sábado, 31 de julio de 2021


WYLERMANÍA 1

VACACIONES EN ROMA (1953) de William Wyler
      

       Wyler se inicia en el género de la comedia con esta romántica película, que nos invita a escapar de la rutina para vivir el amor, aunque sólo sea por unas pocas horas, porque nunca se sabe cuándo puede surgir ese momento feliz que recordaremos toda la vida.
       En el año cincuenta y tres, Wyler ya contaba con una carrera llena de éxitos, premios y reconocimientos cinematográficos, sin embargo, nunca había dirigido un film de corte humorístico. Considerado como el director invisible, por abarcar todo tipo de películas, sin adoptar un sello personal que lo distinguiera del resto de realizadores, a Wyler le faltaba una comedia para completar su variada filmografía y, con Vacaciones en Roma, demostró, una vez más, que no había género que se le resistiera.

     
       La princesa Anne (Audrey Hepburn) al llegar a Roma, en su viaje de buena voluntad por todas las capitales europeas, sufre una pequeña crisis nerviosa, a causa del agotamiento y de la opresión de una vida que no ha elegido. Tratando de calmarla, le administran un sedante, pero, antes de quedarse dormida, la princesa escapa de la embajada y se pasea de incógnito por las calles de la ciudad. Hasta que el sueño la vence y Joe Bradley (Gregory Peck), joven periodista, se la encuentra dormida sobre un banco y se compadece de ella creyendo que es una chica que ha bebido de más. La mete en un taxi, pero no consigue sacarle su dirección, así que, la lleva a su casa para evitar que el taxista avise a la policía. En el apartamento, Anne, desinhibida por la droga, no oculta que se siente atraída por Joe, pero éste se comporta como un caballero prestándole un pijama y dejándola dormir en un diván. Por la mañana, se va a trabajar y al ver en un periódico una foto de la princesa, descubre que se trata de la chica que está durmiendo en su habitación. Joe decide aprovechar la oportunidad y ofrece a su editor, el Sr. Hennessy (Hartley Power), una exclusiva con la princesa a cambio de cinco mil dólares, para lo cual, telefonea a su amigo Irving Radovich (Eddie Albert), periodista gráfico, para que realice las fotos. Cuando Anne se despierta, Joe finge que no sabe quién es, le presta algo de dinero y la deja marchar, siguiéndola a cierta distancia. Anne pasea por Roma, se compra unas sandalias, se corta el cabello y se toma un helado en la escalinata de la plaza de España, donde Joe se hace el encontradizo con ella y la convence para que se tome el día libre para visitar la ciudad. En cuanto Irving se reúne con ellos, comienza a hacer fotos a la princesa, sirviéndose de una cámara oculta en un mechero. La fotografía fumando su primer cigarrillo, montada en una Vespa detrás de Joe camino del Coliseoen la comisaría en la que terminan cuando Anne se pone a conducir la moto causando varios destrozos; pero Joe logra que los pongan en libertad y visitan La boca de la verdad, el Muro de los deseos y acuden a una fiesta en una barcaza, junto al Tíber, cerca del Castillo de Sant’Angelo, donde Anne planea terminar su escapada por Roma. Joe y Anne se han ido enamorando a lo largo del día, casi sin darse cuenta, de manera que, cuando los agentes secretos de la embajada descubren a la princesa en la fiesta, ésta se resiste a acompañarlos y Joe e Irving les plantan cara, desencadenando una verdadera batalla campal, durante la cual, Joe cae al río y Anne salta al agua tras él, nadando juntos hasta la orilla, donde se besan apasionadamente. Tras secarse en casa de Joe, Anne comprende que debe volver a la embajada para retomar sus obligaciones y la pareja se despide entre lágrimas, besos y abrazos. Después de la separación, Joe, muy abatido, renuncia al reportaje, asegurándole a su jefe que no consiguió ver a la princesa. Y aunque Irving le enseña las fotos para hacerle cambiar de opinión, Joe no puede traicionar la confianza de Anne.



