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sábado, 30 de noviembre de 2019

CHAPLINMANÍA 3

“LA QUIMERA DEL ORO” (1925) de Charles Chaplin

       
       En su segunda película para la United Artists, Chaplin convierte a su vagabundo en uno de aquellos intrépidos buscadores de oro, que a finales del XIX, viajaban hasta Alaska con la esperanza de encontrar un filón que solucionara sus problemas económicos. Sabían que perseguían un sueño y que se enfrentaban a múltiples peligros, pero, aún así, se lanzaban a la aventura. Muchos abandonaban al llegar al paso de Chilkoot, otros, en cambio, seguían adelante, sin mirar atrás. Fueron pocos los que lo consiguieron y muchos los que perecieron en el intento, víctimas de las duras condiciones climatológicas y de la escasez de alimentos. A partir de este hecho histórico, Chaplin construye una brillante comedia acerca de la infatigable lucha del hombre por alcanzar sus sueños y concede a su vagabundo, la enorme satisfacción de verlos convertidos en realidad. Y para que la dicha sea completa, le otorga, además, la felicidad de conquistar a su amada.


       Charlot (Charles Chaplin) se adentra en los parajes helados de Alaska en busca de oro y queda atrapado, durante una ventisca, en el interior de una cabaña, en compañía del criminal Black Larsen (Tom Murray) y del enorme explorador Big Jim (Mack Swain), que acaba de encontrar oro en su explotación minera. La tormenta se prolonga durante días y las provisiones se agotan, así que uno de ellos debe enfrentarse a la borrasca en busca de comida. La suerte designa a Black Larsen para la misión y éste abandona la cabaña. Charlot y Big Jim esperan hambrientos el regreso de su compañero, matando el hambre con todo lo que tienen a su alcance; pero pasan los días y Larsen no llega. Big Jim comienza a tener alucinaciones, a causa de la inanición, hasta el punto de convertirse en una amenaza para Charlot, que se ve obligado a luchar por su vida. La providencial llegada de un oso a la cabaña pondrá punto final al conflicto entre Charlot y Big Jim, al servir de alimento a los dos hombres. Tras finalizar la tormenta, Charlot y Big Jim se separan para seguir cada uno su propio camino. Big Jim regresa a su mina y sorprende a Larsen apropiándose de su oro. Ambos luchan y Larsen golpea a Big Jim en la cabeza, dejándole inconsciente; pero al huir con el oro, por el borde de la montaña, la nieve se desprende y Larsen muere al ser arrastrado por un alud. Mientras tanto, Charlot llega a una ciudad, perdida en medio de la nada, donde se enamora de Georgia (Georgia Hale), una bailarina del salón de baile que suele coquetear con Jack, un mujeriego algo prepotente, que aprovecha cualquier ocasión para incordiar a nuestro vagabundo. Charlot, sin dinero, logra encontrar alojamiento en la ciudad ganándose la confianza de HanK Curtis (Henry Bergman), ingeniero de minas, que le acoge y le deja al cuidado de su cabaña mientras él emprende una larga expedición con su socio. En esa cabaña, Georgia descubre que Charlot está enamorado de ella y no duda en divertirse a su costa, con sus amigas, haciéndole creer que cenarán con él en Nochevieja. Charlot, ilusionado, trabaja duro para conseguir el dinero suficiente con el que preparar una buena cena y comprar algunos regalos para las chicas; pero la noche de año nuevo las chicas se olvidan de él y celebran la entrada del año en el salón de baile. Charlot se queda dormido mientras las espera, soñando con una feliz cena de Nochevieja, en compañía de Georgia. Pero, al despertar horas después, comprende que todo ha sido una broma y vaga por la ciudad, sintiéndose tremendamente solo. Mientras tanto, a Georgia y a sus amigos se les ocurre ir a casa del vagabundo para continuar la broma. Sin embargo, cuando la chica descubre la cena y los regalos que les había preparado, se conmueve y riñe con el bruto de Jack. Al día siguiente, Big Jim llega a la ciudad con la intención de registrar su mina, pero como ha perdido la memoria, no recuerda dónde se encuentra su explotación.


El destino le lleva a coincidir con Charlot en el salón de baile, justo cuando éste acaba de recibir una carta de disculpa de Georgia y la anda buscando por todo el salón, pero, antes de que pueda encontrarla, Big Jim le encuentra a él y le obliga a hacerle de guía hasta la cabaña. Antes de partir, Charlot logra deshacerse de Big Jim el tiempo suficiente para despedirse de Georgia. Días después, Charlot y Big Jim encuentran el refugio, pero se desata una tormenta, que los arrastra hasta el borde de un precipicio. A la mañana siguiente, Big Jim y Charlot consiguen salir de la cabaña antes de que ésta caiga al vacío. Entonces, Big Jim se da cuenta de que la tormenta les ha llevado hasta su montaña de oro. ¡Lo han conseguido! En el barco de regreso a casa, Charlot se reencuentra con Georgia, que, tomándole por un polizón, quiere pagar su pasaje para evitar que le arresten. Entonces, Charlot, conmovido por su muestra de afecto, la toma bajo su protección.

       Aunque Chaplin no tuviera un guión propiamente dicho al empezar a rodar esta película, la historia posee una estructura, claramente dividida en tres partes, bien diferenciadas, además de contar con el típico final feliz de la mayoría de sus comedias. Estos fragmentos se corresponden con las distintas localizaciones en las que se desarrolla la aventura del vagabundo protagonista. En la primera parte, vemos a Charlot, a su llegada a Alaska, haciendo frente a las fuerzas de la naturaleza, en unas condiciones extremas de frío, viento y nieve. Al mismo tiempo, debe lidiar con los más bajos instintos de la condición humana, por hallarse en compañía de dos hombretones, físicamente superiores a él, en un momento en que las provisiones escasean. Y aunque ya se sabe que, en la naturaleza, el pez grande siempre se come al pequeño; Charlot demuestra ser demasiado escurridizo y astuto como para dejarse comer.

Chaplin se refiere a Charlot, en esta película, bajo el apelativo del “hombrecillo” y, para resaltar su vulnerabilidad, le sitúa entre tres hombres de enormes proporciones a los que tiene que vencer, de alguna manera, si quiere lograr sus objetivos. El primero de ellos es Black Larsen, un criminal en busca y captura, que le niega la entrada a la cabaña cuando la ventisca le sorprende en plena montaña. Ante la fuerza bruta de Larsen y su arma de fuego, Charlot no puede hacer nada, hasta que aparece Big Jim, el segundo pez grande, dispuesto a refugiarse en la cabaña, midiendo sus fuerzas con Larsen si es preciso. Entonces, Charlot comprende que su única salida, para no morir de frío, es aliarse con este segundo pez grande, ganándose su protección. Gracias a la amistad de Big Jim, el vagabundo consigue permanecer en la cabaña, sorteando el primero de los peligros a los que tendrá que hacer frente en Alaska: la congelación. Pero cuando el hambre aprieta, no hay lugar para la amistad. Charlot se ha librado de la amenaza de Black Larsen, pero, ahora, debe lidiar con el hambre de Big Jim, tan despiadada como el egoísmo de Larsen, pues la falta de alimento ha sembrado la idea del canibalismo en el trastornado cerebro del hombretón.

