miércoles, 29 de septiembre de 2021

WYLERMANÍA 2

CÓMO ROBAR UN MILLÓN (1966) de William Wyler
      

       Después de sorprender al mundillo cinematográfico con El coleccionista (1966), película que supuso para Wyler un auténtico renacimiento, el director regresó al género de la comedia con la historia de este divertido e ingenioso robo, que culmina con el romance de sus protagonistas.
     
       El guión, escrito por Harry Kurnitz (Hatari, Testigo de cargo y El nuevo caso del inspector Clouseau) a partir de una historia de George Bradshaw, se adentra en la capacidad del ser humano para realizar verdaderas hazañas cuando se trata de proteger a sus seres queridos, llegando incluso al extremo de cometer las más descabelladas locuras.


       Nicole Bonnet (Audrey Hepburn) trata de convencer al granuja de su padre, Charles Bonnet (Hugh Griffith), falsificador de obras maestras de la pintura, de que exponer en un museo su falsa Venus de Cellini es muy peligroso. Aún así, Bonnet cede la estatua y acude orgulloso a la inauguración, donde el millonario y coleccionista de arte, Davis Leland (Eli Wallach), queda prendado de la escultura. Esa misma noche, un intruso (Peter O’Toole) se cuela en la mansión familiar para tomar una muestra del último Van gogh pintado por Bonnet. Nicole lo sorprende y tomándolo por un ladrón que pretende llevarse el cuadro, le dispara por accidente causándole una herida superficial en el brazo. Como no se atreve llamar a la policía por temor a perjudicar a su padre, le desinfecta la herida, le lleva a su hotel y el caradura del ladrón, que se hace llamar Simon Dermott, se despide de ella con un beso. Más tarde, Simon en su habitación del Ritz analiza la muestra del cuadro comprobando que se trata de un Van gogh falso. Sin embargo, hace creer a Bernard DeSolnay (Charles Boyer), comerciante de arte que le ha contratado para desenmascarar a Bonnet, que el Van gogh es auténtico. Por su parte, Davis Leland se enamora de Nicole, tras contactar con ella para que le ayude a convencer a su padre de que le venda la Venus. Nicole, al saber que su padre acaba de firmar un documento para asegurar la Venus sin saber que también autorizaba un examen técnico de la misma, se desespera ante el temor de que se demuestre que la Venus es falsa y todas las falsificaciones de Bonnet salgan a la luz dando con él en la cárcel. Así que, le propone a Simon Dermott robar la Venus del museo. Éste se muestra reacio, pero se ha enamorado de Nicole y termina aceptando. De modo que, tras estudiar el terreno e investigar todos los aspectos y costumbres del personal y del propio museo, Simon traza un plan. Pero, justo antes del robo, el Sr. Leland retiene a Nicole con una propuesta de matrimonio tan insistente, que ella termina comprometiéndose sólo para llegar a tiempo al museo. Una vez allí, Simon y ella, mezclándose entre los visitantes, se esconden hasta que el museo queda vacío. A partir de ahí, Simon, sirviéndose de algunos artilugios que lleva consigo, logra hacerse con la Venus en un espectacular alarde de ingenio y destreza, que deja a Nicole totalmente fascinada; sobre todo al descubrir que Simon, aun sabiendo desde el principio que la Venus era falsa, la ha robado para ella. Tras el robo, Leland enloquece y pide a DeSolnay que le ayude a encontrar la Venus; DeSolnay le pone en contacto con Simon Dermott, que le obliga a renunciar a Nicole a cambio de la escultura. Charles Bonnet y su hija están felices por haberse librado de la cárcel, pero la pobre Nicole se lleva otro susto al descubrir que Simon no es un ladrón, sino un detective especializado en robos de obras de arte y en desenmascarar falsificadores.