       El guión de Dalton Trumbo, firmado por los guionistas británicos Ian Mclellan Hunter y John Dighton, está basado en una historia original del propio Trumbo, que no pudo acreditar su trabajo en la película por pertenecer a la lista negra de la llamada «caza de brujas» del Macarthismo. Su amigo Ian Mclelland Hunter consiguió vender el argumento de Trumbo por valor de cincuenta mil dólares a los estudios Paramountcantidad muy elevada para la época, y Wyler asumió el riesgo de contratar como guionista a Dalton Trumbo, porque sabía que le proporcionaría una historia de calidad. De hecho, consiguió el Oscar al mejor argumento, fue nominado al Oscar al mejor guión y ganaría el premio WGA del sindicato de guionistas de Estados Unidos, a la mejor comedia estadounidense escrita. El Oscar fue recogido por Ian Mclelland Hunter, aunque la Academia entregaría en 1993, a título póstumo, otra estatuilla a la viuda de Trumbo, reconociendo la injusticia cometida con el escritor.

       La historia de Trumbo es una especie de cuento de hadas en el que la princesa protagonista, cansada de las obligaciones de su rango y de la vida de la corte, sueña con ser una chica corriente y llevar una vida normal, por lo que escapa de palacio y termina enamorándose de un joven, que la trata de forma natural y espontánea, al margen de todo protocolo y consideración.

       «Anne: Soñé que estaba durmiendo en la calle y que, de pronto, se acercó un joven alto y fuerte y me trató bruscamente.
       Joe: Oh, ¿de veras?
       Anne: Un sueño maravilloso…»



       La comicidad de este cuento de hadas reside, principalmente, en que la princesa, al escapar de palacio, se encuentra fuera de su entorno, en un ambiente desconocido, en el que no sabe desenvolverse y en el que, por tanto, actúa con torpeza. Anne, al deambular sola e indefensa por la noche romana, se expone a multitud de peligros, sin ser consciente de ello; del mismo modo, su paseo en Vespa ocasiona un montón de daños y perjuicios a la gente con la que se va tropezando y, al resistirse a acompañar a los agentes secretos de su país, cuando la localizan en la fiesta, desencadena una pelea entre éstos y la policía italiana, que produce daños considerables. Y todo eso sin contar con el escándalo que su escapada furtiva podría haber supuesto para la casa real a la que pertenece, de haber salido a la luz.

       En este cuento, el príncipe azul es sustituido por un joven normal y corriente, que se convierte para la princesa es una especie de genio de la lámpara, dispuesto a satisfacer todos sus deseos.

       «Anne: Me ha dado la oportunidad de hacer lo que yo siempre deseé hacer. ¿Por qué?
       Joe: Pues, no sé, por complacerla.
       Anne: Es usted la persona más amable que he conocido.
       Joe: Lo he hecho muy a gusto.»


       Pero, claro, como todos los genios, Joe no carece de cierta malicia, que es la que aporta otra gran fuente de humor a la película, pues mientras la princesa confía plenamente en Joe, al que toma por un simple e inofensivo vendedor, el periodista sabe perfectamente quién es ella. La manera en la que los jóvenes protagonistas se enamoran, mientras se mienten el uno al otro ocultando sus verdaderas identidades para salvaguardar sus propios intereses, es divertida e interesante, porque convierte al espectador —que conoce la verdad— en cómplice de ambos protagonistas y en testigo de su amor.

       El contrapunto cómico de la pareja lo aporta el fotógrafo Irving Radovich, joven 
simpático y amigo leal, interpretado con sumo encanto y desparpajo por Eddie Albert, que sería nominado, por su interpretación, al Oscar como mejor actor de reparto. Irving es un personaje despreocupado y algo distraído, que está a punto de meter la pata en varias ocasiones, en las que Joe tiene que impedir, como sea, que lo descubra como periodista. El personaje de Irving, a diferencia de Anne y de Joe, está satisfecho consigo mismo y con la vida que lleva en Roma, ganando a las cartas, rodeado de chicas bonitas, con un trabajo que le gusta y siendo económicamente solvente, al menos más que Joe, al que suele prestar dinero.

