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domingo, 20 de julio de 2025



PREMINGERMANÍA 3

ANATOMÍA DE UN ASESINATO (1959) de Otto Preminger
  

       
Preminger nos muestra en este film, que fue uno de sus mayores éxitos, que el sistema judicial americano está lleno de falsedad e impurezas y que, sin embargo, su fin último, que es proteger al inocente, es absolutamente íntegro.
   
       El exfiscal, Paul Biegler (James Stewart), sobrevive a costa de divorcios y casos de poca monta, aunque ya ni siquiera puede pagarle el sueldo a su fiel secretaria Maida Rutledge (Eve Arden). Mientras se dedica al jazz, a pescar y a leer libros de leyes junto a su amigo Parnell Emmett McCarthy (Arthur O’Connell), abogado retirado y alcohólico, su suerte parece cambiar cuando Laura Manion (Lee Remick) le pide que defienda a su marido, el teniente Frederick Manion (Ben Gazzara), acusado de asesinar a tiros a Barney Quill, el hombre que la violó. Antes de aceptar el caso, Paul se entrevista con el Sr. y la Sra. Manion por separado y descubre que no son un matrimonio ejemplar. El teniente Manion es un hombre celoso y hostil que, no obstante, Paul sabe que contará con la simpatía del jurado. Para que lo absuelvan, solo necesita darles una escusa legal y, para ello, cuenta con el diagnóstico del psiquiatra del ejército, Dr. Matthew Smith (Orson Bean), que examina a Manion y concluye que sufrió un episodio de reacción disociativa o impulso incontrolable en el momento de matar a Quill. Por su parte, Laura Manion es una mujer muy sensual y un poco alocada, a la que Paul tiene que aleccionar para que se comporte como una recatada y amante esposa ante el jurado. Por fortuna, Paul cuenta con el resultado del detector de mentiras al que Laura se sometió voluntariamente y que confirmó la violación. Paul acepta el caso y se pone manos a la obra con la ayuda de Maida y de Parnell, al que exige que deje la bebida. Justo antes de que comience el juicio Paul y Parnell encuentran un precedente de un tribunal que aceptó el impulso incontrolable como eximente de un crimen. Comienza el juicio, y Mitch Lodwick (Brooks West), nuevo fiscal, presenta al prestigioso Claude Dancer (George C. Scott), abogado de la oficina del fiscal general, como colaborador de la acusación. Ambos tratan de convencer al jurado de que Manion estaba cuerdo cuando mató a Barney Quill y que no hubo violación, sino una relación consentida entre Quill y Laura Manion; cuya moralidad Dancer trata de desacreditar. Pero Biegler logra rebatir todos los argumentos de la acusación y convence al jurado de que fue la violación de su mujer lo que enloqueció a Manion. Como último recurso, la acusación presenta a Duane “Duke” Miller (Don Ross), un preso que declara que Manion se estaba jactando en la cárcel de que había conseguido engañar al abogado, al loquero y que iba a engañar al jurado, y que cuando saliera le iba a romper todos los huesos al putón verbenero de su mujer. Biegler teme que este testimonio pueda perjudicarlos. Pero, en el último momento, Mary Pilant (Kathryn Crosby), encargada y heredera del bar de Barney Quill, al que muchos consideraban su amante, declara que encontró las bragas desgarradas de la Sra. Manion y que cree que Quill la violó. Dancer trata de insinuar que Mary Pilant, sólo está despechada por la relación de la Sra. Manion con su amante, pero, al descubrirse que Barney Quill era su padre, Dancer tiene que rendirse.

       La película trata de diseccionar el funcionamiento del sistema judicial americano, basado en la presunción de inocencia y dirigido a un jurado popular al que los letrados deben convencer de la culpabilidad o inocencia del acusado. Preminger expone cómo la labor de un abogado es defender a su cliente de los intentos de la fiscalía de demostrar su culpabilidad, al tiempo que encuentra un camino para su defensa. Ese camino tiene que parecer verdadero, pero no tiene por qué serlo.


       «Parnell: ¿Le diste la típica conferencia al teniente?
       Paul: Si te refieres a si le animé a contar un cuento chino, no.
       Parnell: Puede que seas demasiado puro para las impurezas naturales de la ley. Quizás, debas dar al teniente la posibilidad de hallar una defensa. Tal vez, debieras guiarle un poco, mostrarle el camino y dejar que él decida si quiere seguirlo.»

       El guión ofrece una visión de la justicia como una institución llena de imperfecciones, que pueden llegar a deformarla, pero nunca a romperla, y cuyo fascinante ejercicio exige duro trabajo, inteligencia, retórica y capacidad de reacción. El hecho de que el jurado americano esté formado por ciudadanos de a pie que desconocen el aspecto técnico de la ley proporciona enormes posibilidades dramáticas para una ficción judicial cinematográfica, ya que los letrados deben hablar en un lenguaje coloquial que puedan entender los miembros del jurado y, además, tratan de ganarse las simpatías de los mismos apelando a sus sentimientos o manipulándolos. A finales de los cuarenta y en la década de los cincuenta, antes de Anatomía de un asesinato, se hicieron muy buenas películas sobre juicios, Doce hombres sin piedad (1957) de Sidney Lumet, Testigo de cargo (1957) de Billy Wilder o El proceso Paradine (1947) de Alfred Hitchcock. De modo que, cuando Preminger estrenó su película, el drama judicial estaba de plena actualidad. El mérito de Preminger fue mostrar un juicio tal y como es en realidad, sin recurrir al uso del flash back para mostrar imágenes de lo ocurrido; que sería, quizás, lo más acertado cinematográficamente hablando, puesto que en el cine la narración avanza a través de las imágenes, pero Preminger deseaba ofrecer una narración objetiva de la historia, haciéndonos vivir el juicio como lo viven los miembros del jurado. En ningún momento llegamos a saber qué pasó en realidad, aunque todos nos hacemos una idea de los hechos, gracias al magnífico retrato psicológico de los personajes que nos ofrece el director. Anatomía de un asesinato nos permite llegar a comprender lo complicado que es para un jurado averiguar la verdad de unos hechos que sólo pueden conocer a través del testimonio de los testigos. El espectador nunca está seguro de si el teniente estaba o no cuerdo en el momento de matar a Barney Quill y el jurado tampoco, pero éste último tiene que tomar una decisión al respecto. El film alaba la labor de los jurados y les dedica, a través de las sentidas palabras de Parnell, un sincero homenaje.



       «Parnell: Doce personas en una habitación, con diferentes mentalidades, diferentes corazones y de doce procedencias diferentes. Doce pares de ojos y oídos, doce personas distintas. Y a esas doce personas se les pide que juzguen a otro ser humano, tan diferente a ellos, como ellos los son entre sí. Y al emitir su criterio deben volverse una solamente, unánime. Uno de los milagros de nuestra desorganizada humanidad es que lo consiguen. Y que la mayoría de las veces lo hagan bien. Dios bendiga a los jurados.»

