viernes, 9 de mayo de 2025



PREMINGERMANÍA 2
   
CARA DE ÁNGEL (1952) de Otto Preminger
   

       
En Cara de ángel, Preminger nos ofrece un fiel reflejo de ese tipo de adolescentes fatales, mimadas por sus padres tras quedar huérfanas de madre, que, acostumbradas a salirse con la suya manipulando a los demás, no dudan, al convertirse en mujeres, en utilizar su atractivo sexual para seducir y controlar a los hombres con la absurda ilusión de que, de ese modo, no volverán a ser dañadas. Su belleza, su inmadurez emocional y su incapacidad para aceptar la frustración de sus deseos convierten a esta clase de mujeres, casi niñas, en personas extremadamente peligrosas.
      
       Tras acudir a una emergencia en la mansión de los Tremayne, por un supuesto accidente con el gas de la Sra. Catherine Tremayne (Barbara O’Neil), el conductor de ambulancias, Frank Jessup (Robert Mitchum) conoce a la joven hijastra de la paciente, Diane Tremayne (Jean Simmons) y ambos se sienten atraídos. La chica sigue a la ambulancia hasta el bar del hospital, donde aborda a Frank y lo seduce. Al día siguiente, con la escusa de respaldar económicamente el proyecto de Frank de abrir un taller de coches de carreras, Diane contacta con la novia de éste, Mary Wilton (Mona Freeman), y no duda en informarla de que salió con él la noche anterior. La chica comprende que se haya ante una peligrosa rival y, cuando Frank comienza a mentirle sobre ella, Mary se refugia en su amigo Bill Crompton (Kenneth Tobey), un compañero del hospital. A fin de tener cerca a Frank, Diane consigue que su madrastra le contrate como chófer y éste acepta con la esperanza de que la Sra. Tremayne financie su taller. Pero, una vez instalado en la mansión, Diane trata de convencerlo de que su madrastra ha tirado su proyecto a la basura sólo por el odio que siente hacia ella. Frank comienza a desconfiar de Diane y a echar de menos a Mary. De modo que, cuando Diane afirma que su madrastra ha intentado asesinarla con el gas, Frank comprende que es ella quién quiere matar a su madrastra y toma la decisión de dejar el empleo e intentar reconquistar a Mary. Sin embargo, Diane consigue seducirlo de nuevo ofreciéndose a abandonarlo todo por él y a vender sus joyas y su lujoso coche para invertir en el taller. Pero lo que Diane hace en realidad es sabotear el coche de su madrastra, con el propósito de que cuando ésta lo arranque se precipite por el precipicio que hay junto a la mansión. Para su desgracia, su adorado padre, Charles Tremayne (Herbert Marshall), se monta en el coche junto a su esposa y ambos se despeñan. Frank y Diane son arrestados como sospechosos de asesinato. Diane sufre un shock al descubrir la muerte de su padre y, arrepentida, confiesa a su abogado, Fred Barrett (Leon Ames), que ella los mató y que Frank es inocente. Barrett la disuade de declararse culpable alegando que si lo hace, Frank también será condenado. Con la intención de conmover al jurado, el abogado consigue que ambos se casen antes del juicio y, presentándolos como dos inocentes jóvenes enamorados, logra que los absuelvan. Tras quedar libre, Frank se propone pedir el divorcio. Diane, convencida de que volverá con Mary, decide autodestruirse confesando su crimen, pero Barrett se lo impide. Rechazado por Mary, que ha iniciado una relación con Bill, Frank regresa a la mansión con la intención de recoger sus cosas y marcharse a Méjico. Diane intenta seducirlo por última vez y la negativa de Frank será su perdición.


       Howard Hughes encargó a Otto Preminger la producción y filmación de esta historia original de Chester Erskine para la RKO, dándole plena libertad para cambiar cualquier aspecto del guión que no fuera de su agrado. Preminger supervisó el trabajo de los guionistas Frank Nugent y Oscar Millard hasta quedar satisfecho con el resultado final. Un guión frío, fatídico y oscuro, con un estremecedor retrato psicológico de los personajes que nos hace comprender que son seres abocados a un final funesto. Apoyado en una doble temática, la de la mujer fatal —tema tradicional del cine negro— y la del complejo de Electra, jovencita enamorada de su padre que se niega a compartirlo con su madrastra —más propio de un cine de corte psicológico—, el guión profundiza en los peligros de esas pasiones obsesivas, que tratando de anular la libertad de las personas que las inspiran, terminan destruyéndolas. Carente de todo romanticismo, el guión rezuma soledad, fracaso y vacío existencial, que se ven acentuados por el contraste con la complicidad, el cariño y el respeto que rezuma la historia de amor de los protagonistas secundarios, Mary y Bill. Tan solo la inteligencia de los diálogos, afilados como cuchillos en ocasiones y a veces dotados de un humor algo sombrío, consigue aligerar la intensidad emocional de la trama.


       «Charles: Bien, y ahora no lo niegues, estás esperando que te pida un favor, como de costumbre.
       Catherine: ¿Tú crees?
       Charles: En este preciso momento, con la rapidez de un cerebro matemático, estás calculando el infinito número de posibilidades.
       Catherine: ¿En serio?
       Charles: Verás: primera, “éste se ha gastado el dinero del mes”; segunda, “ya ha pedido prestado el del mes próximo”; tercera, “con toda seguridad ha encargado varias cosas a cuenta en alguna tienda” y cuarta, “me ha besado porque está arrepentido y me quiere mucho”.
       Catherine: ¿Y esas cuatro posibilidades son ciertas?
       Charles: Bueno, especialmente la cuarta.»

       El guión utiliza tres triángulos afectivos que aportan una notable tensión emocional al relato. Por una parte, el triángulo amoroso formado por Diane-Frank-Mary que constituye el hilo conductor de la trama principal. Por otra parte, el triángulo formado por Diane y su otra rival en la cinta, su madrastra Catherine, con la que se disputa la atención y el cariño de su padre; este triángulo, Diane-padre-madrastra, desencadena la motivación fundamental de la protagonista para adentrarse en el crimen. Por último, el triángulo de menor importancia, Frank-Mary-Bill, que como hemos mencionado, aporta el contraste de luz y amor, que acentúa la oscuridad y el egoísmo de la relación de Diane y Frank.


       «Diane: Por favor, contéstame a una pregunta. Dime, ¿no me quieres absolutamente nada?
       Frank: Digamos que te quiero a mi manera. Pero ¿qué hombre está seguro con una mujer como tú?»

       La música algo siniestra y cargada de melancolía que Dimitri Tiomkin compuso para la película nos sumerge desde los títulos de crédito en esa atmósfera de resentimiento soterrado que inunda la mansión de los Tremayne, como una especie de maleficio que anticipa el final de los protagonistas. Cada vez que Diane, sentada al piano, interpreta esa melodía, llena de suspense y profundidad psicológica, parece sumergirse en los abismos más oscuros de su atormentada alma. La mirada perdida y el rostro inescrutable de Jean Simmons, concentrada en sus propias reflexiones, se integran en la música como una nota más de esa inquietante pieza para piano que anuncia la tragedia a la que se encamina sin remedio la protagonista.


       Dicha composición adquiere, al igual que la mansión de los Tremayne, el mismo protagonismo que un personaje más del relato. Esa casa, al borde del precipicio —como lo están también sus habitantes—, iluminada por el director de fotografía Harry Stradling de una forma un tanto expresionista, se nos muestra lujosa y lúgubre a un tiempo y representa una especie de guarida o tela de araña desde la que Diane atrae y atrapa a Frank Jessup. La película empieza con una ambulancia en la que Frank llega a la mansión por vez primera y finaliza con un taxi en el que Frank pretende abandonarla definitivamente, aunque nunca lo conseguirá. El hecho de que Frank intente en varias ocasiones a lo largo del film salir de la casa y de la vida de Diane, sin conseguirlo, resulta algo irreal, angustioso y casi kafkiano.


