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lunes, 8 de octubre de 2018

HAWKSMANÍA 2

“LA COMEDIA DE LA VIDA” (1934) de Howard Hawks


       Basándonos en las palabras que empleó Hawks para convencer a John Barrymore de que hiciera la película (“Eres el mejor comediante del mundo y no hay razón por la que no puedas hacer esto, porque es la historia del segundo mejor comediante del mundo”), podemos afirmar que esta película es la historia del segundo mejor comediante del mundo, interpretada por el primero. Y no es de extrañar que, con semejante argumento, el actor venciera todos sus escrúpulos y se prestara a hacer de histrión en esta alocada comedia sobre el mundillo teatral de Broadway.

       Con un guión de Ben Hecht y Charles MacArthur, basado en la obra “Napoleon of Broadway” de Charles Bruce Millholland, la película narra la historia del veterano y excéntrico empresario Oscar Jaffee (John Barrymore) que, deslumbrado por el genuino talento de una joven aspirante a actriz, la moldea a su antojo hasta convertirla en la gran estrella Lily Garland (Carole Lombard) e, inmediatamente después, la seduce y la hace su amante. Pero la enfermiza obsesión de Oscar por controlar a la joven, tanto en el escenario como fuera de él, termina por asfixiar a la chica, de tal modo, que decide abandonarle y huir a Hollywood. Años después, cuando ella se ha convertido en una gran estrella de cine, y él, tras acumular varios fracasos en taquilla, está en la ruina, el destino les hace coincidir en el tren “Siglo veinte” (título original del film y lujoso tren, que también fue elegido por Hitchcock para el encuentro entre Cary Grant y Eva Marie Saint en la película “Con la muerte en los talones” de 1959). Al enterarse de que Lily viaja en el tren, Oscar toma la determinación de recuperar a su estrella para salvar su teatro de la bancarrota, y, para ello, no duda en recurrir a toda una serie de subterfugios, que incluyen el victimismo, el chantaje emocional y la manipulación más descarada.

       Inspirada en el mito de Pigmalión, la historia plantea la habitual lucha de sexos del cine de Hawks, desde el punto de vista del veterano profesor que, enamorado de su alumna, pretende controlarla en cuerpo y alma, hasta que ella decide volar sola y, entonces, comienzan los problemas. En la película, incluso hay una cómica alusión a este tema, cuando Lily se burla de que Jaffee se llame a sí mismo Svengali, presumiendo de haberla creado ―John Barrymore, precisamente, había interpretado a este personaje en “Svengali” de Archie Mayo en 1931, película que narraba la historia de un profesor de música que hipnotizaba a una chica para convertirla en una cantante de éxito―. Desde esta perspectiva profesor-alumna, Hawks nos muestra, a través de los celos, la competencia profesional, la vanidad y el engreimiento, a dos egos enfrentados hasta la extenuación. El drama de dos profesionales del teatro que no aciertan a distinguir la vida de la ficción y que, incapaces de dejar de interpretar, actúan dentro y fuera del teatro, hasta terminar por convertir sus propias vidas en una eterna comedia ―además de agotar a los pobres seres humanos que tienen la desgracia de tener que soportarlos―.

       “Lily: Desconocemos el amor, a menos que alguien lo escriba y lo ensayemos. Tan sólo somos reales en el escenario.”

       Hay una escena en el tren, de gran patetismo cómico, que nos muestra el extremo hasta el que, ambos, son capaces de fingir sus emociones: Jaffee y Lily, después de una terrible discusión, se desploman cada uno en un asiento gritando y fingiendo estar al borde de un colapso nervioso por culpa del otro, pero su arrebato es tan falso que desaparece en cuanto llega otro personaje y les distrae. Pero ¿acaso no fingimos todos en nuestras vidas? Quizás Jaffee y Lily lo hagan de una forma más exagerada, pero como dijo Juan Marsé “la exageración es el modo más exacto de decir la verdad”.