       La habitual objetividad narrativa que Preminger imprimía a todas sus películas desemboca en Anatomía de un asesinato en el relato frío de una violación y de un crimen. Tanto los protagonistas como los testigos de la noche de autos relatan los hechos desde una distancia emocional que resulta, en algunos momentos, escalofriante. La secuencia en la que Laura Manion cuenta al abogado de su marido, con total indiferencia, cómo la violó Barney Quill está tan desprovista de emoción que causa verdadera extrañeza y nos hace preguntarnos si realmente esa mujer fue violada o se lo ha inventado todo. Y es que Laura Manion se escapa a todos los estereotipos que pudiéramos tener acerca de lo que representa ser una mujer víctima de una violación. Laura no parece enfadada ni traumatizada ni humillada, sino más bien se muestra tranquila, de buen humor, y con una actitud provocativa. Y sin embargo, Paul Biegler cree la versión de los hechos de Laura Manion y Preminger consigue que el espectador también la crea. De alguna manera Preminger logra transmitirnos la sensación de que la indiferencia de Laura no es más que un mecanismo de defensa de su psique para protegerse de la terrible carga emocional que le produce lo sucedido. Hay un momento, durante el juicio, cuando Laura está testificando en el estrado, en que se queda con la mirada perdida y no parece escuchar lo que se le está diciendo. Es un instante cargado de significado, porque tenemos la impresión de que Laura está reviviendo en su mente la agresión y, por primera vez, vemos reflejado en su rostro el profundo sufrimiento psicológico y emocional que le produjo.


       «Dancer: Le haré otra pregunta Sra. Manion. ¿Era la primera vez que se subía al coche de Quill a esas horas de la noche? (Ella no contesta)
       Juez: Sra. Manion, ¿ha oído la pregunta?
       Laura: Sí, la he oído. Sí, era la primera vez.
       Dancer: ¿Quiere levantar el tono de voz, Sra. Manion?
       Laura (Casi gritando): ¡He dicho que era la primera vez!»

       Preminger sabía que lo que importa en una historia no son los hechos de la trama sino los personajes, sus motivaciones internas, sus perfiles psicológicos, lo que no dicen ni exteriorizan, pero que está ahí determinando sus acciones. En Anatomía de un asesinato Preminger no juzga a los personajes, se limita a mostrarnos cómo son, convencido de que no son buenos ni malos, sino simplemente humanos. Y esa humanidad es lo que los hace tan auténticos como las personas reales.


       «Paul: Srta. Pilant, no quiero perjudicarla, no quiero hacerle daño. Comprendo su afecto hacia su padre, pero… Pero, como abogado, he aprendido que la gente no es buena o mala, que suele ser ambas cosas. Y me da la impresión de que Barney era ambas cosas.
       Mary: Pues yo no quiero saberlo.»

       No obstante, también es cierto que en el film aparecen personajes de una notable benevolencia frente a otros de dudosa moralidad, como el matrimonio Manion. El mismo protagonista, Paul Biegler, es un hombre tranquilo y afable que, pese a su profesión, posee una serie de principios éticos inamovibles. Biegler no es ningún santo, pero sí queda patente que se trata de un buen hombre, muy apreciado por la comunidad en la que vive. Todos los que suelen tratar con él le tratan de forma amigable y le llaman por el diminutivo de su nombre, Pauli. Asimismo, sus dos colaboradores, el viejo Parnell y la secretaria se perciben también como personas honestas. Incluso, Claude Dancer, un hombre duro y agresivo en su manera de actuar ante el tribunal y desagradable a la hora de interrogar a los testigos de la parte contraria, no posee ningún rasgo que nos haga pensar que sea una mala persona, tan solo queda patente que quiere ganar el juicio a toda costa y, como fiscal, eso no se le puede censurar. Sus comentarios sarcásticos y sus implacables métodos para presionar a los testigos, sí que nos dan idea de que se trata de un hombre poco compasivo, sobre todo cuando acorrala a la Sra. Manion para hacerla parecer una adúltera ante el jurado, victimizándola por segunda vez con su crueldad.


       «Dancer: ¿La pegó su marido esa noche? ¿La pegó esa noche?
       Laura: Pues… Me abofeteó porque estaba histérica.
       Dancer: ¿No juró en falso para que no la siguiera pegando?
       Laura: ¡No! ¡Nada de eso! ¡No!
       Dancer: ¿No la había pegado ya cuando la sorprendió volviendo de hacer el amor con Barney Quill?»


       Pero el personaje bonachón por excelencia de la película es sin duda el juez 
Weaver (Joseph N. Welch), interpretado por un famoso abogado americano, símbolo de la integridad moral y de los valores democráticos, tras haber conseguido desacreditar al senador McCarthy ante el pueblo americano, poniendo fin al macartismo que tanto daño hizo a la industria del cine. El juez Weaver es un personaje meticuloso, de aspecto anticuado, que con su carácter beatífico parece sacado de una película de Frank Capra. Con un abogado de verdad en el papel de juez, con figurantes reales que no eran actores y rodando en localizaciones reales, Preminger dota a todas las secuencias del juicio de un gran veracidad.


       En contraposición al juez Weaver, el teniente Manion, con su carácter arrogante, chulo y agresivo, que maltrata a su mujer y que no duda en tomarse la venganza por su mano, posiblemente, sea el personaje más falso de todo el film. Nunca llegamos a saber si realmente ama o no a su mujer, pero tenemos claro que la considera como algo de su propiedad que Barney Quill no tenía derecho a tocar. Para ser sinceros a nadie le importa que matara al violador de su mujer, pero sí nos molesta que vaya a seguir maltratándola. El final de la película es desolador, no porque Manion haya conseguido engañar a todo el mundo y salirse con la suya, sino porque sabemos que Laura va a seguir viviendo bajo su yugo.

       «Laura: Necesitaba salir de la caravana. No soportaba estar encerrada. Me… Me siento sola, Paul. Terriblemente sola. No me hubiera ido a ese bar aquella noche si no hubiera sido por eso.
       Paul: Puede que no le venga mal acostumbrarse a estar sola.
       Laura: ¿Por qué? ¿Cree que pueden condenar a Mani?
       Paul: Eso depende del jurado, nunca se sabe cómo van a reaccionar.
       Laura: Si le condenaran, podría ser la solución. (Lloriquea) No, eso es una barbaridad. Es verdad que lo he pensado, pero no quisiera que pasara.»

       Laura Manion es la verdadera víctima, no Barney Quill. Parece una mujer promiscua y que sólo piensa en divertirse, pero no es más que una joven alocada que trata de evadirse de un matrimonio que la oprime y la anula como persona. Para ella que Manion esté en la cárcel es como estar de vacaciones, un tiempo de libertad y de tranquilidad, antes de que regrese su carcelero. El carácter desinhibido de la Sra. Manion contribuye a sembrar en muchos espectadores cierto rechazo hacia su forma de comportarse, pero ¿acaso porque una mujer sea activa sexualmente merece ser violada? Eso sería lo mismo que decir que un hombre adúltero merece ser castrado. Puede que el comportamiento de la Sra. Manion no sea demasiado decoroso, pero eso no es excusa para una violación. En cuanto a su marido, todos sabemos, cuando termina la película, que volverá a meterse en problemas, y que, quizás, también la próxima vez consiga librarse.


       «Paul: ¿Está segura de que va a salir?
       Laura: Sí… Ése tiene suerte. Hay personas que nacen con suerte. Dígale que ya puede romper los huesos al putón verbenero. (Paul se ríe) Uh, qué cabeza… Tome un pequeño regalo. (Saca la faja de su bolso, riéndose)
       Paul: No, no, consérvelo usted, quizás vuelva a necesitarla alguna vez, nunca se sabe.
       Laura (Riéndose): Nunca se sabe… Es un sol, Pauli.»

       El polémico matrimonio formado por los Manion es lo que hace que el caso defendido por Paul Biegler sea tan interesante en pantalla. Ambos son jóvenes y guapos, y a los dos les gusta divertirse. Él es un héroe de guerra, ella una mujer muy hermosa y alegre, y todo eso resulta simpático, pero, al mismo tiempo, él es un soberbio y un maltratador y a ella le gusta beber y provocar a los hombres y eso despierta en nosotros cierta desaprobación. Nadie sabe si son inocentes o culpables y nadie sabe si son buenas o malas personas, pero desde luego, no dejan indiferente a nadie. Podría decirse que el complejo perfil psicológico de la pareja es uno de los mayores aciertos del film.

