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viernes, 28 de agosto de 2020

QUINEMANÍA 3

“CÓMO MATAR A LA PROPIA ESPOSA” (1965) de Richard Quine



       
En 1965, Richard Quine dirige esta sátira sobre la visión misógina de la vida matrimonial, según la población masculina norteamericana de los años sesenta. Esta divertida caricaturización de la misoginia con momentos extremadamente incorrectos —políticamente hablando— critica, con sorna, el victimismo infantil adoptado por este tipo de hombres, que usan a sus esposas como chivos expiatorios sobre las que descargar todas las frustraciones que se derivan de la vida en pareja. Sin embargo, más allá de este irracional odio a las mujeres, la película logra exponer con acierto y de manera hilarante los diferentes problemas de convivencia, a los que se expone cualquier matrimonio.

       Stanley Ford (Jack Lemmon), famoso dibujante de las historietas de “Bash Brannigan - agente secreto”, es un soltero empedernido que lleva una excéntrica y plácida vida junto a su misógino mayordomo Charles (Terry - Thomas), que además de atender todas sus necesidades con esmero, le ayuda a escenificar y a fotografiar las aventuras de su personaje, para que él pueda, posteriormente, plasmarlas sobre el papel. Hasta que durante la despedida de soltero de su amigo Tobey Rawlins (Max Showalter), Stanley se emborracha y termina casándose con la despampanante chica que sale del interior de la tarta (Virna Lisi).

Al día siguiente, Stanley, muy angustiado, trata por todos los medios de librarse de su esposa, pero su abogado y amigo, Harold Lampson (Eddie Mayehoff), le aclara que el matrimonio no tiene marcha atrás, a menos que su esposa le conceda el divorcio, cosa harto difícil, siendo ella italiana, pues en Italia no existe el divorcio. Stanley se resigna a su nueva vida matrimonial mientras su mayordomo, que se niega a trabajar para hombres casados, le abandona. Durante las primeras semanas de convivencia, la Sra. Ford somete a Stanley a una devastadora transformación de su hogar y de sus costumbres. Stanley, agobiado, comienza a plasmar en sus dibujos las frustraciones de su vida conyugal, casando a Bash Brannigan y haciéndole vivir todas sus traumáticas experiencias matrimoniales. Las tiras cómicas de “Los Brannigan” alcanzan un gran éxito, pero Stanley no está satisfecho de haber convertido a su agente secreto en un imbécil calzonazos; así que, decide que Bash Brannigan asesine a su mujer. Con esta idea, Stanley elabora un plan perfecto para eliminar a la Sra. Brannigan y, como es su costumbre, Charles y él se ponen manos a la obra para escenificar el crimen con la intención de fotografiarlo. Cuando, más tarde, Stanley dibuja todo el material fotografiado, la Sra. Ford, al ver la historieta, comprende que su marido desea librarse de ella y se marcha sin dejar rastro. Al descubrir la ausencia de su mujer, Stanley trata de denunciar su desaparición, pero la policía no le toma en serio, hasta que se publica la historieta del asesinato de la Sra. Brannigan en los periódicos y, entonces, Stanley es detenido bajo la acusación de haber matado a su esposa. Durante el juicio, las cosas se ponen muy mal para Stanley, ya que su abogado, Harold Lampson, se muestra completamente incapaz de defenderle. Desesperado, Stanley decide defenderse a sí mismo, declarándose culpable y convenciendo al jurado de que fue un homicidio justificado, cometido en nombre de la libertad de todos los pobres maridos de América. Los miembros del jurado, todos masculinos, le absuelven y le sacan a hombros de la sala, ante el estupor de las mujeres presentes. A pesar de su liberación, Stanley se encuentra muy apesadumbrado por la ausencia de su esposa; al contrario que Charles, que, pletórico de satisfacción, regresa a casa del Sr. Ford con la intención de recuperar su vida anterior. Sin embargo, ya nada será lo mismo, pues la Sra. Ford regresa a casa de forma inesperada, en compañía de su bellísima madre italiana…

       El guión de esta farsa sobre el matrimonio de un soltero empedernido fue escrito y producido por George Axelrod. Su director, Richard Quine, siguiendo el ejemplo del protagonista —que convierte su vida en una historieta—, transforma la película en un cómic en movimiento, donde la importancia visual de cada plano adquiere una trascendencia especial y donde la ambientación, el color y la expresión física de los personajes están cuidados al detalle. El propio Axelrod usó onomatopeyas en los diálogos, a fin de lograr una estética global de conjunto similar a la del cómic. 

       “Fiscal: ¿Sería tan amable de describir los efectos de estas píldoras cuando se toman con alcohol? 

       Dr. Bentley: Encantado. ¡Brrrup! Sube hasta el techo. Y luego, ¡Blaaap! Abajo otra vez.”

       Del mismo modo, la sencillez de la trama, unida al minucioso desarrollo de la acción y a la personalidad plana de los personajes, contribuye a crear una narración en la que lo importante son las peripecias vitales de los protagonistas y cómo se enfrentan a ellas de una manera gráfica.

       El agente secreto Bash Brannigan, protagonista de las historietas que dibuja Stanley, está inspirado en el detective neoyorquino Rip Kirby del dibujante norteamericano Alex Raymond, que estuvo publicándose en las tiras de los periódicos norteamericanos durante décadas. Los dibujos de Bash Brannigan para la película fueron encargados al dibujante Alex Toth, sin embargo, por diversas razones, finalmente, serían realizados por Mel Keefer. Reduciéndose la colaboración de Alex Toth a la creación de un cómic, con el personaje de Brannigan, para promocionar la película.

       Richard Quine demuestra una vez más su hábil manejo de la cámara para seguir a los personajes, con brillantez, por un elaborado decorado que les permite moverse con libertad ejecutando una coreografía perfecta de movimientos, captados por unos estilosos planos, en los que el director parece estar danzando con sus intérpretes al ritmo de la banda sonora de Neal Hefti. La composición jazzística, dinámica y alegre, creada por este músico contiene instantes de una gran sensibilidad, que se repiten en los momentos de intimidad de la pareja, apoyando esos primeros planos con los que Richard Quine solía transmitir los sentimientos de sus personajes. La mirada romántica y melancólica, tan propia de este director, se deja sentir en la película a pesar del tono sarcástico de esta demencial comedia, que puede presumir de una impecable puesta en escena y de un excelente tratamiento del color.

       Mediante el uso de dos matrimonios opuestos, el guión permite a Quine mostrar dos puntos de vista diferentes sobre el matrimonio. El de una pareja que lleva once años casada, y cuya relación se ha deteriorado por la convivencia, y la de unos recién casados, cuya relación, pese a los roces de la vida en común, está basada en la pasión y el cariño. Stanley Ford se arrepiente de su boda y reniega de ella, pero, siempre le vemos tratar con respeto a su mujer, incluso en los momentos en los que está más furioso con ella. Tanto es así, que la Sra. Ford, ajena al descontento de Stanley, vive en una nube de felicidad, encantada con su marido y con su matrimonio. Lo único que le disgusta es el impertinente mayordomo, pero como éste dimite, para ella todo es perfecto. Al mostrarnos dos matrimonios similares en la forma, pero muy diferentes en los sentimientos, Quine parece darnos a entender que el tiempo, la convivencia y la rutina sólo hacen estragos en aquellas relaciones en las que los cónyuges se han perdido el respeto, arrastrados por una lucha de poder destructiva, que les ha hecho olvidar que son un equipo.

       En los diálogos de Axelrod abundan los parlamentos largos que, como en el teatro, sirven a los personajes para presentarse a sí mismos, exponer una filosofía de vida o expresar una opinión personal. Uno de estos parlamentos sirve a Quine, en la obertura de la película, para introducirnos, de una forma elegante y eficaz, en la vida del dibujante Stanley Ford, a través de su mayordomo Charles, que suelta la primera bomba incendiaria contra las mujeres en la primera frase del film:

       “Charles: Bienvenidos, caballeros. Supongo que sus esposas no estarán con ustedes, ya que el solo título de nuestra obra habrá sido suficiente para llenarlas de terror y que todas se hayan quedado en la cocina, que es donde deben estar.”