El destino, en forma de oso, salvará a Charlot de este segundo peligro, sirviendo de alimento a los dos hombres. Una vez saciada el hambre de su compañero, Charlot se reconcilia con él, porque comprende que, aunque ha tenido un momento de confusión y debilidad, en el fondo, posee un corazón noble. La generosidad y la humanidad que demuestra Charlot al perdonar a Big Jim serán premiadas, más adelante, cuando el destino le convierta en el instrumento indispensable para que éste pueda localizar su oro y decida compartirlo con él. En situaciones extremas, los instintos primarios toman el control y es cuando sale a la luz lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros, mostrando nuestra verdadera personalidad. Chaplin, a través de estos tres solitarios exploradores, nos enseña tres formas diferentes de reaccionar ante la adversidad. Mientras el malvado Larsen sólo se preocupa por sí mismo, tratando a los demás con violencia, y Big Jim se derrumba, dejándose dominar por el hambre, sólo Charlot se mantiene sereno, tratando de hacer lo correcto, al negociar con sus dos compañeros una salida satisfactoria para los tres. Por ello, Larsen muere en la montaña, es decir, es castigado por su egoísmo. Y Big Jim, aunque salva su vida, también recibe, por su debilidad, el castigo de la amnesia ―aunque más tarde se redima, al compartir su montaña de oro con Charlot―. Por su parte, el pequeño vagabundo no sólo se salva, sino que, además, es premiado con el oro y con la chica. La curiosa relación de Charlot con Big Jim atraviesa, a lo largo de la película, numerosos altibajos, según las circunstancias, sin embargo, las penalidades compartidas por ambos hombres terminarán uniéndoles en una verdadera amistad.

       Tras salvar su vida del hambre y la ventisca, Charlot llega a una ciudad, segunda parte de la película, en la que nuestro protagonista olvida su sueño de encontrar oro, para sumergirse de lleno en otro sueño de mayor trascendencia para él, el amor de Georgia; por el que tendrá que medirse con el tercer oponente corpulento del film, el mujeriego Jack. En este fragmento de la película, Chaplin nos muestra lo duro que es para un enamorado sentirse menospreciado por el objeto de su amor, sobre todo, ante un rival arrogante, que no merece sus atenciones.

Charlot sabe que no es tan atractivo para las chicas como Jack, sino que, por el contrario, es el hazmerreír de todas ellas. Quizás por eso, ante Georgia, se comporta de una forma extrañamente apocada y humilde, muy diferente al habitual desenfado con las mujeres al que nos tenía acostumbrado el personaje del vagabundo en comedias anteriores. En “La quimera del oro”, Charlot se nos presenta como un vagabundo solitario, al que la desilusión por no haber hallado oro, junto al desengaño amoroso, vuelve melancólico y triste. Mediante el uso de contrastes, Chaplin logra acentuar la soledad y la pesadumbre de su vagabundo situándolas en Nochevieja, época de celebración por excelencia, de cuya alegría general, nuestro protagonista, se ve incapaz de participar. Además, esa enorme decepción del personaje, en la noche de año nuevo, resulta aún más conmovedora por contrastar, en primer lugar, con la desbordante explosión de felicidad que tuvo al recibir la propuesta de Georgia para cenar juntos ―felicidad que casi acaba con la cabaña de Hank― y en segundo lugar, porque, a través de su sueño, acabamos de presenciar todo lo que Charlot esperaba de esa cita. Una vez más, el uso de lo onírico, en Chaplin, nos permite asomarnos al alma de su vagabundo.

       La tercera parte de la historia devuelve a Charlot a su objetivo inicial ―encontrar oro―, arrastrado por su compañero de fatigas Big Jim, junto al que vencerá nuevos peligros y conseguirá el ansiado metal.

       “Y entonces el destino, siempre el destino, les jugó una mala pasada y los elementos volvieron a reír, a rugir y a tronar; pero mientras tanto nuestros héroes estaban profundamente dormidos.”

       Chaplin parece tener una fe ciega en el destino del hombre, entendido como una fuerza misteriosa que maneja nuestras vidas a su antojo, sin que seamos conscientes de ello, conduciéndonos al lugar exacto en que nos corresponde estar. Por eso, nunca hay que lamentarse de nada. Es verdad que la tormenta casi les mata, al arrastrar la cabaña hasta el borde de un precipicio, pero, al mismo tiempo, les lleva hasta donde se encuentra el oro. Y, mientras el destino actúa, Charlot y Big Jim duermen, ajenos a esa fuerza que los empuja hacia su destino. Pero eso sí, antes de conseguir el oro, tendrán que demostrar su valía, luchando para salvarse, cuando la cabaña se incline, peligrosamente, hacia el vacío. En ese momento, Big Jim grita al vagabundo unas palabras de aliento, que parecen resumir la filosofía de Chaplin ante la adversidad: “Tranquilo, no hay nada de qué preocuparse. ¡Vamos, ten un poco de carácter! ¿Dónde está tu fuerza de voluntad?”

       Por último, también, el final feliz llegará hasta el vagabundo de manos del destino, para hacerle coincidir con Georgia en el barco de regreso a casa. Podría parecer que el final de “La quimera del oro” es poco verosímil o demasiado optimista, sin embargo, no hay que olvidar que el mismo Chaplin pasó de la miseria de sus primeros años de vida, a ser un exitoso millonario y, por eso, sabía que todo era posible.

       “La quimera del oro” puede que sea la película de Chaplin que contiene los gags más soberbios e inolvidables de este genial cineasta, quien, a partir de situaciones terribles, como el hambre o el canibalismo, logró transmitirnos, con humor, su fe en la naturaleza humana, capaz de sobreponerse a todo, incluso a sus propias debilidades, para sacar lo mejor de sí misma.


       Uno de estos magníficos gags es aquél en que Charlot guisa una de sus botas para comérsela junto a Big Jim. Este gag constituye la burla de Chaplin al hambre que pasó en su infancia, reírse del dolor era un desafío para este genio del cine, quien opinaba que “Para reírte de verdad, tienes que ser capaz de agarrar el dolor y jugar con él”. Siguiendo los pasos de Chaplin, Roberto Benigni haría lo propio, en su película “La vida es bella” (1997), burlándose del horror cometido por los nazis, al usar la grasa de los cuerpos de los judíos asesinados para fabricar jabón. Chaplin se come las botas ―hechas de regaliz para la película― con tanta naturalidad y apetito, que da la impresión de estar comiéndose un auténtico manjar, lo que anima a su compañero Big Jim a empezar a comer, aunque sin llegar a compartir su entusiasmo por semejante bazofia.