       El guión de Wendell Mayes está basado en la novela homónima de John D. Voelker, juez y escritor —cuyo seudónimo era Robert Traver—, que se inspiró a su vez en uno de sus casos reales. Voelker era, además, aficionado a la pesca, lo mismo que su personaje Paul Biegler que parece su alter ego. Por su parte, Wendell Mayes, que ya había trabajado para Willy Wilder en el guión de El espíritu de San Luis (1957), era hijo de un abogado y recibió por el guión el premio del Círculo de Críticos Cinematográficos de Nueva York en 1959. El guión consta de dos partes bien definidas, en la primera, se presenta a los personajes y se expone el caso; en la segunda, se desarrolla el juicio. Gracias a la primera parte, el espectador asiste al juicio con verdadero interés y con la expectativa de que será un juicio difícil de ganar por parte del abogado Biegler, al que ni siquiera sus clientes se lo ponen fácil.


       «Paul: ¿Por qué no me dijo lo del rosario?
       Manion: Se nos olvidó.
       Laura: No se nos olvidó. Mani dijo que quizás fuera mejor no contarlo.
       Manion: Porque podría dar una mala impresión, como de que yo no la creía.
       Paul: ¿Qué más cosas no me han dicho?
       Manion: Nada más. Se lo hemos dicho todo.
       Paul: ¿Es así, Laura?
       Laura: Sí, sí, se lo hemos dicho todo.
       Paul: De acuerdo, ahora escúchenme, cuando suban a ese estrado, quiero que digan la verdad. Quiero que digan únicamente la verdad. No intenten mentir, no intenten ocultar algo o los despellejarán. Ese Dancer es de mucho cuidado.»

       El lenguaje, demasiado atrevido para la época, incluía palabras que hasta ese momento habían sido tabú en una película, lo mismo que ciertos temas relacionados con el sexo. Palabras como bragas, eyaculación, esperma o penetración escandalizaron a buena parte del público, entre ellos al padre de James Stewart, que consideraba que su hijo no debía haber participado en una película tan sucia.


       «Juez: Exactamente, ¿a qué clase de prenda interior se refiere?
       Paul: A unas bragas, señoría.
       Juez: ¿Cree que esa prenda volverá a salir a colación?
       Paul: Sí, señor.
       Juez: A la gente, no sé por qué le da risa la palabra bragas. ¿No podríamos encontrar otro término?
       Lodwick: A mi mujer, señoría, nunca le he oído otro.
       Juez: ¿Sr. Biegler?
       Paul: Yo soy soltero, señoría.
       Juez: Vaya por Dios. ¿Sr. Dancer?
       Dancer: Cuando estuve en Ultramar, en la guerra, señoría, aprendí una palabra francesa, pero temo que aún es más sugestiva.»

       En la actualidad, este diálogo de tres letrados y un juez tratando de evitar mencionar la palabra bragas en la sala de un tribunal resulta algo chocante, casi infantil, pero en los años cincuenta la sociedad norteamericana era muy puritana e hipócrita. La escena nos da una idea del alboroto que debió ocasionar el estreno de una película tan atrevida. Preminger incluso tuvo que ganar al alcalde de Chicago en un juicio el derecho a exhibir su película en los cines de la ciudad. Pero, pese a todo, el film fue un éxito de crítica y público

       La modernidad de este fantástico drama judicial no sólo radica en el profundo retrato psicológico de sus personajes ni en la liberalidad de su lenguaje y de sus temas ni en la objetividad y realismo con el que se escenifica el juicio, sino también en el uso del humor como herramienta narrativa, para aligerar la tensión del drama y mantener el interés del público durante los largos y serios diálogos del film.


       «Paul: Usted estaba trabajando aquella noche, ¿verdad? La noche en que mataron a Barney.
       Paquette: Lo dijo el periódico, yo estaba presente.
       Paul: Y se puso delante del teniente Manion a la salida.
       Paquette: Exacto. Él me apuntó con la pistola y dijo: “¿Tú también quieres, macho?”
       Paul: Y usted le dijo que no, porque no se llama “Macho”.
       Paquette: La cosa no tuvo ninguna gracia, Sr. Biegler.
       Paul: No, no tuvo ninguna gracia. Perdone, perdone.»

       Por último, la seria fotografía en blanco y negro de Sam Leavitt —en un momento en que el color ya se había impuesto—, los títulos de crédito del film elaborados por el prestigioso diseñador gráfico Saul Bass, unidos a la banda sonora que Duke Ellington compuso para la película, terminan de conformar una cinta novedosa e innovadora, cuya modernidad continúa vigente hoy en día. Salvo por el machismo propio de la época que se deja sentir en algunas escenas de la película; por ejemplo, en la manera en la que el mismo juez prioriza lo que le ha sucedido a los dos hombres implicados en el caso, olvidando lo que le ha sucedido a una mujer.

       «Juez: Esas bragas volverán a mencionarse en el curso de este juicio y, cuando esto pase, no quiero oír una carcajada, una risa, ni siquiera ver una sonrisa en la sala. No hay absolutamente nada de cómico en unas bragas que figuran en la muerte violenta de un hombre y en el posible encarcelamiento de otro.»

       De la brutal violación de la Sra. Manion ni palabra, el juez ni lo menciona, como si unas bragas relacionadas con una violación sí que tuvieran algo de cómico. La cara de Lee Remick, en el momento en que se mencionan sus bragas por primera vez en la sala y la gente rompe a reír, refleja la incomodidad y la humillación a la que es sometida su personaje por parte de todos los presentes. En menor medida también se aprecia un cierto machismo en el detalle de que Paul se gaste dinero en un motor fueraborda, en lugar de pagarle el sueldo a su secretaria. Algo impensable si se tratara de un secretario.


       «Maida: Ayer repasé su libro de cheques, no puedo pagarme el sueldo. ¿Qué hizo con los honorarios del divorcio de los Walters, financiar una mina de uranio o algo así?
       Paul: Comprar alguna cosa necesaria.
       Maida: ¿Como un motor fueraborda? A mí no me considera un cosa necesaria...»

       Saul Bass había empezado a trabajar para Preminger en Carmen Jones (1954) diseñando el cartel de la película y los títulos, y más tarde realizó también los de El hombre del brazo de oro (1955). En Anatomía de un asesinato Paul Bass diseñó para los títulos un hombre de papel que representa un cadáver diseccionado en piezas. Sobre cada una de esas piezas va apareciendo los títulos, que junto a la música de Ellington componen una poderosa imagen que anticipa lo que va a ser la película, un rompecabezas judicial.

       En cuanto a la banda sonora de Duke Ellington, mencionar que el músico no sólo contó con su propia banda para interpretar la música de la película, sino que además disfruto de la colaboración de Billy Strayhorn, que realizó una importante contribución con arreglos y piezas originales que ayudaron a crear la atmósfera musical del film. Duke Ellington aplicó su música a la acción y al ambiente aportando intriga, tensión dramática e incluso humor. Pocas veces se había usado el jazz de una forma tan predominante en una banda sonora. Duke Ellington recibió el premio Grammy de 1959 a la mejor composición instrumental escrita para una película. Como curiosidad, mencionar que Ellington también interpretó a un personaje, Pie Eye, músico amigo de Paul, con el que le vemos tocar a dos manos en una escena del film.