       ¡BUUUM…! El guión va directo al meollo de la misoginia más extrema, sin ningún tipo de reparo ni de paños calientes. Es toda una declaración de intenciones, que deja claro al espectador de qué va la historia, y el que avisa, no es traidor. Claro que, al final de la trama, Axelrod cuestiona todo lo expuesto a lo largo del film, con una conclusión que reduce a mera palabrería todos los argumentos machistas defendidos en la película por sus protagonistas, tanto masculinos, como femeninos…

       “Edna: … nosotras somos distintas, porque una mujer no es verdaderamente libre hasta que se casa. Entonces es libre para disfrutar de las cosas buenas de la vida, puede gastar mucho dinero, mucho dinero…, puede pasarlo bien sin perder la protección del marido. Por eso, a los hombres hay que controlarlos.”

       La pobre e insoportable Edna, en su afán de dominar al marido, vive tan agobiada como él. Tiene tanto miedo de que su marido se le vaya de las manos, que no baja la guardia ni un solo segundo. Para ella, la libertad de su marido es sinónimo de la propia perdición. Y busca aliadas en todas las mujeres casadas, a las que alecciona — perversamente— en la manera en la que deben someter a sus maridos. ¿Les suena? Sí, eso es, también hay maltratadoras psicológicas femeninas, como Edna, cuyo miedo convierte su matrimonio en una relación opresiva en la que los cónyuges ya no se respetan, algo que en la ficción resulta muy cómico, pero en la vida real es una verdadera tragedia.

       Hay que señalar que el guión cómico está estructurado de una forma harto inteligente, sin que la inverosímil absolución del protagonista por parte del jurado —tras confesar el asesinato de su esposa— menoscabe un ápice la brillante presentación en la pantalla de esta historia de odio cerval a las mujeres. Ese momento en el que Stanley Ford no solo es absuelto sino que, además, es sacado a hombros por la puerta grande —como un torero tras cortar las dos orejas y el rabo—, no hace sino reafirmar la postura, que defienden los hombres del film: que la mujer es una amenaza para el hombre y por tanto, debe ser eliminada, sin piedad. Y el hombre que ose hacerlo, en realidad, debe ser considerado un héroe, pues lo que hace es llevar a cabo una “hazaña deslumbrante”.

       “Stanley: ¿Se dan cuenta del poder que tienen ustedes hoy en sus manos? Si un hombre, un solo hombre, puede enterrar a su mujer amparado por el “glopita”, “glopita” de una máquina y conseguir salvarse, seremos los amos. Nosotros seremos los amos.”

       Admitámoslo, esta apoteosis misógina es el clímax perfecto para el tratamiento de una película que se jacta de machista sin reparo. Y he de reconocer, aunque me duela, que, pese a lo repelente que resulta para una mujer escuchar las burradas que se dicen en ese juicio y la forma brutal en la que se expresan, la película es una comedia divertida e hilarante, que no hace sino ridiculizar el comportamiento infantil de un puñado de hombres hechos y derechos que confunden a sus mujeres con el enemigo. Llámenme poco feminista, pero me siento incapaz de sentirme ofendida ante semejante pandilla de idiotas. Además, durante la disparatada defensa de sí mismo realizada por el protagonista durante el juicio, éste se venga de Edna, por haber envenenado a su mujer, consiguiendo que Harold Lampson se rebele, públicamente, contra ella e incluso la asesine de forma metafórica. En un acto de verdadera justicia poética, que es algo que el público siempre celebra en una película.

       Por otra parte, el verdadero conflicto que se le presenta al protagonista, en el film, es el de la convivencia y la comunicación con su pareja, que es algo tan difícil para los hombres como para las mujeres. Esa postura victimista, egocéntrica y cicatera que adoptan los hombres de la película, ante el matrimonio, es pueril y reduccionista; y es tan exagerada, que hoy en día, nadie se la podría tomar en serio. A todos nos es fácil señalar aquellos aspectos de la pareja que nos resultan odiosos y achacarlos a su género, pero lo cierto es que todos tenemos costumbres que sacan de quicio a los demás. La convivencia es dura para todos los sexos, pero para tener compañía, hay que adaptarse, y eso es justamente lo que termina entendiendo el protagonista del film. Stanley considera su matrimonio un error, porque sólo es capaz de fijarse en lo que ha perdido, las juergas, las aventuras amorosas, una forma física perfecta, un hogar hecho a su medida y un mayordomo que vela por él; pero, en cuanto se da cuenta de lo mucho que ha ganado, comprende que ese error es lo mejor que le ha pasado en la vida, porque le ha hecho descubrir el amor.

       “Charles: Perdóneme, pero si usted no la asesinó, ¿dónde está ella?                                                                         Stanley: No lo sé, probablemente, con su madre. Se habrá ido a Italia, no lo sé.                                       Charles: Pero, señor, eso significa que cualquier día puede volver aquí otra vez.                                      Stanley: Eso espero.”

       La comedia tiene un ritmo ágil y las situaciones cómicas funcionan a la perfección, haciendo destacar la habilidad de Richard Quine para orquestar grupos de actores, tanto en el juicio, como en las dos fiestas que tienen lugar en la película. En la primera, donde Stanley Ford se emborracha y termina casándose con una desconocida —algo muy frecuente en las comedias Hollywoodiense—, Quine sabe transmitir a la perfección que se trata de una despedida de solteros, de clase alta, donde un montón de hombres descontrolados, que no piensan más que en beber hasta reventar, se comportan como un puñado de niños traviesos fuera de la vigilancia paterna. 



En la segunda, en casa de Stanley, la fiesta es una reunión de amigos animada y muy realista, hasta el punto de dar la impresión de ser invitados reales que se están divirtiendo de verdad y no actores interpretando una escena. Ambas fiestas recuerdan a otras dos fiestas cinematográficas, inolvidables e insuperables, filmadas por Blake Edwards, amigo y colaborador de Quine, con el mismo desenfado y la misma naturalidad; una, la fiesta de la película “El guateque” de 1969, posterior a la película de Quine que nos ocupa. Y la otra, anterior, de 1961, la mítica fiesta de “Desayuno con diamantes”.


      Las interpretaciones de la película son espontáneas, graciosas y de gran fuerza expresiva. Por supuesto, Jack Lemmon brilla encarnando a este personaje de costumbres extravagantes, cuya ordenada vida se ve alterada por la llegada de una irresistible mujer, que le hace renunciar de un plumazo a su idolatrada soltería. Lemmon nos muestra con su interpretación la transformación que sufre su personaje al casarse, pasando de un gesto de plácida felicidad y autocomplacencia, a otro de continua incomodidad y fastidio; y de una actitud corporal de confianza en sí mismo, a una rápida decadencia física, que le hace parecer diez años mayor. Y lo hace tan bien, que logra que nos identifiquemos con su hastío vital, que comprendamos su drama personal. La angustia que refleja la cara de Lemmon, a la mañana siguiente a la boda, mientras observa, desde el sofá, a su bella esposa durmiendo desnuda sobre la cama, es suficiente para que comprendamos su problema, no hacen falta palabras. Su grandeza como actor y su dominio absoluto de la gestualidad y de la expresión corporal consiguen, además, que olvidemos su falta de atractivo físico y le percibamos como un auténtico galán, con el carisma suficiente para seducir mujeres y despertar admiración en los hombres. Cuando Stanley Ford escenifica sus historietas antes de dibujarlas, Lemmon nos convence, con su interpretación, de que el agente secreto Bash Brannigan no puede ser otro que él. 

También hay que mencionar que la forma en la que Lemmon representa la terrible borrachera de su personaje, en el momento en que conoce a su futura mujer, es tan perfecta y tan cómica que, observándole, parece que todo nos dé vueltas. Y, asimismo, la maquiavélica expresión de su rostro mientras observa a su mujer, esperando a que la droga surta su efecto, es sencillamente impagable.

       Quine sabe sacar partido a la interpretación de Lemmon para mostrarnos los sentimientos de Stanley por su esposa, aun en los momentos en que desea librarse de ella, cómo sonríe, cómo la mira, cómo la besa y como la tapa con una manta para que no se enfríe. Y sobre todo, la enorme tristeza que le causa la ausencia de ella y la radiante felicidad que experimenta a su regreso.