       Otro de los gags más recordados de esta película, que han pasado a la historia del cine, es aquél en el que Big Jim está tan hambriento que comienza a alucinar, viendo al vagabundo convertido en un pollo gigante, al que se propone cazar para comérselo.


Chaplin se puso él mismo el disfraz de pollo, para que la escena resultase lo más creíble posible, lo cual fue todo un acierto, pues no hubiera encontrado a nadie capaz de mover las patas del pollo, tal y como Charlot movía sus piernas. Este gag del hombre hambriento, que ve a otro hombre convertido en comida, ha sido imitado, hasta la saciedad, en todo tipo de formatos de ficción, sobre todo, en el cine de animación, heredero por antonomasia del clásico humor físico de los inicios del cine.


       El gag de los panecillos, quizás el más famoso de todos los que aparecen en esta película, es una recreación de Chaplin de un gag apenas esbozado, por Fatty Arbuckle, en el cortometraje “The Rough House” (1917). Chaplin demuestra con este baile de los panecillos que, cuando de niño recorría las calles de Londres buscando comida y ya se consideraba el actor más grande del mundo, no se equivocaba. Pues, con su sola interpretación, Chaplin convierte el insípido gag de Arbuckle en una escena cómica absolutamente magistral, que nunca nos cansamos de ver, por su encanto, su gracia y su tierna sencillez.

       El último de estos magníficos gags es el de la casa cuya mitad queda suspendida al borde de un precipicio, haciendo que sus ocupantes resbalen, peligrosamente, por un plano inclinado, hacia una muerte segura. Idea que se ha repetido, se repite y se seguirá repitiendo, en películas de acción y en comedias, hasta el final de los tiempos, por su tremendo suspense y dinamismo. Incluso ha sido utilizado, recientemente, en el programa de televisión “Me resbala”, presentado por Arturo Valls, en su llamado “teatro de pendiente”.


       Chaplin utilizó, en el reestreno de “La quimera del oro” en 1942, el interludio orquestal “El vuelo del moscardón” de Rimsky - Korsakov para proporcionar una mayor gracia y vivacidad a esta escena de acción, del vagabundo y Big Jim trepando, con desesperación, por el suelo inclinado de la cabaña. En esta versión del film, sonorizada con efectos de sonido y banda sonora del propio Chaplin, se prescindió de los clásicos intertítulos del cine mudo, para sustituirlos por una narración grabada por el mismo Chaplin. Asimismo, se modificaron algunas secuencias, como aquella en la que Georgia entrega una carta a Jack diciéndole que le quiere y éste se la envía a Charlot para burlarse de él, haciéndole creer que Georgia lo ama. Chaplin simplificó, en 1942, esta secuencia haciendo que la carta fuera escrita por Georgia directamente para Charlot, disculpándose por haberle dejado plantado. El director también optó por cambiar la secuencia del beso final de la película de 1925, ―no sabemos por qué― por un final menos romántico y también más precipitado; incluso, algo más frío.


       La anticipación, herramienta básica de toda comedia basada en el gag ―modalidad en la que se incluyen todas las comedias de tipo físico (slapstick)―, es usada por Chaplin en el film como herramienta humorística, pero de una forma menos inmediata que en el gag. Si en el gag se produce una acción que inmediatamente tiene su reacción; es decir, se siembra y se cosecha, en este otro tipo de anticipación, la reacción, que sigue a una determinada acción, no ocurre hasta varias secuencias después; o sea, se siembra, se espera y se cosecha. Por ejemplo, la mula, que Hank encarga a Charlot que alimente en su ausencia, no aparece hasta la secuencia de Nochevieja, cuando Charlot cree que sus invitadas están llamando a la puerta y, al abrir con toda ilusión, descubre que es la mula, la que quiere colarse en la cabaña.       

       Chaplin, a veces, juega a cumplir la expectativa que la anticipación abre en el espectador, produciendo en él cierta satisfacción. Como cuando Big Jim se lanza sobre el hueso de carne que le ofrece Charlot, con tanta voracidad, que está a punto de arrancarle el dedo de un mordisco. Esta voracidad nos anuncia lo que pasará secuencias después, cuando Big Jim trate de comerse a Charlot. Pero también sabe jugar a no cumplir la expectativa abierta por la anticipación, lo cual provoca sorpresa en el espectador, que es algo que también produce satisfacción. Así, al principio de la película, el oso que sigue a Charlot por la montaña, abre la expectativa en el espectador de que el vagabundo se va a llevar un buen susto, sin embargo, el oso desaparece por otro camino, sin que Charlot llegue a advertir su presencia. Varias secuencias después, el oso reaparece, entrando en la cabaña y espantando a Big Jim, cuando estaba a punto de matar a Charlot y entonces, sí que éste, al verlo, se lleva un buen susto.

       La anticipación también sirve a Chaplin para hacer partícipe al espectador de la línea argumental de la historia. La foto de Georgia, que Charlot encuentra en el suelo del salón de baile, nos anticipa el momento en que Georgia encontrará esa foto bajo la almohada de Charlot, descubriendo que el vagabundo está enamorado de ella. La foto de Georgia es usada como objeto dramático a lo largo de todo el film. Por ejemplo, también la descubrimos, enmarcada, en el camarote de Charlot cuando éste, ya millonario, regresa a su hogar; indicándonos, así, que sigue amándola.

       El tragicómico cine de Chaplin encuentra en “La quimera del oro” su máxima expresión, haciéndonos reír con personajes que están en peligro de muerte constante, inmersos en una inconmensurable soledad helada, lejos de su hogar y de su familia, personajes que lo arriesgan todo por un sueño, que no tienen nada que perder, porque lo han invertido todo en esa loca aventura. “En busca de un sueño, se salta al vacío” dice la canción y en el film de Chaplin, así es. Charlot, lo mismo que el resto de exploradores, salta al vacío, exponiéndose a múltiples peligros, en pos de un intento por conquistar el ansiado cuerno de la abundancia. Y Chaplin aprovecha la tragedia, los sueños y el dolor de estos hombres para hacernos reír a carcajadas. Porque, como gran conocedor de la naturaleza humana, sabía que para hacer reír bastaba con encontrar un dolor, común a todos los mortales, y luego, burlarse de él.