       Además de la banda sonora de Tiomkin, la fotografía de Stradling y un guión que, tal y como le gustaba a Preminger, daba más importancia a los caracteres de los personajes que al argumento, el director contó con un reparto extraordinario, procedente de la RKO, para construir su obra maestra. Preminger siempre fue considerado un gran director de actores, al que, pese a su fama de ogro en los platós, su método de dejar a los actores libertad para componer sus personajes haciendo que se sintieran creadores de los mismos, parecía darle buen resultado. Jean Simmons, protagonista indiscutible del film, crea un personaje ambivalente que oscila entre la impulsividad de su juventud y la perversidad de su desequilibrio emocional. Una adolescente retorcida que no alcanza a comprender las consecuencias de sus actos y que destruye a todos los que entran a formar parte de su vida, incluso a sí misma. Una joven con cara de ángel y mente diabólica, víctima de su propio infantilismo y de su propio dolor. La actriz interpreta a Diane con tanta dulzura que ni siquiera la estremecedora frialdad con la que ejecuta sus malas acciones consigue despertar nuestra antipatía.

       «Diane: Un día cuando Frank estaba reparando el coche, le pedí que me explicara algo sobre la transmisión automática.
       Barrett: Y él le enseñó cómo sabotear el coche.
       Diane: ¡No! No, pero sé sonsacar lo que quiero a los demás. Lo hago de tal modo que resulta natural. Siempre me contestan lo que me interesa saber sin ni siquiera darse cuenta de que lo hacen.»


       Jean Simmons logra que Diane Tremayne nos parezca, más que una psicópata fría y calculadora, una joven solitaria y triste, que con la apariencia de una atractiva jovencita sabe cómo y cuándo utilizar sus lágrimas para conseguir lo que se propone. Jamás la vemos llorar a solas, ni siquiera cuando, muerto su padre, es abandonada por Frank. Su llanto siempre tiene el malicioso propósito de despertar el instinto de protección en los demás. Simmons nos convence de que el deseo de Diane no es dañar, ella no siente placer haciendo sufrir o matando, tan sólo es una joven, herida por la muerte de su madre y obsesionada por tener el control absoluto sobre todos los que la rodean, para no volver a sufrir. Es la idea de perder ese dominio lo que la enloquece y la vuelve mortífera. Pero la vida no se puede controlar y tratar de hacerlo sólo produce frustración y sufrimiento, ése el drama de Diane, que termina siendo víctima de su propio miedo. Y por eso despierta nuestra compasión a pesar de sus siniestras maquinaciones. Simmons refleja el deseo de Diane de acaparar todo el amor de su padre mostrándose radiante cuando está en su compañía, pero sobre todo cuando éste ridiculiza a su madrastra, a la que ella aborrece.

       «Diane: ¿Ha averiguado la policía cómo ocurrió todo?
       Charles: Piensan que quizás golpeó la llave con el pie sin pretender hacerlo.
       Diane: ¿Y si lo que intentó fue, tal vez…?
       Charles: Oh…, mañana está citada en el club de bridge… Y ya sabes lo que eso significa para Catherine… (Ambos se ríen y se abrazan)»


       Diane Tremayne es una excepcional heroína de cine negro, pero no es la típica mujer fatal a la que solo mueve el dinero. A Diane sólo la mueve el ansia de dominio e incluso llega a sentir un sincero arrepentimiento, en la segunda parte del film, cuando, tras descubrir que ha causado la muerte de su querido padre, toma conciencia de lo que ha hecho, entra en una especie de tristeza, apatía y remordimiento y decide confesar y pagar su crimen ante la sociedad.

       «Diane: Yo tenía diez años cuando mi madre murió durante un ataque aéreo. No he tenido amigos y mi padre lo fue todo para mí. Luego conoció a Catherine, nunca pude soportarla. Recuerdo que aprendí a fingir y siempre jugaba a un juego que empezaba diciendo: Si Catherine estuviera muerta… Sólo pensaba en lo felices que podíamos ser juntos, mi padre y yo. Muerte solo era una palabra, nunca supe lo que significaba hasta que vi sus cadáveres destrozados. Entonces comprendí que ella también le había amado y que nada había hecho para hacerme daño.»

       El gran amor de Diane es Charles Tremayne, su padre, y cuando éste se casa con su madrastra, ella se siente traicionada y se obsesiona con la idea de librarse de la intrusa. El film comienza con un intento fallido de Diane de asfixiar a su madrastra con gas, y entonces conoce a Frank, y la bofetada de éste parece despertar en Diane, no sólo su deseo sexual, sino también la idea de que un hombre de carácter podría facilitarle su propósito de eliminar a Catherine Tremayne. Convencida de que ésta ha convertido a su padre en un inútil, se propone rescatarlo de sus garras, con la ayuda de Frank, para que vuelva a ser el escritor brillante que era antes de conocerla.


       «Diane: Tú no sabes lo que ha hecho de mi padre. ¿Recuerdas que te conté que estaba escribiendo un libro? Pues bien, un día del año pasado, fui a su despacho a esconder un regalo, algo que sólo debíamos saber mi padre y yo, y descubrí que allí donde guardaba todo lo que, según él, escribía no existía otra cosa que papel en blanco. No ha escrito nada desde que se casó con ella.
       Frank: Casándose con ella, una viuda rica, ¿esperabas que escribiera otra cosa que no fueran cheques?
       Diane: No te burles de mi padre.»

       Después de la muerte de su padre, Diane fija toda su atención sobre Frank, busca en él al sustituto de su padre, pero él no es nada paternal y tampoco quiere permanecer junto a una jovencita a la que considera inestable. Diane se obsesiona por retenerlo a su lado como sea, porque si no lo consigue sólo le queda la autodestrucción.

       «Diane: Frank, no me abandones. No sabría qué hacer en esta vida sin ti.
       Frank: Me avergüenzo de haberme prestado al juego.
       Diane: Juntos nos hemos salvado.
       Frank: Gracias a que un abogado astuto convenció al jurado. No trates de disfrazar la verdad. Eres una loca hipócrita.»


       Por su parte, el protagonista masculino, Frank Jessup, ex piloto de carreras que sueña con abrir su propio taller, queda fascinado por la belleza de Diane y por su lujoso modo de vida, dejándose seducir por ella en su red de mentiras y manipulaciones, como un insecto en la tela de una araña. Frank recela de Diane desde el principio, pero cae una y otra vez en su juego a causa de su exceso de confianza en sí mismo. Él intuye que Diane es una bruja peligrosa, pero está deseando intimar con ella y comete el error de subestimarla.

       «Frank: ¡Hola! ¿Ha venido usted volando?
       Diane: Tengo aparcada mi escoba ahí fuera.
       Frank: (Al camarero) Cerveza. (A Diane) ¿Qué beben las brujas?
       Diane: Sólo café.»

       Frank se cree más listo y más duro que Diane, pero ella siempre tiene el control, pese a su juventud. La impulsividad de Frank y su inmadurez emocional le conducen poco a poco al desastre. Frank no se toma en serio ninguna relación emocional, no se compromete con Mary ni tampoco con Diane y se inclina por una o por otra según su conveniencia. Él sólo piensa en sí mismo, en su futuro profesional y en satisfacer sus deseos más inmediatos. Robert Mitchum presentaba todos los atributos necesarios para encarnar al personaje: una apariencia de hombre duro y seguro de sí mismo y una frialdad capaz de hacer frente a la de Diane sin inmutarse.


       «Frank: Lo lamento, pero no quiero verme mezclado.
       Diane: ¿Mezclado en qué?
       Frank: ¿Tan estúpido me consideras? Odias a esa mujer lo suficiente como para matarla. Es algo que bulle en tu cerebro hace tiempo.»