       Y para demostrarnos que la vida no es más que una comedia, Hawks no podía situar su historia en otro ambiente que no fuera el teatral, grupo profesional al que pertenecen los protagonistas, cuyo líder supremo es Oscar Jaffee, el superpoderoso amo que gobierna la vida de todos los habitantes de su teatro, a los que exige una entrega absoluta y al que todos temen y respetan. Típico protagonista Hawksiano, el gran profesional al que todos admiran y en el que todo el grupo confía de manera incondicional. Para Hawks era importante situar a sus protagonistas dentro de un marco profesional, en el que destacaran por su gran talento y capacidad. Sus personajes solían ser los mejores en sus respectivos oficios y lo demostraban al tener que desempeñarlos en situaciones extremas, donde cualquier error podía significar el fin. En “La comedia de la vida”, debido a la inestabilidad intrínseca a la profesión teatral, el protagonista demuestra su valía, en su capacidad para superar los fracasos y renacer de sus propias cenizas, como el ave fénix:

       “Jaffee: Soy como el boxeador, que al oír la cuenta de nueve, se incorpora con esfuerzo y a continuación, ataca con la furia de un león herido.”

       “Jaffee: Si yo soy un genio, Oliver, se debe a mis fracasos. No lo olvides nunca.”

       Esta exaltación de la profesionalidad como virtud suprema del ser humano es, quizás, el rasgo más típicamente norteamericano del cine de Hawks.

       Desde el principio de la película, Hawks nos sitúa en el ámbito teatral, al comenzar la historia por el momento mismo en que la compañía está ensayando la nueva producción y se anuncia la llegada de Oscar Jaffee, al teatro, como si se tratara del mismísimo príncipe de las tinieblas. El mismo Jaffee, cada vez que se enfada con su productor y le despide ―lo que ocurre bastante a menudo―, le expulsa del teatro como si le echara del propio averno:

       “Jaffee: ¡Fuera! Te cierro las puertas del infierno.”

       Mostrando la rutina de un ensayo, Hawks consigue adentrar al espectador en la parte más privada del trabajo teatral, ésa que el público nunca llega a presenciar y a la que solo los profesionales tienen acceso. Así, el espectador se familiariza con ese ambiente y conoce, desde el principio, las jerarquías y las relaciones que imperan en ese mundo misterioso y fascinante, que Jaffee considera un infierno, porque pertenecer a él, es como cumplir una condena eterna, por lo sacrificado e ingrato del oficio. Pero se trata de una condena que supone una enorme satisfacción personal para el que la cumple o, al menos, así lo deja entrever, el discurso de Jaffee a sus actores,  antes de empezar los ensayos, que supone toda una declaración de amor a esta profesión:


       “Jaffee: No hay nada más fascinante en el mundo que estrenar una obra. Observar cómo cobra vida paso a paso, ver a los diversos personajes emerger como genios de la botella... Ahora, antes de empezar, me gustaría que todos recordaran una cosa: No importa lo que yo diga, no importa lo que yo haga en el escenario, durante el trabajo, les quiero a todos. Aquellos que me han acompañado en anteriores batallas, ya me habrán oído decir que, sobre todas las cosas de este mundo, amo el teatro y a la gente que trabaja en él. “

       La ausencia de exteriores en la película ―salvo una pequeña escena en la estación, antes de que el tren salga― contribuye a crear esta sensación de que los actores están atrapados en su oficio, sin relacionarse con nadie que no pertenezca a él, entregados por completo a su trabajo, sin más familia que sus compañeros y siempre sometidos a las órdenes del “gran mago” ―como llama a Jaffee su inseparable mano derecha, Owen O’Malley (Roscoe Karns)―. Tanto es así, que una gran parte de la película transcurre en el interior de un teatro, mientras que el resto del metraje se desarrolla dentro de un tren, dos lugares en los que uno puede aislarse del resto del mundo con facilidad. El tren es un lugar, por sí mismo, algo claustrofóbico, un estrecho tubo ―del que nadie puede salir hasta llegar a su destino―, lleno de compartimentos y que se mueve a gran velocidad. La velocidad del tren contribuye a acentuar la urgencia de Jaffee por convencer a Lily de que firme un contrato con él, antes de que le embarguen su teatro, mientras que los diferentes compartimentos, además de subrayar el distanciamiento entre Jaffee y Lily, en esta segunda parte de la película, propician un continuo y cómico abrir y cerrar de puertas, que hubieran hecho las delicias de Lubitsch. Esta sacrificada entrega profesional, de la que hablamos, en el caso de Lily, resulta aún más opresiva, que para los demás actores, a causa de la relación amorosa que mantiene con Jaffee:

       “Lily: Durante tres años no he movido un dedo, ni he leído, ni he comido sin pedirte permiso, al menos dos veces. No he conocido a nadie. Ni siquiera he podido ver a mi madre. ¡Esto no es amor, es pura tiranía!”