       Otto Preminger era famoso por utilizar el blanco y negro en sus películas como una técnica narrativa más, en el film que nos ocupa utilizó este tipo de fotografía para ilustrar la oscuridad y la complejidad del mundo jurídico, en el que el protagonista, un buen hombre, tiene que defender ante la sociedad a un hombre de comportamiento censurable, que ni siquiera le cae bien. Al mismo tiempo aporta intensidad y misterio a un género tan carente de romanticismo como el judicial. Y puesto que Anatomía de un asesinato no es sólo un drama de juicios, sino también la historia del renacimiento de un abogado, que estaba hundido emocionalmente y que resurge de sus cenizas al ganar como defensor al hombre que le derrotó en las urnas recuperando así su prestigio y volviendo a enamorarse de su profesión, el romanticismo era necesario.


       «Parnell: Pauli, de verdad, desde que Mitch Lodwick te ganó por la mano el puesto de fiscal, está visto que no levantas cabeza. Y no es que no entienda lo que sientes. Cuando a un hombre le echan de un puesto que ha ocupado mucho tiempo, piensa que su gente le ha abandonado, que el dedo del escarnio le está apuntando.
       Paul (Bromeando): Sólo mi corazón solitario conocerá mi angustia.»


       Paul Biegler posee todos los atributos de un héroe romántico, es un tipo solitario 
y sensible, que toca al piano piezas de una gran melancolía y cuya relación más profunda es la amistad que mantiene con un abogado alcohólico que le dobla la edad. Al empezar la película está algo desencantado y atraviesa un penoso momento económico, sin embargo, no parece preocupado sino que lo lleva con resignación. James Stewart siempre aportaba a sus personajes esa honestidad y esa tranquilidad, en la que se adivina un alma paciente y esperanzada. Paul Biegler cae bien a la gente, Preminger se encarga de que el público sepa que todos los que le conocen le tienen simpatía y respeto, y por esta razón se gana también la de los espectadores. El mismo juez parece haber caído también bajo el magnetismo personal de Biegler, mucho más humano que el frío Dancer o el incompetente Lodwick. Aún así, le vemos defendiendo a un hombre que, como poco, no es buena persona y recurriendo a toda clase de triquiñuelas para librarlo de la cárcel. Y aunque no cae en las redes de la Sra. Manion, que no para de coquetear con él desde que se conocen, es evidente que Paul Biegler, pese a que lo niegue, se siente atraído por el encanto y la belleza de Laura, que sabe cómo desarmar a este soltero solitario cuando se le antoja. Stewart refleja, con un nerviosismo casi cómico, el esfuerzo de este hombre por mantener las distancias con Laura, cada vez que ella se le insinúa.


       «Paul: Pero ¿una mujer no sabe, por instinto, cuando atrae realmente a un hombre?
       Laura: Sí, claro, pero eso me pasa a mí siempre con los hombres. Me pasa desde que era pequeña. Usted, por ejemplo, le intereso, pero no tengo razones para alarmarme. Y lo mismo pasó con Barney.
       Paul: Mire, Sra. Manion, créame, yo no tengo la menor…
       Laura: Llámeme Laura.
       Paul: Laura, a mí sólo me interesa ayudar a su marido, nada más.
       Laura: Ya sé que no va a intentar nada. Lo digo por su manera de mirarme.
       Paul: Bueno, es que es muy difícil no mirarla.»

       James Stewart ganó en 1959 dos premios al mejor actor, el del Festival de Venecia y el del Círculo de Críticos de Nueva York, encarnando a este tranquilo abogado costumbrista que tiene que dar un cambio a su vida pasando de exfiscal a abogado defensor y saliendo triunfante en un proceso en el que además tiene la ocasión de tomarse la revancha con el nuevo fiscal Lodwick, que no duda en traerse refuerzos, porque sabe que Biegler es más inteligente y más astuto que él.

       «Paul: Mira, si reduces la acusación a homicidio y puedo sacarle bajo fianza, pediremos el aplazamiento.
       Lodwick: Tú no lo harías si fueras todavía fiscal.
       Paul: No lo sé, tal vez sí. Tal vez sí, ya que la prueba del detector de mentiras, hecha a su mujer, ha confirmado la violación. El jurado estará de su parte…
       Lodwick: ¡¿Cómo sabes lo que el detector…?! (…) He picado, ¿eh?
       Paul: Sí, sí, hijito, sí.»

       Paul Biegler es un hombre tan sereno que incluso cuando pierde los nervios con Dancer durante el juicio, lo hace con cierto sosiego.


       «Juez: Sr. Dancer, tenga la bondad de no interponerse entre la testigo y el Sr. Biegler.
       Dancer: Desde luego, señoría. ¿Alguna otra cosa, Sr. Biegler?
       Paul: Hágalo otra vez y le daré una patada en el trasero que le mandaré al fondo del lago Superior. (Risas del público y del mismo Dancer.)»


       Anatomía de un asesinato fue la tercera película de Lee Remick, la que la 
convirtió en estrella y en la que demostró su valía como actriz al encarnar a esta seductora e inmadura mujer, que se comporta como una niña traviesa a la que le gusta divertirse provocando a los hombres, sin pensar en las consecuencias de sus actos. La inocencia con la que celebra las monerías de su inseparable perrito contrasta con sus maneras de mujer fatal y Lee Remick encarnó con absoluta credibilidad ambos aspectos de esta desconcertante mujer, llena de contradicciones: Triste y risueña, inocente y provocativa, que quiere a su marido pero desea librarse de él. Una mujer que parece necesitar la atención de los hombres en todo momento y, pese a tenerla, se siente sola. La actriz bordó la secuencia en la que Dancer la acorrala en el juicio, y ella se muestra vulnerable y desafiante a un tiempo.


       También el actor George C. Scott se dio a conocer con esta película, en la que 
tuvo su primer papel importante, y por la que fue nominado a mejor actor de reparto. George C. Scott, en su rol del fiscal socarrón y odioso, destacó por su sonrisa cargada de cinismo y la suficiencia con la que su personaje se comportaba ante los testigos y ante Paul. Se podría decir que la chulería de Dancer solo es comparable a la del teniente Manion.

       «Dancer: ¿Sufrió alguna demencia temporal durante la guerra?
       Manion: Recuerdo haber sentido un deseo demencial.
       Dancer: ¿Deseo de qué?
       Manion: Un deseo loco de largarme. (Risas)
       Juez: Le aconsejo que tenga en cuenta la gravedad de su situación, teniente.
       Manion: Perdón, señoría.
       Dancer: Yo comprendo al teniente. Supongo que siente el mismo deseo de salir de la cárcel.»


       El reparto del film está repleto de actores y actrices secundarias que con sus excelentes interpretaciones aportaron una gran verosimilitud al film. Por mencionar algunos, Murray Hamilton, como el camarero Alphonse Paquette, amigo de Barney Quill y enamorado de su hija, quien transmitía la rabia de su personaje al tener que lidiar con el abogado Paul Biegler, al que se nota que no traga. Ese malestar llega a resultar incluso cómico durante el juicio cuando contesta con monosílabos y de mala gana a las preguntas de Paul Biegler.

       También resulta muy convincente, por su realista y natural actuación, Russ 
Brown, como el Sr. Lemon, el encargado del camping que también es sheriff honorífico. Brown invistió a su personaje de una gran dignidad y sencillez profesional logrando que su testimonio durante el juicio fuese uno de los más sólidos y creíbles.

       Por último, la cómica intervención del preso Duke Miller, encarnado por el actor 
Don Ross, que compuso a un caradura carente de escrúpulos, constituye, sin duda, el más humorístico de los testimonios del juicio.

