viernes, 30 de abril de 2021

EDWARDSMANÍA 2
     
LA CARRERA DEL SIGLO (1965) de Blake Edwards
    
       En esta comedia, de metraje más extenso y presupuesto más elevado de lo habitual, Blake Edwards nos enseña que lo más esencial que se puede lograr en la vida es el amor, por encima incluso del prestigio de la propia valía profesional. Y lo hace en una comedia romántica de aventuras, que se mueve entre el homenaje al cine mudo y la parodia de géneros, como el western o el cine de capa y espada.

     
       En los inicios del siglo XIX, el Gran Leslie (Tony Curtis), héroe de acción, se propone organizar y ganar una carrera de Nueva York a París para demostrar que el automóvil americano es el mejor del mundo. Pero su eterno rival, el profesor Fate (Jack Lemmon), se propone boicotearle con todas las armas a su alcance, para cruzar la meta antes que él. También la sufragista Maggie Dubois (Natalie Wood) se las ingenia para participar en la carrera, financiada por El Centinela de Nueva York, periódico para el que Maggie ha conseguido trabajar como reportera, gracias al apoyo de Hester Goodbody (Vivian Vance), esposa del editor Henry Goodbody (Arthur O’Connell), con el que Maggie se ha comprometido a cubrir todo el evento. Maggie y Leslie se sienten atraídos desde el primer momento, pero debido a sus diferencias, respecto a los derechos y capacidades de la mujer, siempre terminan discutiendo. Fate y su mano derecha, Max (Peter Falk), se dedican a hacer trampas desde el comienzo de la carrera, por lo que la mayoría de los coches se ven obligados a abandonar la competición, quedando reducido el número de participantes a tres, Leslie, Fate y Maggie. Pero al llegar al desierto, el coche de Maggie sufre una avería que la deja también fuera de combate y aunque Leslie y su mecánico Hezequiah (Keenan Wynn) acceden a llevarla hasta la ciudad más cercana, ella se propone continuar informando de la carrera hasta el final. Para lo cual, está dispuesta a manipular, mentir, engañar, colarse de polizón en coches ajenos o librarse con engaños de cualquiera que pretenda impedírselo. A lo largo de la carrera, los automovilistas rivales atraviesan distintos países y comparten múltiples aventuras, en el transcurso de las cuales, Fate descubre que el talón de Aquiles de Leslie es Maggie Dubois.

Así que, 
asegurándose de que Maggie permanezca en la carrera, se propone sacar ventaja de esta debilidad de su adversario para alcanzar la victoria. Pero, antes de llegar a París, los participantes tienen que enfrentarse a su mayor aventura, cuando, al cruzar un reino perdido de la vieja Europa, en la víspera de la coronación de su futuro rey —el príncipe Frederick Hoepnick (Jack Lemmon)—, son secuestrados por el barón Rolfe von Stuppe (Ross Martin) y el general Kuhster (George Macready). Estos hombres de confianza del príncipe pretenden aprovechar el asombroso parecido entre el príncipe y el profesor Fate para hacerse con el poder, obligando a Fate a hacerse pasar por el príncipe durante la coronación y, una vez coronado, hacerle abdicar a favor del barón. Pero los intrépidos automovilistas logran escapar de su encierro y, tras liberar al príncipe heredero y devolverle su corona, saldan la conspiración con una cruenta batalla de tartas en las cocinas del palacio. Tras la cual, continúan la carrera hacía París, donde, en la recta final, Leslie y Fate se disputan el primer puesto mientras Maggie y Leslie, totalmente enamorados, no dejan de discutir durante todo el trayecto. Hasta que, ante la meta, Leslie decide demostrarle a Maggie que su amor es sincero, renunciando al triunfo. Pero Fate quiere vencer a Leslie a su manera… ¡Y nada más que a su manera!


