lunes, 30 de diciembre de 2019

KEATONMANÍA 1

“LA LEY DE LA HOSPITALIDAD” (1923) de Buster Keaton



       
       Buster Keaton, el acróbata romántico del cine mudo, parodia, en esta película, el antiguo y absurdo código de honor de los estados sureños de Norteamérica. Y para ello se sirve de dos fuentes de inspiración; una de tipo histórico, el conflicto entre los clanes de los Hatfields y los McCoys (1863 - 1891) (en que también se basó la serie de televisión “Hatfields y McCoys”, estrenada en España en el 2012) y otra de tipo literario, la obra “Romeo y Julieta” de William Shakespeare, que narra el trágico amor entre dos amantes pertenecientes a familias rivales. Los jóvenes protagonistas de “La ley de la hospitalidad”, víctimas de este tipo de odio entre clanes transmitido de padres a hijos, se ven obligados a vivir en un estado de eterna venganza que les impide vivir su amor libremente. Pero, a diferencia de Romeo y Julieta, ellos no tendrán que morir para reconciliar a sus familias, el matrimonio de ambos será suficiente para poner punto y final al conflicto. Por desgracia, la vida no es como en las películas y en la vida real, Hatfields y McCoys no llegaron a resolver sus diferencias, a pesar de que fueron varios los enlaces que tuvieron lugar entre los miembros de ambos clanes, pasando a ser, esta disputa, en la historia de los Estados Unidos, una seria advertencia de las terribles consecuencias que puede acarrear tomarse la justicia por su mano; además de todo un símbolo de la defensa del honor familiar.


       Willie McKay (Buster Keaton), último miembro del clan de los McKay, se ha criado en Nueva York con su tía, ajeno a la antigua disputa, existente entre su familia y los Canfield, que terminó con la vida de su padre. Sin embargo, la llegada de una carta exhortándole a viajar a Rockville para tomar posesión de la propiedad familiar, le situará en el epicentro de esta disputa. Antes de partir, su tía le advierte del peligro que le acecha en Rockville, rogándole que no se acerque a los Canfield. Sin embargo, durante el viaje en tren, Willie coincide, en el vagón, con una encantadora muchacha, por la que enseguida se siente atraído y con la que, gracias a los sinsabores del viaje, inicia una tierna amistad, sin saber que se trata de Virginia Canfield (Natalie Talmadge), la hija pequeña del último de los Canfield. Al llegar al pueblo, uno de los hermanos de la chica descubre que Willie es un McKay y, sin pensárselo dos veces, trata de matarlo de inmediato, aunque no lo consigue.
Horas más tarde, invitado por Virginia a cenar a casa de su padre, Willie se mete en la boca del lobo, sentándose a la mesa con tres hombres Canfield, que aguardan impacientes a que el joven McKay abandone la casa para matarlo; pues su código de honor les impide asesinarlo mientras sea su invitado. Cuando Willie descubre que está en el hogar de los Canfield y que será hombre muerto en cuanto ponga un pie fuera de la casa, decide quedarse como invitado permanente bajo el techo de sus enemigos. Pero el señor Canfield advierte a su hija de que se está interesando por un enemigo mortal de la familia, un McKay, y la pobre chica, muy apenada, decide despedirse de su invitado. Desde el momento en que Willie abandona la casa, comienza una larga persecución de los tres Canfield tratando de cazar al pobre Willie a disparo limpio, mientras la joven Virginia persigue a sus hermanos y a su padre, para impedir que maten a su amigo. El destino hace que ambos jóvenes se reencuentren en el río, donde estarán a punto de perder la vida al tratar de salvarse el uno al otro de morir ahogados. Finalmente, será Willie quien consiga salvar a la chica y, una vez a salvo, el reverendo les casa en secreto en casa de los Canfield. De manera que cuando los hermanos y el padre regresan a casa, sin haber podido matar a Willie, descubren que éste ya ha pasado a formar parte de su familia y, por amor a Virginia, deciden enterrar el hacha de guerra.