       Anatomía de un asesinato recibió siete nominaciones a los Óscar, entre ellas mejor guión adaptado, mejor película, mejor fotografía y mejor montaje, pero 1959 fue el año en que Ben-Hur de William Wyler arrasó en los Óscar dejando a la película de Preminger sin ninguna estatuilla.


       No obstante, Otto Preminger realizó una prodigiosa puesta en escena, en la que buena parte del metraje transcurre en interiores, sirviéndose de la profundidad de campo para ofrecer una mayor amplitud visual al espectador, de manera que éste pudiera captar con detalle todo lo que sucedía en la sala del tribunal. Asimismo, utilizó abundantes planos secuencias, sobre todo en exteriores, con los que creaba la sensación de estar siguiendo a los personajes en sus propias vidas. Por otra parte, con la escasez de primeros planos, consiguió resaltar la importancia dramática de determinados instantes en los que la cámara sí que se acercaba al rostro de algún personaje.

       Anatomía de un asesinato constituye un melancólico reconocimiento al ingrato ejercicio del derecho en un sistema judicial complejo, susceptible de ser burlado, pero que persigue siempre la verdad y la justicia, aunque no siempre los alcance. En ese sentido, hay cierto romanticismo en la dedicación con la que los dos amigos, Biegler y Parnell se entregan al estudio de las leyes, por mera afición. Es también, la película, una clara exaltación de los valores de la amistad, para la que no existen barreras generacionales. Lo esencial para una sincera amistad es compartir la pasión por algo, en este caso por la abogacía, y disfrutar de la compañía del otro de forma desinteresada. Paul Biegler y Parnell McCarthy se respetan, se aprecian, se cuidan y esa amistad trasciende la pantalla, y está por encima de ganar o perder un juicio. El hecho de que Paul consiga que Parnell deje la bebida para trabajar con él en el caso es sin duda uno de sus mayores logros.


       «Parnell: Yo antes creía que el mundo era más bonito a través de un vaso de whisky… De eso nada. Me gusta mucho más así, ya lo creo.»

       Del mismo modo, convencer a Paul de que acepte representar al teniente Manion es el mayor acierto del viejo Parnell.

       «Parnell: No tienes que enamorarte de él, sólo defenderle. ¿Qué pasa, no necesitas dinero? ¿Sabes una cosa? Creo que en el fondo tienes miedo.
       Paul: ¿Miedo de qué?
       Parnell: De perder el caso.
       Paul: Sólo hay algo más retorcido que un abogado de Philadelphia y es un abogado irlandés.»

       Ambos abogados se salvan el uno al otro y renacen juntos a un nuevo futuro más próspero y prometedor, haciendo lo que más les gusta hacer, ejercer de abogados. «Eso se llama justicia poética para todo el mundo».


   

viernes, 9 de mayo de 2025



PREMINGERMANÍA 2
   
CARA DE ÁNGEL (1952) de Otto Preminger
   

       
En Cara de ángel, Preminger nos ofrece un fiel reflejo de ese tipo de adolescentes fatales, mimadas por sus padres tras quedar huérfanas de madre, que, acostumbradas a salirse con la suya manipulando a los demás, no dudan, al convertirse en mujeres, en utilizar su atractivo sexual para seducir y controlar a los hombres con la absurda ilusión de que, de ese modo, no volverán a ser dañadas. Su belleza, su inmadurez emocional y su incapacidad para aceptar la frustración de sus deseos convierten a esta clase de mujeres, casi niñas, en personas extremadamente peligrosas.
      
       Tras acudir a una emergencia en la mansión de los Tremayne, por un supuesto accidente con el gas de la Sra. Catherine Tremayne (Barbara O’Neil), el conductor de ambulancias, Frank Jessup (Robert Mitchum) conoce a la joven hijastra de la paciente, Diane Tremayne (Jean Simmons) y ambos se sienten atraídos. La chica sigue a la ambulancia hasta el bar del hospital, donde aborda a Frank y lo seduce. Al día siguiente, con la escusa de respaldar económicamente el proyecto de Frank de abrir un taller de coches de carreras, Diane contacta con la novia de éste, Mary Wilton (Mona Freeman), y no duda en informarla de que salió con él la noche anterior. La chica comprende que se haya ante una peligrosa rival y, cuando Frank comienza a mentirle sobre ella, Mary se refugia en su amigo Bill Crompton (Kenneth Tobey), un compañero del hospital. A fin de tener cerca a Frank, Diane consigue que su madrastra le contrate como chófer y éste acepta con la esperanza de que la Sra. Tremayne financie su taller. Pero, una vez instalado en la mansión, Diane trata de convencerlo de que su madrastra ha tirado su proyecto a la basura sólo por el odio que siente hacia ella. Frank comienza a desconfiar de Diane y a echar de menos a Mary. De modo que, cuando Diane afirma que su madrastra ha intentado asesinarla con el gas, Frank comprende que es ella quién quiere matar a su madrastra y toma la decisión de dejar el empleo e intentar reconquistar a Mary. Sin embargo, Diane consigue seducirlo de nuevo ofreciéndose a abandonarlo todo por él y a vender sus joyas y su lujoso coche para invertir en el taller. Pero lo que Diane hace en realidad es sabotear el coche de su madrastra, con el propósito de que cuando ésta lo arranque se precipite por el precipicio que hay junto a la mansión. Para su desgracia, su adorado padre, Charles Tremayne (Herbert Marshall), se monta en el coche junto a su esposa y ambos se despeñan. Frank y Diane son arrestados como sospechosos de asesinato. Diane sufre un shock al descubrir la muerte de su padre y, arrepentida, confiesa a su abogado, Fred Barrett (Leon Ames), que ella los mató y que Frank es inocente. Barrett la disuade de declararse culpable alegando que si lo hace, Frank también será condenado. Con la intención de conmover al jurado, el abogado consigue que ambos se casen antes del juicio y, presentándolos como dos inocentes jóvenes enamorados, logra que los absuelvan. Tras quedar libre, Frank se propone pedir el divorcio. Diane, convencida de que volverá con Mary, decide autodestruirse confesando su crimen, pero Barrett se lo impide. Rechazado por Mary, que ha iniciado una relación con Bill, Frank regresa a la mansión con la intención de recoger sus cosas y marcharse a Méjico. Diane intenta seducirlo por última vez y la negativa de Frank será su perdición.


       Howard Hughes encargó a Otto Preminger la producción y filmación de esta historia original de Chester Erskine para la RKO, dándole plena libertad para cambiar cualquier aspecto del guión que no fuera de su agrado. Preminger supervisó el trabajo de los guionistas Frank Nugent y Oscar Millard hasta quedar satisfecho con el resultado final. Un guión frío, fatídico y oscuro, con un estremecedor retrato psicológico de los personajes que nos hace comprender que son seres abocados a un final funesto. Apoyado en una doble temática, la de la mujer fatal —tema tradicional del cine negro— y la del complejo de Electra, jovencita enamorada de su padre que se niega a compartirlo con su madrastra —más propio de un cine de corte psicológico—, el guión profundiza en los peligros de esas pasiones obsesivas, que tratando de anular la libertad de las personas que las inspiran, terminan destruyéndolas. Carente de todo romanticismo, el guión rezuma soledad, fracaso y vacío existencial, que se ven acentuados por el contraste con la complicidad, el cariño y el respeto que rezuma la historia de amor de los protagonistas secundarios, Mary y Bill. Tan solo la inteligencia de los diálogos, afilados como cuchillos en ocasiones y a veces dotados de un humor algo sombrío, consigue aligerar la intensidad emocional de la trama.