       El film que nos ocupa es una de esas películas de carreras disparatadas, muy de moda en los sesenta —véase Aquéllos chalados en sus locos cacharros (1965) de Ken Annakin o El mundo está loco, loco, loco (1963) de Stanley Kramer—, en las que las peripecias de los participantes se suceden sin parar de principio a fin, con una rivalidad de fondo, que se hace cada vez más exacerbada a medida que los personajes se acercan a la meta final. La carrera de autos que recrea la película de Edwards se basa en la carrera automovilística de 1908, Nueva York - París, organizada por el periódico New York Times, que ganó el vehículo norteamericano Thomas Flyer. Este coche sirvió de inspiración para la construcción del Leslie Special, que conduce el Gran Leslie en la película, para cuyo rodaje, se realizaron cuatro modelos. Uno de ellos se volvería a utilizar en la película de Sam Peckinpah La balada de Cable Hogue (1970). Para el coche Hannibal Twin 8, del Profesor Fate, se necesitaron en total ocho modelos. Y tanto el Leslie Special como el Hannibal Twin 8 se pueden visitar en algún que otro museo norteamericano.


       Hay que señalar que este ambicioso film de Edwards no es apto para espectadores a los que no les guste el cine mudo o para aquéllos que detesten los dibujos animados, puesto que su comicidad se basa en ese humor físico (slapstick) tan propio de ambas disciplinas artísticas, donde los personajes son caricaturas exageradas de los estereotipos clásicos de ficción (el héroe, el villano, la sufragista fanática, el esbirro, el fiel ayudante, etc.). Estos personajes, casi planos, nunca se hacen daño, por muchos accidentes, explosiones o peleas en las que se vean envueltos y son personajes alocados, cuyos nombres y acciones suponen un símbolo del estereotipo que representan. Así, por ejemplo, el profesor Fate —Fate significa Destino, en españo —, parece destinado a fracasar frente al Gran Leslie, por ello, sus actos, que suelen ser malintencionados, ruines y tramposos, siempre acaban mal. Del mismo modo, el barón Rolfe von Stuppe —Stuppe significa estúpido en español— no puede menos que terminar su conspiración de una forma estúpida. Los villanos visten de negro riguroso, conducen un auto negro y son antipáticos, traicioneros y maleducados mientras que el bueno viste de un blanco tan inmaculado como el de su vehículo, posee un corazón leal, un carácter encantador y un atractivo irresistible. Y, por supuesto, todo le sale bien. La heroína del film es una mujer sufragista y, por tanto, todo lo que hace está relacionado con la liberación de la mujer, que constituye su tema favorito de conversación. Es una mujer obstinada, decidida, moderna y, como toda heroína cinematográfica que se precie, de gran belleza. Los personajes de la película son tan caricaturescos que terminaron convirtiéndose en auténticos dibujos animados, ya que La carrera del siglo inspiró la serie de dibujos animados Los autos locos (1968-1970), de la productora Hanna Barbera.


       La importancia de los personajes en este tipo de comedias exige una selección de actores ampliamente dotados para el humor y capaces de ejercer un gran control sobre sus cuerpos. Hay que decir que, en este sentido, el reparto elegido para la disparatada comedia de Edwards constituye uno de sus más grandes aciertos. La excelente vis cómica de Jack Lemmon, la sensibilidad interpretativa de Natalie Wood, la galanura de Tony Curtis, la despistada naturalidad de Peter Falk y la cómica seriedad de Keenan Wynn hacen de esta comedia algo muy superior a un simple divertimento.


       Jack Lemmon asume un doble rol en esta trepidante historia; por una parte, encarna al Profesor Fate, villano del film —que se hace llamar a sí mismo «el magnífico»— y por otra, interpreta al infantil y borrachuzo príncipe Frederick Hoepnick, en la parodia que Edwards incluyó, dentro de la película, del clásico de aventuras El prisionero de Zenda. Encarnando al profesor Fate, Lemmon brilla con luz propia, logrando crear un malhumorado canalla, a medio camino entre el Coyote de la serie de dibujos animados El Correcaminos y el Coyote (1949), de la Warner Brothers, y Los hermanos Malasombra del programa infantil español Los Chiripitifláuticos (1966-1970). El único objetivo de Fate en la vida es superar al Gran Leslie y su manera de hacerlo es haciendo trampas. Sin embargo, a pesar de su carácter fullero, posee una dignidad que le impide aceptar una victoria, que no se haya ganado él saboteando a su rival. En su rol de príncipe Frederick, volvemos a encontrar al histriónico Lemmon que interpretaba a Daphne en Con faldas y a lo loco (1959) de Billy Wilder. Lo mismo que la locuela y risueña Daphne, el príncipe se ríe sin parar, habla con una voz estúpida y se mueve y corretea de la misma forma amanerada en que lo hacía ella. Por su trabajo en la película, Jack Lemmon fue candidato al Globo de oro al mejor actor e inspiraría uno de los malos de animación más inolvidables para los niños de nuestra generación, el malo malísimo Pierre Nodoyuna (Entiéndase, “No doy una”), que ve fracasar todas sus artimañas, lo mismo que Fate.