       «Joe: ¡Irving! ¡Cuánto me alegro de verte!
       Irving: ¿Por qué? ¿Olvidaste la cartera?»

       Irving carece de las preocupaciones de Joe, que, desencantado con el tipo de periodismo que desempeña en Roma, anhela dejar de trabajar como corresponsal en un país extranjero y volver a Nueva York.


       «Joe: Y cuando tenga el dinero, me compraré un pasaje de vuelta para Nueva York.
       Mr. Hennessy: Ja, ja, ja. Siga, siga, me divierte oír sus fantasías.
       Joe: Y cuando esté en un buen periódico disfrutaré pensando que está usted aquí aburrido, sin tener a nadie a quien poder abroncar.
       Mr. Hennessy: Adiós, iluso.»

       Irving tampoco vive esclavo de sus obligaciones, como le ocurre a Anne, él disfruta con su trabajo, no recibe presiones de nadie y vive su vida a su manera. Pero, aún así, él, como Joe y Anne, también se verá obligado, en el transcurso del film, a realizar un sacrificio en aras de la amistad, cuando comprende que su amigo no puede publicar el reportaje, porque se ha enamorado de la princesa. Los tres jóvenes amigos que aparecen en el film terminan renunciando a algo muy preciado para ellos y los tres lo hacen de forma desinteresada, pensando en los demás.

       «Embajador: Alteza, debéis comprender que tengo una obligación que cumplir, así como, vuestra alteza, tiene el deber de…
       Anne: Excelencia, confío en que no estimaréis necesario recordarme cuál es. Si no fuera porque considero que soy esclava del deber, de mi país y de mi rango esta noche no hubiese vuelto y, tal vez, nunca.»


       Renunciar a lo que uno desea por cumplir un deber supone un sacrificio de tal calibre que se necesita de una gran capacidad de amor y generosidad para llevarlo a cabo. La motivación que nos conduce a asumir esa obligación como algo ineludible puede ser de distinta índole, el amor hacia otra persona, la lealtad hacia un amigo o la aceptación de una responsabilidad patriótica, pero para llevarla a cabo se necesita un profundo sentido moral, un carácter noble y una gran madurez emocional, pues implica aceptar la pérdida como parte de la experiencia humana.

       «Sr. Hennessy: Son sorprendentes esas jóvenes princesas. Tienen mucho más en la cabeza de lo que creemos.»

       Vacaciones en Roma fue la primera película americana que se rodó por completo en una ciudad Europea, sentando las bases de una larga colaboración entre Hollywood y los estudios Cinecittà, que se convertirían en un segundo Hollywood. La película supuso una gran propaganda para la capital italiana como reclamo turístico y gracias al éxito mundial de la película, todo el mundo quería pasar el verano en Roma para enamorarse y tener una Vespa, y todas las chicas querían parecerse a Audrey Hepburn.

       Trumbo sabía lo que se hacía al ambientar su historia en Roma, porque soltar a una princesita inexperta, con unas enormes ganas de saborear la vida, por la ciudad de Roma, en verano, haciéndola beber y divertirse en compañía de dos caraduras y alocados periodistas norteamericanos, es asegurarse los conflictos más cómicos y los momentos más chispeante, y si la princesa, además, es tan bonita como Audrey Hepburn, por supuesto, también el romance está garantizado.