       “La comedia es verdad y es dolor” afirma John Vorhaus, en su libro “Cómo orquestar una comedia”, donde mantiene que cada experiencia humana puede llegar a ser graciosa, si somos capaces de comprender la verdad y el dolor que encierran. Y eso era algo que Chaplin comprendía a la perfección. Chaplin se reía de sí mismo, porque sabía que la risa es dolor y que nos reímos de todo aquello que nos duele de verdad. Y puesto que Chaplin era capaz de sentir el dolor de toda la humanidad, las frustraciones de Charlot son las frustraciones de todos nosotros. Todos nos identificamos con el solitario explorador de “La quimera del oro”, porque todos perseguimos sueños, algunos más elevados, otros más asequibles, pero todos soñamos. La vida es sueño, decía Calderón de la Barca y Chaplin sabía que la vida, como cualquier sueño, cualquier frenesí, cualquier ilusión, sombra o ficción, provoca dolor y, por tanto, también es capaz de hacernos reír. Y a través de la risa, sanamos las heridas que ese dolor, que es la vida, abre en nosotros.

miércoles, 30 de octubre de 2019

CHAPLINMANÍA 2

“EL CHICO” (1921) de Charles Chaplin

       En este su primer largometraje, Chaplin abraza a su niño interior, aquel chico que callejeaba por los suburbios de Londres hijo de una madre enferma y de un padre ausente, y convierte a su alter ego, Charlot, en el padre que le hubiera gustado tener. Había dirigido ya cincuenta y tres películas y había pasado de mero actor a escribir, dirigir y, por último, producir las películas en las que participaba. Incluso había compuesto ya dos bandas sonoras para su películas “Vida de perro” (1918) y “Armas al hombro” (1918) ―La banda sonora de “El chico” no la compondría hasta su reestreno en 1971, cincuenta años después de su estreno―. Estaba absolutamente preparado para afrontar un film de más de sesenta minutos y en un estado tal de gracia creativa que consiguió hacer de su ópera prima una hermosa obra maestra.


       El vagabundo (Charles Chaplin) encuentra en la calle un bebé, abandonado por una madre soltera (Edna Purviance), y, tras varios intentos de deshacerse de él, finalmente decide tomarlo a su cargo. Cinco años después, Charlot y el chico (Jackie Coogan) forman una auténtica familia, que, gracias a su astucia e ingenio, sobrevive en un ambiente de gran escasez. La madre del chico, convertida en una actriz de éxito, coincide con su hijo, sin saberlo, en una ocasión en que reparte juguetes entre los niños pobres del barrio y madre e hijo simpatizan, ajenos al parentesco que les une. Charlot cuida del pequeño como si fuera su propio hijo; pero cuando el chico cae enfermo, el médico descubre que Charlot no es su verdadero padre e informa de ello a las autoridades pertinentes. Éstas, considerando que el vagabundo no dispone de bienes suficientes para cuidar al pequeño, se lo arrebatan a la fuerza, para ingresarlo en un orfanato. Charlot consigue rescatar al aterrorizado niño de las garras del Estado y ambos huyen juntos. En ese momento, la madre del niño descubre que el chico es su hijo y, decidida a recuperarlo, ofrece una sustanciosa recompensa para quien lo encuentre. El estímulo económico surte efecto y, mientras Charlot duerme, se llevan al chico a hurtadillas. Al descubrir la ausencia del pequeño, Charlot, desesperado, lo busca por todas partes, hasta que vencido por el sueño se queda dormido, ante la puerta de su casa. Allí, sueña que se reencuentra con el niño en el paraíso y que, convertidos en ángeles, revolotean felices hasta que unos diablillos se cuelan en el jardín celestial, sembrando la discordia y provocando la muerte de Charlot. Charlot despierta de la pesadilla, zarandeado por un policía, que le conduce hasta la casa de la actriz, donde se reúne con el chico y es aceptado por la madre como parte de la familia.

       En la historia de “El chico”, Chaplin aborda el concepto de la paternidad, entendida como una responsabilidad que el hombre adulto adquiere respecto a un menor, sobre la base de un amor incondicional. Y critica la hipócrita priorización, que hace la sociedad, en cuanto al cuidado de los huérfanos se refiere, de las necesidades materiales del niño, frente a sus necesidades afectivas. En la secuencia en la que el médico informa a las autoridades de que Charlot no es el padre natural del niño, porque, según dice, “Este niño necesita que le atiendan como es debido”, vemos, al mismo médico tratando al niño enfermo con suma brusquedad y desprecio mientras Charlot lo hace con la más tierna de las delicadezas. Y cuando el niño se restablece, gracias a los cuidados de Charlot, llegan unos hombres del asilo de huérfanos del condado, para proporcionar al niño lo que Chaplin llama, de manera irónica, en el intertítulo «La atención “como es debido”», que consiste en arrancar al niño de manera violenta de su hogar y separarlo de la persona que lo ha criado ―con el consiguiente sufrimiento por parte de la criatura―, para llevarlo a una institución, donde, sin duda pasará miedo, se sentirá solo y experimentará una sensación de profundo desamparo. 


       Chaplin, que frecuentó en su infancia y adolescencia algunas de estas instituciones, sabía que los niños siempre prefieren vivir con sus seres queridos, incluso en condiciones de extrema pobreza, antes que verse recluidos en un frío asilo, donde no significan nada para nadie. La influencia de sus primeros años de vida, en esta película, es evidente, como también lo es el hecho de que fuera, precisamente, la muerte de su primogénito, que había nacido de forma prematura, el desencadenante de este proyecto personal, sobre el amor entre un padre y un hijo, que comienza con estas palabras: “Una historia con una sonrisa y, tal vez, una lágrima”.

       Una historia que el mismo Chaplin califica de comedia dramática y en la que refleja no sólo el profundo vínculo entre un chico y su padre adoptivo, sino también el dolor de una madre sin recursos, forzada a abandonar a su bebé, con la esperanza de que reciba, de otros, lo que ella no puede proporcionarle. Chaplin hace toda una defensa de la maternidad fuera del matrimonio, al presentarnos a la madre del chico con una frase que define su postura solidaria respecto al drama de las madres solteras: “La mujer cuyo delito era ser madre”. Esto, en una época en la que ser madre soltera era todo un estigma de inmoralidad para la sociedad, supone un valioso alegato a favor del derecho de la mujer a vivir su maternidad con dignidad, independientemente del estado civil en que ésta se produzca. Y, por ende, supone, además, una crítica a los prejuicios de la sociedad respecto a las relaciones sexuales de las mujeres fuera del matrimonio.
       El padre natural del chico, por su parte, es presentado como un ser egoísta, completamente centrado en su carrera de pintor, que apenas tiene un pensamiento para la madre de su hijo y para el recién nacido, antes de olvidarse de ellos para siempre.

       Chaplin utiliza dos metáforas visuales para ilustrar, por una parte, el sufrimiento de la madre y, por otra, la indiferencia del padre. Con la imagen de Jesucristo subiendo la montaña con la cruz a cuestas nos muestra el dolor de la madre soltera cargando sin recursos con su criatura, sumida en la más absoluta soledad. Y con la imagen del padre arrojando al fuego la foto de la mujer a la que ha abandonado, nos enseña la frialdad con la que el hombre elude su responsabilidad de padre. Chaplin recuperaría este personaje del pintor, que abandona a su suerte a la chica enamorada, en el film “Una mujer de París”, en 1923, interpretado también por Edna Purviance.