       Atrapados, durante toda la película, en esta relación de amor-odio, que alterna momentos de dulzura y cariño, frente a otros de rabia y reproches, nuestros dos protagonistas se aman y se admiran, pero también se sacan de quicio y, aunque no se soportan, no pueden estar el uno sin el otro. Lily se aburre sin Jaffee y éste no deja de perseguirla para que vuelva junto a él y, sin embargo, los dos son tan orgullosos y cabezotas que no están dispuestos a reconocer sus sentimientos, se limitan a lanzarse puyas, a gritarse y a patalear, cualquier cosa antes que admitir que, a pesar de sus diferencias, la intensidad de su amor sigue latente.

       “Jaffee: Ella me ama. Lo sé por su manera de gritar. Debo llegar hasta ese amor, revivir sus sentimientos.”

       Y precisamente porque son incapaces de olvidarse el uno al otro, están condenados a seguir soportándose y peleando.

       “Lily: ¿Qué quieres, escorpión?
       Jaffee: Si eres feliz insultándome, adelante.
       Lily: Oscar no tienes perdón, eres el ser humano más retorcido que he conocido jamás.
       Jaffee: Nunca me has comprendido.”

       Y aunque Jaffee acuse a Lily de “lesa ingratitud”, en el fondo, sabe que él fue el culpable de que ella le abandonara.

       “Jaffee: El amor me cegó, ese fue nuestro problema.”


       Sabe que la obsesión que llegó a desarrollar por Lily se le fue de las manos y convirtió la existencia de la joven en un auténtico infierno, la trataba como si fuera algo de su propiedad y no como a un ser humano, como si fuera un objeto valioso que temía perder y que, como un avaro, atesoraba en la intimidad de sus dominios, para protegerlo de posibles ladrones:

       “Lily: No quiere que me mezcle con lo que él llama “gentuza”, y con eso se refiere a todo el mundo, menos a nosotros dos.”

       Cuando Lily, cansada de esa vigilancia perpetua, abandona a Jaffee, dejando a la mitad el espectáculo que estaban ensayando, comete una gran traición, no sólo hacia Jaffee sino hacia todo el grupo profesional, al que pertenecía y que confiaba en ella. Jaffee lo considera como una auténtica profanación y enloquece, destrozando todos los carteles en los que aparece la imagen de Lily Garland:

"Jaffee: ¡Anatema! ¡Hija de Satanás!"

       La traición de Lily al teatro y al mismo Jaffee, constituye otro de los temas habituales en el cine de Hawks, el miembro que traiciona al grupo, pero que termina redimiéndose y volviendo al redil, no sin antes hacer un gran sacrificio por el grupo, que el grupo acepta ofreciéndole una segunda oportunidad. En realidad, Lily nunca pudo olvidar a sus compañeros y siempre echó de menos su paso por Broadway, de la mano de Jaffee, por eso, conserva aún el alfiler que éste usó, en su primer montaje, para clavárselo en el trasero, con la intención de enseñarla a gritar de una manera auténtica. Después del estreno, y para seducir a Lily, justifica su atrevimiento con la frase más lúcida que pronuncia en toda la película:

       “Jaffee: Las penas de la vida, son las alegrías del arte.”

       La importancia de los objetos que, como este alfiler, poseen una importante carga emocional para los personajes o tienen un significado dramático en la trama, es otra de los rasgos típicos que observamos en el cine de Hawks (como el hueso del brontosaurio en “La fiera de mi niña”).


       El grupo profesional de la “La comedia de la vida” está formado, además de por Oscar Jaffee y Lily Garland, por otros tres personajes que conforman esta pequeña y particular familia teatral. En primer lugar, Oliver Webb (Walter Connolly), encargado de todo lo relacionado con la parte económica de la compañía, representa, para Jaffee, la personificación del vil metal, en lucha constante con el creador, al que sólo le importa su arte y se niega a rebajarse hablando de cuestiones económicas. Un problema muy habitual entre los profesionales del teatro, y de cualquier disciplina artística, en general.

       “Jaffee: ¿Qué sabes tú del talento? ¿Qué sabes del teatro? ¿Qué sabes de la genialidad? ¿Qué sabes de nada? Eres un contable.”