       Wyler exigió rodar en Roma, y no en decorados, y convirtió la ciudad en un personaje más del film, un personaje cómico, a causa del carácter espontáneo, vivaracho y apasionado de sus ciudadanos, que Wyler filmó inspirándose en el movimiento neorrealista italiano surgido en los cuarenta. El realizador logró reflejar el ambiente popular de las calles romanas con gran veracidad, haciendo sentir al espectador la vida que bullía por ellas, a pesar de la escasez propia de los años posteriores a la segunda guerra mundial, de la que la ciudad aún se estaba recuperando. Este realismo de las terrazas, los mercados y las fiestas al aire libre del verano romano contrasta con la historia de ficción romántica que se nos relata, pero la mezcla resulta encantadora y aporta a la historia de fantasía, de los dos enamorados, un importante toque de verosimilitud y modernidad. Rodada en blanco y negro, porque Wyler lo prefería al color, la película se rodea de un halo romántico que contribuye a idealizar el amor que surge entre estos dos jóvenes pertenecientes a mundos tan dispares. Un amor imposible, que, por no poder realizarse, nunca será deteriorado, ni por el paso del tiempo ni por la rutina ni por la convivencia y, por tanto, siempre permanecerá vivo y perfecto en el recuerdo de sus protagonistas, por eso la película es tan romántica, porque trata de un amor eterno, que no podía surgir más que en Roma, “la ciudad eterna”.

       La historia de amor es tan sincera que provoca una profunda transformación en sus protagonistas, a pesar del breve espacio de tiempo que pasan juntos. Transformación que Wyler supo narrar de forma muy inteligente. Al conocer a Joe, la princesa experimenta un proceso de maduración, de tal calibre que, al regresar a palacio, ya no consiente que se le trate como a una niña, deja de acatar órdenes para empezar a darlas, convirtiéndose en una auténtica princesa. Descubrir y enamorarse de la pureza de Anne, también producen en Joe una rauda transformación, convirtiéndole en una persona más honesta, menos egoísta, porque, por primera vez, comprende que sus actos pueden tener graves consecuencias para los demás y, aunque parezca paradójico, al renunciar al reportaje de su vida, se convierte en un periodista más íntegro y, por consiguiente, mejor.

       «Anne: Tengo fe en la amistad entre las naciones, de igual modo que tengo fe en la amistad entre las personas»
       Joe: Puedo decir, en nombre de mi servicio de prensa, que sabemos que la fe de su alteza está plenamente justificada.
       Anne: Cuanto me alegra oír esas palabras.»


       El mundo del periodismo, representado en el film por Joe e Irving, aparece, por primera vez en el cine, haciendo gala de un código ético de conducta. Antes de Vacaciones en Roma, los miembros de la prensa solían mostrarse como sinvergüenzas sin escrúpulos, capaces de vender a sus propias madres por un reportaje. La renuncia de Joe y de Irving al que podría haber sido el reportaje de sus vidas llama la atención, porque refleja una honestidad y un romanticismo vitales que pocas veces se asociaba en la ficción con esa profesión de tunantes, incluso hoy en día, en que la prensa no respeta a nada ni a nadie, sorprende ese código ético en dos periodistas tan jóvenes y tan deseosos de ganar fama y fortuna. Tanto Joe como Irving tienen esa especie de instinto canalla que subyace en el fondo de todo periodista; después de todo, Irving, con su cámara camuflada de mechero, es un claro ejemplo de esos fotógrafos de prensa especializados en robar fotos a los famosos, que tras la película de Fellini, La dolce vita (1960), pasarían a llamarse paparazzi.

       «Joe: Escúchame, ¿de qué serías capaz por ganar cinco billetes grandes?
       Irving: ¿Cinco mil dólares?
       Joe: Sí. Oye, ella no sabe quién soy ni a qué me dedico. Éste puede ser mi gran artículo y, sea como sea, lo sacaré adelante.
       Irving: Luego ella es…
       Joe: ¡Shhh! Tu maquinita tiene que servir para que este reportaje valga el doble.
       Irving: “La princesa se divierte”…»