       Aunque en ocasiones se ha tachado la película de comedia agradable e insustancial y sobre todo carente de ritmo, hay que decir en su favor que, si bien es cierto que el manejo del tiempo es fundamental para que una comedia funcione, eso no significa que todas las comedias deban tener un ritmo endiablado, sino el ritmo adecuado al tipo de historia que se está contando, de cómo se está contando y, por supuesto, del tipo de humor con el que se está contando. Y dicho esto, recordemos que el cine de Wyler es pausado, por tanto, sus comedias también lo son. El mismo guión de Kurnitz desarrolla un tipo de comedia que prioriza el humor verbal, por encima del humor físico, más propio de comedias disparatadas y de golpe y porrazo (slapstick), donde el bullicio es mucho mayor, comedias que no encajan, de ningún modo, con el estilo de Wyler. Sin embargo, una comedia bien hecha, elegante, con una comicidad cuidada al detalle y rebosante de ingenio, luz y romanticismo, esa sí es una comedia de Wyler y eso es Cómo robar un millón. Y si a todo eso, le sumamos una gran elección y dirección de actores, una sucesión de planos idóneos y una puesta en escena exquisita, tenemos una valiosa comedia, que no debemos caer en el error de menospreciar. De hecho, el film cuenta con momentos magistralmente realizados que demuestran el inmenso talento de Wyler como artesano del cine. El encuentro de los protagonistas, por ejemplo, está cargado de suspense, es interesante, divertido y romántico, una chica en camisón sorprende a un atractivo ladrón en su casa y, aunque decide dejarlo marchar, termina pegándole un tiro, sin proponérselo.


       «Simon: Oiga, no llame a la policía, deme otra oportunidad. Sólo pensaba llevarme un cuadro y usted tiene muchísimos. Seguro que ni lo hubiera notado. Lo pondré en su sitio. Es precioso, qué lástima…
       Nicole: Sabía que mi padre y los criados no estaban, ¿cómo?
       Simon: En mi oficio hay que saber esas cosas. Si la he asustado, lo siento de veras. Creí que estaría en la inauguración con su padre, un gran acontecimiento… En realidad, usted también me asustó a mí, conque, estamos en paz.
       Nicole: ¡Es usted un fresco!»


       Por otra parte, la secuencia en que la pareja permanece encerrada durante horas en un minúsculo habitáculo del museo, a la espera de poder robar la Venus, plantea una situación claustrofóbicamente cómica, sugerente y divertida, que el realizador supo filmar de manera efectiva, tanto visual como emocionalmente. Esta situación supone una versión romántica de la secuencia del camarote de los hermanos Marx en Una noche en la ópera (1935) de Sam Wood o de la secuencia del vestuario de la piscina en El cameraman (1928) de Keaton y Edward Sedgwick; recordemos que ambas secuencias, narradas en crescendo, terminaban con una explosión de humor físico que en Cómo robar un millón se traduce en un apasionado beso entre los enamorados protagonistas.

       «Nicole (Tras besar a Simon): Es curioso, qué amplio se ha vuelto esto de repente.
       Simon: Es que nos estamos adaptando al ambiente.»

       El film de Wyler pertenece a ese tipo de comedias atrevidamente sensuales, que proliferaban en los años sesenta —sin que el sexo explícito hiciera acto de presencia en ellas—, en las que las frases con doble sentido jugaban un papel fundamental.


       «Simon: Bien, ahí está el cuarto de baño. Quítese la ropa.
       Nicole: ¿Seguro que pensamos en el mismo asunto?
       Simon: No tenga miedo. Es la hora del ensayo, por eso hemos comprado tanta cosa bonita. Vamos, en marcha.»

       Y, por supuesto, la partitura de carácter burlesco compuesta por un joven John Williams aportó un toque de frescura, gracia y dinamismo a la película, que fueron muy del agrado de Wyler, que supo sacarle el máximo partido. Recordemos esos primeros planos de algunos de los cuadros expuestos en el museo que, gracias al sonido de Williams, parecen reaccionar con sus rostros petrificados al robo que se está perpetrando ante ellos.