       Oliver es el personaje al que le toca soportar, con más frecuencia, los locos arrebatos de Jaffee, al que admira y aprecia como a un amigo, a pesar de tener que sufrir su trato despótico. El aspecto más cómico de este personaje consiste en que es un auténtico metepatas, el pobre Oliver siempre lo fastidia todo y siempre es despedido por ello, aunque nunca en serio:

       “Jaffee: Que venga Oliver.
       Owen: Le despidió.
       Jaffee: Y se está aprovechando de eso, ¿eh?”

       En segundo lugar, tenemos a Owen O’Malley, una especie de hombre para todo, de origen irlandés, que Roscoe Karns interpreta con unas maneras y un cinismo que recuerdan al matón de un gánster, más que al ayudante de un director teatral.

       “Jaffee: Duerme. Como todos los irlandeses, siempre fallan en los momentos cruciales.
       Owen: Escuche, estúpido engreído, bajo su estandarte, me han despellejado más de cuarenta veces.”

       Owen, es un borrachuzo, absolutamente leal a su jefe, tremendamente cínico y con un sentido del humor malicioso, pero sutil, como cuando hace referencia a la relación sexual entre Oscar y Lily, sirviéndose de la cama con forma de barca que ella tiene en su dormitorio:

       “Lily: ... celebraban la noche de Lily Garland, me preguntó si iría. Oscar estaba conmigo...
       Owen: ¿Remando?”


       Tanto Oliver como Owen permanecen fieles a Jaffee pase lo que pase, formando un trío tan inseparable, como los tres mosqueteros, por eso Owen, bromeando, llama a Oscar Jaffee, D’Artagnan, mientras que Oliver y él constituyen “la guardia negra”. Recordemos que la amistad entre hombres, pertenecientes a un mismo oficio, constituye otro de los lugares comunes de las historias Hawksianas.

       Y en tercer lugar, tenemos a la oveja negra del grupo, Max Jacobs (Charles Lane), el ayudante de dirección, un personaje, algo antipático, que, despedido por Oscar en un arrebato de ira ―a éste sí que lo despide en serio―, se convierte en su rival profesional y, pese a que nunca creyó en el talento de Lily, ahora que es famosa, se propone arrebatársela a Jaffee, por puro interés comercial.

       Para terminar, no podemos resistirnos a incluir en la familia teatral de la película a los dos seudo actores barbudos del tren (que, por su aspecto, nos recuerdan a los tres aviadores rusos de “Una noche en la ópera”, 1935, de los hermanos Marx), que se dedican a representar la Pasión de Cristo y que, haciendo las veces de coro griego, cada vez que se tropiezan con Jaffee, en el tren, no dejan de llamarle: “¡Maestro, maestro, maestro...!” como si fueran miembros de una sexta de la que Oscar Jaffee fuera el gurú supremo.

       Al margen de los personajes relacionados con el teatro, habría que mencionar también a un par de secundarios que juegan un destacado papel en el desarrollo de la trama. Por un lado; a George Smith (Ralph Forbes), el nuevo amor de Lily, que completa, junto a Oscar y Lily, el habitual triángulo amoroso de este tipo de alocadas comedias, en las que Hawks era un maestro. Por lo general, el tercero en discordia en estos triángulos amorosos solía tratarse de un personaje ridículo, simple o pagado de sí mismo, que, con su presencia, no hacía otra cosa que resaltar las cualidades de su rival amoroso, siendo siempre desbancado por éste, hacia el final de la historia.

       “Jaffee: Es la ironía final, se divierte con imberbes, después de Oscar Jaffee. Siempre supe que acabaría en el arroyo. ¡No, no lo soporto, se me parte el corazón!”


       En este caso se trata de un personaje anodino, que representa al joven rico, de buena familia, ocioso y atractivo, que sólo quiere a Lily para presumir de poseer a la gran estrella de cine, y cuando descubre que ya ha sido de Jaffee, la abandona haciéndose el ofendido, de manera muy teatral: 

       “Jaffee: Qué mutis... Ni una palabra... Esto es lo que hacía falta en “El corazón de Kentucky, cuando Michael deja a Mary Joe en el primer acto.”

       Lily, por su parte, no sólo no siente nada por él, sino que a su lado se aburre mortalmente, por lo que trata de mantenerlo alejado de ella el mayor tiempo posible. Para Oscar Jaffee librarse de ese joven es tan fácil como espantar a una mosca, pero, eso sí, antes de enfrentarse a él, tiene la precaución de ponerse un brazo en cabestrillo, fingiéndose herido, para evitar que el tipo le pegue, si llega a ponerse violento.