       Otro recurso frecuente en la imaginería Chapliniana consiste en la utilización de lo onírico como vehículo para expresar el anhelo más profundo de los personajes, dándonos, así, a conocer su motivación principal para la acción. Y no importa si la persona que sueña lo hace despierta ―como ocurría en “Tiempos modernos”―o dormida. En el caso de “El chico”, el sueño de Charlot nos traslada al paraíso, donde Charlot ve cumplido su deseo de reencontrarse con el chico, que le ha sido arrebatado durante la noche, para poder llevar con él una existencia feliz en un lugar idílico, donde todo es paz y amor. Pero Chaplin va más allá del deseo del personaje y nos muestra además sus miedos, bajo la forma de unos diablillos, que se cuelan en el paraíso y susurran tentaciones al oído de las almas buenas, para provocar su perdición. Chaplin nos da a entender que el vagabundo teme caer en alguna tentación carnal que le arrastre a la muerte, separándole de su amado niño. El bien y el mal están presentes en el alma del vagabundo, que es consciente de la debilidad del ser humano y del poder destructivo de la presencia del mal en el mundo. “El mal entra sigilosamente”, reza el intertítulo, que da paso a la escena en la que Charlot cae en la provocación de la novia de otro ángel, causando su propia destrucción.

       En esta secuencia del sueño de Charlot, Chaplin experimentó con el uso de efectos especiales para crear instantes mágicos de cierta comicidad, tales como hacer volar o desaparecer a algún personaje. Mediante estos efectos especiales, vemos a Charlot y al chico emprender el vuelo, convertidos en angelitos, para dar una vuelta por “la tierra de los sueños” o al chico desaparecer, ante nuestros ojos, del lado de Charlot cuando éste es abatido.

       Por último, la gran influencia del destino en la vida de los personajes, presentada como una serie de casualidades aleatorias, detrás de las que se adivina la voluntad divina, es el recurso empleado por Chaplin para que el vagabundo y el chico alcancen un final feliz. Ese final con el que, probablemente, soñó Chaplin de niño: poder vivir en un hogar confortable, con su padre y con su madre, a salvo de la miseria y de las autoridades. Un sueño que el niño Chaplin nunca llegó a alcanzar, pero que el chico de la película sí logra obtener. También bajo la forma de una coincidencia, el destino provoca el primer encuentro del chico con su madre: La madre está recordando con tristeza al bebé que abandonó, cuando su hijo, ahora de cinco años, se sienta detrás de ella en un escalón, mirándola con simpatía, hasta que ella se vuelve hacia él y sus miradas se encuentran. 


       Momento mágico y conmovedor que anticipa el feliz desenlace de madre e hijo. Y gracias a otra casualidad “divina”, la madre descubrirá que el chico es su hijo, cuando el médico le enseñe la misma nota que ella dejó entre las ropas del bebé, y podrá recuperarlo.

       En definitiva, la simbología de las metáforas visuales, el uso de lo onírico como medio para conocer el motor del protagonista y la fuerza del destino, como manifestación de los designios divinos, constituyen los tres pilares esenciales del universo cinematográfico de Chaplin, en este canto a la infancia de los niños que no tienen nada. Un poema cinematográfico en el que Chaplin realiza una crítica devastadora a la inhumana postura de las autoridades de los orfanatos frente a la indefensión de los huérfanos. Autoridades que son representadas, en el film, por personajes arrogantes y rastreros que tratan al niño a empujones y al vagabundo con altanería, mientras no dudan en ejercer la violencia contra ambos para imponerles el ingreso del chico en la institución.


       En la película, Chaplin, interpretando al vagabundo, parece adoptar el rol de ese padre con el que siempre soñó. Un padre dispuesto a proporcionarle alimento y protección; por eso siempre vemos a Charlot y al chico comiendo de manera humilde pero abundante ―incluso desayunan tortitas con caramelo― y a Charlot defendiendo al chico de los matones del barrio. Sin embargo, al observar con detenimiento la sorprendente interpretación del niño Jackie Coogan, encarnando al chico, nos damos cuenta de que es el vivo retrato del vagabundo, una especie de Charlot en pequeñito.

Sus gestos, sus reacciones, su forma de andar y de correr son idénticas a las de Charlot, incluso, mientras duermen, los dos sufren los mismos espasmos musculares en las piernas, de tal manera, que podemos afirmar que Chaplin no sólo encarna, en la película, al padre que nunca tuvo, sino también al niño que fue, dotándolo, con su fantasía, de todo lo que a él le faltó.

       La figura del policía de barrio, con el que se tropiezan constantemente Charlot y el chico, sirve a Chaplin para narrar la educación picaresca que el vagabundo imparte al chico, orientada, básicamente, a lograr la satisfacción de las necesidades primarias, agudizando el ingenio y sin tomarse la ley demasiado en serio. Ante esta forma de vida, el policía se convierte en el obstáculo constante para alcanzar las metas. Tanto Charlot como el chico desconfían de los policías, los evitan, los burlan y, siempre que pueden, los engañan para que les dejen seguir con su peculiar manera de “trabajar”.

El policía como “obstáculo” es una constante en el cine de Chaplin, a causa de su eterno desafío cómico a la figura de la autoridad, con la que siempre conseguía provocar la risa del público. En presencia de la policía, Charlot se comporta, o bien como un niño que, sorprendido en alguna falta teme ser castigado por el adulto, o como el niño que trata de evitar ser descubierto por el adulto cuando persigue un objetivo ilícito. En la misma secuencia del sueño, Charlot es abatido por el disparo de un policía, del que trataba de huir con sus alas de ángel. Sin embargo, a pesar de esta eterna rivalidad, será un policía el que lleve a Charlot junto al chico al final de la película. Así, en el film, la autoridad aparece como un incordio, un impedimento para la libertad del individuo, pero, al mismo tiempo, como algo necesario para el mantenimiento del orden social. Es divertido burlarse de ella, aunque hay que acatarla por el bien común. Chaplin afirmó en una ocasión: “Todo lo que necesito para hacer humor es un parque, un policía y una mujer hermosa”. El parque, por ser un ambiente ideal para desarrollar su característico humor físico, lleno de cabriolas, persecuciones, porrazos y caídas; el policía, como obstáculo que se opone a los deseos del protagonista y, para expresar este deseo, la mujer hermosa. Así, con esos tres elementos, Chaplin era capaz de responder a las preguntas básicas que debe hacerse cualquier guionista: ¿Quién? El vagabundo. ¿Qué desea conseguir? La mujer hermosa ¿Cuál es su obstáculo? El policía. ¿Dónde? En un parque. El resto, es decir, el ¿cómo?, era cuestión de imaginación, algo que Chaplin poseía a raudales.