       Jack Lemmon trabajó en seis películas de Richard Quine, siendo “Cómo matar a la propia esposa”, la última colaboración entre actor y director, que el intérprete supo cerrar con broche de oro. Toda la película gira en torno a su personaje, al que el actor aporta una personalidad tan atrayente que incluso en los momentos en que permanece en silencio, mientras su amigo y abogado habla sin parar, resulta tan magnético que nadie puede dejar de atender a sus gestos. Por su trabajo en este film, Lemmon fue, justamente, nominado a los premios Bafta, como mejor actor extranjero.

       La presencia de Virna Lisi en la película no se deja eclipsar por el talento de Lemmon, la actriz italiana compone un personaje encantador que resulta adorable, a pesar del empeño de los personajes masculinos en hacernos creer que es una bruja. La Sra. Ford, de la que nunca llegamos a saber su nombre, se esfuerza tanto por ser una buena esposa, que logra conmovernos y conmover al mismo Sr. Ford, incluso a su pesar. La actriz interpreta con gran eficacia el desconcierto de su personaje, una mujer extranjera enamorada de un marido con el que no puede comunicarse. La Lisi brilla con luz propia no sólo por su evidente atractivo y belleza sino por la eficacia con la que sabe transmitirnos las emociones de su personaje, pese a no contar con demasiado diálogo. 

La forma en la que mira a su marido antes de abandonarle es enternecedora y de una gran expresividad; su arrolladora e imparable intromisión en el club masculino, para averiguar qué está haciendo su esposo, es de una gran comicidad y, por último, el inolvidable baile que ejecuta durante la fiesta, cuando está bajo los efectos del alcohol y de un calmante que su marido le ha echado en la copa, es de una gracia, una voluptuosidad y una fuerza visual, que no tiene nada que envidiar a los sugerentes bailes que sus compatriotas, Sofía Loren o Silvana Mangano, realizaron en otras películas. Aún así, el lanzamiento de Virna Lisis en Estados Unidos, que pretendía lograr esta película, fracasaría y la actriz regresaría a Italia, donde desarrollaría, con éxito, el resto de su carrera.

       La película, como todas las comedias de Quine, cuenta con unos personajes secundarios diseñados de forma excelente para arropar con una esmerada ironía y comicidad la interpretación de los protagonistas. Y, aunque todos los actores secundarios del film aportan su granito de humor a las secuencias en las que aparecen, es justo destacar el trabajo de tres de ellos por la importancia de sus personajes en la trama. En primer lugar, el excelente cómico inglés Terry – Thomas —que entabló una gran amistad con Jack Lemmon durante el rodaje— interpreta al chiflado y devoto mayordomo Charles Furbank, con una cara de canalla, una sonrisa de pillo y unos guiños al público, que le hacen parecer, más que un mayordomo, un cómplice de las francachelas de su señor. Este estirado mayordomo, que incluso lleva un pañuelo en el bolsillo de la chaqueta del pijama, es como una madre celosa, que se niega a compartir la casa con la esposa de su señor, a la que ve como a una amenaza, una rival de la que hay que librarse. Charles representa para Stanley la misma mala influencia que Edna para la Sra. Ford, ambos tratan de aleccionarlos en la manera en la que deben comportarse con sus parejas y ambos son devastadores e implacables.

       “Charles: Señor, según la ley americana, no pueden juzgarle dos veces por el mismo crimen. Ya le han absuelto de su asesinato, así es que si volviese, podría legalmente asesinarla. Han levantado la veda, sólo aparecer en nuestra casa y… ¡Zas! Entre ceja y ceja. Ja, ja, ja… “

       Charles, finalmente, comprenderá a su señor y se adaptará al nuevo estado civil de éste, gracias a otra atractiva italiana, madura e irresistible, de la que Charles se prendará al primer vistazo de un diastema dental, que asoma en la boca de la señora, idéntico al suyo.

       La despótica Edna, de la que ya hemos hablado, es encarnada a la perfección por Claire Trevor, la llamada “reina del cine negro” por sus habituales papeles de malvada, que en este rol cómico, poco habitual en ella, se nos muestra igual de mala e igual de eficiente como actriz, aprovechando cada segundo que aparece en pantalla para hacer gala de su vis cómica. Mostrándose especialmente divertida al bailar encima del piano, tratando de imitar la voluptuosa forma de moverse de Virna Lisi, pero resultando una patética parodia de la misma.

       “Harold: ¡Vamos, deja ya eso, imbécil! —Me aprovecho porque mañana no se acordará de nada. Puedo insultarla sin ningún reparo—. ¡Borracha idiota! ¡Vejestorio! ¡Imbécil! ¡Sí, imbécil he dicho y lo repito, imbécil!”

       Y, por último, Harold Lampson, abogado y amigo de Stanley y marido de Edna, cuya interpretación recayó sobre Eddie Mayehoff, actor habitual en comedias televisivas, que realiza un divertido trabajo en esta película, en la que se muestra como un hombre infantil y tontorrón, que completamente dominado por su esposa, disfruta viendo a su amigo caer en las redes del matrimonio, esperando, con ansia, el momento en que su esposa lo convierta en el mismo imbécil que es él.

       Después de esta película, la carrera cinematográfica de Richard Quine comenzaría un declive imparable. Realizaría algunos films más, cada vez más espaciados en el tiempo, dirigiría algunos episodios de televisión para series como Colombo y una última comedia, para lucimiento de Peter Sellers, pero ya nunca volvería a disfrutar de la libertad creativa y del éxito que tuvo durante los años cincuenta y sesenta. Realizó 29 largometrajes, fue un realizador elegante, talentoso y un gran maestro a la hora de mover la cámara; demostró tener un sentido del ritmo único para la comedia, un gusto exquisito para los ambientes y para el color, y un estilo narrativo romántico e inteligente. Aún así, continua siendo uno de los grandes olvidados del cine americano. Puede que no fuera un genio ni sus películas fueran obras maestras, pero sí que fue un gran director con una personalidad propia dentro del séptimo arte, cuya filmografía merecería ser revisada más a menudo.


 

miércoles, 29 de julio de 2020

QUINEMANÍA
    
“ME ENAMORÉ DE UNA BRUJA” (1958) de Richard Quine

       
       El enamoramiento, considerado como una especie de enfermedad que anula nuestra voluntad y nuestro pensamiento, es presentado en esta película mediante la metáfora del embrujo. Esa irresistible atracción que experimentamos hacia el ser amado, al que consideramos fascinante y junto al que queremos pasar el mayor tiempo posible, es realmente una sensación muy parecida a la de estar bajo un hechizo.
                                                        
       Es Navidad en la ciudad de Nueva York, y Gillian “Gill” Holroyd (Kim Novak), una poderosa bruja neoyorquina que regenta una tienda de arte primitivo, está tan aburrida de la comunidad de brujos a la que pertenece, junto a su hermano Nicky (Jack Lemmon) y su tía Queenie (Elsa Lanchester), que no puede evitar sentirse atraída por un hombre normal y corriente, como su vecino, el editor Sheperd “Shep” Henderson (James Stewart). En Nochebuena, Gill y su tía Queenie coinciden, en el club Zodiaco —donde Nicky trabaja tocando los bongos—, con Shep y su prometida Merle Kittridge (Janice Rule), antigua rival de Gill en el colegio. Y Merle se muestra tan desagradable con Gill que, ésta, decide embrujar a Shep para arrebatárselo. Para ello, utiliza a Pyewacket, un misterioso gato siamés, que parece servir de catalizador para sus poderes. Completamente enamorado, Shep cancela su boda con Merle e inicia una relación con Gill. Ésta, que, mediante un conjuro, había atraído a la ciudad al escritor Sidney Redlitch (Ernie Kovacs), autor del éxito de ventas “Magia en Méjico”, al que Shep quería conocer, no tarda en arrepentirse, ya que, Nicky, al saber que el nuevo libro de Redlitch tratará sobre la existencia de brujas en Manhattan, se ofrece como brujo para documentarle e introducirle en el ambiente, a cambio de una jugosa participación de los beneficios. Gill sabe que si el libro sale a la luz puede arruinar su futuro matrimonio con Shep, así que, usa su magia para impedir que el libro se publique.
Nicky, furioso, amenaza con contarle a su prometido que es una bruja, por lo que Gill se sincera con Shep y le confiesa su verdadera naturaleza. Al principio, Shep no la cree, pero Queenie se lo confirma y le informa de que las brujas no pueden enamorarse y que Gill sólo lo embrujó para impedir que se casara con Merle. Shep, sintiéndose engañado y utilizado, rompe con Gill y, gracias a Nicky, consigue que la bruja más veterana de Nueva York, la Sra. De Pass (Hermione Gingold), anule el hechizo que Gill le aplicó. Abandonada por Shep, Gill busca a Pyewacket para impedir que vuelva con Merle. Pero Pye también la ha abandonado, pues Gill, al enamorarse, ha perdido sus poderes. Meses más tarde, tanto Gill, como Shep se sienten muy infelices. Por lo que tía Queenie decide tomar cartas en el asunto para que ambos vuelvan a encontrarse y la naturaleza haga el resto.