       Y, por otro lado, tenemos a Mathew J. Clark (Etienne Girardot), un loco que viaja en el tren y se dedica a pegar pegatinas con mensaje religioso y a firmar cheques falsos, por elevadas sumas de dinero, a todo el que se tropieza con él. Este personaje cómico, por su manera de burlar una y otra vez a los revisores, jugará, sin saberlo, un papel importante en las maquinaciones de Jaffee para conseguir que Lily firme el contrato. Hay un momento muy gracioso en la película en la que los revisores, al ver a Jaffee leyendo la Biblia, le confunden con el loco de las pegatinas y tratan de arrestarlo; ciertamente, una no sabría decir quién está más loco de los dos, si el loco o Jaffee.


       “Jaffee: ¡Es la gran ironía de mi vida: Asesinado por un loco!”

       El año en que se rodó la película, John Barrymore, hijo de actores de teatro, ya era una estrella, tanto en el cine como en el teatro, así que representar a un empresario y director teatral era moverse en un terreno que conocía a la perfección. Quizás por eso, su composición de Oscar Jaffee, con su elegante fular y su ingobernable flequillo, resulta tan convincente como divertida, a pesar de su exagerado artificio. “El gran perfil” ―como era conocido John Barrymore por sus rasgos armónicos―, envuelto en su abrigo oscuro y con un sombrero de ala ancha calado hasta las cejas, interpreta a este personaje, en el planteamiento de la película, como si se tratara de un halcón que, desde la altura de las bambalinas, acecha a una indefensa palomita, que revolotea sobre el escenario de su teatro, dispuesto a caer sobre ella en cuanto baje el telón. La palomita es nada más y nada menos que Carole Lombard ―la estrella de Hollywood a la que mejor le sentaba un traje de noche―, que nos regala dos magníficas versiones de Lily Garland; la primera, antes de que ésta se convierta en estrella, es todo candor, ingenuidad e inocencia; la segunda, después de que la tiranía de Jaffee la enseñe a sacar las garras, es todo desparpajo, cinismo y rebeldía. Si John Barrymore, cuando Jaffee se enfurece, salta de rabia con los puños apretados, Carole Lombard no se queda atrás y cuando Lily se enfada, se golpea la cabeza con los puños mientras patalea de impotencia. Ambos actores, comportándose como dos niños mimados, compiten en histrionismo, de una forma tan cómica, desproporcionada y patética que nos recuerda la forma de interpretar de las estrellas del cine mudo, todo exageración.


       Se nota al contemplar la cinta que ninguno de los dos intérpretes estaba dispuesto a dejarse eclipsar por el otro y, aunque ella está maravillosa y divertidísima, y pronuncia una frase que resume el espíritu de toda mujer Hawksiana: “no me arrastraré ante ningún hombre”, el protagonismo de Barrymore es difícil de cuestionar. El actor compone un personaje, fascinante y endiosado, que nos seduce con sus retorcidas salidas de tono, casi tanto, como con sus momentos de estudiada y maquiavélica mansedumbre o con su verbo retorcidamente teatral. Pero Barrymore no sólo interpreta a Jaffee, sino que también interpreta a Jaffee interpretando, de forma desternillante, a toda una variedad de personajes, cuando está dirigiendo a sus actores. Jaffee, ama tanto el teatro, que vive cada escena con intensidad, y así le vemos imitar a un viejo mayordomo, a una jovencita cursi, el “tilín, tilín, tilín” del timbre de la puerta o incluso el berrido de un camello, lo que sea por dar vida a una escena. Un personaje tan acostumbrado a fingir, que ni él mismo sería capaz de distinguir cuando está siendo sincero, y, paradójicamente, a pesar de que se pasa la película actuando, se permite el lujo de despreciar a los actores, en un momento en que, acuciado por las deudas, se ve obligado a disfrazarse de anciano para poder escapar de sus acreedores:

       “Jaffee: Nunca creí que pudiera caer tan bajo como para convertirme en actor. Ha sido humillante.”

       En definitiva, podemos afirmar que John Barrymore, al dar vida de forma magistral a Oscar Jaffee, no defraudó la confianza que Hawks puso en él, al ofrecerle este personaje, histriónico y sin escrúpulos, que nos cautiva con su arrebatadora personalidad y sus inolvidables travesuras a la hora de sacar adelante, como sea, una producción.