       Tony Curtis compone el personaje del Gran Leslie basándose en las cualidades que todo héroe de aventuras debe poseer, honestidad intachable, carácter afable, cuerpo atlético, encanto con la prensa, irresistible para las mujeres y cariñoso con los niños. Y, precisamente, la comicidad del personaje se logra al parodiar estas cualidades, exagerándolas; por ejemplo, Edwards subrayó su sonrisa perfecta añadiéndole un brillo artificial a sus blanquísimos dientes; caricaturizó su atractivo haciendo que, allá donde fuere, las mujeres se arrojaran a sus brazos para besarle y, por último, logró dar al personaje una identidad de ángel celestial, gracias a que el blanco inmaculado de su ropa, siempre permanecía inexplicablemente intacto, pasase lo que pasase. La versión de Leslie en Los autos locos sería Pedro Bello, un tipo muy cursi y algo repelente. Curtis cumplía todos los requisitos para asumir el personaje del Gran Leslie en la película —en la que se incluía un guiño al personaje que Curtis encarnó, diez años antes, en El gran Houdini (1953) dirigida por George Marshall— y el actor lo hizo a la perfección. La química entre Curtis y Natalie Wood, que ya había quedado más que demostrada en Cenizas bajo el sol (1958) de Delmer Davis y en La pícara soltera (1964) de Richard Quine, fue de lo más divertida en el film de Edwards, donde ambos formaban una pareja cómica, que resultaba romántica y sexi incluso cuando no dejaban de discutir.

       El personaje de Natalie Wood, la intrépida Maggie Dubois, es el único de estos estereotipados personajes que posee unas cuantas aristas. Maggie es la caricatura de una heroína sufragista, lo que se consigue en el film ridiculizando el movimiento sufragista y, por ende, a las sufragistas, a las que se representa como a fanáticas feministas que esgrimen argumentos absurdos para defender sus derechos y que, sin embargo, no dudan en usar sus armas de mujer para manipular a los hombres.

       «Maggie: Bien, ¿en qué está usted pensando? Vamos, no hay nada que un hombre y una mujer no puedan decirse si son civilizados, juiciosos y emancipados.
       Sr. Goodbody: ¿Nada?
       Maggie: No se atreve usted a hablar de eso y ese es el problema. Las mujeres han de emanciparse para poder emancipar a los hombres. Y para que ellos puedan emanciparse el uno del otro y de sus prejuicios.»


       Pero Maggie es mucho más que una feminista ridícula, es una mujer temperamental, inmune al desaliento, una mujer capaz de cualquier cosa para conseguir su objetivo y, al mismo tiempo, una mujer coqueta y encantadora, cuando le interesa. Y por si todo eso fuera poco, Maggie es tramposa, traicionera, celosa y vengativa. Es una heroína de aventuras como pocas, peligrosa, dulce, valiente y siempre, siempre, pase lo que pase, maravillosa. El mismo Hezequiah, que no se fía de ella, termina cogiéndole cariño y aceptando su compañía, después de verla interponerse entre él y el hierro candente de su torturador, entonando con valor el himno americano. Quizás por todo ello, pese a que el film se tomara a broma el tema de las sufragistas —como si fuera un chiste que las mujeres quisieran votar—, al final, la sufragista vence al héroe, consiguiendo que renuncie a todo por ella y demostrando que las mujeres son capaces de conseguir todo lo que se propongan. 

       Natalie Wood da vida a esta resuelta feminista con una gracia, cargante en algunos momentos y desternillante en otros, y con un absoluto dominio de su expresión corporal a lo largo de todas y cada unas de las secuencias de este extenso largometraje, algo imprescindible cuando se interpreta un personaje cómico en un film que pretende ser un homenaje al cine mudo.

      Hay que mencionar también la inestimable importancia, en la trama, de los dos fieles ayudantes de los rivales del film; el mencionado Hezequiah, interpretado por el eficiente Keenan Wynn, y el esbirro de Fate, Max, al que da vida el gran Peter Falk. La complicidad entre héroe y mecánico y entre villano y esbirro viene a ser de la misma naturaleza, una relación basada en la lealtad, la admiración y la confabulación más descabellada. Tan compenetrados están Leslie y Fate con sus respectivos ayudantes que la camaradería llega a rozar lo conyugal cuando ambas «parejas» discuten lo mismo que lo haría un matrimonio.