               
       Es cierto que, tal y como se plantea en la película, todo aquel que se enamora sufre una transformación, que, o bien puede elevarle a un estado de plenitud, o bien hacerle caer en la melancolía. Pero ¿hasta qué punto podemos estar seguros de que el amor que sentimos es real y no el resultado de una reacción física experimentada ante una persona que nos resulta atractiva? Shep y Gill se enamoran, pero ambos dudan de si lo que sienten realmente es amor. Gill, convencida de que, como bruja, es incapaz de enamorarse, cree que lo que siente no es más que una pasión pasajera. Y Shep, convencido de que Gill lo ha seducido sólo para vengarse de Merle, cree que sus sentimientos no son más que una ilusión creada en su mente por Gill. Ambos temen el rechazo del ser amado y se protegen a sí mismos bajo el manto de la incredulidad. La película aborda la concepción del estado de enamoramiento como algo enfermizo, algo negativo, que nos obliga a dejar de ser nosotros mismos, que nos aparta de nuestra familia y amigos e incluso de nuestras actividades y obligaciones. “Debe ser como morirse”, dice Nicky con un escalofrío.
 
   
       El mismo hecho de que una bruja pierda sus poderes al enamorarse implica, como cualquier pérdida de poder, una merma, una disminución de las propias fuerzas o capacidades para dominar la propia existencia y, por tanto, se trata de un debilitamiento personal; pero, por otro lado, al tratarse de poderes oscuros, relacionados con conductas negativas de manipulación y dominio, su pérdida, también podría entenderse como algo positivo, que conlleva ser una mejor persona, es decir, que las brujas al enamorarse son alejadas de las tinieblas para renacer a la luz. La misma Gillian, en diferentes momentos del film, expresa su opinión negativa acerca de la vida que llevan los brujos, de la que no se siente demasiado orgullosa:
     
       “Gill: … se adquiere hábito. Yo fui débil anoche y caí, pero voy a corregirme. Si cedo, acabaré destruida como persona.”
    
       De hecho, tras embrujar a Shep, no tarda en sentir remordimientos:
    
       “Gill: Pyewacket, ¿habremos hecho algo malo?”
    
       Y en otra ocasión, hablando con Nicky, se lamenta:
     
       “Gill: Eso es lo que nos pasa a todos nosotros. Falseamos las cosas, no compartimos nada con nadie y vivimos en un mundo completamente aparte.”
    
       De cualquier forma, ya sea positiva o negativa, la transformación que experimenta cualquier persona al enamorarse se plantea, en la película, desde un punto de vista algo machista: La mujer es una bruja que enamora al hombre convirtiéndolo en un idiota, pero si ella, a su vez, se enamora de él, entonces, pierde todos sus poderes y, debilitándose, se hace digna de él. El mensaje de la película viene a decirnos que la mujer debe cambiar para adaptarse al hombre que ama. Gillian deja de ser una bruja, desde el momento en que se enamora y lo que es más inquietante, pierde sus poderes. El poder se asocia tradicionalmente con lo masculino, por ende, la mujer debe perder el poder, para que el hombre lo ejerza en su lugar, de lo contrario, la relación fracasará. Hay que señalar que, al principio del film, estos tradicionales roles masculino y femenino están invertidos: Gillian toma la iniciativa en la relación y seduce a Shep, adoptando, en el cortejo, la clásica postura agresiva del hombre:

     
       “Gill: Me gusta que esté encima de mí. Quiero decir que es bueno que viva arriba. Por si ocurre algo.”
          
       Mientras que Shep se deja seducir e incluso se resiste un poco, asumiendo, así, el pasivo rol femenino. Él mismo, cuando su propuesta de matrimonio no es muy bien acogida por Gill, se queja:
     
       “Gill: Bueno, no he pensado en el matrimonio, Shep.
       Shep: Perdona, es el hombre el que suele decir eso.”
     
       Sin embargo, al final de la película, los personajes terminan asumiendo los roles tradicionales. Si Gillian, al principio de la película, es una mujer segura de sí misma, poderosa, sabia —no en balde dice haber vivido mil años—, que viste de forma llamativa y sofisticada, siempre en rojo y negro, y tiene una tienda de arte primitivo, que es algo profundo e inquietante, al final, tras enamorarse de Shep, se convierte en una mujer corriente, que viste de forma discreta y que incluso, ha cambiado las máscaras africanas por flores del mar, un producto más superficial y “femenino”.
Ni siquiera puede conservar su mascota, con la que mantenía una misteriosa relación de complicidad y cariño, de la que Shep quedaba excluido. En resumen, Gill renuncia a su modo de vida, deja de ser ella misma y se transforma en alguien más insustancial; sin embargo, Shep continúa siendo el mismo, a pesar de que la personalidad de él era mucho más anodina que la de ella. Pero, claro, lo que hace más feliz a una mujer, en la mentalidad de la época, es el amor. Y por ese amor ideal, una mujer debe estar dispuesta a sacrificar todo lo que es y podía haber sido, mientras que el hombre no tiene por qué sacrificar nada. Claro que la película termina antes de que podamos saber si Gill se arrepiente o no de haberse enamorado. Es más, si una bruja pierde sus poderes al enamorarse, ¿qué pasa si se desenamora? ¿Los recupera? Sería interesante averiguarlo. En la comedia de situación “Embrujada” (1964 – 1972), inspirada en “Me enamoré de una bruja”, Samantha no pierde sus poderes al enamorarse y, precisamente, ese es el motor cómico del personaje y lo que hace que su matrimonio sea tan interesante y la serie tan hilarante.

     
       La pareja formada por Kim Novak y James Stewart mantiene, en este film, la misma química que ya demostraron tener en la película “Vértigo” (1958) de Hitchcock, estrenada ese mismo año. Sin embargo, aunque su personaje exprese, al inicio de la historia, su deseo de llevar una vida normal, resulta chocante ver a Kim Novak enamorarse de alguien tan mayor y tan corriente como James Stewart, que a pesar de su incuestionable personalidad en la pantalla, siempre daba la impresión de encarnar a hombres demasiado sencillos, o incluso un poco simples. En “Me enamoré de una bruja”, en concreto, Stewart se muestra especialmente bobalicón. Por eso resulta tan cómico que el mismo loro de la Sra. De Pass lo cale al primer vistazo y lo repita, machaconamente, durante todo el tiempo que Shep permanece en la vivienda de su ama.
    
       “Loro: Tú eres tonto. ¿Quién es tonto? Tú eres tonto.”
     
       Es uno de los momentos más divertidos de toda la película, por lo ridículo de la situación y lo incómodo que se siente el personaje de Shep al tener que someterse al proceso de ser desembrujado por la estrambótica Bianca De Pass.
      
       “Shep: Nunca en mi vida me había sentido tan humillado. Eso sin contar el dinero que me costó.”
     
       
Lo único que la enigmática Gill ha podido ver en el soso de Shep, que la ha fascinado tanto, es, justamente, eso, su sencillez. Gill ha vivido demasiado tiempo entre gente extraordinaria y fuera de lo común, por lo que Shep le parece diferente, alguien que no llama la atención, que no es nada complicado. Gill, después de toda una vida de emociones y aventuras, quiere ser normal.
     
