximo beneficio en su “profesión” de tahúr, y aunque, por la desenvoltura con la que Jane seduce a sus víctimas, pudiera parecer que disfruta haciéndolo, en realidad, está harta de todo eso.

       “Jean: No entiendo por qué yo hago el trabajo sucio. Debe haber un montón de ricachonas esperando a que las cortejes.
       Coronel: Encuéntralas y las cortejaré.
       Jean: Vaya, ya me gustaría verte alternando con esas viejas harpías.
       Coronel: No seas vulgar, Jean. Somos retorcidos, pero no ordinarios.”

       El cinismo con el que “Harry, el guapo” ―apodo por el que se conoce al coronel en su profesión― pretende enseñar a su hija buenos modales, al tiempo que la empuja a seducir a los hombres para estafarlos, es tan perverso que resulta gracioso. El personaje del coronel Harrington nos permite ser benévolos con la falsedad del comportamiento de Jean con respecto a Charles. Ella hace lo que le han enseñado a hacer, y se le da bien, porque lo lleva en los genes; quizás, desde este punto de vista, Jean sea tan inocente como el propio Charles. Los dos son unos pobres chicos a los que sus respectivos padres han marcado el camino a seguir en la vida; Charles quiere ser ofidiólogo, pero su padre quiere que herede su imperio de soda y Jean ni siquiera se ha planteado hacer otra cosa, se limita a dejarse llevar por el coronel, hasta que se enamora de Charles y, entonces, decide plantarle cara a su progenitor.

       “Jane: Creo que estoy enamorada del pardillo, a pesar de sus serpientes. No sé qué me pasa, pero me ha llegado al corazón y daría cualquier cosa... Quiero decir que voy a ser como a él le gustaría que fuese, su mujer ideal.”

       Este gesto de madurez, en su hija, es un desastre para el coronel, pues supone renunciar a la gallina de los huevos de oro.

       “Coronel: El problema de los que se reforman es que siempre quieren que los demás hagan lo mismo.”



       Sin embargo, el Coronel termina por aceptar la situación, al comprobar que el enamoramiento de su hija es sincero, y a partir de ahí, le ofrece su apoyo incondicional con tal de verla feliz, como haría cualquier padre. Así, también el coronel se redime ante nosotros, ha llevado a su hija por el mal camino, pero está dispuesto a dejarla marchar para que elija su propio destino. Charles Coburn, habitual secundario en las comedias de la época, resulta muy convincente en el rol de este viejo estafador y cariñoso padre de Jean, con la que mantiene una insólita relación de camaradería. La complicidad entre padre e hija es tan grande que ella nunca le llama papá o padre, sino Harry, como si se tratara de un colega. Este pequeño detalle transmite al espectador la sensación de que son gente curtida, endurecida por la ocupación que desempeñan, con una visión bastante lúcida de la realidad y poco dada a los sentimentalismos, gente acostumbrada a ser fuerte para sobrevivir. En el polo opuesto se sitúa la relación de Charles Pike con su padre, Horace Pike, que siempre le protege y le trata como a un niño delante de todo el mundo.


       “Horace: Hay días en que mi hijo está más lúcido que en otros.”

       Esta diferencia sitúa a Charles en clara desventaja frente a Jean, que es una mujer demasiado madura e independiente para su edad. Aún así, también Charles llega a enfrentarse a su padre, cuando se niega a reunirse con Eva para pedirle el divorcio e, inmediatamente después, toma su primera decisión, embarcándose de nuevo con la esperanza de reencontrarse con Jane, su verdadero amor. Es decir, Charles decide regresar al paraíso.

       Sin embargo, por mucho que el dulce Charles madure, a lo largo de la película, no puede competir con el carácter fuerte de Jane ni con la gran seguridad que demuestra tener en sí misma en todo momento, incluso en sus horas bajas, cuando siente que Charles ha querido hacerle daño haciendo que se sintiera mal por su pasado.

       “Jane: Quiero ver a ese tipo. Tengo un asunto pendiente con él. Le necesito como el hacha a la leña. Id a hacer las apuestas.”