       Pero la astucia que el chico aprende de Charlot no sólo le sirve para procurarse todo lo que necesita para sobrevivir, sino también para ponerse a salvo de todos aquellos abusones, que se sirven de su fuerza física para aprovecharse de los demás. Ante este tipo de matones, Charlot tiene su propio código de conducta, él no pone la otra mejilla, él devuelve el golpe. Y eso es lo que enseña a su pequeño. Chaplin no pretende de Charlot la bondad ni la perfección espiritual, sino la justicia. Poner la otra mejilla puede ser una buena enseñanza de cómo debemos responder ante el mal, pero no es gracioso. Sin embargo, ver al chico tumbando al matoncillo del barrio a puñetazo limpio o a Charlot, sirviéndose de un ladrillo, para hacer lo propio con el hermano mayor del matoncillo, es desternillante.


       Chaplin demuestra su conocimiento sobre las reacciones humanas, dotando a su vagabundo de ese lado oscuro que todos llevamos dentro. La credibilidad de sus reacciones, ante cualquier situación inesperada, nos hace reír porque, como humanos, nos identificamos con la respuesta del vagabundo. Por ejemplo, la primera reacción de Charlot al encontrar al niño es la reacción más humana que se puede tener ante un problema semejante, deshacerse de él. Chaplin nos hace reír con esta reacción cuando vemos al anciano, al que Charlot acaba de endosarle el niño, endosándoselo, a su vez, a una señora, que termina devolviéndolo a las manos de Charlot. Todos los que se encuentran al huérfano tratan de eludir la responsabilidad de hacerse cargo de él, sencillamente, porque es lo más humano.

       La educación que el chico recibe de Charlot también incluye cierta formación religiosa. Charlot enseña al chico a rezar antes de comer y antes de dormir, y la fe del vagabundo penetra tan hondo en el alma del chico, que éste al verse arrastrado al orfanato en la parte de atrás de un camión ―del mismo modo en que se transporta el ganado―, se pone a rezar con fervor, elevando al cielo sus ojos, arrasados en lágrimas. Y es, entonces, cuando Charlot sacando fuerzas de flaqueza logra librarse de sus tres oponentes, para correr a rescatar al niño. También, la oración de la madre, en el momento de abandonar a su bebé, es oída por Dios, que libra al niño de los ladrones, para ponerlo en manos del compasivo vagabundo.


       El tipo de figura paterna encarnado por Charlot, en el film, es el de un hombre independiente y autosuficiente, capaz de cuidar de su hijo y de su hogar, sin la ayuda de ninguna mujer ―aunque sea de una manera negligente y poco escrupulosa― y capaz, al mismo tiempo, de procurar al niño el amor y la formación necesaria para saber desenvolverse en el mundo. Como vemos, la visión que nos ofrece Chaplin de la figura paterna, que por tradición se suele relacionar con la autoridad y el poder económico, es una visión muy moderna, para su tiempo, que incluye, además, las funciones propias de la figura materna, confortar y cuidar. Charlot hace de padre y de madre del chico y lo hace sin ayuda de nadie. Chaplin crea, en la pantalla, un padre ideal, aunque lleno de defectos, que nos llega al corazón, por representar a ese arquetipo de padre, que todos guardamos en nuestro inconsciente, un padre, lleno de valor y coraje, que nos ama tanto, que está dispuesto a afrontar cualquier peligro por nosotros.


       Con su sorprendente habilidad para mezclar poesía y humor, Charles Chaplin nos deslumbra, en su primer largometraje, con esta historia de corte social, fuertemente comprometida con las clases más pobres de la sociedad. La belleza de sus sugestivas imágenes dramáticas, la armoniosa composición de sus coreografías cómicas, así como la interpretación naturalista y espontánea de sus personajes hacen de “El chico” un film, lleno de poesía, humor y ternura, provisto de una conmovedora profundidad, fruto de la sincera preocupación de su autor por la dureza de la infancia, de todos aquellos que tienen la desgracia de caer bajo la tutela de la administración. Pobres desdichados que, aparte de su propio ingenio y fantasía, sólo pueden contar con la protección divina.

lunes, 30 de septiembre de 2019

CHAPLINMANÍA 1

“TIEMPOS MODERNOS” (1936) de Charles Chaplin


       Hace ochenta y tres años, Chaplin ya nos alertaba, en “Tiempos modernos”, de los peligros que la revolución tecnológica albergaba para el ser humano, mediante unas divertidas imágines de Charlot, absorbido por una gigantesca máquina en la que quedaba atrapado como un engranaje más. Chaplin nos mostraba su visión de los tiempos tecnológicos que se acercaban, unos tiempos que nos harían progresar, pero que también nos alienarían, hasta casi convertirnos en autómatas. Sin embargo, su película es mucho más que una advertencia sobre la industrialización, es un reflejo de la terrible situación económica en la que, casi diez años después de la gran crisis, aún se encontraba sumida la sociedad norteamericana. Los terribles efectos del desempleo, miseria, hambre, explotación, alienación y delincuencia, son tratados por Chaplin, en clave de humor, a través de su inmortal vagabundo, en esta película sincera y honesta, realizada por un director que había vivido en primera persona una infancia llena de penurias y conocía a la perfección el estado de extrema necesidad que estaba narrando. Chaplin se posiciona claramente en el punto de vista del obrero, que padece los efectos negativos de un capitalismo feroz, capaz de exprimir al trabajador con tal de acumular riquezas; razón por la cual, a partir del estreno de esta película, comenzó a ser investigado, bajo la sospecha de simpatizar con el comunismo, una de las peores desgracias que te pueden acontecer si vives en los Estados Unidos. Chaplin siempre negó tales acusaciones.

       El famoso vagabundo, llamado en España Charlot, comienza la película como un obrero más de la fábrica de acero, donde los trabajadores son explotados hasta la extenuación mientras son controlados, a través de cámaras de vigilancia, por un director, omnipresente, empeñado en sacar el máximo rendimiento de sus empleados, incluso en sus horas de descanso. El frenético ritmo del trabajo, extremadamente repetitivo, que desempeña en la fábrica, termina por provocar en Charlot una crisis nerviosa, que le conduce a un sanatorio. Tras salir del hospital, la fábrica ha cerrado por la huelga y Charlot, tomado por un líder sindical, es encarcelado. En la cárcel, Charlot impide un motín y vive a cuerpo de rey; pero su buena acción es premiada con la libertad y debe abandonar la prisión. De nuevo en la calle, sin empleo, Charlot trata de meterse en líos con el propósito de volver a la cárcel, pero conoce a una ladronzuela, que ha perdido a su padre a causa de los enfrentamientos de los huelguistas con la policía, y a partir de ese momento se vuelven inseparables. Charlot lucha por hacer realidad el sueño de la chica de tener una casa, pero, por una u otra razón, cada vez que consigue un trabajo, termina dando con sus huesos en la cárcel. Hasta que, después de muchos trabajos fallidos, la chica y Charlot encuentran trabajo en un café cantante, donde ella trabaja como bailarina y él interpreta canciones cómicas, y entonces, cuando parece que todo empezaba a irles bien, los agentes de menores, que buscaban a la chica, aparecen para llevársela. La pareja logra escapar y, a pesar de que la chica se derrumba al verse de nuevo en la calle, Charlot consigue contagiarle su optimismo y, haciendo renacer dentro de ella la esperanza, ambos se ponen en pie y, cogidos de la mano, caminan con una sonrisa hacia un nuevo horizonte.