       El actor encarna, con una veraz máscara de inexpresividad, a este hombre que parece estar de vuelta de todo, pero que carece de la voluntad necesaria para resistir a la tentación de caer en una pasión que él intuye destructiva. Mitchum consigue que un hombre que se comporta de un modo tan absurdo no nos parezca un completo idiota, al interpretarlo como si fuera un adicto. Frank, como cualquier adicto, cree que puede dejar a Diane cuando quiera; pero no puede, porque ella es más fuerte que él. Frank compadece a Diane por su sufrimiento, sin darse cuenta de que su creencia de que podrá librarse de ella resulta mucho más penosa aún. Sobre todo al final, cuando le vemos brindando con champán, sin sospechar que lo que está celebrando es su propia muerte. Justo antes de que Diane despeñe el coche por el precipicio con ellos dos dentro, podemos ver en el rostro de Frank la feroz convicción de que aún puede impedir a Diane salirse con la suya, por lo que arroja el champán al suelo para tener las manos libres y hacerse con el control del coche, pero ya es demasiado tarde. Ese gesto de Mitchum resulta desolador y resume toda la personalidad de Frank Jessup, es el gesto impotente de un hombre que muere por un exceso de confianza en su propia capacidad para jugar con fuego sin quemarse.


       «Diane: Frank… ¿Estás acusándome?
       Frank: Todavía no acuso a nadie, pero si yo fuera la policía diría que todo lo que cuentas es tan falso como un billete de tres dólares.
       Diane: ¿Cómo puedes decirme eso a mí?
       Frank: ¿Después de lo que hemos sido el uno para el otro? La verdad, todavía no he conseguido saber lo que hay realmente detrás de tu bonita cara. Pero lo que sin duda he aprendido es a no ser un inocente comparsa. Es algo que acaba haciéndote daño.»

       Como el piloto que fue, Frank se lanza a los brazos de Diane, lo mismo que se lanzaba a la pista, confiando ciegamente en su pericia de conductor, sin calibrar los riesgos, a toda velocidad y pensando solo en la meta. Diane, pese a su corta edad, conoce el punto flaco de los hombres, su vanidad, y halaga a Frank sin parar diciendo lo que cualquier hombre desea oír, que le ama sobre todas las cosas, que no podría vivir sin él, etc. Y Frank baja la guardia y se deja manejar como el pelele que estaba seguro de no ser. De una forma trágica, le vemos agitarse, como tal, en el asiento del copiloto, junto a Diane, cuando se despeñan colina abajo.

       Los dos protagonistas principales adolecen de la misma falta de madurez, sin embargo, Mary, la antagonista del film, es una mujer madura, lúcida y tremendamente positiva. Mary sufre el abandono del hombre con el que había construido su proyecto de vida y, además, es sometida a la humillación de tener que enfrentarse al nuevo interés sexual de éste.


       «Mary: Ha querido usted hablar conmigo para calibrar mi fe en Frank. Y he dudado. También quería saber si soy inteligente o tonta. Creo que ahora ya lo sabe. De modo que, en realidad, su plan ha sido un éxito.
       Diane: ¿Qué va a hacer a partir de ahora?
       Mary: Nada. Le aseguro que nada. Podría pagar la cuenta, pero soy muy práctica, he de trabajar para ganar dinero. (Se levanta de la mesa). No le digo hasta nunca, porque sé que la volveré a ver. (Se marcha y Diane se pone a comer con una sonrisa de satisfacción.)»

       Pero ella no se entrega al sufrimiento, sino que trata de superarlo apoyándose en su amigo Bill. Una extraordinaria Mona Freeman interpreta los sinceros sentimientos de su personaje con una gran serenidad, despertando nuestra admiración por Mary, que sabe valorarse a sí misma, aunque Frank no lo haya hecho, dándose el cariño y el respeto que merece eligiendo a Bill. Mary deja marchar a Frank sin tratar de disputárselo a Diane, con la certeza de que, en el fondo, es lo mejor para ella. La simpatía que Mary despierta en el público, sobre todo en el femenino, es fruto de la sabiduría de ésta para adaptarse a una situación adversa sacando algo bueno de una herida que le ha abierto los ojos respecto al hombre que tenía a su lado.

       «Mary: Frank, a tu lado yo siempre estaría sufriendo. Hay otras muchas Dianes por ahí. Quiero un matrimonio, no una competencia diaria, quiero un esposo, no un trofeo que disputar a las demás mujeres. Es posible que tú quieras volver, pero yo no te acepto.»


       El film de Preminger posee la novedad de adjudicar un papel activo a las mujeres que forman parte de la trama, frente al papel pasivo de los hombres de la misma. Tanto Diane como Mary son mujeres que ejercen su derecho a decidir sobre sus vidas. Lo mismo que Catherine Tremayne, que es cualquier cosa menos una millonaria de cabeza hueca. La actriz Barbara O’Neil compone una moderna mujer de negocios, segura de sí misma, generosa pero inflexible con los caprichos de su marido y de su hijastra. O’Neil cumple con elegancia su misión de transmitir al espectador el mensaje de que su personaje Catherine Tremayne no es la odiosa madrastra que Diane pretende hacer creer a Frank, sino una mujer bastante comprensiva y atenta con su familia.
       En contraposición, los hombres del film son hombres que dejan en las mujeres el control de sus vidas. Tanto Frank como Charles Tremayne son manipulados por las mujeres de la mansión. Saben que están siendo gobernados por ellas, pero son incapaces de hacer nada para evitarlo. Herbert Marshall realiza un breve pero brillante papel de escritor frustrado, que renuncia a su carrera por una vida plácida de ocio sin fin. Charles Tremayne se engaña a sí mismo culpando a su mujer de su propia apatía. La mirada desencantada del actor nos transmite la tristeza y la vergüenza que siente el personaje, ante los reproches de su mujer, por haber dejado de ser un brillante escritor para convertirse en un despilfarrador pedigüeño.

       «Catherine: Charles, a veces tu encantadora personalidad es demasiado transparente.
       Charles: ¿Pretendes decir que trescientos dólares alteran tu economía?
       Catherine: Lo menos importante son los trescientos dólares, pero ¿cuánto tiempo hace que no ganas esa cifra?
       Charles: Trabajo sin descanso.
       Catherine: Claro, todo el día sentado en tu despacho escuchando música. Antes, en unas cuantas horas escribías casi un capítulo.
       Charles: Es verdad, pero eso era antes de conocerte.»


       Tan solo, el abogado Barrett, único hombre que desempeña un papel activo en el film, logra manejar con sus dotes de mando a Diane y a Frank a un tiempo, y no sólo lo hace para favorecer los interesas de su importante clienta, sino también, y sobre todo, para favorecer los suyos propios como letrado. Ganar el juicio y vencer al fiscal del distrito le proporcionarán el prestigio necesario para conseguir más clientes como los Tremayne. Barrett, lo mismo que Diane, trata a Frank como a un títere, ese comparsa que él se negaba a ser, pero que ha terminado siendo durante toda la película. Tanto Diane como Barrett juegan con Frank, se sirven de él y lo anulan.

       «Barrett: Le doy mi palabra de que no estoy especialmente interesado en salvar su cuello, lo que me preocupa es mi cliente, Diana Tremayne.
       Frank: Ya lo suponía.
       Barrett: Pero juntos tienen más probabilidades que por separado. Las pruebas le señalan en especial a usted, puesto que en este caso interviene un automóvil.
       Frank: Esa chica está loca si cree que va a salirse con la suya.
       Barrett: Nadie pretende salirse con la suya, pero usted no debe ignorar la gravedad de lo que se le acusa. Ella tendrá muchas simpatías, es bonita y adoraba a su padre.»