       Pero, en el fondo, Joe e Irving son buenos tipos, incluso emana de ellos cierta ternura que los hace irresistibles. Llevan una vida algo bohemia pero son periodistas de buenos sentimientos, no unos cínicos ni unos brutos insensibles, se puede decir que están a años luz de esos periodistas hijos de mala madre que aparecían en el film Primera  plana (1974) de Billy Wilder. Es conmovedora la escena en la que Joe, tras descubrir que la chica que está durmiendo en su casa es la princesa, se pone tan nervioso que, al llamar a su casero para asegurarse de que ella sigue allí, suda y se retuerce de pura excitación, se nota que lo está pasando mal al darse cuenta de que por primera vez podría tener algo grande entre manos. Y sumamente enternecedora también —y bien contada— es la escena en la que Joe e Irving, mirando las fotos que Irving acaba de revelar, se entusiasman imaginando, con todo lujo de detalle, cómo sería el reportaje que han decidido no sacar a la luz. Uno puede sentir el gran sacrificio que los dos reporteros están haciendo, al tener una gran noticia y no poder contarla.

       «Irving: Escucha, es juego limpio, Joe. No está vedado cazar princesas… ¡Tú debes estar chiflado!
       Joe: Sí, lo sé, pero… No te puedo prohibir que vendas las fotografías, si lo deseas. Seguro que te las pagarán bien.»


       Vacaciones en Roma, en principio, era una comedia pensada para Frank Capra, para ser protagonizada por Liz Taylor y Cary Grant, y no cabe duda de que todos ellos hubieran hecho un gran trabajo, pero, hoy en día, nadie puede imaginar la película sin Wylder, Hepburn o Peck y se puede decir que los tres eran primerizos, de alguna manera cuando abordaron el proyecto. Gregory Peck y William Wyler se estrenaban en el mundo de la comedia y para Audrey Hepburn era su primera aparición en una película de Hollywood, aún así, los tres superaron la prueba de forma airosa. Peck sorprendió con una vis cómica muy divertida, que se prodigó poco a lo largo de su carrera, aunque, gracias a Vacaciones en Roma pudimos volver a disfrutarla en la película británica El millonario (1954) de Ronald Neame, en la que Peck resulta tan divertido como en la comedia de Wylder. Sin embargo, sólo Audrey consiguió el Oscar, algo que Peck había augurado, pues desde que comenzó a trabajar con ella notó que su magnética presencia y su delicada emotividad trascenderían la pantalla. Y así fue. Pero no sólo ganaría el Oscar, también sería galardonada con el Globo de Oro y con el Premio Bafta. Premio al que también fueron candidatos tanto Gregory Peck, como Eddie Albert, en la categoría de mejor actor extranjero, y William Wyler en la de mejor director.


       Gregory Peck, en su rol de Joe Bradley, realizó una composición llena de sutiles matices emocionales que hacen de su personaje un tipo entrañable. La facilidad con la que Peck hace creíble la compasión y la honestidad de este simpático caradura resulta admirable. Su adusta mirada de periodista curtido se suaviza en las escenas más románticas del film hasta humedecerse con un brillo de emoción, que alcanza su punto álgido en la secuencia de la despedida en el interior del coche, en la que logra transmitir el sufrimiento de su personaje, tan solo con la profunda desolación de su mirada. Peck se queda mirando con insistencia el lugar por el que ella ha desaparecido, como esperando que cambie de opinión y vuelva a su lado, hasta que comprende que eso no es posible y se marcha. En el inolvidable final de la película, volvemos a ver a Joe mirando fijamente el pasillo por el que ella ha desaparecido, tras la rueda de prensa, como si, en el fondo de su corazón, aún albergara la esperanza de que su amor pudiera realizarse y, una vez más, entiende que eso no puede ser y se aleja, con una sonrisa melancólica, caminando, con las manos metidas en los bolsillos, por el majestuoso hall de la embajada.