      «Revisor: Si no firma, no se le dará la gasolina, Srta. 
       Maggie: Bien, Sr. Leslie, usted desea continuar la carrera y yo también. ¿Me lleva hasta la costa del Oeste?
       Hezequiah: ¡Si ella va con usted, yo me quedo!
       Leslie: ¡Hezequiah!...»

       O cuando presumen de conocer al otro como lo haría un matrimonio:

       «Max: Profesor, ya es hora de levantarse. Vamos, profesor, levántese y sonría.
       Fate: ¿Que me levante y sonría?
       Max: Son las siete y media.
       Fate: ¡Entonces, levántate tú y sonríe tú!
       Max: Siempre está así por la mañana.
       Fate: ¡No estoy así siempre por las mañanas! ¡Da la casualidad de que, esta mañana, tengo la cabeza muy espesa!»


       Hay una escena, al final de la película, que nos hace sospechar que la devoción de Max por el profesor pudiera esconder algo más que camaradería, me refiero a aquélla en la que el ramo de novia de Maggie cae en manos de Max y éste, muy ilusionado, se vuelve con una sonrisa hacia el profesor, que, malhumorado, le amenaza con el codo.

       El guión de Blake Edwards y Arthur A. Ross posee un humor, eminentemente, clásico, basado en situaciones cómicas demasiado previsibles quizás, pero que nos hacen reír a carcajadas, porque es un humor cuya comicidad no reside en lo inesperado, sino en la forma en que se cumplen las expectativas que se abren en el público. Lo gracioso no es lo que ocurre, sino cómo ocurre. Tengamos en cuenta que los gags de las comedias del cine mudo se han convertido, a lo largo de los años y gracias a los dibujos animados, en parte del imaginario colectivo de los espectadores de todo el mundo. Lo que Edwards persigue en este proyecto no es sorprender con nuevos gags —aunque también los hay— sino homenajear los gags clásicos que han hecho reír a generaciones enteras, esos mismos gags que ayudaron al propio realizador a soportar una infancia difícil: «Descubrí que la única forma de subsistir era buscar el lado cómico de la tragedia».

       Para Edwards la comedia tenía el poder de mantener la salud mental en un mundo disparatado, y eso es lo que nos presenta en esta historia, un mundo loco y absurdo, con personajes irracionales que se comportan de la forma menos razonable posible, ya sea en el lejano Oeste, en Alaska o en un país inventado de la vieja Europa. Y dentro de toda esta locura, dos jóvenes se enamoran y son capaces de mantener la cordura suficiente como para darse cuenta de que, a pesar de sus diferencias, lo que está pasando entre ellos es la mejor de todas las aventuras.


       En La carrera del siglo encontramos una miscelánea de secuencias en las que se parodian distintos géneros cinematográficos, destacando dos de estas parodias por encima de las demás. Una de ellas es la secuencia de la pelea en el salón de la ciudad de Boracho, parodia del western que nos recuerda la que ya hiciera, al estilo español, Berlanga en su Bienvenido Mr. Marshall (1953). La parodia de Edwards al western cuenta con todos los elementos propios del género, el pistolero, la cantante ligera de cascos, el sheriff, la pelea en el salón, el duelo entre el héroe y el pistolero, la tendencia de los ciudadanos a linchar forasteros y el ataque de los indios. A propósito de los indios, hay que mencionar que protagonizan un gag desternillante, basado en el gag clásico de hacer que algo parezca lo que no es, para luego sorprender al espectador: Fate y Max son perseguidos por los indios cuando están a punto de entrar en Boracho, por lo que irrumpen en la ciudad alertando a la población a grito pelado:


       «Max: ¡Indios!
       Fate: ¡Salvajes!
       Alcalde: ¡Bienvenidos a Boracho!
       Fate: Gracias. Los indios les van a atacar de un momento a otro.
       Max: ¡Nos están persiguiendo! ¡Un grupo de indios nos atacan! ¡Nos atacan!
       (El alcalde y todos los ciudadanos se parten de risa)
       Fate: ¿De qué se ríe?
       Alcalde (Riéndose): Los que han visto ustedes son el sheriff y algunos de sus hombres disfrazados de indios. Han salido a darles la bienvenida.»