       Preminger realiza una película oscura y fría, al más puro estilo del cine negro, con unos protagonistas egoístas, incapaces de amar o de amarse a sí mismos, que ignoran las consecuencias de sus actos considerándolas como algo secundario que no les interesa ni les preocupa. Pero Preminger no juzga a sus personajes, para el director todos somos nobles y miserables a un tiempo; tampoco busca la identificación del público con sus personajes, sino que se distancia y nos distancia de ellos con escasez de primeros planos y abundancia de planos medios. Esta manera de narrar, encadenando una serie de planos secuencia, nos hace sentir meros observadores de la vida de los personajes. Con su mirada objetiva, Preminger se limita a insinuar cómo son Diane y Frank, sin rechazarlos ni idealizarlos, sino mostrándonos a dos personas, descarnadamente humanas, que con sus erráticas decisiones nos muestran la futilidad de la vida y la impermanencia de toda existencia humana. Esta habilidad de Preminger para captar la psicología de sus personajes, sin etiquetarlos ni enjuiciarlos, proporciona a su cine un carácter intemporal y novedoso, y le convierte a él en ese tipo de director que supo descubrir en Hollywood, más que una fábrica de entretenimiento, una forma de reflejar al ser humano en profundidad, con sus luces y sus sombras.


       La modernidad de la cinta de Preminger radica en el enfoque innovador de sus personajes y de sus relaciones, extremadamente diferentes a los personajes habituales del cine negro: una adolescente dulce y criminal enamorada de su padre y un hombre duro víctima de su deseo sexual y de su ambición, que se entregan a una pasión autodestructiva y enfermiza, en la que el amor es sustituido por una especie de compasión, en el caso de Frank, y de obsesión, en el caso de Diane.

       «Diane: No creo que me odies. No puedes odiar a una mujer que te quiere como yo.
       Frank: La locura no causa odio sino compasión.»

       Estos oscuros personajes y sus complicadas relaciones dan como resultado una trama retorcida y aciaga —de final inesperado e impactante—, que no tuvo buena acogida por el público de su época, pero que con el tiempo llegaría a ser considerada una obra maestra del cine negro, psicológico y criminal.


       Cara de ángel es una película nocturna, como todas las películas negras de Preminger. Al fin y al cabo, la noche es el mejor escenario para filmar la perversidad de su protagonista, que el director narra de forma intimista, con un ritmo lento o acelerado en función de las maquinaciones de Diane. Este ritmo parece detenerse en la parte del juicio, en la que Diane y Frank, dejándose llevar por las directrices marcadas por el abogado, pasan a un segundo plano y dan paso a un paréntesis en el que el ritmo lo marca la sociedad y sus convencionalismos, en este caso, jurídicos. En esta parte del film, Preminger nos muestra la falsedad del sistema judicial americano, a través del cinismo con el que el abogado Barrett maneja al jurado a su antojo para que se posicione de parte de su clienta, aún sabiendo que es culpable. Tras el juicio, el film regresa a esa atmósfera malsana que se respira en la mansión de los Tremayne y vuelve a ser Diane la que marca el ritmo de la narración, un ritmo melancólico e inquietante.


       Esta controvertida historia de una jovencita con una enfermiza necesidad de controlar a su padre, por miedo a perderlo o a tener que compartirlo, fascinó a Preminger de tal modo que volvería a sumergirse en ella, años más tarde, en Buenos días, tristeza (1958), aunque con un enfoque menos dramático y mucho más frívolo. Puesto que, en dicha película, basada en la famosa novela de Françoise Sagan, la protagonista no es ninguna asesina, sino solo una joven hedonista y manipuladora que, empeñada en conservar la vida bohemia que comparte con su padre, provoca, sin proponérselo, la muerte de su futura madrastra.

       El gran mérito de Cara de ángel consiste en haber abordado uno de esos temas sobre los que Hollywood prefería guardar silencio, a fin de evitar el posible rechazo del público. A través de la figura de Diane Tremayne, Preminger realiza un retrato perturbador de cómo el miedo a la pérdida del ser amado arrastra a una joven de diecinueve años por el camino del odio, hasta convertirla en una asesina. Un tema, sin duda, arriesgado de tratar en una película norteamericana a comienzos de los años cincuenta, pero Preminger siempre se distinguió por su osadía a la hora de acometer temas tabú en sus films.

miércoles, 26 de febrero de 2025



PREMINGERMANÍA 1

LAURA (1944) de Otto Preminger
     

       
Laura, película que Otto Preminger consideraba su gran obra, es la historia de la fascinación de un detective de homicidios por una mujer que ha sido asesinada; o lo que es lo mismo, la historia de un amor basado en un sueño inalcanzable que, gracias a un magistral golpe de efecto, se convierte en realidad. Pero Laura es mucho más que eso, es también la historia de la ira desatada de un narcisista enamorado, incapaz de soportar que la mujer perfecta, que él mismo ha esculpido a su medida, vaya a pertenecer a otro.
    
       El teniente de homicidios Mark McPherson (Dana Andrews) investiga el asesinato de la publicista Laura Hunt (Gene Tierney), muerta de un disparo en la cara con una escopeta. Mark interroga a todos sus allegados y descubre que todos tenían un motivo para matarla. En primer lugar, su amigo y mentor el escritor Waldo Lydecker (Clifton Webb), el cual, enamorado de Laura, desaprobaba su reciente compromiso con Shelby Carpenter (Vincent Price). En segundo lugar, Ann Treadwell (Judith Anderson), tía de Laura y amante de su prometido. Por último, el mismo Shelby, un vividor al que Waldo había desenmascarado ante Laura por su relación con su tía y por tontear con Diane Redfern, una modelo de la agencia. Decepcionada, Laura había ido a pasar el fin de semana a su casa de campo para decidir si anulaba la boda. Waldo acompaña al teniente en todas sus pesquisas y nota cómo éste va enamorándose de Laura poco a poco. De modo que cuando Mark se opone a que él recupere una serie de objetos que prestó a Laura, entre los que se encuentra un reloj de pie idéntico a otro que él tiene en su casa, Waldo, enojado, le acusa de haberse enamorado de un cadáver. Sin embargo, Laura no tardará en reaparecer demostrando que la mujer asesinada era Diane Redfern. Mark le pide que no informe a nadie de su reaparición, pero Laura se cita con Shelby. Mark los vigila y cuando se separan sigue a Shelby hasta la casa de campo de Laura, donde le sorprende recuperando la escopeta que él mismo le prestó. Shelby se derrumba y cuenta que llevó a Diane al apartamento de Laura para romper con ella. Estando allí, alguien llamó al timbre, Diane fue a abrir y le dispararon. No vio al asesino pero pensó que había sido Laura y quiso protegerla. Después, tuvo miedo de que pensaran que había sido él y fue a recobrar la escopeta. Sin embargo, al día siguiente, aconsejado por su abogado, Shelby se retracta de toda su confesión. Por su parte, Waldo, tras sufrir un colapso al enterarse de que Laura está viva, organiza una fiesta para celebrar su resurrección; en el transcurso de la cual, Mark arresta a Laura por asesinato. En comisaría, McPherson interroga a Laura hasta convencerse de su inocencia y de que no ama a Shelby. Informado por el laboratorio de que la escopeta de Laura no es el arma del crimen, Mark va al apartamento de Waldo esperando encontrarla dentro del reloj. Al no hallarla, decide ir al apartamento de Laura a inspeccionar el otro reloj. Allí encuentra a Waldo tratando de convencerla de que un vulgar policía no es una buena opción para ella, pero Laura, harta de que Waldo interfiera en sus relaciones, decide no verle más. Cuando Waldo se va, Mark encuentra el arma del crimen en el compartimento del reloj y concluye que Waldo es el asesino. Deja el arma en el reloj y se marcha tras él para arrestarlo. Pero Waldo, al verse rechazado por Laura, decide volver a atentar contra ella.