       “Gill: Ahí viene, Pye. ¿Verdad que es diferente? ¿Por qué nunca he conocido a hombres como él? Podrías regalármelo para Navidad. Anda, regálamelo…”
    
       Hay que decir que Kim Novak pocas veces apareció en la pantalla tan deslumbrante y tan seductora como en esta comedia, en la que resulta natural ver a James Stewart titubear ante ella, tratando, torpemente, de resistirse a caer en el embrujo de esa extraordinaria mujer, que todos sabemos que no hubiera necesitado ni de hechizos ni de Pyewacked para cautivar a semejante pardillo.
    
       Basada en la obra teatral que John Van Druten estrenó en Broadway y Daniel Taradash adaptó para el cine, esta comedia romántica logra ambientar con toques jazzísticos el ambiente mágico y bohemio en el que se desenvuelve la vida de estos brujos neoyorquinos. George Duning desarrolló para la banda sonora de la película una especie de juego musical en el que cada uno de los brujos, incluido el gato, tenía su propia personalidad musical que los identificaba y definía como personajes. Gill se asocia con un sonido romántico y Pye con uno misterioso mientras que el de Queenie es más juguetón y el de Nicky más travieso. Incluso el embrujo para hechizar a Shep posee una melodía propia, que realmente, suena embriagadora y sugestiva.
Para las secuencias que tienen lugar en el club Zodiaco, se contó, además, con la participación de los hermanos Candoli, Pete y Conte, dúo de músicos surgido en la era del Swing, junto a los que Jack Lemmon tocaba los bongos. Sin olvidar la presencia de Philippe Clay, cantante y actor francés, que interpretaba un número musical algo extraño y sicodélico, que servía para poner de manifiesto que Shep y su prometida Merle, al entrar al club Zodiaco, se están adentrando en mundo desconocido para ellos. Pero, además de servirse de la música para hacer verosímil al espectador la existencia de esta comunidad de brujos en Manhattan, Quine se preocupa de fotografiarlos de una manera sugerente. Por ejemplo, con la utilización de varios planos subjetivos del gato, en los que la imagen aparece un poco más estirada y en blanco y negro, Quine consigue un punto de vista algo inquietante sobre la acción, como si los personajes estuvieran siendo observados por un ser sobrenatural. Los planos de Queenie, Nicky y Gillian —ésta con capucha y capa negra— al salir del Zodiaco de madrugada, también son especialmente evocadores, los tres brujos caminan de noche por las calles desiertas, sin prisas, charlando relajados, como tres figuras oscuras y despreocupadas que se encuentran a sus anchas en el mundo de las sombras, Nicky incluso juega a apagar las farolas de la calle, como si la luz le molestara.
      
       Quine fotografía, además, con suma elegancia cada una de las localizaciones en las que el film se desarrolla, logrando, con un inteligente y bonito uso del color, crear el ambiente adecuado para los diferentes momentos dramáticos de la historia. En la secuencia en la que la pareja protagonista, tras su primera noche de amor, contempla la ciudad, desde la azotea del rascacielos Flatiron, Quine nos muestra un amanecer frío y gris, en el que la ciudad aparece poco iluminada, y donde todo el color se concentra en la pareja de enamorados, en sus rostros felices y en el rojo de la ropa de ella.
Y cuando Shep se quita su sombrero, porque el ala le impide besar a Gill, y lo arroja al vacío, la cámara sigue la trayectoria del sombrero hasta el sombrío asfalto mientras, arriba, ellos permanecen en las alturas, llenos de luz y amor. Con ese significativo gesto de quitarse el sombrero y arrojarlo al vacío, Shep se libera, a un tiempo, de los límites impuestos por la sociedad y de su compromiso matrimonial con Merle, sintiéndose libre para vivir ese amor que no esperaba y que en sus propias palabras es “un incendio fabuloso”.
     
       Otro plano del film, que destaca por encima de los demás y que se queda grabado en la retina de los espectadores, es aquél que tiene lugar cuando Gillian embruja a Shep utilizando a Pyewacket. Quine realiza un primer plano hipnótico de Kim Novak, con la cabeza del gato tapando su boca y la punta de sus orejas enmarcando el contorno de su rostro. Los irresistibles ojos de la mujer sobre los del felino, La belleza de Novak, el ronroneo del gato y la melodía de Duning nos hacen partícipes de ese turbador embrujo, que augura el inicio de un gran amor.
 
   
       En cuanto al tono humorístico del film, hay que mencionar que se trata de un humor ligero, que nos hace sonreír con algunos gags o situaciones cómicas y nos entretiene con unos diálogos inteligentes y llenos de chispa, pero que no nos hace reír a carcajadas. Los protagonistas principales no son personajes cómicos en sí mismos, si Shep resulta cómico en algunos momentos es sólo por las situaciones en las que se ve envuelto su personaje, debido a su condición de “embrujado”, pero no hay nada intrínsecamente cómico en él.
Es frecuente en el cine de Quine que el protagonista masculino resulte cómico a causa de un enamoramiento. Por el contrario, tanto la tía Queenie como Nicky resultan cómicos por sí mismos, gracias a la fascinación infantil que sienten por la magia, de la que aún son meros aprendices, una fascinación que les lleva a ser imprudentes e indiscretos en su condición de brujos, algo muy peligroso para ellos. Nicky (el donjuán que se divierte usando la magia para sus correrías) y Queenie (la tía solterona y chismosa que se entretiene usando la magia para entrometerse en las vidas ajenas) al ser encarnados por dos grandes, como Elsa Lanchester y Jack Lemmon, proporcionan a la trama momentos muy divertidos, al tiempo que consiguen crear la sensación de verdadera familia alrededor de la protagonista. Queenie se preocupa por su sobrina y Nicky se pelea con su hermana, tal y como suele ocurrir en cualquier familia normal.

Pero si hay un personaje cómico por excelencia en el film ese es Sidney Redlitch, para el que el actor Ernie Kovacs realizó una excelente composición de escritor borrachuzo, desaliñado y obsesionado por el mundo de la brujería, que se dirige a su posible futuro editor llamándole, de forma campechana, “muchacho”.

 
  
       “Redlitch: ¿No habría alguna posibilidad si suprimo el capítulo que sitúo en las islas del Caribe, ‘Vudú en medio de las vírgenes’?”
     
       El uso de la voz en off, para hacer llegar al espectador los pensamientos del personaje, que, después, termina verbalizando sus pensamientos en voz alta de forma inoportuna y cómica, da lugar a algunas situaciones muy divertidas, protagonizadas por James Stewart. La más lograda es aquélla que tiene lugar cuando Shep va a casa de Merle a romper su compromiso matrimonial y repasa mentalmente, antes de enfrentarse a ella, las razones con las que piensa justificar su ruptura:
     
       “Shep (off): Merle, he estado pensando. Yo sería un marido pésimo. Bueno, tengo varios defectos que tú no conoces: Hago gárgaras y como cebollas; mastico tabaco y luego lo escupo. Padezco de insomnio, no concilio el sueño, me paso la noche yendo al baño y hablando conmigo mismo…”
     
       Finalmente, llama al timbre y cuando Merle abre la puerta le suelta a bocajarro:
     
       “Shep: ¡Y además ronco!”
      
       Otro tipo de humor usado en el film es aquél que, basándose en sucesos que ya han ocurrido anteriormente en la película, crean, más tarde, una situación cómica o un chiste. Por ejemplo, hay una escena en el film, tras la ruptura de ambos protagonistas, en que Gill, celosa ante la idea de que Shep vuelva con Merle, le advierte:
    
       “Gill: No se te ocurra ir tras ella, porque, antes de que se vaya, la embrujaré y haré que se enamore de alguien, del primer extraño que se le presente, del fumigador, del fontanero, del limpia ventanas…”
     
       Inmediatamente, Shep va a casa de Merle y, estando allí, llega el fumigador:
     
       “Shep: No, no, hazme caso y no le permitas entrar, no te conviene.
       Merle: ¿Por qué no?
       Shep: Porque te seducirá.”
    