       Sturges narra toda la historia desde el punto de vista de Jane Harrington y lo hace hasta en su manera de abordar las escenas como guionista. Hay dos secuencias que son prueba de ello y que están narradas con una brillantez audiovisual, propias del cine de calidad que realizaba este gran director. Y las dos se apoyan en la voz de la protagonista, para anticipar, con su narración, lo que va a acontecer en la historia. Una de estas secuencias, sucede en el barco, cuando Jean, sirviéndose de su espejo de mano, observa a Charles Pike asediado por todas las mujeres casaderas del barco. Sturges nos muestra toda la secuencia a través de lo que Jane ve en su espejo, al mismo tiempo que su voz nos relata la manera en la que varias chicas tratan de llamar la atención del soltero de oro. La segunda secuencia tiene lugar cuando Eva anticipa a Pearlie cómo piensa seducir a Pike para que se le declare dentro de seis semanas. Una vez más, la cínica voz de Jean sirve a Sturges de hilo conductor para una elipsis de seis semanas que nos traslada de casa de Pearlie a un hermoso prado, donde Charles se declara mientras su caballo no deja de ponerle el hocico sobre la cabeza, convirtiendo un momento tan solemne en una auténtica patochada.

       Y también en esta película, como ya hiciera en “Los viajes de Sullivan”, Sturges cuenta toda una secuencia (la de la boda) sin diálogos, mostrándonos el anuncio, los preparativos y, finalmente, la ceremonia nupcial ―intercaladas con imágenes del cocinero avanzando en la elaboración de una gigantesca tarta― mediante una sucesión de escenas, que ocurren a toda velocidad y que convierten esta secuencia en una rápida elipsis, que nos conduce directamente a lo que a Sturges le interesa, la noche de bodas.


       También debemos resaltar, en el guión, aquellos momentos humorísticos logrados gracias a algunos personajes secundarios ―interpretados con gran maestría por los actores que los encarnaban― con los cuales, Sturges conseguía arrancarnos esas carcajadas con las que apuntalaba la trama principal de la historia, para lograr que no decayesen, en ningún instante, ni el ritmo ni el tono que debía llevar la comedia, asegurándose, de ese modo, que el público permaneciera siempre a la espera de la próxima broma.

       Así, el señor Ambrose Murgaroyd, guardaespaldas de Pike, apodado Muggsy (William Demarest), nos hace reír con su eterno malhumor y su manía de sospechar de todo el mundo, protagonizando momentos desternillantes cuando vigila de manera obsesiva y sin ningún disimulo a Jane, tanto en alta mar, como después en Conneticut. Donde llega a comportarse de una manera tan patosa y excéntrica, tratando de averiguar si Eva es la misma estafadora del barco, que nos recuerda al inspector Clouseau, protagonista de la saga “La pantera rosa” de Blake Edwards. También Charles Pike llega a recordarnos al protagonista de otra película de Blake Edwards, “El guateque”, al tropezar y mancharse el smoking hasta en tres ocasiones, durante la misma fiesta.


       Este Muggsy (especie de criado de Charles) forma, junto a Gerald (ayudante del coronel Harrington), la típica pareja de criados, que, en el teatro clásico del siglo de oro, hacían las veces de “graciosos” y se relacionaban entre sí, mientras sus señores hacían lo propio, con la intención de informar, después, a sus amos de lo que pudieran averiguar.

       Igualmente divertido resulta el secundario Horace Pike (Eugene Pallette), un hombretón infantil y alegre, que monta una rabieta si no le sirven el desayuno a su hora, y que cada vez que su hijo Charles mete la pata, reacciona con un comentario sarcástico.

       “Eva: Oh, estaba enamorado de ella...
       Horace: Sí, es posible, pero no se acuerda de cómo era.”

       En realidad, son muchos los personajes de reparto que aportan su pincelada de humor a la película, ya que algo que Sturges solía hacer en sus comedias era lograr que cada personaje, por pequeña que fuese su intervención, mostrase algo de comicidad. Tal es el caso, del cocinero que golpea con la manga pastelera al mayordomo, llamándole ¡Nazi! o del camarero del barco que, al principio de la película, se lamenta de que todo el mundo esté pidiendo soda Pike, por encontrarse a bordo el heredero Pike, y recita con ironía el slogan de la soda: “No quieren nada más. Quieren “la soda con la que gana Yale, Ra, Ra, Ra”.” Por cierto, dicho camarero se parece, sospechosamente, a Preston Sturges.