       Preminger nos permite asistir, a través del protagonista, a la realización de un sueño que habita en el inconsciente colectivo de todos nosotros, el amor platónico que se convierte en realidad. Pero antes de concedernos este deseo, nos hace identificarnos con el detective fascinándonos con la víctima, mediante un hermoso y misterioso retrato de ella colgado en la pared y por medio de la descripción que hace de ella su más ferviente enamorado, Waldo Lydecker.


       «Waldo: Siempre estaba ávida de conocimiento. Era hábil para reconocer ideas que mejoraran su pensamiento o su apariencia. Su habilidad era innata, pero ella confió su imagen a mi buen juicio y gusto. Le elegí un arreglo más atractivo para su pelo, le mostré qué vestidos le iban mejor. A través de mí conoció a todo el mundo, los famosos y los infames. Su juventud y belleza, su figura y sus maneras encantadoras les cautivaron a todos. Tenía candor, vitalidad… Auténtico magnetismo. Dondequiera que fuimos fue brillante. Los hombres la admiraban, las mujeres la envidiaban. Llegó a ser conocida como el andante bastón de Lydecker. Y también como su blanco clavel.»

       El director consigue que conozcamos y nos enamoremos de Laura al mismo tiempo y en la misma forma en que lo hace el detective McPherson, hasta el punto de que su asesinato nos termina causando la misma desolación que a él. Y, luego, tras conmovernos con la melancolía en la que el curtido policía ha quedado prendado, nos concede el deseo, que ha sembrado en todos nosotros, de que Laura no esté muerta, haciéndola regresar de entre los muertos con toda la gracia y toda la naturalidad posible. Después de esa secuencia, ya quedamos enamorados para siempre de esta película, romántica como ninguna, que ya nunca podremos olvidar. Dicen los hombres que también se enamoran de Gene Tierney para siempre, pero es que las mujeres también nos enamoramos para siempre de Dana Andrews. Ese atractivo detective que, tras vagar por el dormitorio de Laura inspeccionando sus cartas, su diario, sus prendas más delicadas y oliendo su perfume —lo mismo que la Sra. Danvers en la película Rebeca (1940) de Hitchcock—, se deja caer sobre un sillón frente a su retrato con un vaso de whisky en la mano y que, completamente rendido, observa a esa inalcanzable mujer que lo ha cautivado, representa en sí mismo los sueños imposibles de todos nosotros.

Del 
mismo modo que la ilusión que refleja su rostro al descubrir que Laura está viva representa, en su máxima expresión, esa mágica capacidad del cine para hacer realidad nuestros sueños. Sólo por esta secuencia, Laura ya es una obra maestra, pero es que, además, cada escena de la película nos va sumergiendo en esa embrujadora narrativa creada por Preminger para conmovernos con los sentimientos, las miserias y las debilidades de esos personajes mundanos, que constituyen un fiel reflejo de la sociedad corrompida en la que se mueve la protagonista.

       «Mark: No comprendo cómo una muchacha tan encantadora e inteligente ha podido rodearse de semejante colección de tipos raros.»

       Preminger aborda en esta película tres de los peores peligros que encierra el amor: enamorarse de alguien inalcanzable, verse expuesto a la violencia de un corazón despechado y caer en una relación mercantilista. Y construye con ellos un cuadrilátero amoroso, en el que los tres hombres, que representan los diferentes modos de amar, el romántico, el posesivo y el interesado, se disputan el amor de una bella y misteriosa mujer. Convertida por su mentor Waldo Lydecker en una especie de joya resplandeciente, Laura tendrá que hacer frente a las consecuencias de ser esa mujer magnética, que despierta en los hombres el deseo de poseerla, no solo a ella sino a todo lo que representa, la dulzura, la clase, la riqueza y el estatus social. Laura hace soñar a los hombres y cuando despiertan, ella sale dañada. Waldo Lydecker la somete a la violencia del hombre soberbio, incapaz de sufrir un rechazo; Shelby Carpenter, a la humillación de verse utilizada por un hombre interesado e inmoral y, por último, Mark McPherson le ofrece la satisfacción de verse correspondida por un amor incondicional.

       Waldo dice amarla, pero en realidad sólo busca la admiración de ella y el prestigio que le aporta tener a su lado a una mujer tan valiosa como el resto de los objetos que atesora en su apartamento. El verdadero amor de Waldo es el mismo Waldo y Laura es su complemento ideal ante el mundo, su «blanco clavel». Ha creado una mujer a su imagen y semejanza y siente que le pertenece. Conservar a Laura es para Waldo una cuestión de amor propio, verse vencido por Shelby, «una belleza masculina en apuros», o por un tosco policía sin clase como Mark, supone una humillación que no está dispuesto a sufrir.

       «Waldo: Tú lo eres todo para mí, Laura. Mi vida entera. ¿Crees que voy a dejarte en manos de un vulgar policía indigno de ti, incapaz de apreciar tu exquisita sensibilidad? ¿Crees que podría soportar el saberte en sus brazos, besándote, amándote…?»

       El amor de Lydecker es posesivo y egoísta, centrado en sí mismo y en sus propias necesidades, no en las de Laura. Y para mantenerla a su lado, la debilita manipulándola, haciéndola creer que no sería nada sin él, que lo necesita, que se lo debe. La llegada de hombres jóvenes, atractivos y musculosos a la vida de Laura, es percibida por Waldo como una amenaza, porque sabe que ella es joven también y que esos hombres pueden apartarla de él, cuyos únicos atractivos son de carácter intelectual.


       «Shelby: Hola, soy Shelby Carpenter. ¿Bailamos?
       Laura: Vengo acompañada. (Le señala a Waldo)
       Shelby: ¿De ese vejestorio? ¡Pero si aún está en los tiempos de la polca!»

       Shelby busca en Laura su propio beneficio económico, una mujer que le proporcione una vida de lujo y de diversiones sociales, además, de una fuente de ingresos que no le suponga demasiado esfuerzo. Pero tampoco está dispuesto a renunciar a otras mujeres capaces de procurarle otras formas de placer o solvencia. De ahí, que a pesar de estar prometido con Laura, continúe sus relaciones con la atractiva modelo Diane Redfern o con la maternal y desprendida Ann Treadwell, sin preocuparse lo más mínimo por el hecho de que ambas mujeres formen parte del círculo social de su prometida. Ni que decir tiene que a Shelby tampoco le importan mucho los sentimientos o las necesidades de Laura. La conoce tan poco que incluso la cree culpable y ni siquiera le importa que lo sea.

       «Laura: ¿Por qué fuiste a mi casa de campo anoche?
       Shelby: ¿No te lo imaginas? Temí que no pensaras en esconder la escopeta.
       Laura: ¿Qué escopeta?
       Shelby: La que yo te regalé. Oh, conmigo no tienes por qué fingir, querida. Yo siempre te defenderé.»

       Finalmente, Laura encuentra en Mark McPherson un amor noble. Mark cuida de ella, incluso cuando ella misma se pone en peligro por proteger a Shelby, la trata como a su igual, sin tratar de dominarla, de manipularla o de sacar nada de ella. Mark sabe que tiene un serio rival en Shelby, pero deja que ella tome sus propias decisiones respecto a él. Siente celos, pero sabe controlar sus emociones y si pierde los estribos, es más por la desfachatez de Carpenter, que por soberbia.