       «Charles: Bien, y ahora no lo niegues, estás esperando que te pida un favor, como de costumbre.
       Catherine: ¿Tú crees?
       Charles: En este preciso momento, con la rapidez de un cerebro matemático, estás calculando el infinito número de posibilidades.
       Catherine: ¿En serio?
       Charles: Verás: primera, “éste se ha gastado el dinero del mes”; segunda, “ya ha pedido prestado el del mes próximo”; tercera, “con toda seguridad ha encargado varias cosas a cuenta en alguna tienda” y cuarta, “me ha besado porque está arrepentido y me quiere mucho”.
       Catherine: ¿Y esas cuatro posibilidades son ciertas?
       Charles: Bueno, especialmente la cuarta.»

       El guión utiliza tres triángulos afectivos que aportan una notable tensión emocional al relato. Por una parte, el triángulo amoroso formado por Diane-Frank-Mary que constituye el hilo conductor de la trama principal. Por otra parte, el triángulo formado por Diane y su otra rival en la cinta, su madrastra Catherine, con la que se disputa la atención y el cariño de su padre; este triángulo, Diane-padre-madrastra, desencadena la motivación fundamental de la protagonista para adentrarse en el crimen. Por último, el triángulo de menor importancia, Frank-Mary-Bill, que como hemos mencionado, aporta el contraste de luz y amor, que acentúa la oscuridad y el egoísmo de la relación de Diane y Frank.


       «Diane: Por favor, contéstame a una pregunta. Dime, ¿no me quieres absolutamente nada?
       Frank: Digamos que te quiero a mi manera. Pero ¿qué hombre está seguro con una mujer como tú?»

       La música algo siniestra y cargada de melancolía que Dimitri Tiomkin compuso para la película nos sumerge desde los títulos de crédito en esa atmósfera de resentimiento soterrado que inunda la mansión de los Tremayne, como una especie de maleficio que anticipa el final de los protagonistas. Cada vez que Diane, sentada al piano, interpreta esa melodía, llena de suspense y profundidad psicológica, parece sumergirse en los abismos más oscuros de su atormentada alma. La mirada perdida y el rostro inescrutable de Jean Simmons, concentrada en sus propias reflexiones, se integran en la música como una nota más de esa inquietante pieza para piano que anuncia la tragedia a la que se encamina sin remedio la protagonista.


       Dicha composición adquiere, al igual que la mansión de los Tremayne, el mismo protagonismo que un personaje más del relato. Esa casa, al borde del precipicio —como lo están también sus habitantes—, iluminada por el director de fotografía Harry Stradling de una forma un tanto expresionista, se nos muestra lujosa y lúgubre a un tiempo y representa una especie de guarida o tela de araña desde la que Diane atrae y atrapa a Frank Jessup. La película empieza con una ambulancia en la que Frank llega a la mansión por vez primera y finaliza con un taxi en el que Frank pretende abandonarla definitivamente, aunque nunca lo conseguirá. El hecho de que Frank intente en varias ocasiones a lo largo del film salir de la casa y de la vida de Diane, sin conseguirlo, resulta algo irreal, angustioso y casi kafkiano.


       Además de la banda sonora de Tiomkin, la fotografía de Stradling y un guión que, tal y como le gustaba a Preminger, daba más importancia a los caracteres de los personajes que al argumento, el director contó con un reparto extraordinario, procedente de la RKO, para construir su obra maestra. Preminger siempre fue considerado un gran director de actores, al que, pese a su fama de ogro en los platós, su método de dejar a los actores libertad para componer sus personajes haciendo que se sintieran creadores de los mismos, parecía darle buen resultado. Jean Simmons, protagonista indiscutible del film, crea un personaje ambivalente que oscila entre la impulsividad de su juventud y la perversidad de su desequilibrio emocional. Una adolescente retorcida que no alcanza a comprender las consecuencias de sus actos y que destruye a todos los que entran a formar parte de su vida, incluso a sí misma. Una joven con cara de ángel y mente diabólica, víctima de su propio infantilismo y de su propio dolor. La actriz interpreta a Diane con tanta dulzura que ni siquiera la estremecedora frialdad con la que ejecuta sus malas acciones consigue despertar nuestra antipatía.

       «Diane: Un día cuando Frank estaba reparando el coche, le pedí que me explicara algo sobre la transmisión automática.
       Barrett: Y él le enseñó cómo sabotear el coche.
       Diane: ¡No! No, pero sé sonsacar lo que quiero a los demás. Lo hago de tal modo que resulta natural. Siempre me contestan lo que me interesa saber sin ni siquiera darse cuenta de que lo hacen.»


       Jean Simmons logra que Diane Tremayne nos parezca, más que una psicópata fría y calculadora, una joven solitaria y triste, que con la apariencia de una atractiva jovencita sabe cómo y cuándo utilizar sus lágrimas para conseguir lo que se propone. Jamás la vemos llorar a solas, ni siquiera cuando, muerto su padre, es abandonada por Frank. Su llanto siempre tiene el malicioso propósito de despertar el instinto de protección en los demás. Simmons nos convence de que el deseo de Diane no es dañar, ella no siente placer haciendo sufrir o matando, tan sólo es una joven, herida por la muerte de su madre y obsesionada por tener el control absoluto sobre todos los que la rodean, para no volver a sufrir. Es la idea de perder ese dominio lo que la enloquece y la vuelve mortífera. Pero la vida no se puede controlar y tratar de hacerlo sólo produce frustración y sufrimiento, ése el drama de Diane, que termina siendo víctima de su propio miedo. Y por eso despierta nuestra compasión a pesar de sus siniestras maquinaciones. Simmons refleja el deseo de Diane de acaparar todo el amor de su padre mostrándose radiante cuando está en su compañía, pero sobre todo cuando éste ridiculiza a su madrastra, a la que ella aborrece.

       «Diane: ¿Ha averiguado la policía cómo ocurrió todo?
       Charles: Piensan que quizás golpeó la llave con el pie sin pretender hacerlo.
       Diane: ¿Y si lo que intentó fue, tal vez…?
       Charles: Oh…, mañana está citada en el club de bridge… Y ya sabes lo que eso significa para Catherine… (Ambos se ríen y se abrazan)»


       Diane Tremayne es una excepcional heroína de cine negro, pero no es la típica mujer fatal a la que solo mueve el dinero. A Diane sólo la mueve el ansia de dominio e incluso llega a sentir un sincero arrepentimiento, en la segunda parte del film, cuando, tras descubrir que ha causado la muerte de su querido padre, toma conciencia de lo que ha hecho, entra en una especie de tristeza, apatía y remordimiento y decide confesar y pagar su crimen ante la sociedad.

       «Diane: Yo tenía diez años cuando mi madre murió durante un ataque aéreo. No he tenido amigos y mi padre lo fue todo para mí. Luego conoció a Catherine, nunca pude soportarla. Recuerdo que aprendí a fingir y siempre jugaba a un juego que empezaba diciendo: Si Catherine estuviera muerta… Sólo pensaba en lo felices que podíamos ser juntos, mi padre y yo. Muerte solo era una palabra, nunca supe lo que significaba hasta que vi sus cadáveres destrozados. Entonces comprendí que ella también le había amado y que nada había hecho para hacerme daño.»

       El gran amor de Diane es Charles Tremayne, su padre, y cuando éste se casa con su madrastra, ella se siente traicionada y se obsesiona con la idea de librarse de la intrusa. El film comienza con un intento fallido de Diane de asfixiar a su madrastra con gas, y entonces conoce a Frank, y la bofetada de éste parece despertar en Diane, no sólo su deseo sexual, sino también la idea de que un hombre de carácter podría facilitarle su propósito de eliminar a Catherine Tremayne. Convencida de que ésta ha convertido a su padre en un inútil, se propone rescatarlo de sus garras, con la ayuda de Frank, para que vuelva a ser el escritor brillante que era antes de conocerla.