       “Owen: ¿Deprimido, O.J.?
       Jaffee: Mas bien, acabado.
       Owen: ¿Cómo se llamaba aquel poeta que decía que siempre está oscuro antes del amanecer?
       Jaffee: No lo sé, Owen, pero era un idiota.”

martes, 3 de abril de 2018

LUBITSCHMANÍA 1

“SER O NO SER” (1942) de Ernst Lubitsch



   La primera carcajada, que provoca esta obra maestra de Lubitsch, ocurre en el primer minuto de metraje, Hitler aparece en la pantalla mirando el escaparate de una tienda de Varsovia en el año 1939, unos meses antes de la ocupación nazi, y la voz en off del narrador se extraña de que se trate del escaparate de una carnicería ya que…

       “Hitler es vegetariano, aunque no siempre se aviene a su dieta, a veces se la salta y se come países enteros”.

       Con esta brillante obertura el espectador comprende en seguida que la historia le hará reírse del nazismo y se prepara para la diversión con una sonrisa de complicidad en lo más hondo de su alma. Inmediatamente después, se desvela que, en realidad, no se trata del verdadero Hitler, sino de un actor que interpreta a Hitler en la comedia “Gestapo”, parodia del nazismo que una compañía polaca está a punto de estrenar en un teatro de Varsovia. De manera, que la película, además de pitorrearse de los nazis, lo hará desde el mundillo teatral, con todo lo parodiable que eso conlleva: celos profesionales, rencillas, infidelidades, ambición, competitividad, vanidad, inseguridad... Y con todo lo que conlleva de humano: tolerancia, liberalidad, compasión y solidaridad. También hay que sumar a todo eso que cuando los actores interpretan, en la ficción, a personajes que son actores suelen realizar grandes trabajos, quizás por ser la profesión que mejor conocen de todas, y, en efecto, ese es el caso de la película que nos ocupa, donde todo el elenco, desde los protagonistas, Jack Benny y Carole Lombard, hasta los secundarios más secundarios de todos los secundarios parecen estar en constante estado de gracia a lo largo de todo el film. Sólo por eso ya merecería la pena disfrutar de la película, pero “Ser o no ser” es mucho más que una cinta cargada de buenas interpretaciones, en ella todo parece calculado al milímetro, incluso la elección del título, el famoso “Ser o no ser” del monólogo de “Hamlet” ―obra que la compañía polaca repone al prohibírsele el estreno de “Gestapo”―, resulta ejemplar, pues, como veremos, el protagonista del film, el actor Joseph Tura (Jack Benny), se dedica a lo largo de toda la historia a eso mismo, a ser quién no es. Y lo hace como nadie. En mi opinión, uno de los mayores alicientes de la película es contemplar de principio a fin y de carcajada en carcajada las peripecias y reacciones de Tura, personaje que parece hecho a medida de Jack Benny. Aunque, en realidad, todos los personajes están perfilados con absoluta maestría para conseguir orquestar una delirante comedia, en la que unos indefensos cómicos se verán envueltos, tras la ocupación, en una trama de espionaje perpetrada por los nazis para acabar con la resistencia polaca y, a pesar de que el tópico de la cobardía de los actores es archiconocida en el mundo entero, todos los miembros de esta compañía arriesgarán sus propias vidas para salvar a su patria, convirtiéndose en auténticos héroes haciendo lo que mejor saben hacer, fingir ser quiénes no son. Al fin y al cabo, no hay nada como ser ocupados por un país extranjero para que a todos se nos despierte la vena patriótica, de eso los españoles sabemos algo.

       Cabe señalar que la ocupación de Polonia por los alemanes tuvo lugar, tan solo, tres años antes del estreno de la película en 1942, toda una osadía por parte de Lubitsch atreverse a estrenar una comedia sobre un tema tan delicado cuando aún estaba al rojo vivo. El guión que escribió Lubitsch, en colaboración con Edwin Justus Mayer, está basado en un relato del escritor húngaro, nacionalizado estadounidense, Menyhéit Lengyel y, aunque para algunos tomarse a broma algo tan terrible como el nazismo pueda resultar censurable, no hay que olvidar que ante el horror, el único recurso del ser humano para seguir sintiéndose libre, a menudo, suele ser la risa, Roberto Benigni así nos lo demostró en “La vida es bella”, y antes que él, el maestro Chaplin en “El gran dictador”; además, el mismo Lubitsch era de origen alemán y tenía raíces judías, ¿quiénes somos nosotros para reprobar a un judío tomarse a broma el nazismo?