       
       “La ley de la hospitalidad” es una comedia física, que podría considerarse una auténtica comedia de acción, puesto que Keaton protagoniza, en ella, verdaderas proezas, que cualquier especialista del cine actual no dejaría de admirar. De hecho, en el rodaje de esta película, incluso estuvo a punto de ahogarse en una ocasión. Es tal el riesgo que asumía en sus películas que solamente con verle colgado de un saliente montañoso a gran altura, con la única ayuda de sus manos, nos hace pensar en las primeras y escalofriantes imágenes de Tom Cruise en “Misión imposible 2” (2000) de John Woo. También es todo un espectáculo verle tratando de nadar, arrastrado por la corriente de un caudaloso río, mientras practica algunos números de acrobacia sobre las rocas que sobresalen del agua o emerge del fondo, saltando lo mismo que un salmón. Pero, quizás, el momento de acción más recordado del film sea aquél en que Keaton se lanza a una cascada, colgado de una cuerda por la cintura, para salvar a la chica, justo en el momento en que ésta cae por el borde; realizando una proeza sin truco ni cartón, en la que vemos a Keaton, doblado por la mitad, como si su cuerpo fuera de goma, sosteniendo a la chica (entiéndase al especialista que hacía de chica), en una postura imposible, que nos hace temer de inmediato por la salud de su columna. 

       La comedia de acción, sin duda, tuvo en Buster Keaton a uno de sus pioneros más ingeniosos, por eso no es de extrañar que se prestara para protagonizar un cameo, hacia el final de su carrera, en una comedia de este tipo rodada por Stanley Kramer, “El mundo está loco, loco, loco” (1963), donde realiza una breve aparición muda en la que reconocemos su inigualable manera de moverse de un lado para otro, sin saber cómo reaccionar ante una situación desconcertante que le sobrepasa.

       Su formación como actor de vodevil, desde la infancia, le enseñó a actuar en el cine y a planificar sus gags con un ritmo perfecto y una coreografía acrobática en la que, derrochando una envidiable energía vital, expresaba con su cuerpo todo lo que su impasible rostro callaba. Del mismo modo, la estudiada sincronización de estos números circenses, que aprendió en el vodevil, sirvió a Keaton para la construcción de unos gags, brillantes e imaginativos, que, gracias a su engrasado mecanismo, constituían la esencia de su cine. Pero si hay algo que caracterice la filmografía de Keaton, aparte de sus gags, es la presencia de un protagonista que, zarandeado por el destino, por la naturaleza o por sus propios congéneres, persigue un objetivo de manera incansable, tratando de salvar un obstáculo tras otro, hasta alcanzar la ansiada victoria. Este hombre inmune al desaliento y en movimiento constante frente al mundo, encarnado por Keaton en sus películas, que tropieza, cae y siempre se levanta sin hacerse daño, será el germen del dibujo animado por excelencia. Algo natural, considerando que algunos de los llamados gagmen —equipo de guionistas que trabajaban, en los estudios, ideando gags para Chaplin, Keaton y Sennett— terminarían trabajando en el mundo de los dibujos animados. Ese coyote que persigue incansablemente al Correcaminos y que, víctima del destino, cae en sus propias trampas una y otra vez, nos recuerda, a pesar de su maldad, al bueno de Keaton, que aunque siempre encarnaba en sus films al héroe íntegro, tierno y sincero, era un personaje, que, como el Coyote, pasara lo que pasara, nunca se rendía. Pero, a diferencia del Coyote, Keaton siempre alcanzaba su objetivo, nunca fracasaba en ninguna de sus películas, era un hombrecillo incompetente y despistado, pero, al final, lograba triunfar y conquistaba a la chica.


       En “La ley de la hospitalidad”, esa ternura de Keaton se hace patente en numerosos momentos del film: Willie revisando las patitas de su perro, al descubrir que le ha seguido desde Nueva York; Willie protegiendo con su mano la cabeza de la chica, cuando atraviesan en el tren una zona llena de baches; Willie apoyando con toda delicadeza su mejilla sobre la cabeza de la chica, dormida sobre su hombro o Willie acariciando los dedos de la chica, mientras ésta toca el piano, son buena prueba de su sensibilidad y dulzura. Asimismo, la escena del film en la que Keaton defiende de su marido a una mujer maltratada, pone de manifiesto la integridad del personaje que representaba en sus películas. Que, después de ser defendida, la mujer maltratada agrediera a Keaton con una furia desmedida, no desmerece en nada la acción de éste. Esta escena podría dar la impresión de una actitud poco seria, por parte de Keaton, ante el problema del maltrato, pues presenta una imagen algo masoquista e irracional de la víctima; pero, desde un punto de vista objetivo, hay que reconocer que, como gag cómico, es hilarante, por lo inesperado, lo irracional y lo absurdo de la reacción de la mujer. Es más, resulta tan gracioso, que Keaton lo vuelve a utilizar haciendo que su personaje vuelva a encontrarse con la misma pareja y que la mujer, furiosa nada más verle, trate de agredirle de nuevo. 