       «Diane: Tú no sabes lo que ha hecho de mi padre. ¿Recuerdas que te conté que estaba escribiendo un libro? Pues bien, un día del año pasado, fui a su despacho a esconder un regalo, algo que sólo debíamos saber mi padre y yo, y descubrí que allí donde guardaba todo lo que, según él, escribía no existía otra cosa que papel en blanco. No ha escrito nada desde que se casó con ella.
       Frank: Casándose con ella, una viuda rica, ¿esperabas que escribiera otra cosa que no fueran cheques?
       Diane: No te burles de mi padre.»

       Después de la muerte de su padre, Diane fija toda su atención sobre Frank, busca en él al sustituto de su padre, pero él no es nada paternal y tampoco quiere permanecer junto a una jovencita a la que considera inestable. Diane se obsesiona por retenerlo a su lado como sea, porque si no lo consigue sólo le queda la autodestrucción.

       «Diane: Frank, no me abandones. No sabría qué hacer en esta vida sin ti.
       Frank: Me avergüenzo de haberme prestado al juego.
       Diane: Juntos nos hemos salvado.
       Frank: Gracias a que un abogado astuto convenció al jurado. No trates de disfrazar la verdad. Eres una loca hipócrita.»


       Por su parte, el protagonista masculino, Frank Jessup, ex piloto de carreras que sueña con abrir su propio taller, queda fascinado por la belleza de Diane y por su lujoso modo de vida, dejándose seducir por ella en su red de mentiras y manipulaciones, como un insecto en la tela de una araña. Frank recela de Diane desde el principio, pero cae una y otra vez en su juego a causa de su exceso de confianza en sí mismo. Él intuye que Diane es una bruja peligrosa, pero está deseando intimar con ella y comete el error de subestimarla.

       «Frank: ¡Hola! ¿Ha venido usted volando?
       Diane: Tengo aparcada mi escoba ahí fuera.
       Frank: (Al camarero) Cerveza. (A Diane) ¿Qué beben las brujas?
       Diane: Sólo café.»

       Frank se cree más listo y más duro que Diane, pero ella siempre tiene el control, pese a su juventud. La impulsividad de Frank y su inmadurez emocional le conducen poco a poco al desastre. Frank no se toma en serio ninguna relación emocional, no se compromete con Mary ni tampoco con Diane y se inclina por una o por otra según su conveniencia. Él sólo piensa en sí mismo, en su futuro profesional y en satisfacer sus deseos más inmediatos. Robert Mitchum presentaba todos los atributos necesarios para encarnar al personaje: una apariencia de hombre duro y seguro de sí mismo y una frialdad capaz de hacer frente a la de Diane sin inmutarse.


       «Frank: Lo lamento, pero no quiero verme mezclado.
       Diane: ¿Mezclado en qué?
       Frank: ¿Tan estúpido me consideras? Odias a esa mujer lo suficiente como para matarla. Es algo que bulle en tu cerebro hace tiempo.»

       El actor encarna, con una veraz máscara de inexpresividad, a este hombre que parece estar de vuelta de todo, pero que carece de la voluntad necesaria para resistir a la tentación de caer en una pasión que él intuye destructiva. Mitchum consigue que un hombre que se comporta de un modo tan absurdo no nos parezca un completo idiota, al interpretarlo como si fuera un adicto. Frank, como cualquier adicto, cree que puede dejar a Diane cuando quiera; pero no puede, porque ella es más fuerte que él. Frank compadece a Diane por su sufrimiento, sin darse cuenta de que su creencia de que podrá librarse de ella resulta mucho más penosa aún. Sobre todo al final, cuando le vemos brindando con champán, sin sospechar que lo que está celebrando es su propia muerte. Justo antes de que Diane despeñe el coche por el precipicio con ellos dos dentro, podemos ver en el rostro de Frank la feroz convicción de que aún puede impedir a Diane salirse con la suya, por lo que arroja el champán al suelo para tener las manos libres y hacerse con el control del coche, pero ya es demasiado tarde. Ese gesto de Mitchum resulta desolador y resume toda la personalidad de Frank Jessup, es el gesto impotente de un hombre que muere por un exceso de confianza en su propia capacidad para jugar con fuego sin quemarse.


       «Diane: Frank… ¿Estás acusándome?
       Frank: Todavía no acuso a nadie, pero si yo fuera la policía diría que todo lo que cuentas es tan falso como un billete de tres dólares.
       Diane: ¿Cómo puedes decirme eso a mí?
       Frank: ¿Después de lo que hemos sido el uno para el otro? La verdad, todavía no he conseguido saber lo que hay realmente detrás de tu bonita cara. Pero lo que sin duda he aprendido es a no ser un inocente comparsa. Es algo que acaba haciéndote daño.»

       Como el piloto que fue, Frank se lanza a los brazos de Diane, lo mismo que se lanzaba a la pista, confiando ciegamente en su pericia de conductor, sin calibrar los riesgos, a toda velocidad y pensando solo en la meta. Diane, pese a su corta edad, conoce el punto flaco de los hombres, su vanidad, y halaga a Frank sin parar diciendo lo que cualquier hombre desea oír, que le ama sobre todas las cosas, que no podría vivir sin él, etc. Y Frank baja la guardia y se deja manejar como el pelele que estaba seguro de no ser. De una forma trágica, le vemos agitarse, como tal, en el asiento del copiloto, junto a Diane, cuando se despeñan colina abajo.

       Los dos protagonistas principales adolecen de la misma falta de madurez, sin embargo, Mary, la antagonista del film, es una mujer madura, lúcida y tremendamente positiva. Mary sufre el abandono del hombre con el que había construido su proyecto de vida y, además, es sometida a la humillación de tener que enfrentarse al nuevo interés sexual de éste.


       «Mary: Ha querido usted hablar conmigo para calibrar mi fe en Frank. Y he dudado. También quería saber si soy inteligente o tonta. Creo que ahora ya lo sabe. De modo que, en realidad, su plan ha sido un éxito.
       Diane: ¿Qué va a hacer a partir de ahora?
       Mary: Nada. Le aseguro que nada. Podría pagar la cuenta, pero soy muy práctica, he de trabajar para ganar dinero. (Se levanta de la mesa). No le digo hasta nunca, porque sé que la volveré a ver. (Se marcha y Diane se pone a comer con una sonrisa de satisfacción.)»

       Pero ella no se entrega al sufrimiento, sino que trata de superarlo apoyándose en su amigo Bill. Una extraordinaria Mona Freeman interpreta los sinceros sentimientos de su personaje con una gran serenidad, despertando nuestra admiración por Mary, que sabe valorarse a sí misma, aunque Frank no lo haya hecho, dándose el cariño y el respeto que merece eligiendo a Bill. Mary deja marchar a Frank sin tratar de disputárselo a Diane, con la certeza de que, en el fondo, es lo mejor para ella. La simpatía que Mary despierta en el público, sobre todo en el femenino, es fruto de la sabiduría de ésta para adaptarse a una situación adversa sacando algo bueno de una herida que le ha abierto los ojos respecto al hombre que tenía a su lado.

       «Mary: Frank, a tu lado yo siempre estaría sufriendo. Hay otras muchas Dianes por ahí. Quiero un matrimonio, no una competencia diaria, quiero un esposo, no un trofeo que disputar a las demás mujeres. Es posible que tú quieras volver, pero yo no te acepto.»