       Otra de las parodias destacables del film es la dedicada a la mítica película de aventuras de Richard Thorpe, El prisionero de Zenda (1958), remake de la película homónima de 1937, dirigida por John Cromwell. Edwards caricaturiza esta historia dando rienda suelta al alocado y magistral histrionismo de Jack Lemmon, por un lado, y recreando, por otro, de forma humorística las escenas más recordadas del famoso film, tales como la secuencia del duelo de espadas entre el barón y Leslie, claro homenaje al icónico duelo entre Stewart Granger y James Mason en el film de Thorpe, que terminaba con Mason arrojándose al agua desde una almena del castillo. Edwards también arroja al barón von Stuppe de la almena, pero, en lugar de hacerlo caer al agua, lo estrella contra la barca que lo estaba esperando abajo. Edwards finaliza la parodia de El prisionero de Zenda con un broche final, al más puro estilo del cine mudo, una gran batalla de tartas, en las cocinas del palacio real. Durante el rodaje de esta apoteosis de tartazos, que duró varios días, los actores tuvieron que sufrir en sus carnes —y lo que es peor en sus caras— la repetición de esta irritante practica, que resulta harto divertida para el que la contempla, pero molesta e incluso humillante para el que la recibe. Al final del rodaje, sin embargo, pudieron resarcirse de este calvario, acribillando a Blake Edwards a traición, con numerosas tartas, reservadas, para este propósito, por el equipo.


       Además de estas dos grandes parodias, el film contiene algunos homenajes dignos de mención. Uno de ellos, tiene lugar en Alaska cuando los autos quedan atrapados en la nieve, en medio de una ventisca, y un oso se refugia en el coche de Fate. Claro homenaje al episodio del oso que se cuela en la cabaña en La quimera del oro (1925) de Chaplin. El film también contiene un pequeño homenaje a El fantasma de la ópera en la escena en que Fate está interpretando, al órgano, la Tocata y fuga en re menor de Bach y cuando Max lo llama para cenar, se levanta y el órgano sigue tocando solo.

       Pero el homenaje más entrañable de todos es el dedicado a Laurel y Hardy, en las personas de Fate y Max. Homenaje que no podía faltar, puesto que Edwards les dedica su película. Max, con su despiste, su sumisión, su forma de meter la pata y su irritante machaconería a la hora de expresar sus opiniones, representa la personalidad, inolvidablemente, cómica del gran Stan Laurel. Asimismo, la malhumorada forma de hablar de Fate, sus cara de circunstancia cuando Max mete la pata o dice tonterías— o su forma de darle un puñetazo en la cabeza, aplastándole el sombrero, cada vez que le saca de quicio, son claras alusiones a Oliver Hardy. Fate y Max son personajes diferentes a Laurel y Hardy, es cierto, pero la relación entre ambos, sus diálogos de besugo y las reacciones de cada uno ante las molestas conductas del otro, es la misma. Fate y Max no pueden pasar el uno sin el otro, pero todo el tiempo discuten y se agreden, lo mismo que Laurel y Hardy.

       «Max: El cielo está rojo.
       Fate: ¿Y qué?
       Max: Va a haber tormenta.
       Fate: Pero ¿de qué estás hablando?
       Max: Si el cielo está rojo, marino abre el ojo.
       Fate: No seas cabezota. ¿Sabes las posibilidades de tormenta que hay en esta parte del océano, en esta época del año?
       Max: No, ¿cuántas?
       Fate: Una contra cien (Suena un trueno y estalla una tormenta).»

       Hay una escena en el film que contiene un momento muy Laurel y Hardy, y muy del gusto de los hermanos Cohen, en la que el profesor y Max, montados en un cohete, surcan el cielo a toda velocidad; de repente, el cohete se para en seco, Fate y Max miran a cámara, se abrazan y, gritando como posesos, caen empicados.