       Gracias a sus experiencias como actor y bailarín de musicales, Quine dota al film de un ritmo impecable, lento en los momentos románticos y más rápido en los momentos de mayor tensión, que Quine logra agilizar empleando secuencias en las que el diálogo se elimina, siendo la música la encargada de acompañar las acciones encadenadas de los personajes, a modo de pequeñas transiciones en la trama. Como cuando vemos a Nicky, ir de un lado para otro, introduciendo a Redlitch en el ambiente brujeril de la ciudad. Sin embargo, salvo por algunas secuencias más dinámicas, como la ya mencionada, el ritmo del film se podría identificar con el de un una balada romántica de jazz modal, casi erótica y embriagadora, en la que la pareja, primero, se enamora; después, se pelea y, finalmente, se reconcilia.
 
     
       En “Me enamoré de una bruja”, y en el cine de Quine en general, el enamoramiento, que siempre comienza con un flechazo, “De repente, te vi por primera vez”, es considerado como una especie de enfermedad, locura o borrachera, una sensación parecida a una intoxicación o un incendio. En definitiva, el enamorado no es dueño de sí mismo, se siente, tal y como dice Shep, “totalmente hechizado, maravillosamente embrujado. Me has vuelto loco de remate.” Y, por consiguiente, debe buscar la manera de sanar. Shep lo intenta, primero, tratando de casarse con Gillian, y, tras sufrir un desengaño, se convence a sí mismo de que su sentimiento no es real y persigue el olvido mediante pócimas y a través del viejo recurso de poner tierra de por medio. No se da cuenta de que es inútil tratar de resolver un sentimiento de forma racional, cuando el enamoramiento es profundo y sincero, lo único que uno puede hacer es dejarse llevar, porque, como Shep comprende al final, “¿Quién puede explicar la magia?”

viernes, 26 de junio de 2020

QUINEMANÍA 1

“LA MISTERIOSA DAMA DE NEGRO” (1962) de Richard Quine


       Richard Quine ilustra, a través de esta comedia policíaca de intriga —en la que un diplomático se enamora de una mujer sospechosa de asesinato—, ese natural instinto de protección del hombre, que le arrastra a ponerse en riesgo a sí mismo para defender, con todas las armas a su alcance, a las mujeres de su vida.

     
       William Gridley (Jack Lemmon), Bill, tras llegar a Londres para trabajar en la embajada americana, se enamora de su encantadora casera, Carlyle Hardwicke (Kim Novak). Pero su jefe, Franklyn Ambruster (Fred Astaire), le advierte que la Sra. Hardwicke es sospechosa del asesinato de su desaparecido esposo y le presiona para que colabore, en la investigación del crimen, con el inspector Oliphant de Scotland Yard (Lionel Jeffries). Bill está convencido de que ella no lo hizo y se propone demostrar su inocencia. El mismo Ambruster, después de conocer a Carlyle, se inclina a considerarla inocente y se alía con Gridley para investigar el caso. Por desgracia, el marido de Carlyle reaparece de improviso en busca del botín de joyas que había escondido en un candelabro, que Carlyle acaba de empeñar. La amenaza con una pistola, forcejean, el arma se dispara y el señor Hardwicke muere. Durante el juicio, Bill trata de proteger a Carlyle, pero no dice más que tonterías, tratando de cargar con la culpa. Finalmente, la declaración de una vecina, la Sra. Brown (Philippa Bevans), que dice haber presenciado el accidente, libera a Carlyle de todos los cargos. Sin embargo, la buena señora lo que pretende es hacerse con las joyas, para lo cual, no duda en asesinar al prestamista. Carlyle y Bill, convencidos de que fue la Sra. Dunhill (Estelle Winwood) quien presenció el accidente, salen en busca de ella, camino de Penzance, para hacerla testificar contra la Sra. Brown. La cual, adelantándose a ellos, pretende asesinar a la pobre Sra. Dunhill, pero Bill y Carlyle, a pesar de que el inspector los considera sospechosos del asesinato del prestamista, harán todo lo posible para impedírselo.
          
       El director realiza, en “La misteriosa dama de negro”, una hábil mezcla de géneros, logrando ambientar esta comedia, básicamente romántica, dentro de una trama policíaca, aderezada con unas gotas de humor negro, una pizca de suspense —algo tenebroso— y un final apoteósico de comedia física a ritmo de musical. Imposible olvidar esa panorámica, a contraluz, de los personajes corriendo, en fila india, tras la silla de ruedas de la señora Dunhill, que se precipita colina abajo, hacia el acantilado, al ritmo de “La canción del general mayor”, perteneciente al musical de Gilbert y Sullivan, “Los piratas de Penzance” —tema musical muy apropiado, puesto que la escena tiene lugar en el hotel Wessex de Penzance—.
  
       Esta mezcla de géneros, a primera vista, puede parecer un cóctel, algo cargado, pero, agitado con la maestría, de buen artesano, de Richard Quine, termina resultando perfecto para defender con elegancia el inteligente guión de Blake Edwards y Larry Gelbart, hasta convertirlo en una película de ritmo impecable, cuyo interés no decae en ningún momento, y cuyo visionado nos fascina y divierte a partes iguales, no sólo por la presencia de Kim Novak y la interpretación de Jack Lemmon, sino también, por la armoniosa coreografía de los movimientos de los personajes y de la propia cámara. Todo ello arropado por la misteriosa y sugerente fotografía en blanco y negro de Arthur Arling y la envolvente música jazzística de George Duning.
     
       Quine atrapa al espectador desde la misma obertura del film, recorriendo con el hábil manejo de su cámara, todo el vecindario de la señora Hardwicke, para presentarnos a los distintos personajes que tendrán cierta relevancia en la trama. Inmediatamente después, nos muestra la reacción de los residentes, desde cada una de las ventanas, al oír el disparo del supuesto crimen del señor Hardwicke. Esta presencia de curiosos espiando desde las ventanas se repite cuando Carlyle y Bill se disponen a cenar en la terraza, ante la expectación de todos sus vecinos, que celebran con gusto que la velada acabe en incendio. Quine, admirador del cine de Hitchcock, se deja influir por “La ventana indiscreta” (1958) para narrar la constante vigilancia a la que se ve sometida la señora Hardwicke, por parte de todos los que la consideran una asesina. Tal y como hacía el personaje de James Stewart con su vecino de enfrente, al que creía responsable de la muerte de su mujer. Si en el film de Hitchcock el protagonista se convertía en un voyeur, en “La misteriosa dama de negro”, Quine convierte en voyeurs a todos los vecinos, pasando a ser la protagonista, la víctima del voyeurismo del vecindario.

    
       Pero Quine no sólo era diestro a la hora de mover la cámara, también sabía dónde colocarla para conseguir planos interesantes, funcionales y de gran plasticidad. El plano en el que vemos a Bill escondido en el armario de Carlyle mientras ella habla por teléfono, tumbada sobre su cama, es una buena muestra de ello. En dicha escena, además, tiene lugar un gag muy divertido, cuando Carlyle se quita la blusa y, al ir a guardarla en el armario, cuelga la percha en la oreja de Bill.
     
       En cuanto a la excelente ambientación de la película, hay que destacar el acertado uso del blanco y negro, para acentuar la tenebrosa atmósfera, que la recreación de la niebla londinense proporciona al film, al tiempo que reviste la enigmática belleza de Kim Novak de un romanticismo embriagador, que invita al espectador a identificarse por completo con los sentimientos románticos de Gridley.
    
       El guión, escrito por dos comediógrafos de la talla de Blake Edwards y Larry Gelbart, posee unos diálogos inteligentes y divertidos, dotados, más que de un ingenio arrollador, de una fina ironía, que es precisamente lo que permite dar un mayor protagonismo a la tierna historia de amor que surge entre estos dos personajes, que cuando apenas acaban de encontrarse, se ven envueltos en una intriga policíaca, que, estorba el inicio de su relación. Los diálogos de la pareja protagonista están cargados de una simpatía y una sensualidad, que dibujan en el espectador una sonrisa cómplice, que los convierte en aliados incondicionales de ese amor que empieza entre los protagonistas, desde el primer encuentro de la pareja, hasta el mismo final.