       De cualquier forma, “Ser o no ser” constituye uno de los guiones de comedia más perfecto que se hayan escrito jamás y eso nadie podrá cuestionarlo. ¿Qué la hace tan fascinante y divertida? Para empezar, el humor que inunda la película es de una sutil y descarnada ironía, de una elegancia sublime, incluso en los momentos en los que se bromea con los eternos dramas que atormentan al ser humano se hace con una exquisitez perfecta. Tampoco podemos dejar de mencionar la impecable estructura del guión, con una trama principal sugerente y divertida: unos cómicos polacos a quiénes se les prohíbe parodiar a los nazis en el teatro, terminan por burlarse de ellos en la vida real, aprovechando el vestuario, el atrezzo y los parlamentos que ya tenían memorizados. Por si esto fuera poco, la estructura está apuntalada con fuerza por una subtrama delirante: los sucesivos altibajos por los que atraviesa el matrimonio Tura ―formado por la pareja de actores principales de la compañía― a causa de la vanidad de él y de la coquetería de ella. Ese estoicismo con el que Tura acepta cada uno de los reveses de la fortuna de estar casado con una de las mujeres más deseadas de Varsovia despierta nuestra admiración y simpatía, porque burlándose de sí mismo y de sus tronchantes infortunios, Joseph Tura nos enseña a vivir. Los impagables diálogos del matrimonio Tura, acerca del adulterio de María, se suceden a lo largo de toda la cinta arrancándonos multitud de carcajadas con las desternillantes situaciones a que da lugar el triángulo amoroso entre el matrimonio y el joven piloto Sobinski, amante de María. Cuando María Tura le pide al piloto que acuda a su camerino mientras su marido se encuentra en escena declamando el famoso “Ser o no ser”, comete una doble traición hacia su esposo, la conyugal y la artística, y de las desesperadas palabras con las que el señor Tura interroga a su mujer, podemos deducir cuál de las dos le resulta más dolorosa:

       “¡Dime la verdad, ¿le dijiste tú a ese joven que se levantara en mitad de mi monólogo?!”


      Para ese “gran, grandísimo actor polaco”, como él mismo se define en varias ocasiones a lo largo del film, la traición de su mujer como compañera de escena es imperdonable, lo otro… puede pasar. Después de todo, como afirma la asistenta de María: “Lo que un marido no sabe, no le hace daño a su mujer.” La vanidad de Tura se ve atormentada, además, por el éxito de su esposa como actriz, muy superior al suyo; pues mientras ella es una estrella en Varsovia, a él nadie le recuerda. Este martirio hace que Tura se sienta muy inseguro respecto a su propia valía, a pesar de poseer un gran talento como actor, como lo demuestra al usurpar sucesivamente la identidad de dos personajes del nazismo, el coronel Ehrhardt, que tiene sojuzgada a toda Varsovia, y el profesor Siletsky, el espía que trabaja para los alemanes conspirando contra la resistencia polaca. Yo no sabría decir en cual de los dos resulta Jack Benny más convincente o divertido. Aunque, sin duda, uno de los momentos más geniales de la película se produce cuando Tura, haciéndose pasar por Siletsky, está a punto de ser desenmascarado por los nazis, que acaban de encontrar muerto al verdadero Siletsky y de forma maquiavélica le hacen esperar en una sala en la que han puesto el cadáver. Tura, haciendo gala de sus dotes para la improvisación, afeita la barba al muerto y le pega una postiza para hacer creer a los alemanes que el impostor era él, después, aparentando una absoluta tranquilidad, sale de la sala y les espeta con total sangre fría:

       “Perdonen, pero ¿van a tardar mucho? Es que quería mantener una conversación con su amigo, pero, al parecer, está un poco muerto...”

       El personaje de Joseph Tura es un digno representante del protagonista masculino que suele aparecer en las películas de Lubitsch, un tipo elegante, ingenioso, atrevido, divertido, flemático e inmune al desaliento, pase lo que pase siempre consigue salir airoso de cualquier situación, por imprevista o peligrosa que pueda parecer, y lo hace con clase. Es el único tipo de hombre capaz de estar a la altura de la típica protagonista femenina de Lubitsch, y enamorarla.