       En esta historia, el genio de Chaplin logra hacernos reír a carcajadas con la frustrante lucha de esta tierna pareja de vagabundos, empeñados en salir adelante en un país azotado por el desempleo. En su afán por alcanzar la tan ansiada prosperidad, los protagonistas tendrán que hacer frente a la maquinización del trabajo, a la cárcel, al hambre, a la persecución de las autoridades, a las drogas, a la orfandad, a la mendicidad, a la temporalidad del trabajo y a una vida, como decía Shakespeare, llena de ruido y furia, que no significa nada. Y con el optimismo y la alegría heroica de sus dos vagabundos, Chaplin nos da toda una lección de coraje y determinación. Las palabras finales de Charlot a la chica, cuando ésta se derrumba, son de tal coraje, que nos desarman:

       “La chica: ¿Para qué continuar?
       Charlot: ¡Ánimo! No te rindas nunca. ¡Saldremos adelante!”

       Este es el mensaje de Chaplin, en 1936, a todos los desheredados del país en el que vivía, un grito de esperanza y de absoluta determinación, dentro de un final Chaplinesco por excelencia, en el que sus protagonistas, se alejan caminando con confianza hacia un futuro desconocido. Esta clase de desenlace cargado de incertidumbre constituye un rasgo característico de la mayoría de las películas de Chaplin, donde los finales suelen ser positivos, pero nunca felices del todo. Pues la realidad y la coherencia se imponen al tierno romanticismo, que inundan las películas de este soberbio cineasta, dotando a sus historias de una gran credibilidad, a pesar de la exagerada fantasía de su tronchante puesta en escena.


       El caos reinante, en esos “tiempos modernos” de los que nos habla Chaplin, queda reflejado, en el argumento de la película, con la alternancia, en la vida del protagonista, de trabajo y cárcel. Charlot se esfuerza en alcanzar su objetivo, pero choca contra un mundo hostil, que le arrastra al desastre, en todos sus intentos por ganarse la vida. Y lo mismo le sucede a la muchacha, una chica alegre y llena de vida, que se sobrepone una y otra vez a los terribles reveses de su miserable existencia, hasta perder la esperanza. El vagabundo y la chica se encuentran por azar y, a raíz de sus respectivos problemas con las autoridades, surge entre ellos una afinidad natural que les convierte de forma espontánea en una familia. Cuando el furgón de la policía, en el que ambos son transportados a la cárcel, sufre un accidente, la chica escapa y sale corriendo, pero se detiene un instante para tender su mano a Charlot y, desde el momento en que él coge la mano de ella, la unión de ambos queda sellada. Juntos se enfrentarán a esos tiempos modernos ―entiéndase difíciles―, que les ha tocado vivir. “Malos tiempos para la lírica”, decía una canción de Golpes bajos; sin embargo, con Charles Chaplin de por medio, por muy malos que puedan llegar a ser los tiempos, la lírica de su cine siempre se las ingeniará para prevalecer sobre ellos.


       El personaje de Charlot, ese vagabundo avispado y distinguido, siempre irreverente con los representantes del poder, aparece por última vez en “Tiempos modernos”, y se despide de nosotros, rompiendo su silencio por primera vez, con una canción cómica cantada en un idioma ininteligible, formado por la mezcla de varios idiomas. Podría decirse que Chaplin se negó a elegir para su vagabundo, que siempre se había comunicado con el mundo a través del idioma universal del humor, un idioma concreto. De manera que, cuando el sonido se impuso en el cine, Charlot decidió colgar su bastón, su sombrero y sus botas, para siempre, después de haber hecho reír al mundo entero.

       El gag Chapliniano que hizo inmortal a Charlot, ese gag físico capaz de burlarse de cualquier limitación impuesta al ser humano por el orden social establecido, lograba liberar al niño que todos llevamos dentro, haciéndolo reír a carcajadas. Un gag siempre encaminado a hacer valer la libertad individual, a desafiar a la autoridad, a defender al débil y al oprimido, a hacer justicia y a dar una lección a los abusones, un gag que se manifiesta como una reacción física, ingeniosa e inmediata, ante una situación frustrante para el individuo. Y no tiene por qué ser una reacción verosímil ni realista, puede ser espectacular, fabulosa y exagerada, siempre que cumpla con su única obligación, ser cómica. Chaplin era capaz de parodiar, con sus gags, cualquier acción cotidiana y molesta de nuestra existencia, reaccionando ante ella de una manera inesperada e hilarante, que convertía hasta la respuesta más pequeña e insignificante de Charlot en toda una hazaña.


       El gag Chapliniano cumplía con la doble función de sostener toda la comicidad de la película, además de darnos a conocer al personaje, mediante sus reacciones. Y como la imaginación de Chaplin tenía el poder de crear millones de gag en una sola secuencia ―incluso, a veces, mientras Charlot protagonizaba un gag en primer plano, otro personaje protagonizaba otro gag, en un segundo plano―, hasta la unidad dramática más pequeña del guión, de cualquiera de sus películas, resultaba animada, tronchante y llena de vida. Y, precisamente, por estar laboriosamente pensados y trabajados, así como repletos de ingenio, gracia y originalidad, sus films eran de una maestría cómica de tal calibre, que ni un solo segundo del metraje tenía desperdicio.


       En cuanto a las reacciones del personaje de Charlot, que el gag Chapliniano ponía de manifiesto, hemos de decir que solían ser espontáneas, atrevidas, rebeldes y propias de una persona digna, sin inhibiciones, segura de sí misma y, también, según algunos, vengativa. Es cierto que Charlot nunca dejaba una afrenta sin respuesta, pero no había rencor en sus reacciones, sino un elevado sentido de la justicia y de la estimación personal. No es lo mismo vengarse, que darle una lección a quien nos maltrata. La mirada y el gesto de Charlot eran la viva imagen de la flema inglesa, pasara lo que pasara, Charlot nunca perdía su distinción ni daba demasiada importancia a lo ocurrido, se limitaba a encogerse de hombros o a mirar un segundo, directamente a cámara, buscando la complicidad del público, con ese gesto suyo tan habitual que consistía en elevar las cejas y arrugar ligeramente la comisura derecha de sus labios. La calma de Charlot era uno de sus rasgos más definidos, ni siquiera cuando enloquece en la fábrica parece estar sufriendo, más bien resulta extrañamente divertido con su propio desequilibrio mental, casi se diría que disfruta de ese momento, viviéndolo como una explosión de alegría, después de tanta represión.