       «Mark: Ah… ¿Reconciliados?
       Shelby: ¿Acaso hay que pedir permiso al departamento de policía para besar a la novia?
       Mark: La ha hecho cambiar de parecer, ¿eh?
       Shelby: Hablando de cambios de parecer… Sr. McPherson, acabo de hablar con mi abogado.
       Mark: ¿Sí? ¿Y le ha dicho lo que le descontarán por buena conducta?
       Shelby: No. Me ha dicho que todo lo que le dije ayer fue bajo presión y no puede ser esgrimido en contra mía. Además, nada de ello era verdad.
       Mark: Tiene usted un abogado muy listo. ¡Quizás él nos aclare cómo llegó aquí la botella de whisky que adquirió usted en Mosconi! ¡Tal vez fue el abogado el que trajo a Diane Redfern!»

       Laura, tras conocer a Mark, decide no volver a ser dañada por ningún hombre. Intuye de algún modo que ya ha encontrado lo que buscaba, que no es tan culto como Lydecker ni tan divertido como Shelby, pero es fiable y honesto, el hombre que ella estaba esperando y que la esperaba a ella.

       «Waldo: Diría que está locamente enamorado de ti, de un modo enfermizo. Nos es una persona capaz de mantener relaciones normales, cálidas, humanas. Toda su vida ha tratado con criminales. Cuando no podías ser suya, cuando te creía muerta, le obsesionaba tu imagen.
       Laura: Pero se alegró cuando yo regresé. Como si hubiera estado esperándome.»

       Mark representa para Laura alguien con quien poder construir un verdadero hogar al margen de las frivolidades mundanas en las que Lydecker y Carpenter habitan. La escena doméstica en la que Mark y Laura preparan juntos el desayuno, con la compra que el mismo Mark se ha encargado de hacer, es una anticipación del futuro que les espera a ambos, una vez que la investigación criminal haya finalizado.


       «Mark: Cuando salió anoche olvidó comprar comida. Prepararé huevos con jamón. ¿Sabe hacer café?
       Laura: Usted ponga la mesa mientras yo preparo el desayuno. Me cree una nulidad, ¿eh?
       Mark: No me diga que sabe cocinar.
       Laura: Mi madre nunca se opuso a que estudiara una carrera, pero tuvo buen cuidado en hacer de mí una mujercita de mi casa.»


       El mismo primer beso —y único del film— que se dan Laura y Mark es ya un beso 
casi doméstico, fugaz, casto, pero emocionantemente tierno. Laura percibe de inmediato que él mira por su bienestar, se preocupa de que se quite la ropa mojada, de que desayune, de descartarla como sospechosa del crimen y de librarla de toda esa fauna que se aprovecha de ella sin escrúpulos. Sólo su criada Bessie se preocupa por Laura tanto como él y es la única por la que Mark siente alguna simpatía. Curiosamente, tanto Mark como Bessie pertenecen a la clase obrera, no son tan sofisticados ni elegantes como los demás allegados de Laura, pero poseen más humanidad. Puede parecer que, al pertenecer Mark y Laura a clases diferentes, eso puede marcar una distancia entre ellos, pero no olvidemos que Laura era una chica trabajadora cuando conoció a Lydecker y que, aunque haya ascendido en la escala social, proviene del mismo ambiente que el detective y por eso terminan entendiéndose.

       Sin embargo la historia de amor entre el detective y la dama se va desarrollando con lentitud, porque ambos recelan el uno del otro. Ella siente que el detective está invadiendo su intimidad y que sospecha de ella; él, por su parte, teme que ella siga enamorada de Shelby y esté utilizándole para protegerle. Sólo, tras someterla a un severo interrogatorio, termina confiando en ella y Laura termina comprendiendo que Mark, pese a sus rudos métodos, pretende ayudarla. Y es, entonces, cuando comienzan a comportarse como dos verdaderos enamorados. El diálogo señala ese punto de inflexión en la relación de los protagonistas de una forma sutil y significativa: Laura tutea por primera vez a Mark.

       «Mark: Bien. Váyase a su casa.
       Laura: Pero yo creía que…
       Mark: Creyó lo que yo quería que creyera. Usted y otros. Ni registré su entrada aquí.
       Laura: ¿Por qué me ha traído entonces?
       Mark: Estaba prácticamente seguro respecto a usted, pero tenía que librarme de toda duda.
       Laura: ¿Y no se le ocurrió otro modo de hacerlo?
       Mark: Lo siento. Estaba muy interesado en aclarar su inocencia.
       Laura (Sonriendo): Ha merecido la pena, Mark.»

       Otto Preminger, fascinado por la novela Laura de Vera Caspary, se obsesionó con producirla, volcándose primero en un proyecto teatral que no llegó a ver la luz, y más tarde, en una adaptación cinematográfica que, tras salvar multitud de obstáculos, incluso logró dirigir y llevar a buen puerto, con gran éxito de crítica y público. Zanuck, al frente de la Fox, había aceptado producir el proyecto de Preminger sobre la novela de Caspary, pero designó a Rouben Mamoulian como director. Más tarde, insatisfecho con las primeras secuencias rodadas por éste, accedió a que Preminger asumiera también la dirección.


       El guión fue una de las principales preocupaciones de Preminger, pues la versión 
que Mamoulian había aceptado como definitiva no era de su agrado. Preminger siempre estuvo muy interesado por la literatura y solía trabajar él mismo en los guiones de sus películas, de modo que comenzó a reescribir el guión con el escritor Jay Dratler, la guionista Betty Rheinhardt y el poeta Samuel Hoffenstein, quien se encargó de crear un Waldo Lydecker muy diferente al de la novela, inspirado en su amigo el cínico y corrosivo columnista y crítico teatral Alexander Woollcott. Preminger también quería un detective distinto, más tosco, al estilo de Humphrey Bogart, mientras que Mamoulian había preferido un tipo más educado. Zanuck decidió acentuar el contraste dramático entre la delicadeza de Laura y la falta de tacto de Mark, por lo que se impuso la visión de Preminger. Esta modificación aportó al film una atractiva tensión sexual.

       Las versiones del guión se fueron sucediendo hasta el último momento, pero, aún así, el guión definitivo nunca convenció a Vera Caspary, que siempre se mostró muy en contra del mismo. Sin embargo, el guión, cuya estructura se divide en dos partes —Laura muerta y Laura resucitada— y cuya trama principal se centra en las dos investigaciones paralelas que lleva a cabo el detective McPherson —quién es el asesino y a quién ama Laura—, constituye uno de los guiones más brillantes del cine negro, a medio camino entre el thriller y el drama psicológico, con una trama principal cargada de sorpresas y suspense y envuelta en una aureola de irrealidad que atrapa al espectador. Se trata además de una estructura narrativa circular, la historia comienza con la voz en off de Waldo Lydecker hablando de la difunta Laura y se cierra con la voz agonizante, también en off, del mismo Waldo despidiéndose de Laura, y, tal vez, también de sí mismo. Porque Waldo, al darse cuenta de que se está muriendo, primero dice «Adiós, Laura», pero, después, fuera de cámara, añade, «Adiós, mi amor», que, siendo tan cínicos como él, podríamos interpretar como la despedida de un narcisista a su verdadero amor, o sea, a sí mismo.

       Pero Preminger no sólo modificó el guión, logrando una versión definitiva irónica, mordaz y algo melancólica, sino que, además, contrató a David Raksin para la banda sonora. Éste compuso un inolvidable leitmotiv para la protagonista que alcanzó tal éxito que el estudio terminó por convertirlo en canción, encargando la letra a Johnny Mercer. Asimismo, sustituyó el retrato de Laura, pintado por Azadia Newman, esposa de Mamoulian, por una fotografía de Gene Tierney tratada con aceites y ceras para darle la apariencia de una pintura al óleo. El efecto final del cuadro produce una imagen cautivadora y tremendamente sugerente.
       Sustituyó también al director de fotografía por Joseph LaShelle, que ganó el único Óscar de la película al crear, con una iluminación de luces y sombras, una atmósfera oscura de misterio y romanticismo, casi hipnótica. LaShelle ambientó la intriga policiaca de Laura con una estética expresionista que reflejaba la ambigüedad moral de sus personajes, creando un profundo contraste visual entre lo luminoso y lo retorcido.