       Pero Cómo robar un millón también forma parte de un subgénero de comedia cuya trama principal gira en torno a la planificación y ejecución de un atraco, que se complica dando lugar a un sinfín de peripecias cómicas. Películas como Rufufú (1958) de Mario Monicelli, Atraco a las tres (1962) de José María Forqué, Topkapi (1964) de Jules Dassin o Un diamante al rojo vivo (1972) de Peter Yates, por citar algunas, supieron mezclar las características propias del humor y del crimen en un cóctel hilarante que mantiene el interés del público durante todo el metraje. Y todos los robos narrados en estas cintas son perpetrados gracias al ingenio y al desparpajo de un personaje, con una personalidad arrolladora, que despierta la simpatía y la admiración del espectador y que suele acaparar, además, las mejores réplicas del guión. En este caso, ese personaje es Simon Dermott, encarnado a la perfección por un divertido y elegante Peter O’Toole, que acababa de demostrar sus dotes para la comedia en la desternillante ¿Qué tal, pussycat? (1965) de Clive Donner, con guión de Woody Allen. El humor desplegado por O’Toole en Cómo robar un millón es básicamente británico en sus gestos irónicos y refinadas maneras, haciendo gala de una vis cómica de gran magnitud que, sin embargo, pasaría desapercibida en el conjunto de su carrera cinematográfica, donde el actor obtuvo sus mayores éxitos en dramas con personajes de honda complejidad psicológica.

       «Simon: Bonito, ¿eh? Hace más de doscientos por hora. Muy útil para las fugas.
       Nicole: El negocio del robo debe ir muy bien.  
       Simon: Es robado.
       Nicole: ¡Yo no conduzco un coche robado!
       Simon: Es como los otros, cuatro velocidades y una marcha atrás.»


       Uno de los mayores aciertos de la película reside en el trabajo de la simpática y estilosa pareja protagonista, la gran compenetración de los intérpretes, la química existente entre ellos y el atractivo de ambos desborda la pantalla. Audrey Hepburn, al igual que O’Toole, era ya una estrella y ésta sería su tercera y última colaboración con Wyler. La actriz, una vez más, se muestra dulce, encantadora y divertida, dándonos una lección de lo que es tener clase, incluso si se lleva sobre la cabeza un sombrero imposible o se va vestida con un simple camisón, unas botas de agua y un abrigo.

       La actriz supo compenetrarse a la perfección, no sólo con O’Toole, sino también con el veterano Hugh Griffith, que encarnaba a su padre en la ficción, logrando crear entre los tres un atípico triángulo amoroso, en el que la estrecha relación padre-hija se ve alterada con la llegada del inesperado ladrón, que como reza la canción de José Luis Perales, viene a robárselo todo; puesto que no sólo se lleva a Nicole, sino que también se hace con la Venus de Cellini y le obliga, en teoría, a colgar los pinceles de falsificador empedernido.


       «Simon: Usted es un falsificador, mi oficio es descubrir falsificadores y meterlos en la cárcel.
       Bonnet: Eso podría resultar violento.
       Simon: Uno de los dos tiene que retirarse.
       Bonnet: Muy justo. ¿Nos lo jugamos a cara o cruz? ¿Eh? ¿Qué me contesta?
       Simon: Ya lo he hecho yo primero, al venir para aquí.
       Bonnet: ¿Y?
       Simon: Ha perdido usted.
       Bonnet: Oh…
       Simon: Vamos, hombre, se ha divertido en grande y ha sido el mejor. Cuelgue los pinceles y retírese mientras está en plena forma.»

       No se puede negar que exista cierta comicidad en el hecho de que Nicole se enamore de un ladrón, es decir, de un delincuente como su padre y que después, al descubrir que es honrado, se sienta algo desilusionada. Y es que todos, de manera inconsciente e incluso peligrosa, tendemos a enamorarnos de aquellas personas en las que encontramos las características de nuestros padres, ya sean características negativas o positivas. Nicole tiene una relación muy amorosa con su padre y es normal que busque reproducir ese tipo de relación con su pareja, por eso, se siente atraída por el ladrón a pesar de que la actividad delictiva de su padre le provoca una gran preocupación e inseguridad.


       «Nicole: Pues todo estaba oscuro y ahí estaba: Alto, ojos azules, delgado… Muy guapo. Bueno…, a lo bruto, claro. Papá, un hombre terrible... Arrogante, sin escrúpulos, sin sentido de la responsabilidad ni… No sé…
       Bonnet: Conque hablasteis de todo eso, ¿eh?
       Nicole: Bueno, eso fue luego, cuando lo llevé al hotel. (Bonnet se atraganta) ¡Tuve que hacerlo porque le disparé en el brazo con tu pistolón! Pero fue un accidente, creo.»