       ¿Será o no será Preston Sturges haciendo las veces de actor de reparto? Yo diría que se trata de él, pero no puedo afirmarlo con certeza. En caso de que lo fuera, demuestra ser, además de gran guionista y director, un más que eficiente secundario cómico.

       El guión de “Las tres noches de Eva” se divide en tres partes bien diferenciadas por su contenido temático, el desengaño amoroso, la venganza y la reconciliación, que coinciden con el planteamiento, el desarrollo y la conclusión de la historia, y con las tres noches a las que hace referencia el título, en español, del film. Y aunque el guión esté salpicado de ingeniosos y divertidos diálogos, algo malévolos, en ocasiones ―como todos los de Sturges―, y esté adornado con personajes secundarios que protagonizan, con sus personalidades cómicas, momentos hilarantes de verdadero slapstick, lo cierto es que la comedia está impregnada en su totalidad de un cierto desengaño, no sólo amoroso, sino vital, que inunda toda la película de una seriedad poco habitual en este tipo de alocadas comedias. La desolación de Charles, al saber que Jane es una estafadora o su rabia, al conocer la promiscuidad de su esposa, son clara muestra de ello; como también lo son, el llanto de Jane, tras la ruptura con Charles, o su abatimiento, al concluir su venganza; hasta la decepción del Coronel, al saber que su hija abandona la profesión para casarse, está llena de melancolía, e incluso la tristeza de la mujer nativa, al despedir con flores a Muggsy en el Amazonas, resulta desasosegante.

       Todos esos momentos de verdadero desencanto sirven a Sturges para dar profundidad a una comedia, aparentemente, ligera. Una comedia que trata de cómo el orgullo puede echar a perder nuestra felicidad, impidiéndonos estar con la persona amada, si no somos capaces de aceptar que no somos perfectos, que nadie lo es. La búsqueda de un ideal, en el amor, conduce a un fracaso seguro, no sólo en lo sentimental, sino también en nuestro proceso de maduración, puesto que la relación con los otros es lo que nos hace crecer como seres humanos.

       “Jane: ¿De qué sirve buscar al hombre ideal si no existe? Yo tengo un ideal práctico. Podría encontrar dos o tres en la barbería sin esforzarme mucho.
       Charles: ¿Por qué no te casas con uno de ellos?
       Jane: ¿Por qué iba a casarme con alguien así?”

       Charles teme que Jane lo tenga por un idiota y Jane se duele de que Charles la considere una miserable, ambos tendrán que superar su miedo y su amor propio para poder ver realizado el amor que sienten. Una vez más, Sturges nos señala a la mujer como la encargada de dirigir este proceso de valentía y perdón, ella es la que se niega a que todo acabe con una separación, que ninguno de los dos desea. Jane, bajo la identidad de Eva, se pone manos a la obra, con la excusa de una venganza, para casarse con Charles, que es lo que quería desde el principio. Y Charles se casa con Eva, porque es idéntica a Jane, que es a quién siempre ha amado. Lo que hace Sturges es contarnos, entre risas, la hipocresía con la que solemos ocultar nuestros verdaderos sentimientos, aún a riesgo de nuestra propia felicidad.

       “Jane: ¿Por qué no me abrazaste así, aquel día? ¿Por qué me dejaste? ¿Por qué hemos pasado por todo esto? ¿No sabes que eres el único al que he amado? ¿No sabes que no podría haber amado a otro hombre aunque quisiera? ¿No sabes que te he esperado toda mi vida, grandísimo tonto?”

       Y el mismo Sturges nos da la clave para superar todos los obstáculos y superarnos a nosotros mismos, el perdón. Tanto Jean como Charles terminan comprendiéndolo y se preguntan el uno al otro, ¿podrás perdonarme?, en una conmovedora escena final llena de fogosa ternura; la escena del “dulce perdón”.