       A su vez, la señora Tura es una de esas mujeres Lubitsch, encantadora, seductora, delicada, elegante, divertida y sin complejos; y por encima de todo sexualmente liberada; sí, las mujeres en las películas de Lubitsch demuestran estar interesadas por el sexo, sin ocultarlo... ¡Qué escándalo! Son mujeres que saben lo que quieren y la mayoría de las veces cómo conseguirlo, pero lo sepan o no, seguro que van a ir a por ello. Son unas mujeres tan adorables que todo lo que hacen siempre parece estar bien hecho, incluso cuando van en contra de la moral establecida, son unas damas y hay que tratarlas como a tales. Parecen estar por encima de tabúes y convencionalismos hasta tal punto que, sorprendidas en una infidelidad, se comportan como si no hubieran roto un plato y son tan divinas que ¿qué pueden hacer ellos sino sucumbir a sus encantos y aceptar lo que sea con tal de seguir disfrutando de su embrujo? Capaces de enloquecer al mismísimo Gary Cooper (“La octava mujer de barba azul”), volver comunista a Melvin Douglas (“Ninotchka”) o, como en la película que nos ocupa, hacer que Jack Benny se enfrente a la plana mayor del ejército nazi, nadie puede resistirse a ellas.

       Pero si tuviera que explicar qué es lo que más me gusta de “Ser o no ser”, tendría que reconocer que es el hecho de que, como a veces sucede en la vida real, una situación dramática se convierta en el detonante que pone en marcha una cadena de sucesos que desembocará en la realización de un deseo profundo. Y así, todos los personajes de la compañía encuentran en la peligrosa aventura del espionaje su momento de gloria:

       El secundario Greenberg (que, con su obsesión por arrancar una carcajada al público, repite sin cesar sus dos coletillas: “La carcajada será estruendosa” o “No hay por qué menospreciar una carcajada” esta última constituye, en mi opinión, la frase más lúcida de toda la película―) cumple su conmovedor anhelo de encarnar a Shylock, en el teatro, interpretándolo ante la plana mayor de la Gestapo.
       María Tura, además de divertirse con un joven piloto “capaz de lanzar tres toneladas de dinamita en dos minutos”, cumple su deseo de contribuir a la libertad de su patria, seduciendo para ello a todo el ejército alemán.

       Joseph Tura, logra convertirse en ese “gran, grandísimo actor” que siempre quiso ser, engañando con sus interpretaciones a los mismísimos oficiales nazis.

       El joven piloto Sobinski, deslumbra a su amada señora Tura convirtiéndose en héroe al matar al espía nazi, Siletsky.

       Y, en general, se podría decir que todos los miembros de la compañía alcanzan la gloria contribuyendo a salvar a su patria. Final feliz donde los haya, como debe tener cualquier comedia que se precie.

       Supongo que muchos estarán esperando a que hable del famoso “toque Lubitsch” antes de terminar, pero me temo que voy a defraudarles, porque debo admitir que, a pesar de haber leído y oído hablar mucho al respecto y aunque creo saber lo que es, no sabría cómo explicarlo, es una de esas cosas que una comprende pero es incapaz de expresar con palabras. ¿Es una pulla, una mofa, un comentario sarcástico? Nadie lo sabe, pero aún así, voy a citar algunos momentos hilarantes del film que dan ejemplo de ese “toque” a la perfección:

       El fallido intento de suicidio del coronel Ehrhardt ocurre tras una puerta cerrada ―por algo Mary Pickford llamó a Lubitsch “director de puertas”―, el público oye el disparo y cree que el coronel se ha matado, pero enseguida se escucha el aullido de Ehrhardt, al otro lado de la puerta, llamando al subalterno al que siempre culpa de todo: “¡Schultz!... ¡Schultz!...” y se comprende que el coronel ha fallado el tiro, es un inútil hasta para matarse.
       Tura descubre dormido en su cama a un joven y cree reconocer en él al piloto que sale del teatro cada vez que él empieza su monólogo. Para asegurarse de que se trata de la misma persona, se acerca a su oído y le dice: “Ser o no ser” y entonces, el joven se levanta medio dormido para irse.
       El coronel Ehrhardt pretende disfrutar de los encantos de María Tura y, en ese momento, un actor, disfrazado de Hitler, llega para recogerla, abre la puerta, se asoma y al ver allí a Ehrhardt se va. Ehrhardt lo toma por el verdadero Hitler y teme haber caído en desgracia al haber querido seducir a la amante del Führer. María aprovecha la confusión para salir huyendo del acoso del coronel al grito de: “Mein Führer, mein Führer...” 



       Desternillante...