       El personaje de Charles Bonnet está inspirado en todos aquellos falsificadores de cuadros que se hicieron famosos a lo largo del siglo XX y que, como Bonnet, se sentían sumamente orgullosos de sus obras falsas. El mismo Bonnet cita al más popular de todos, Han van Meegeren, que vendió sus falsificaciones de Johannes Vermeers incluso a los nazis, siendo acusado tras la guerra de alta traición por haber vendido parte del patrimonio artístico de su país a los invasores; aunque se libró de la condena a muerte pintando un Vermeers ante el tribunal y demostrando, así, que los cuadros vendidos eran falsos. Pero, antes de ser descubierto, van Meegeren ganó una fortuna con sus copias y se instaló en una mansión en Niza, donde fabricaba sus falsificaciones con depuradas técnicas, que daban una gran autenticidad a sus cuadros; lo mismo que Bonnet, que al principio del film, en su mansión en París, muestra a su hija con orgullo su técnica para hacer pasar su Van gogh por un verdadero Van gogh.

       «Bonnet: ¡No puede producirse un escándalo! ¡Que vengan los expertos, que traigan sus rayos X, sus microscopios, hasta sus armas nucleares, si quieren! ¿Te acuerdas de lo que pasó con Van Meegeren y todos sus Vermeers falsos? Volvió locos a todos los expertos, ganó todos los rounds, luchó hasta el fin y quedó vencedor.»

       Pero, sin duda, quien mejor comprende y define a Bonnet es el traficante de arte, Bernard DeSolnay, interpretado por Charles Boyer; actor que, con su acostumbrada distinción y naturalidad, da prestancia a un personaje secundario que apenas aparece en el film:

       «DeSolnay: Egocentrismo, vanidad, engañar a todo el mundo y divertirse de lo lindo así. Simon, imagino a Bonnet como un joven pintor… Como muchos otros, copia a los grandes maestros para aprender sus secretos; le gusta hacerlo, pero andando los años, se convierte en una obsesión. Aprende los matices de la luz, del color, de la sombra y de la forma; se identifica con ellos completamente. Cuando pinta a Van gogh es Van gogh y es Lautrec, Cézanne, cualquier pintor que quiera ser. Esa es la verdadera razón. Ah, y también su negocio.»

       En definitiva, Bonnet es un cínico estafador, cuyo mayor encanto reside en que se siente orgulloso de serlo y en que siente un profundo amor por su hija.

       «Bonnet: He dado al mundo la maravillosa oportunidad de estudiar y admirar la Venus de Cellini.
       Nicole: Que no es de Cellini.
       Bonnet: Ah, etiquetas… etiquetas… Tanto trabajar con americanos te ha dado esa obsesión por las etiquetas y las marcas registradas. Tienes que dejar ese ridículo empleo.»


       Nadie hubiera podido encarnar a Bonnet mejor que el excelente actor Hugh Griffith, con ese aspecto de simpático y maquiavélico caradura que tanta verosimilitud aportaba al personaje y que tanto contrastaba con el angelical aspecto de Audrey Hepburn, con la que consiguió crear esa fantasía de complicidad familiar que padre e hija transmitían en cada una de las escenas que compartían.

       En cuanto al peculiar millonario norteamericano Davis Leland, encaprichado cómicamente de la Venus de Cellini y de Nicole Bonnet a un tiempo —posiblemente por el parecido entre abuela y nieta—, cabe destacar la divertida composición que realizó de dicho personaje, el prolífico y gran actor Eli Wallach, que resulta hilarante, tanto en sus momentos de impaciencia infantil por conseguir lo que quiere de inmediato, como en sus momentos de tierna devoción por la estatua o por Nicole. En cada una de las secuencias en las que aparece el actor se come la pantalla y acapara la atención del público con la cómica simplicidad del excéntrico millonario.