       Por su parte, Wylder, como gran artesano del cine que era, realizó un meticuloso trabajo, colmado de detalles, que hicieron de la película una obra en la que se pone de manifiesto la destreza y habilidad del director para narrar cualquier historia a través de imágenes en movimiento. Con su dominio sobre el uso de la profundidad de campo adecuada para cada plano, lograba hacer de cada escena algo valioso, bello y cargado de información. Trabajaba de forma meticulosa, haciendo decenas de tomas hasta que su olfato le decía cuándo estaba bien, cuándo era perfecta. Sabía ejercer un control absoluto sobre su película, supervisando la historia, las localizaciones, el reparto y el personal que participaba en cada producción, incluso sabía cómo lidiar con las imposiciones de los Estudios. Y todo le salía de forma natural, se podría decir que dirigía por instinto, hacía repetir las escenas a los actores pero apenas les daba indicaciones, porque le resultaba difícil explicar lo que quería, sólo sabía lo que quería cuando lo veía. Y es que Wyler no era un intelectual, sino más bien un hombre alocado, travieso y alegre. Y ese humor suyo está presente en toda la película en cientos de detalles cómicos, como los numerosos gags que salpican la cinta y que no sólo cumplen una función humorística, sino que también transmiten ideas sobre los personajes o la trama, anticipando las situaciones cómicas que se producirán más adelante.

       Por ejemplo, a lo largo de la película, Joe tiene que hacer callar varias veces a Irving para que no le delate y para ello, le empuja, le zancadillea, le tira el vino por encima o le hace caer de la silla en la que está sentado, hasta que Irving, cansado, le da un puñetazo. Este desternillante gag no sólo sirve para hacer reír, sino que nos muestra el carácter impulsivo de Joe y nos hace saber que, aunque Irving sea un tipo afable, su paciencia tiene un límite. O cuando Joe encuentra a Anne dormida en un banco de la calle y, al llevársela a casa, teme que sea una ladrona, así que, se pasa el tiempo preocupado por esconder su dinero, sin embargo, tras saber que es la princesa, no tiene ningún problema en darle la mitad de ese dinero y, como su casero ve cómo se lo da, piensa que la chica es una prostituta. O la famosa escena en La boca de la verdad, en la que, «Según la leyenda, si un embustero mete ahí la mano, la boca se la morderá», la escena funciona precisamente, porque el público sabe que los dos han mentido y por eso tienen miedo de meter la mano, así que, cuando Joe mete su mano y la saca escondida dentro de su manga, no sólo da un susto y hacer reír a Anne, sino también al espectador, que se siente partícipe de la historia.


       Todos estos momentos divertidos sumados a los instantes más emotivos hacen de Vacaciones en Roma una de las comedias románticas más bellas de la historia del cine. El beso raudo y viril que Joe le da a Anne, en la orilla del río, fruto de un impulso irresistible o los ya mencionados instantes en que Joe y Anne se separan, primero, en privado, en el interior del coche y después, en público, en la embajada, donde las miradas y las sonrisas de los protagonistas nos hacen sentir la pureza de sus sentimientos y lo mucho que les cuesta renunciar a ellos, constituyen instantes memorables de este cuento de hadas en el que nadie termina siendo feliz ni comiendo perdices, pero que, precisamente por eso, no defrauda al espectador, que contempla ese gran final con una triste sonrisa, de pura comprensión.


       Para Wyler hacer diferentes tipos de películas, sin ninguna preferencia por género o tema, era más desafiante y más divertido y quizás por eso se le consideraba un director sin sello propio, pero sus películas eran siempre elegantes y estaban bien hechas, ése era su sello y no importa que no tuviera un estilo propio que distinguiera sus filmes, supo hacer buen cine y eso es más que suficiente y más de lo que muchos han sido capaces de hacer. Con Vacaciones en Roma, Wyler superó con creces su objetivo de hacer una comedia romántica, realizando una de las películas más fascinante de la historia del cine. Una película que invita a vivir el momento presente, confiando en que todo irá bien, sin preocuparse demasiado por el futuro. Todos sabemos que la existencia no es fácil, pero, a veces, la vida nos sorprende con una felicidad efímera e inesperada, que hay que saber disfrutar, porque como dice Joe, «La vida no es siempre como a uno le gustaría», por eso cuando sí lo es, hay que saborearla en plenitud, aferrándose a ese instante, dure lo que dure.