       En cuanto al reparto, Preminger impuso a Clifton Webb para encarnar a Waldo 
Lydecker, lo que le provocó no pocos problemas con Zanuck, que se resistía a contratar al actor por su condición homosexual. Preminger quería para Waldo a un actor que nunca hubiese hecho de malo, para que el público no se lo esperara como asesino. Webb, además, tenía un aire neoyorquino elegante y cosmopolita que le sentaban muy bien al personaje. Y, por otra parte, su ligero amaneramiento dotaba a los sentimientos de Waldo de una ambigüedad sexual, que transmitía al espectador la idea de que éste había sublimado su amor por Laura sustituyendo el deseo carnal por una relación idealizada de complicidad y camaradería.

       «Waldo: Para Laura yo era el hombre más culto, ingenioso e interesante que había conocido. Y yo estaba de acuerdo respecto a eso. También me tenía por el más gentil, cariñoso y simpático de este mundo.
       Mark: Y en eso, ¿seguía usted de acuerdo?
       Waldo: McPherson, usted no lo entenderá pero yo intento ser el hombre más gentil, cariñoso, simpático y bueno de este mundo.
       Mark: ¿Y tiene éxito?
       Waldo: Le pondré un ejemplo: Lamentaría ver a los niños de mis vecinos devorados por los lobos.»

       Waldo es un hombre añoso, enamorado de una joven que podría ser su hija, lo que le ha llevado a reprimir su deseo y sublimarlo. Por eso, cualquier contacto con hombres viriles de esa diosa inalcanzable e intocable que él ha creado, lo considera un sacrilegio que no puede tolerar. La psicología criminal del asesino, el impulso que le lleva a matar, queda plenamente justificado: Antes de que pertenezca a otro, la destruyo.


       «Waldo: Laura, tienes una trágica debilidad. Para ti un hombre es un cuerpo bien constituido y fuerte. Y siempre sales dañada.
       Laura: Ningún hombre volverá ya a dañarme. Ninguno. Ni siquiera tú.
       Waldo: ¿Yo? ¿Dañarte a ti? Laura, mírame. Cuando un hombre posee todo lo que ambiciona en el mundo, excepto aquello que más desea, se pierde el respeto a sí mismo. Se convierte en un amargado. Desea dañar, igual que le han dañado a él. Te costó mucho averiguar quién era Shelby, pero, ahora, eso ya pasó. Volveremos a estar juntos como antes.»

       Pero este criminal ambiguo y patético, interpretado por un Clifton Webb que estaba en su mejor momento —tras décadas triunfando en el teatro— constituye, al mismo tiempo, el personaje más divertido de la historia, que, con su ironía, su cinismo y su mordacidad, llena de frescura cada escena. La sonrisa condescendiente del actor, su mirada altanera, sus gestos elegantemente despreciativos, cargados de vanidad y orgullo, y esa incomparable clase le valieron una merecida nominación al Óscar al mejor actor secundario. La cínica e inquietante hipocresía, típicamente narcisista, con la que Waldo se planta ante Laura y, mirándola a los ojos, le asegura que él nunca le haría daño es interpretada por Webb con tanta credibilidad, que nadie puede esperarse que él sea el asesino. Clifton Webb estuvo tan soberbio en su papel, que de no ser por su brillante Mr. Belvedere, en Niñera moderna (1948) de Walter Lang, se podría decir que la de Waldo Lydecker fue la mejor interpretación de su carrera cinematográfica.

       Todas estas modificaciones y decisiones tomadas por Preminger dieron como resultado una obra maestra del cine negro, rebosante de encanto y sofisticación, que causó sensación en el público de la época.


       En cuanto al reparto de la pareja protagonista, Preminger confió en dos 
intérpretes prácticamente desconocidos en aquel momento, pero que no tardarían en alcanzar el éxito. De hecho, Dana Andrews luchó para hacerse con el papel de Mark McPherson, convencido de que le convertiría en un astro. El actor construye un detective impenetrable, serio, directo, con movimientos decididos que transmiten determinación y mando, y con una mirada penetrante, dura e inteligente, que se torna amigable e incluso tierna cuando se relaciona con personas de su agrado (Bessie o Laura). Esa capacidad de Andrews para transmitir dureza de carácter y sensibilidad a un tiempo le convertiría en un imprescindible dentro del cine negro. Este policía inescrutable fue interpretado por Dana Andrews de forma contenida, dando la impresión de que, a pesar de ser un romántico, es todo un profesional con los pies en la tierra. Se enamora de Laura, pero en ningún momento la idealiza, porque es un hombre que conoce la naturaleza humana y sabe que ésta no tiene nada de divina. Andrews nos conmueve con la ilusión que brilla en el fondo de sus ojos cuando Mark descubre que Laura no está muerta y nos demuestra la vulnerabilidad de su personaje, al enfurecerse cuando el astuto e impertinente Lydecker ridiculiza sus sentimientos.


       «Waldo: ¿Ha soñado con Laura como su esposa? ¿A su lado en un baile benéfico, bella como ninguna? ¿O relatándole cómo le citaron en la orden del día por su heroicidad frente a cierto gánster? (Mark se levanta enojado) Veo que acerté.
       Mark: ¿Por qué no se va a su casa? Tengo trabajo.
       Waldo: Tal vez podamos llegar a un acuerdo. Usted desea el retrato, es muy comprensible. Y yo quiero lo que es mío, mi jarrón, mi biombo y mi reloj, también muy comprensible. Por lo tanto…
       Mark: ¡Fuera de aquí!
       Waldo: Lleve cuidado, McPherson, o acabará en un sanatorio mental. Con seguridad, sería el primer paciente enamorado de un cadáver.»

       Resulta irónico que sea el mismo antagonista (Lydecker) el que nos desvele, al principio del film, la clase de policía que es Mark McPherson: prácticamente, un héroe. Waldo parece alegrarse de tener la oportunidad de enfrentarse a un rival de su altura.

       «Waldo: ¿McPherson?... ¿McPherson?... ¡Mark McPherson! El del caso de Long Island, donde aquel terrible gánster mató a tres policías. Comenté el suceso por la radio y escribí un artículo. ¿Es usted el que recibió una lluvia de plomo en la pierna? ¿El que lo arrestó?
       Mark: Tiene usted buena memoria, Sr. Lydecker.
       Waldo: Siempre me resultó simpático aquel policía con tan poco apego a la vida.»


       A diferencia de Dana Andrews, Gene Tierney no estaba demasiado interesada en interpretar el personaje de Laura, seguramente el mejor de toda su carrera, y sólo aceptó con la intención de salirse de ese rol de mujer con rasgos orientales en que la habían encasillado los Estudios. Aún así, la actriz no sólo estuvo atractiva y bellísima, sino también magnífica tanto en su papel de dulce diosa inalcanzable, como en el de la típica heroína de Vera Caspary, esa eterna mujer dividida entre su deseo de independencia laboral y su anhelo de encontrar el amor. Gene Tierney interpretó la parte más compasiva de su personaje mostrándose comprensiva y paciente incluso con las personas que la traicionaban, pero lo hizo con una cierta altivez, que nos hacía sentir que Laura perdona pero no olvida. También nos hizo ver a esa mujer decidida a triunfar, pero sin dejar de ser amable y encantadora con todo el mundo. Quizás el aspecto que hace más humano al personaje de Laura sea esa pureza de corazón que la hace confiar en los demás, con la convicción de que siempre hay algo bueno en cada ser humano. Y es este rasgo de su personalidad el que la hará caer en la trampa de Waldo Lydecker, dejando de ser ella misma para convertirse en un producto fabricado por él, y en las redes de Shelby Carpenter, al que decide proteger creyendo que es un buen tipo, digno de su amor. Esta es la verdadera debilidad de Laura, la de anteponer las necesidades de los demás a las suyas propias.