       La amistad y relación profesional entre Henry Mancini y Blake Edwards ha sido una de las más envidiadas y admiradas, entre compositor y realizador, dentro del mundo del cine. Su colaboración, a lo largo de los años, ha dado lugar a auténticas obras de arte cinematográficas, en las que música e imagen se funden a la perfección. La carrera del siglo es una de ellas. Su banda sonora es una heterogénea y divertida mezcla de estilos musicales, que van desde el jazz, el pop y la música clásica, hasta el vals «The Sweetheart Tree», interpretado por Natalie Wood con la voz de Jackie Ward, que fue nominado al Oscar a la mejor canción, y candidato al Globo de oro y al Golden Laurel. También la bonita fotografía en color de Russell Harlan fue candidata al Oscar, así como el montaje de Ralph E. Winters y el sonido de George Groves; pero el film sólo fue premiado con el Oscar a los mejores efectos de sonido para Treg Brown. Aún así, la gran labor de realización de Blake Edwards fue reconocida con una nominación al mejor director en el Festival Internacional de Cine de Moscú. Y el guionista Arthur A. Ross obtuvo también su reconocimiento siendo candidato al mejor escritor estadounidense de comedias en los Premios WGA por este film.

       A principios del siglo XIX, época en la que se ambienta la película, los espectáculos de acrobacias realizados al aire libre ejercían una gran fascinación sobre la gente, hasta el punto de convertir a los hombres que las ejecutaban en auténticos héroes del pueblo. El protagonista de la comedia es uno de estos hombres, acróbatas, atletas, escapistas o lo que fueran, ídolos de masas, a los que se les concedía apelativos grandilocuentes que le definían como hombres extraordinarios, capaces de las hazañas más peligrosas y de mayor dificultad.

       «Príncipe: ¿Por qué le llaman el Gran Leslie, Sr. Leslie?
       Leslie: El Gran es un título que, en mi país, se estila para espectáculos públicos o una definición que se concede a los hombres que murieron mucho antes de que les fuera concedido. Yo soy simplemente Leslie y vuestro humilde servidor, alteza.»
       
       Este tipo de hombres, como es natural, despertaban la rivalidad de aquéllos que aspiraban a superar sus proezas y la envidia corrosiva de los que no lo conseguían. El profesor Fate representa al mayor de todos estos envidiosos, que al compararse con el Gran Leslie, sufre la frustración y el dolor del fracaso más espantoso. Según Unamuno, «La envidia es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual.» De este modo, si lo que empujaba al Coyote a perseguir al Correcaminos era el hambre, podemos afirmar que a Fate le ocurre lo mismo, sólo que su hambre es de una naturaleza más visceral. Edwards aborda el controvertido tema de la envidia a través del sarcasmo y nos hace reír con los continuos fracasos del profesor, porque, como Fate, todos hemos sentimos, en alguna ocasión, cierta envidia al contemplar como otros disfrutan de aquello que nuestro corazón anhela. La comicidad del personaje de Fate reside, precisamente, en la exagerada encarnación de la envidia llevada hasta los límites más destructivos. Fate es un ser amargado, que está tan obsesionado con las cualidades del Gran Leslie, que es incapaz de apreciar sus propias cualidades o de aceptar sus limitaciones.

       «Fate: ¡Ha hecho trampas! ¡Ha hecho trampas! ¡Lo he oído! ¡Me niego a aceptar el trofeo! ¡No quiero ganar de ninguna otra forma más que de la mía! ¡Ha arruinado mi reputación! ¡¿Me oye?! ¡Le odio! ¡Con su cabello siempre tan bien peinado y su traje tan blanco y su coche siempre tan limpio…!»

       Fate desea el fracaso del Gran Leslie, por encima de su propio éxito, para él no es suficiente ganar la carrera, lo que quiere es ver a Leslie humillado, pero si dejara de compararse con Leslie, valoraría sus propias cualidades y se daría cuenta de que, mientras Leslie se limita a conducir el auto que otros han creado, él ha sido capaz de fabricar un automóvil, cargado con múltiples artilugios con los que hacer frente a todos los posibles obstáculos que puedan surgir a lo largo de la carrera.

       «Fate: La naturaleza nos será adversa, pero la venceremos. Los bandidos y ladrones de todas las naciones pueden hostigarnos, pero estamos preparados. ¡Los haremos volar en mil pedazos! ¡Bordearemos la nieve, volaremos, cañonearemos, seremos invencibles!»

       Como vemos, Edwards —al tiempo que nos alecciona para que sepamos valorar el amor por encima de todos los demás logros— nos alerta del peligro que supone dejarnos arrastrar por la envidia, con el fin de destruir a la persona que envidiamos, porque, al final, sólo conseguiremos nuestra propia destrucción.