       La primera parte de la película, ocupada en su mayoría por el penoso viaje en tren de los jóvenes protagonistas, nos muestra al personaje de Keaton haciendo frente a una máquina fruto del trabajo del hombre, “el monstruo de hierro”. El desastroso tren, formado por la locomotora, un vagón con leña para alimentar la máquina y un par de diligencias a modo de vagones, se convierte en una fuente inagotable de situaciones cómicas, que recrean con gracia las vicisitudes de los primeros viajes en tren, por la Norteamérica de mediados del XIX. El vagabundo que se esconde bajo los vagones para viajar sin billete; el pueblerino que, a fin de conseguir leña gratis, arroja piedras al maquinista para que éste se defienda tirándole los troncos que lleva como combustible; los animales que se paran en las vías; los baches que hacen que la locomotora se salga de los raíles o que las ruedas de los vagones se desprendan; las manchas de hollín en el rostro de los pasajeros tras atravesar un túnel o el operario que no logra hacer a tiempo el cambio de agujas —provocando que la locomotora llegue a la estación después de los vagones—, todo contribuye a crear una divertidísima e inolvidable secuencia, del más disparatado de los viajes en tren que se hayan visto jamás en una pantalla de cine.

       
       Keaton se sirve además de dos personajes secundarios para acentuar la comicidad de dicha travesía, el maquinista (interpretado por Joe Keaton, padre de Buster) y el viejecillo de la trompeta, líder de la locomotora, que viaja sentado en el pescante del vagón de cola (interpretado por el graciosísimo Jack Duffy). Ambos personajes aportan humor a todo el viaje en tren, protagonizando conductas absurdas e inapropiadas en unos profesionales del ferrocarril, tales como freírse unos huevos usando la caldera de la locomotora o echarse la siesta mientras la locomotora se sale de las vías. Incluso, al final del viaje, tras la catastrófica entrada en la estación, en la que son embestidos por la propia locomotora, estos dos trabajadores del ferrocarril se lían a golpes culpándose el uno al otro del accidente.
       Hay que señalar que no sólo el padre de Buster Keaton participó en este film, también lo hicieron su primera esposa (Natalie Talmadge) y su hijo, Buster Keaton junior, que encarnaba a Willie McKay a la edad de un año.

       Además de usar el tren como elemento de humor, Keaton emplea este medio de transporte como escenario romántico, en el que un hombre y una mujer se encuentran y se enamoran. Uniéndose, así, este film, a la larga lista de películas que siguen la tradición cinematográfica de mezclar tren y romance en una fórmula mágica que aporta a la historia del cine, tanto en color como en blanco y negro, un romanticismo poético sin igual. ¿Qué hace que el tren resulte tan romántico en el cine? Quizás sea que la imagen del tren avanzando por las vías constituye, en sí misma, una metáfora de cómo el amor se abre paso en el corazón de los personajes a gran velocidad. O puede que, simplemente, sea el hecho de que, en el interior de un tren, dos personas desconocidas, que se encuentran y se sienten atraídas, tienen la oportunidad y el tiempo necesarios para iniciar un acercamiento de tipo romántico, sin nada ni nadie que les interrumpa hasta llegar a su destino. Sea lo que sea, lo cierto es que si el chico y la chica se conocen en un tren, el romanticismo está asegurado.


       Tras el viaje en tren, a su llegada a Rockville, Keaton protagoniza unas divertidísimas escenas en las que los Canfield descubren que es un McKay y tratan de matarlo, pero su personaje, Willie McKay, no se entera de lo que está pasando ni sabe que esos amables caballeros con los que se tropieza son Canfields sedientos de venganza. El público sí lo sabe y por eso ríe sin parar, porque tiene la información que a Willie le falta, y observa, divertido, cómo éste se libra, una y otra vez, del peligro, gracias a su buena suerte o al destino. Exactamente lo mismo le ocurría al Correcaminos en los dibujos animados, cuando se libraba de las trampas del Coyote, la mayoría de las veces sin darse cuenta. La casualidad, la fatalidad o el destino están presentes en el cine de Buster Keaton, unas veces para librar al protagonista de una muerte segura y otras, para exponerle a sucesivos peligros. En el film que nos ocupa, la casualidad empuja a Willie McKay a encontrarse una y otra vez con uno u otro miembro de los Canfield, obligándole a hacer frente a un peligro que él se había propuesto evitar.
       Otro de los momentos más desternillantes de esta parte de la película, a pesar de su sencillez, es aquél gag, que comienza cuando Willie está en Nueva York y, al recibir la carta en la que le anuncian que es propietario de la finca de los McKay, se imagina que ha heredado una hermosa mansión. El gag termina cuando Willie, una vez en Rockville, descubre que la finca no es más que una cochambrosa cabaña, entonces, se imagina la hermosa mansión, con la que había soñado, explotando en mil pedazos dentro de su mente.