       Hay que resaltar que el humor físico, casi de acróbata, de Charlot formaba una parte indispensable de sus gags, tal y como queda patente en el film, en la secuencia de la juguetería de los almacenes, cuando Charlot y la chica se divierten patinando y vemos al vagabundo patinar, con los ojos vendados, por una zona elevada desde donde la caída sería brutal. Recordemos que Charlot ya aprovechó, con excelentes resultados, su virtuosismo sobre los patines como fuente de humor en el corto “Charlot, héroe del patín” (1916).


       La agilidad de Chaplin y la armonía y exactitud de sus movimientos demostraban una gran preparación física y una concienzuda coreografía de cada una de las secuencias, antes de su filmación. Y toda esta planificación hacía posible que el encanto de Charlot brillara en cualquier situación, por humillante, peligrosa o dramática que pudiera resultar, contagiándonos su amor por la vida, su indomeñable libertad y su inmunidad al desaliento.


       La muchacha, interpretada de manera enérgica, por Paulette Goddard, supone una de las más acertadas y leales compañeras de todas las que aparecen en las películas de Charlot. Esa ladronzuela indómita, alegre y buscavidas nos cautiva por el coraje con el que se enfrenta a las adversidades de su jovencísima existencia. Nunca Charlot tuvo a su lado una chica tan independiente y tan capaz como él mismo. Y nunca Paulette Goddard estuvo tan llena de gracia y belleza como en el papel de esta huérfana de la calle, poseedora de una salvaje y conmovedora ansia de libertad. La actriz protagoniza, junto a Charlot, una de las secuencias más entrañables del film, cuando la pareja de vagabundos pasa una noche de ensueño, dentro de los almacenes, comiendo hasta hartarse, patinando por la sección de juguetes, probándose ropa cara y durmiendo en camas confortables. Lo mismo que dos niños, en una mañana de Reyes, Charlot y la Chica se divierten deambulando por los almacenes y disfrutando de todas las comodidades y los lujos a su alcance, aunque sea sólo por unas horas. Paulette Goddard supo interpretar a su personaje con un pícaro desenfado y con una expresividad que desbordaban la pantalla en todas sus apariciones. Y aunque también trabajó con Chaplin en “El gran dictador” (1940), donde interpretaba a una decidida y valiente muchacha, sólo volvería a resultarnos tan fascinante en “Memorias de una doncella” (1946), de Jean Renoir.


       “Tiempos modernos” pertenece al cine mudo, a pesar de que se rodó nueve años después de la primera película sonora de Hollywood y, curiosamente, en la película, el vendedor mecánico propone, al director de la fábrica, hacer una demostración de la máquina “alimentadora”, empleando la siguiente frase:

       “Las acciones son más ilustrativas que las palabras”


       Frase que parece resumir la opinión de Chaplin respecto al cine sonoro. Sin embargo, en “Tiempos modernos”, comprendiendo que el sonoro era imparable, el director ya comenzó a experimentar las posibilidades del sonido como elemento cómico. Así, en el film podemos escuchar algunas voces humanas ―siempre a través de aparatos mecánicos, como la radio, un disco o un altavoz―, cuyo sonido es aprovechado para obtener un resultado humorístico. Tal es el caso del director de la fábrica de acero, cuando sorprende a través de las cámaras a Charlot fumándose un cigarrillo en el baño, en su tiempo de descanso, y le sobresalta con su autoritaria voz.


       Chaplin utiliza, también, algunos efectos de sonido para realzar la comicidad de algunas escenas; por ejemplo, los diferentes sonidos de la fábrica, los crujidos de la “alimentadora” cuando se avería o los terribles ruidos de la ciudad, cuando Charlot sale del sanatorio, después de que el médico le aconseje llevar una vida tranquila.

       El director de la fábrica, siempre vigilando a sus obreros a través de cámaras y dándoles órdenes por los altavoces, nos recuerda al “gran hermano” de la novela “1984” de Orwell, publicada con posterioridad a la película de Chaplin, en la que posiblemente se inspirara el escritor. Pero también Chaplin tuvo sus fuentes de inspiración, como lo demuestra la gran similitud del interior de la fábrica de acero, donde trabaja Charlot, con la estética de la película “Metrópolis” (1927) de Fritz Lang. El enorme reloj con el que da comienzo “Tiempos modernos”, las enormes palancas accionadas por los obreros, los engranajes y paneles de las distintas máquinas que Charlot manipula, sin ton ni son, en su ataque de locura, poseen una apariencia que nos recuerda a la película de Lang. Incluso cuando Charlot está preso, la manera en la que los presos marchan en fila hacia el comedor de la cárcel parece inspirada en “Metrópolis”. Y es que si hay algo que demuestra la grandeza de una obra de arte, es su capacidad para inspirar a otros artistas. Chaplin, que posiblemente sea uno de los cineastas más grandes que ha dado el cine, inspiraba y a su vez sabía inspirarse en los demás.


       La inolvidable imagen de la máquina devorando al obrero, en esta obra maestra de Chaplin, es, sin duda, una de las imágenes más sugerentes de toda su filmografía. Inolvidable metáfora de cómo el capitalismo, en su empeño por sacar el mayor beneficio posible de la producción, explota al obrero en las fábricas hasta la extenuación, con sus infernales máquinas, que enloquecen y devoran a los seres humanos a cambio de un salario ínfimo, que ni siquiera les garantiza la posibilidad de sacar adelante a sus familias. Asimismo, las terribles consecuencias de las crisis, que acompañan a todo sistema capitalista, tales como el empobrecimiento de la clase obrera, los duros enfrentamientos entre los huelguistas y la policía y las interminables jornadas laborales son presentadas, en la película de Chaplin, como los principales causantes del aumento de la delincuencia, entre los miembros de la clase trabajadora, que se ven abocados al robo como única salida para satisfacer sus necesidades más básicas.

       “No somos ladrones. Tenemos hambre” ―se justifica el compañero de la fábrica de acero, cuando Charlot lo sorprende robando en los almacenes.


       Con semejantes críticas al capitalismo, no es de extrañar que Chaplin fuese investigado como sospechoso de comunismo en los estados unidos, probablemente, no porque fuera considerado una amenaza real para el país, sino en un intento por silenciar sus opiniones negativas sobre el sistema económico - social norteamericano.

       En realidad, Chaplin se limitaba a hacer lo que todo artista comprometido con la sociedad de su tiempo hace, observar el mundo y contar lo que ve. El problema era que Chaplin era un narrador excepcional y cuando contaba lo que veía, lo contaba tan bien, que sus sátiras no sólo cumplían una función meramente lúdica, sino que resultaban tremendamente moralizadoras para el público. Y ya se sabe que siempre hay, en política, personas a las que no les interesa que la gente piense y, por lo tanto, se dedican a perseguir a todos aquéllos que nos hacen pensar.