    
       “Bill: Detrás de un triunfador, hay siempre    una mujer como usted, si es afortunado.
       Carlyle: ¿Qué es lo que sabe de mí? Podría ser su ruina.
       Bill: Estoy dispuesto a correr el riesgo, el compromiso es la piedra angular de la diplomacia. Dígame, ¿qué hay de peligroso en usted?
       Carlyle: Esta noche, nada.”
    
       Este tipo de diálogos elegantes y entretenidos era una de las constantes en las comedias de este director norteamericano, que llevó a cabo lo mejor de su cinematografía entre las décadas de los cincuenta y los sesenta. Años en los que colaboró con su amigo Blake Edwards y con su musa Kim Novak. Edwards y Quine se conocieron cuando ambos trataban de abrirse camino como actores, y terminaron escribiendo guiones juntos y dirigiendo películas por separado. Escribieron siete películas, de las cuales, Quine dirigió cinco y Edwards dos. Pero, ya fuera en solitario o en colaboración con otros escritores, la presencia de Edwards como guionista, imprimiendo su humor en las películas de Quine, era algo habitual. 
    
       Por su parte, Novak, de la que Quine se enamoró perdidamente, trabajaría con el director en cuatro de sus películas, “La casa 322” (1952), “Me enamoré de una bruja” (1958), “Un extraño en mi vida” (1960) y “La misteriosa dama de negro” (1962), última película en la que actriz y director trabajarían juntos. Novak encarna, en el film, a una mujer acorralada, que se ve envuelta en graves problemas a causa del sinvergüenza de su marido; una mujer extraña, que asume con dignidad las consecuencias de haber cometido el error de casarse con el hombre equivocado. La actriz aporta a este personaje, además de su distante atractivo, una cierta vulnerabilidad y una estoica resignación —pues pase lo que pase la Sra. Hardwicke nunca llora—, que se ganan el respeto del público.
   
       “Ambruster: Las fotografías no la hacen justicia.
       Carlyle: La iluminación no es buena en las comisarías.”
    
       Kim Novak demuestra, asimismo, estar a la altura del tono humorístico de la película, en la cómica pelea que su personaje mantiene con la Sra. Brown en Penzance. Una batalla, coreografiada con el humor propio del slapstick, en la que los golpes, las caídas y los porrazos se suceden. Y hay que decir que pocas mujeres se han caído con tanta gracia como Novak en esta secuencia, en la que finalmente, termina embistiendo a la mastodóntica Sra. Brown como una auténtica cabra montesa. Y aunque la belleza de Kim Novak, en esta cinta, es innegable, también lo es que Quine se encargó de fotografiarla de tal modo, que su imagen ejercía una irresistible fascinación en la pantalla. Kim Novak había trabajado junto a Jack Lemmon por primera vez en la película de Mark Robson “Y fueron felices” (1954), en la que interpretaba un papel secundario y donde ya podía apreciarse la extraña química que había entre ambos intérpretes. A pesar de la glamurosa imagen de ella y el aspecto sencillo de él, juntos, se complementaban, formando una pareja, de la cual emanaba una dulce y cálida pasión, que envolvía al espectador gratamente. Es lo que sucedía en “La misteriosa dama de negro”, comedia romántica de Quine, que Novak inundaba de misterio y Lemmon de simpatía. Era la segunda vez que trabajaban juntos para Quine, después de haber hecho de hermanos en “Me enamoré de una bruja”.

     
       Jack Lemmon fue uno de los actores favoritos de Quine, su gran expresividad, su incuestionable vis cómica y la credibilidad que aportaba a sus personajes hacía de cada una de sus interpretaciones verdaderas clases magistrales de cómo encarnar un personaje con absoluta sinceridad. En “La misteriosa dama de negro”, Lemmon soporta con ligereza el peso de la mayor parte del metraje, haciendo creíble su profesión de diplomático norteamericano y su condición de enamorado protector de la dama en apuros.
    
       “Ambruster: Escúcheme, la Sra. Hardwicke asesinó a su esposo.
       Bill: Entonces, hay motivo de divorcio… ¡¿Qué?! ¡¿Ella qué?!
       Ambruster: Digo, que esa mujer absolutamente maravillosa asesinó a su esposo. Separación definitiva.”
    
       La secuencia en la que, sugestionado por el inspector de Scotland Yard, llega a pensar que Carlyle quiere envenenarlo, resulta una de las más reveladoras del gran talento de Lemmon para hallar el punto medio de la gestualidad cómica, sin pasarse de la raya.
      
       Buena parte del humor de la película se basa en la sutil ironía con la que se expresan los personajes, siendo la de Ambruster (“Mr. Inoportuno”) la más inglesa de todas ellas, lo cual es muy apropiado, puesto que el personaje lleva tiempo viviendo en Londres y, como diplomático, se supone que debe haber aprendido a manejar el famoso humor inglés para desenvolverse entre los ingleses de una forma efectiva.
     
       “Ambruster: Cuando yo le ordené que mantuviera en el más estricto secreto su estancia en casa de la Sra. Hardwicke, ¿creyó que la mejor manera de obedecer mis órdenes era pegándole fuego a Londres?”

     
       Sorprende la fina socarronería de Fred Astaire al interpretar, con suma elegancia, a este americano flemático y desenfadado, para el que la llegada de Gridley, con su inapropiada relación con la Sra. Hardwicke, supone una pesadilla personal y un hándicap en su brillante carrera diplomática.
    
       “Inspector: ¿Ha dormido bien, señor? 
       Ambruster: He tenido un sueño maravilloso. Estaba en un campo de tiro y los blancos tenían la cara de Gridley.”
    
       Gridley le complica la vida y, aún así, le cae bien, porque, en el fondo, le gustaría estar en su lugar, él mismo está un poquito enamorado de Carlyle. Astaire dota a su personaje de una desenvoltura y una armonía de movimientos que delata su calidad de experto bailarín, hasta en los momentos en que permanece estático, como cuando se queda dormido en el sofá del despacho del inspector en Scotland Yard, en una postura de lo más distinguida. Hay un guiño, en la forma en la que Ambruster recorre con diligencia el pasillo de la embajada camino de su despacho, al McNamara de James Cagney, cuando hacía lo propio en el film “Uno, dos, tres” (1961) de Billy Wilder. Ambos llevan bombín, paraguas y maletín, y caminan con decisión y una aplastante seguridad en sí mismos. Quine utiliza esta acción habitual en el personaje de Fred Astaire para mostrar, al espectador, su estado de ánimo, en cada una de las ocasiones en que le vemos llegar a la embajada. Ambruster recorre el mismo pasillo con la misma energía; pero, según las circunstancias, unas veces, lo hace feliz y otras, enojado.
    
       En las escenas de acción de la película, Quine utiliza el recurso humorístico de hacer que dos o más personajes se crucen —ya sea en coche o a pie— sin llegar a verse, lo que siempre resulta divertido y aporta cierto dinamismo y suspense al desarrollo de los acontecimientos. Dentro del tren, camino de Penzance, Carlyle, al salir de su compartimento para ir al aseo, se cruza con la Sra. Brown que regresa del mismo, sin que ninguna de las dos llegue a ver a la otra. Todo este juego de cruces entre los personajes —en los que unos llegan, cuando otros se van o unos salen de un coche, cuando otros acaban de irse en un vehículo diferente— crea la sensación de que los personajes se mueven como si estuvieran ejecutando una danza de la que no son conscientes, y funciona, en esta comedia de Quine, con la misma eficacia y encanto que lo hacían las puertas en las comedias de Lubitsch.
     
       Otro técnica humorística empleado en el film es aquélla que consiste en cambiar bruscamente el tono de la conversación, ocurre cuando un personaje habla, por ejemplo, en un tono melancólico y el otro le contesta con un chiste, rompiendo el tono de la conversación y por ende, haciendo reír al público.
     
       “Carlyle: Hay algo en este instrumento que es como el sonido de la eternidad.
       Bill: Sí. ¿Sabe mi querida Clementine?”
    