       La siguiente parte de la película transcurre en la finca de los Canfield, convertida en trampa y, al mismo tiempo, en santuario del protagonista. Sirviendo a Keaton para ridiculizar el código de honor de la época, que lleva a los Canfield a tratar con amabilidad a su invitado, dentro de su propio hogar, al tiempo que trata de matarlo en cuanto pone un solo pie fuera del umbral.

       “Esperad, muchachos, nuestro código de honor nos impide dispararle mientras sea un invitado en nuestra casa.”

       Como si cosas tan serias como la venganza o la hospitalidad no fueran más que un conjunto de normas aleatorias de un juego de mesa, semejante al parchís. Keaton juega a salir y a entrar de la casa convirtiendo la venganza de los Canfield en algo estúpido e infantil, carente de sentido. En cuanto sale de la casa sus anfitriones le persiguen a punta de pistola y en cuanto vuelve a entrar guardan sus pistolas y le tratan con toda cortesía. Keaton se mofa de la hipocresía de la sociedad sureña para demostrar al público lo absurdo de ese famoso y arcaico código de honor, en base al cual, tanta gente inocente perdió la vida. Al mismo tiempo, saca partido a lo estúpido de esta venganza heredada, para nutrir su película de momentos humorísticos de gran ingenio. Así, dentro de la finca de los Canfield, las situaciones cómicas se suceden de manera hilarante:

 las miradas asesinas que intercambian los Canfields con Willie mientras el reverendo bendice la mesa; las disimuladas cuchilladas que el señor Canfield le lanza a Willie mientras trincha la carne o la manera en la que los hermanos Canfield echan mano de sus pistolas en cuanto ven a Willie acercarse a la puerta de la casa. Y todo eso, para terminar con un Keaton travistiéndose para poder abandonar la casa sin ser descubierto por sus enemigos. Keaton aprovecha las ropas de mujer para crear nuevos gags, como cuando huye a galope tendido sobre un caballo y las faldas le tapan el rostro o cuando pone el vestido, el sombrerito y el paraguas al caballo para que los Canfield le sigan, creyendo que es él, y así poder huir en otra dirección. Como vemos, cualquier objeto servía a Keaton de inspiración para crear uno o varios gags.

       La última parte del film, como ya hemos señalado, es una trepidante persecución en la que el personaje de Keaton, luchando por escapar del pueblo, termina exponiéndose a los peligros de la naturaleza, con gran estupefacción por su parte. Sin embargo, pese a su desconcierto ante las cosas que le suceden y que él no se explica ni puede controlar, Keaton nunca deja de actuar, aunque todo le salga mal, su personaje sigue esforzándose, porque encarna, ante todo, al hombre de acción.
       Hay, en esta parte del film, unas imágenes de Keaton, ocupando el lugar del maquinista, al frente de la locomotora del penoso tren en el que llegó al pueblo y en el que trata de huir de sus perseguidores, que preconizan el personaje que, más tarde, encarnaría Keaton en su gran obra maestra “El maquinista de la General” (1926).

       Por último, la secuencia final contiene un gag repetido, después, en multitud de películas: Willie se casa, en secreto, con la chica, en la propia mansión de los Canfield, en un acto de valentía que resulta heroico, pues, sabiendo que sus cuñados y sus suegros desean su muerte por encima de todo, en lugar de huir con la chica, se queda allí para hacer frente a la reacción de sus nuevos parientes. Sin embargo, cuando el padre y los hermanos de la chica deciden olvidar la venganza y aceptarle en la familia, Willie, aliviado, comienza a sacarse pistolas de todos los rincones de su cuerpo mientras las va poniendo, una a una, sobre la mesa, ganándose, con esa maliciosa precaución, la aprobación de su suegro, que descubre, en él, a ese caballero valiente, protector y leal con su dama, que tanto se valora en el sur.


       En “La ley de la hospitalidad” Keaton es, una vez más, ese hombre menudo, decidido y de ojos desconcertados, que logra salir airoso de una situación desesperada —en la que se ha visto envuelto sin saber cómo—, gracias a su tesón y a su incansable determinación. Es el hombre sencillo y tierno que, espoleado por su amor, deslumbra a la chica, haciendo frente a todos los obstáculos hasta salir triunfante. Es el mito de David contra Goliat.