       El film de Preminger posee la novedad de adjudicar un papel activo a las mujeres que forman parte de la trama, frente al papel pasivo de los hombres de la misma. Tanto Diane como Mary son mujeres que ejercen su derecho a decidir sobre sus vidas. Lo mismo que Catherine Tremayne, que es cualquier cosa menos una millonaria de cabeza hueca. La actriz Barbara O’Neil compone una moderna mujer de negocios, segura de sí misma, generosa pero inflexible con los caprichos de su marido y de su hijastra. O’Neil cumple con elegancia su misión de transmitir al espectador el mensaje de que su personaje Catherine Tremayne no es la odiosa madrastra que Diane pretende hacer creer a Frank, sino una mujer bastante comprensiva y atenta con su familia.
       En contraposición, los hombres del film son hombres que dejan en las mujeres el control de sus vidas. Tanto Frank como Charles Tremayne son manipulados por las mujeres de la mansión. Saben que están siendo gobernados por ellas, pero son incapaces de hacer nada para evitarlo. Herbert Marshall realiza un breve pero brillante papel de escritor frustrado, que renuncia a su carrera por una vida plácida de ocio sin fin. Charles Tremayne se engaña a sí mismo culpando a su mujer de su propia apatía. La mirada desencantada del actor nos transmite la tristeza y la vergüenza que siente el personaje, ante los reproches de su mujer, por haber dejado de ser un brillante escritor para convertirse en un despilfarrador pedigüeño.

       «Catherine: Charles, a veces tu encantadora personalidad es demasiado transparente.
       Charles: ¿Pretendes decir que trescientos dólares alteran tu economía?
       Catherine: Lo menos importante son los trescientos dólares, pero ¿cuánto tiempo hace que no ganas esa cifra?
       Charles: Trabajo sin descanso.
       Catherine: Claro, todo el día sentado en tu despacho escuchando música. Antes, en unas cuantas horas escribías casi un capítulo.
       Charles: Es verdad, pero eso era antes de conocerte.»


       Tan solo, el abogado Barrett, único hombre que desempeña un papel activo en el film, logra manejar con sus dotes de mando a Diane y a Frank a un tiempo, y no sólo lo hace para favorecer los interesas de su importante clienta, sino también, y sobre todo, para favorecer los suyos propios como letrado. Ganar el juicio y vencer al fiscal del distrito le proporcionarán el prestigio necesario para conseguir más clientes como los Tremayne. Barrett, lo mismo que Diane, trata a Frank como a un títere, ese comparsa que él se negaba a ser, pero que ha terminado siendo durante toda la película. Tanto Diane como Barrett juegan con Frank, se sirven de él y lo anulan.

       «Barrett: Le doy mi palabra de que no estoy especialmente interesado en salvar su cuello, lo que me preocupa es mi cliente, Diana Tremayne.
       Frank: Ya lo suponía.
       Barrett: Pero juntos tienen más probabilidades que por separado. Las pruebas le señalan en especial a usted, puesto que en este caso interviene un automóvil.
       Frank: Esa chica está loca si cree que va a salirse con la suya.
       Barrett: Nadie pretende salirse con la suya, pero usted no debe ignorar la gravedad de lo que se le acusa. Ella tendrá muchas simpatías, es bonita y adoraba a su padre.»

       Preminger realiza una película oscura y fría, al más puro estilo del cine negro, con unos protagonistas egoístas, incapaces de amar o de amarse a sí mismos, que ignoran las consecuencias de sus actos considerándolas como algo secundario que no les interesa ni les preocupa. Pero Preminger no juzga a sus personajes, para el director todos somos nobles y miserables a un tiempo; tampoco busca la identificación del público con sus personajes, sino que se distancia y nos distancia de ellos con escasez de primeros planos y abundancia de planos medios. Esta manera de narrar, encadenando una serie de planos secuencia, nos hace sentir meros observadores de la vida de los personajes. Con su mirada objetiva, Preminger se limita a insinuar cómo son Diane y Frank, sin rechazarlos ni idealizarlos, sino mostrándonos a dos personas, descarnadamente humanas, que con sus erráticas decisiones nos muestran la futilidad de la vida y la impermanencia de toda existencia humana. Esta habilidad de Preminger para captar la psicología de sus personajes, sin etiquetarlos ni enjuiciarlos, proporciona a su cine un carácter intemporal y novedoso, y le convierte a él en ese tipo de director que supo descubrir en Hollywood, más que una fábrica de entretenimiento, una forma de reflejar al ser humano en profundidad, con sus luces y sus sombras.


       La modernidad de la cinta de Preminger radica en el enfoque innovador de sus personajes y de sus relaciones, extremadamente diferentes a los personajes habituales del cine negro: una adolescente dulce y criminal enamorada de su padre y un hombre duro víctima de su deseo sexual y de su ambición, que se entregan a una pasión autodestructiva y enfermiza, en la que el amor es sustituido por una especie de compasión, en el caso de Frank, y de obsesión, en el caso de Diane.

       «Diane: No creo que me odies. No puedes odiar a una mujer que te quiere como yo.
       Frank: La locura no causa odio sino compasión.»

       Estos oscuros personajes y sus complicadas relaciones dan como resultado una trama retorcida y aciaga —de final inesperado e impactante—, que no tuvo buena acogida por el público de su época, pero que con el tiempo llegaría a ser considerada una obra maestra del cine negro, psicológico y criminal.


       Cara de ángel es una película nocturna, como todas las películas negras de Preminger. Al fin y al cabo, la noche es el mejor escenario para filmar la perversidad de su protagonista, que el director narra de forma intimista, con un ritmo lento o acelerado en función de las maquinaciones de Diane. Este ritmo parece detenerse en la parte del juicio, en la que Diane y Frank, dejándose llevar por las directrices marcadas por el abogado, pasan a un segundo plano y dan paso a un paréntesis en el que el ritmo lo marca la sociedad y sus convencionalismos, en este caso, jurídicos. En esta parte del film, Preminger nos muestra la falsedad del sistema judicial americano, a través del cinismo con el que el abogado Barrett maneja al jurado a su antojo para que se posicione de parte de su clienta, aún sabiendo que es culpable. Tras el juicio, el film regresa a esa atmósfera malsana que se respira en la mansión de los Tremayne y vuelve a ser Diane la que marca el ritmo de la narración, un ritmo melancólico e inquietante.


       Esta controvertida historia de una jovencita con una enfermiza necesidad de controlar a su padre, por miedo a perderlo o a tener que compartirlo, fascinó a Preminger de tal modo que volvería a sumergirse en ella, años más tarde, en Buenos días, tristeza (1958), aunque con un enfoque menos dramático y mucho más frívolo. Puesto que, en dicha película, basada en la famosa novela de Françoise Sagan, la protagonista no es ninguna asesina, sino solo una joven hedonista y manipuladora que, empeñada en conservar la vida bohemia que comparte con su padre, provoca, sin proponérselo, la muerte de su futura madrastra.

       El gran mérito de Cara de ángel consiste en haber abordado uno de esos temas sobre los que Hollywood prefería guardar silencio, a fin de evitar el posible rechazo del público. A través de la figura de Diane Tremayne, Preminger realiza un retrato perturbador de cómo el miedo a la pérdida del ser amado arrastra a una joven de diecinueve años por el camino del odio, hasta convertirla en una asesina. Un tema, sin duda, arriesgado de tratar en una película norteamericana a comienzos de los años cincuenta, pero Preminger siempre se distinguió por su osadía a la hora de acometer temas tabú en sus films.