       También la herramienta del humor físico es empleada, en el film, de una manera sutil, no sólo en la secuencia final, sino también en determinados momentos, en los que un tropezón, un resbalón o una caída —bien ejecutados— pueden romper una situación seria o dramática para arrancar una buena carcajada al público. Es lo que ocurre cuando Bill, en el juicio, hace un discurso muy elocuente en el que trata de inculparse para defender a Carlyle y al terminar de hablar se sienta muy digno, olvidando que no hay silla y cayéndose de culo. O cuando la cena en la terraza termina en un lamentable incendio y los bomberos al abrir la manguera riegan, sin querer, a Bill que cae de forma muy cómica sobre la hamaca.
     
       Los diferentes personajes de reparto, que aparecen en las sucesivas secuencias del film, son aprovechados por Quine no sólo para hacer avanzar la trama, sino también para adornar dichas secuencias con chistes, a fin de lograr que el tono humorístico no decaiga. Entre estos personajes, podemos citar al chico que está besándose con su novia en el callejón en el que Bill se esconde cuando está siguiendo a un extraño, que ha visto salir de casa de Carlyle. Al meterse en el callejón, Bill tropieza con unos cubos de basura, el extraño se vuelve y Bill, para disimular, maúlla como un gato. El extraño sigue andando y el chico, muy molesto le dice a Bill: “¡Lárgate, gatita!”. También es digno de mención el niño que siempre anda incordiando por el vecindario y que, justo cuando Bill acaba de enterarse que Carlyle es sospechosa de haber matado a su marido, le espeta: “Mi madre dice que usted es el siguiente”, provocando en Bill una inquietud, que se acentúa cuando, esa misma noche, el niño asoma la cabeza por el muro de la terraza para insistir: “Mi padre también dice lo mismo”.

       
       En cuanto al resto de actores secundarios, todos ellos británicos como los personajes que interpretan, hay que decir que realizan unas muy creíbles y divertidas composiciones, siendo la del inspector Oliphant (Lionel Jeffries) uno de las más entrañables, por la humanidad con la que este policía ejerce su profesión:
    
       “Inspector: Las mujeres no sólo pueden ser amantes esposas y madres abnegadas, sino también asesinas eficientes. Benditas sean.”
   
       Por su parte, Philippa Bevans, en su papel de la Sra. Brown, resulta una codiciosa e inquietante enfermera, que usa el fonendo para escuchar tras las puertas y no duda en asesinar a todo el que se interponga entre ella y una vida de opulencia. Y, aunque sus maneras nunca llegan a ser tan escalofriantes como las de la enfermera Ratched (Louise Fletcher) de “Alguien voló sobre el nido del cuco” (1975) de Milos Forman, la frialdad de su mirada no tiene nada que envidiarle a ésta.
       Por último, no podemos olvidar la presencia de la siempre efectiva y cómica Estelle Winwood, como la Sra. Dunhill, que, con su impagable manera de usar las interjecciones y sus cómicos gestos, consigue arrancar la risa del espectador cada vez que aparece en una secuencia, sin necesidad de levantarse de su silla de ruedas.
   
       La trama amorosa de la película delata el profundo romanticismo de Richard Quine, quien al no poder seguir dirigiendo películas, por haber caído en el olvido, se suicidó pegándose un tiro en la cabeza, en 1989, al más puro estilo de nuestro romántico Mariano José de Larra. Del mismo modo, el personaje de Jack Lemmon, William Gridley, también es un romántico incurable, que se enamora de una forma casi instantánea de Carlyle y desde ese instante la idea del matrimonio empieza a revolotear por su cabeza sin que ni él mismo lo aprecie. Es por eso que Bill siempre bromea con la idea de casarse con Carlyle o con el hecho de ser su esposo.


    
       “Bill: ¿Dónde está su esposo?
       Carlyle: La verdad, no lo sé.
       Bill: ¿Que no lo sabe? Si estuviera casada conmigo, siempre sabría dónde estoy.
       Carlyle: ¿De veras?
       Bill: Seguro. Y yo sabría dónde estaba usted.”
    
       Parece como si no pudiera evitar la cuestión del matrimonio, desde que, como él dice, “súbitamente, la vio”.
     
       Otro detalle que subraya el enamoramiento del protagonista es la manera en la que Bill siempre anda recogiendo del suelo las cosas que Carlyle va perdiendo, cuando las cosas se ponen feas. Tras el incendio en el jardín, Bill recoge del suelo el zapato de Carlyle, como un auténtico príncipe azul… “Carlyle, no quisiera que fuera usted un sueño. No se desvanezca en la noche.” Del mismo modo, Bill recoge, en la hierba de Penzance, el sombrero que se le cae a Carlyle cuando persigue a la Sra. Brown, y lo hace mientras empuja la silla de ruedas de la Sra. Dunhill, cuesta arriba. Y es que todos los objetos que pertenecen a Carlyle son tan preciados para él como su dueña y, como a ella, Bill no puede dejarlos escapar. 

       Pero la prueba de amor más evidente es el hecho de que Bill, por ayudarla, ponga en juego su carrera diplomática, justo en el momento en que su situación había empezado a mejorar, después de años marchitándose en Arabia Saudí, y justo después de que su jefe le advierta: “Cumpla con su trabajo, mantenga limpia su vida privada y puedo asegurarle una feliz estancia en Londres”. Al involucrarse con una mujer sospechosa de asesinato, que ha salido en todos los periódicos, y de la que vaya a donde vaya, todo el mundo murmura, la situación de Bill en la embajada peligra más y más. Carlyle también se siente atraída por Bill, desde el principio, pero su desafortunada experiencia matrimonial, la lleva a mostrarse cautelosa. Incluso trata de apartar a Bill de su lado para no perjudicarle en su carrera, pero él se queda, dispuesto a todo.
   
       “Bill: Bueno, creo que dije otras cosas. Entre ellas, que la adoro a usted. ¿No lo dije? Pues se lo diré ahora: La adoro. Aunque hubiera matado a tres esposos, la adoraría.
       Carlyle: Bill, eres un estúpido, eres un idiota. Por favor, márchate de aquí. No te necesito.”
   
       Se insiste mucho, en el film, sobre esta cuestión de la necesidad de la persona amada. Carlyle finge no necesitar a Bill, por el bien de éste, sin embargo, al final, terminará reconociendo que sí le necesita. Y Bill al escuchar las palabras “te necesito”, pronunciadas por Carlyle se derrite como si de la más tierna declaración de amor se tratara. A su vez, Carlyle que se niega a testificar en el juicio, sólo accede a hacerlo cuando Bill le dice que tiene que hacerlo porque “la necesita”, lo cual para los personajes del film equivale a decir te amo. Para ellos, como para Erich Fromm, “el amor maduro dice: te necesito, porque te amo”. Quine nos transmite su convicción de que el amor es, para un hombre, más importante que su carrera profesional y, por tanto, hace bien en anteponerlo a todo. El amor es unidad, es aceptación, es estar dispuesto a darse y a recibir al otro, sin reservas. Es renunciar a uno mismo como individuo para formar unión con el ser amado, dejar de ser Yo para ser Nosotros. Y a esto último todos nos resistimos un poquito, porque el pensamiento nos frena. El corazón nos impulsa en una dirección y la mente, en la opuesta.
   
       Quine plantea, en el film, esta disyuntiva entre sentir o pensar. Gridley se deja arrastrar por sus sentimientos hacia Carlyle con una fuerza imparable y, no obstante, sus pensamientos le hacen dudar. Hay un momento, en la historia, cuando todo parece indicar que Carlyle es una asesina, en que a Gridley comienzan a pesarle las opiniones, de Ambruster y del inspector Oliphant, en contra de la inocencia de ella e incluso llega a temer que ella quiera envenenarlo. Pero sólo es un momento pasajero, que pasa en cuanto Gridley vuelve a tener a Carlyle frente a frente.
    
       “Gridley (Después de probar el whisky que ella le ha preparado): Es delicioso… ¿Cómo pude pensar…? Vamos a encender el fuego, ¿eh?
       Carlyle: De acuerdo.”
    
       Gridley comprende que su corazón no miente y que la mente analítica todo lo embrolla en cuestiones de amor, porque, como decía Pascal, “el corazón tiene razones que la razón no entiende”.