       «Nicole: Pero esto es absurdo, ni siquiera nos conocemos. Por favor, vuelva mañana.
       Leland: No, no, decisión tomada. Soy hombre de acción, juicio rápido. Una vez compré así una flota de petroleros; uno de los mejores negocios de mi vida.
       Nicole: Pero yo no soy una flota de petroleros y no me caso con un hombre que apenas conozco.
       Leland: Ya me conocerás, figuro en el anuario financiero americano. (Le pone el anillo a la fuerza) Ya está. Así, cosa hecha, ¿de acuerdo?»

       Por último, es justo mencionar la breve aparición del secundario Jacques Marin en el papel del irascible Jefe de guardia del museo, cuya expresión al descubrir que la Venus ha desaparecido de su pedestal —y que en su lugar se alza desafiante una botella de vino— es sencillamente impagable, por la absoluta honestidad de su humor.


       Siguiendo la moda de la época de los sesenta de rodar en Europa, Wyler eligió la romántica y sofisticada capital francesa para ambientar la película. París, capital de las artes durante casi todo el siglo XX, era el lugar idóneo para situar una historia de personajes relacionados con ese mundo y con la práctica de todas aquellas actividades ilegales que lo rodeaban. Wyler nos muestra un París elegante, pero sin concederle demasiado protagonismo lo mantiene en un segundo plano, usándolo como mero escenario de su cuidada puesta en escena, dando, así, una mayor relevancia a los personajes que están narrando la historia a través de la acción. Una historia de personajes dispuestos a embarcarse en la más irracional de las aventuras para proteger a aquéllos que aman. Nicole decide asociarse con un ladrón, al que acaba de conocer, para cometer un delito con el que evitar que su padre termine sus días en la cárcel; a su vez, Simon se convierte en el ladrón de obras de arte que fingía ser, para que Nicole no se vea salpicada por la profesión ilegal de Bonnet. Ambos personajes, centrados en el bienestar de los demás, ponen en riesgo sus propias necesidades haciendo peligrar su libertad.

       «Simon: Quiero que eche un última y larga mirada a la hierba verde, al cielo azul, al río y los árboles, todo lo que personalmente detesto, por lo cual, una extensa estancia en una cómoda prisión francesa no me importa demasiado.»

       Simon trata de resistirse a dejarse arrastrar por Nicole a cometer un delito que podría arruinar su vida, pero, al final, se compadece de ella, porque sabe que necesita salvar a su padre; de manera que, aun sabiendo que está cometiendo un error, se embarca, por amor, en lo que él sabe que es una auténtica locura.


       «Simon: Oh, no, no, no se atreva a llorar.
       Nicole: Es que tengo una mota en el ojo.
       Simon: No tiene nada en el ojo. Está llorando, está intentando ablandarme.
       Nicole: Eso no es cierto.
       Simon: ¡No le servirá! ¡Yo no me ablando!
       Nicole: Lo sé. Y me voy.
       Simón: Dese prisa. Ande, márchese. Ande, ande. Y espéreme en el museo a las cinco y media en punto. ¡Y no me pregunte por qué o le tiro el cubo a la cabeza!
       Nicole: Sí, señor. Gracias, señor. (Cuando ella sale de la habitación, Simon se golpea la cabeza con el cubo)»

       La misma Nicole, enamorada finalmente de Simon, sufre por haberle puesto en peligro en un robo tan arriesgado y con tan pocas posibilidades de éxito; pero su arrepentimiento llega tarde, cuando ya no hay marcha atrás.

       «Nicole: Qué miedo tengo, me estalla el corazón. Me siento fatal…
       Simon: Mandaría a buscar un médico, pero, francamente, no creo que cupiera aquí.
       Nicole: También tengo miedo por usted, no debí complicarle en esto y si quiere marcharse ahora…
       Simon: Se lo agradezco, de veras. Es usted muy amable…»

       Este comportamiento suicida, en el amor, quizás no sea lo más recomendable en la vida real ni lo más saludable desde un punto de vista psicológico, pero en una comedia romántica resulta emocionante y funciona a la perfección, porque nos transmite de forma rotunda el profundo cariño que sienten los protagonistas el uno por el otro. ¿Y quién no ha soñado alguna vez con ser amado de ese modo?