       «Laura: Waldo, te aseguro que no es mi intención ofenderte, pero eres tú, tú quién muestra siempre una burda debilidad. Primero, Jacoby; luego, Shelby y ahora veo que…
       Waldo: Laura…
       Laura: No debemos volver a vernos, Waldo.
       Waldo: No eres tú quién habla, querida.
       Laura: Sí lo soy. Por vez primera desde hace años sé lo que estoy haciendo.»

       El rostro apenado de Tierney, tras comprender que Waldo quiso matarla, refleja la bondad de su personaje, que llega incluso a responsabilizarse del asesinato.

       «Laura: Soy tan culpable como él. No por el hecho material, sino por no haberle desengañado. Pero no fui capaz de hacerlo. Le debía demasiado.»

       Gene Tierney y Dana Andrews consiguieron, tras el éxito de Laura, el impulso final que necesitaban sus carreras para convertirse en estrellas. Ambos volverían a trabajar juntos para Otto Preminger en Al borde del peligro (1950) y, por separado, en algunas películas más del director.


       La turbia pareja formada por los personajes de Shelby y Ann, prometido y tía de 
Laura respectivamente, representan dos prototipos humanos típicos de la alta sociedad, la mujer rica enamorada de un hombre más joven que ella, al que mantiene y consiente en todos sus caprichos  incluso el de recuperar su estatus social uniéndose a Laura en matrimonio—. Y el del playboy venido a menos, amoral, superficial y fresco. Ambos son hipócritas y pragmáticos, sólo los mueve el interés, ya sea sexual o material. Representan esa ambigüedad moral que caracteriza el cine negro y en cierta medida también el pesimismo existencial de dicho género. Son sinvergüenzas y apegados a lo terrenal, y contrastan de forma brutal con la bondad de Laura o con ese tipo de amor más elevado que sienten Lydecker o McPherson. Forman una pareja atípica e inmoral, pero que se compenetran de maravilla y esa mutua comprensión es lo único que les hace humanos.

       «Ann: Shelby está hecho para mí, porque yo le comprendo. No es una buena persona. Pero es lo que a mí me conviene. Yo tampoco soy una buena persona, Laura. Él sabe que yo sé qué clase de hombre es y también que no me importa. Nos pertenecemos, porque los dos somos débiles y nos conocemos. Y sé que es capaz de matar, porque es igual que yo. (Laura la mira, alarmada.) No, yo no fui, pero sí lo pensé.»


       Judith Anderson, pese a que no se entendió bien con Preminger, compuso un 
personaje de maneras distinguidas y educadas, bajo las que se adivina una pasión enfermiza por el prometido de su sobrina. El rostro de la actriz transmitía a la perfección la frialdad que Ann siente por su sobrina y rival, así como la desesperación que suponía para su personaje ver cómo Shelby se le escapaba de entre las manos. También Vincent Price encarnó a este despreocupado caradura con gran acierto, mostrando su falsedad, su desenfado y su patética cobardía, al verse acorralado o golpeado por McPherson. El actor parecía sentirse cómodo en ese rol de hombre frívolo y sin escrúpulos en el que siempre se desenvolvió con soltura a lo largo de toda su carrera.

        La impecable puesta en escena del film demuestra que Otto Preminger fue un aventajado discípulo de su mentor Max Reinhardt, del que aprendería las labores de producción y de dirección. Los sofisticados decorados de los apartamentos de Laura, de Waldo y de Ann, en los que se desarrolla la mayor parte de la acción que transcurre en interiores, constituyen un fiel reflejo del carácter de los personajes que los habitan. Asimismo, para ambientar la vida de la clase alta, en la que se mueven Laura y sus conocidos, eligió una serie de lugares emblemáticos del Nueva york de la época, lo que aportó una gran veracidad a la historia. La cafetería del hotel Algonquín, frecuentado por escritores e intelectuales, fue una de estas localizaciones.


       Preminger siempre se preocupaba por conseguir una historia que atrapara al espectador, una psicología de los personajes que aportara profundidad a la trama, un reparto de actores que se adecuara a los protagonistas, una banda sonora que recreara el ambiente del film y una fotografía que definiera la estética visual de la película. Y, por todo esto, aunque nunca fuera considerado uno de los mejores, fue un gran director y un gran productor. Buena prueba de ello son esos planos largos del film siguiendo al detective McPherson mientras deambula por los apartamentos de Laura y de Waldo, o esos primeros planos cargados de significado que transmiten al espectador lo que callan los personajes, como ese primer plano de Dana Andrews en el que Mark, tras despedirse de Waldo, se gira para mirarle con suspicacia, o ese plano de Laura resplandeciente de inocencia bajo la luz del foco en la sala de interrogatorios.

       De la misma manera, el hábil uso que hace Preminger de los objetos dramáticos que aparecen en la historia —tan importantes en una intriga policiaca— denota su buen hacer como realizador. Así, vemos a Mark jugando con una maquinita de béisbol mientras interroga a Waldo, para desconcertarlo con su indiferencia.

       «Waldo: ¿Quiere dejar de jugar con ese maldito juguete? Me pone nervioso.
       Mark: Lo sé. Pero a mí me calma.»


       Tampoco hay que olvidar la maestría del director para hacer aparecer las dos escopetas, susceptibles de ser el arma del crimen, en el momento oportuno para hacer recaer las sospechas sobre uno u otro personaje. Asimismo, desde el principio, Preminger llama de forma sutil la atención del espectador sobre los dos relojes de pie propiedad de Waldo, ya que uno de ellos esconde la escopeta del asesino. Igualmente, nos muestra con insistencia la preocupación del detective por enterarse de quién tiene llave de las distintas propiedades de Laura, transmitiéndonos así, su interés por averiguar quién tiene acceso a su intimidad. Por último, la presencia constante del retrato de Laura en el encuadre de los planos, cuando aún la creemos muerta, refleja el talento del director para hacernos sentir su presencia en todo momento. En definitiva, la obra maestra de Laura es un testimonio del triunfo de Preminger como director, en un momento en el que nadie creía en él. Zanuck tuvo que reconocer, tras el estreno, que se había equivocado al dudar de sus capacidades: «Este éxito es tuyo, Otto. Lo reconozco.»
       Y el mismo Preminger, años después, declararía: «Esta cinta oscura y deliberadamente ambigua fue para mí el salto a la fama y a la posibilidad de crear películas sin trabas de producción. Por eso, es para mí clara y rutilante, y, desde luego, el mejor film que he hecho en toda mi vida.»


       Aunque lo que despertara el interés de Preminger por llevar la novela de Caspary al cine fuera el extraordinario giro narrativo que se produce cuando la víctima de un asesinato aparece viva y se convierte en sospechosa principal, lo verdaderamente fascinante de Laura es el modo en que Preminger nos hace asistir al efecto perturbador que produce en los hombres una mujer absolutamente irresistible, incluso después de muerta. Todos quieren poseer a Laura, unos para convertirla en una demostración más de su infinita superioridad, otros para aprovecharse de sus logros y otros para satisfacer su anhelo de un amor ideal. Obsesión, parasitismo y fascinación se dan la mano en el film de Preminger para mostrarnos el modo en el que los hombres suelen pretender ejercer su dominio sobre las mujeres, exigiéndoles satisfacer sus necesidades de atención y cariño, y mostrándonos, al mismo tiempo, los esfuerzos que tienen que hacer las mujeres para mantener a salvo su derecho a ser ellas mismas.

       «Laura: Nunca me he sentido ni me sentiré obligada por algo que no hago por mi propia voluntad.»