PREMINGERMANÍA 2
CARA DE ÁNGEL (1952) de Otto Preminger
En Cara de ángel, Preminger nos ofrece un fiel reflejo de ese tipo de adolescentes fatales, mimadas por sus padres tras quedar huérfanas de madre, que, acostumbradas a salirse con la suya manipulando a los demás, no dudan, al convertirse en mujeres, en utilizar su atractivo sexual para seducir y controlar a los hombres con la absurda ilusión de que, de ese modo, no volverán a ser dañadas. Su belleza, su inmadurez emocional y su incapacidad para aceptar la frustración de sus deseos convierten a esta clase de mujeres, casi niñas, en personas extremadamente peligrosas.
Tras acudir a una emergencia en la mansión de los Tremayne, por un supuesto accidente con el gas de la Sra. Catherine Tremayne (Barbara O’Neil), el conductor de ambulancias, Frank Jessup (Robert Mitchum) conoce a la joven hijastra de la paciente, Diane Tremayne (Jean Simmons) y ambos se sienten atraídos. La chica sigue a la ambulancia hasta el bar del hospital, donde aborda a Frank y lo seduce. Al día siguiente, con la escusa de respaldar económicamente el proyecto de Frank de abrir un taller de coches de carreras, Diane contacta con la novia de éste, Mary Wilton (Mona Freeman), y no duda en informarla de que salió con él la noche anterior. La chica comprende que se haya ante una peligrosa rival y, cuando Frank comienza a mentirle sobre ella, Mary se refugia en su amigo Bill Crompton (Kenneth Tobey), un compañero del hospital. A fin de tener cerca a Frank, Diane consigue que su madrastra le contrate como chófer y éste acepta con la esperanza de que la Sra. Tremayne financie su taller. Pero, una vez instalado en la mansión, Diane trata de convencerlo de que su madrastra ha tirado su proyecto a la basura sólo por el odio que siente hacia ella. Frank comienza a desconfiar de Diane y a echar de menos a Mary. De modo que, cuando Diane afirma que su madrastra ha intentado asesinarla con el gas, Frank comprende que es ella quién quiere matar a su madrastra y toma la decisión de dejar el empleo e intentar reconquistar a Mary. Sin embargo, Diane consigue seducirlo de nuevo ofreciéndose a abandonarlo todo por él y a vender sus joyas y su lujoso coche para invertir en el taller. Pero lo que Diane hace en realidad es sabotear el coche de su madrastra, con el propósito de que cuando ésta lo arranque se precipite por el precipicio que hay junto a la mansión. Para su desgracia, su adorado padre, Charles Tremayne (Herbert Marshall), se monta en el coche junto a su esposa y ambos se despeñan. Frank y Diane son arrestados como sospechosos de asesinato. Diane sufre un shock al descubrir la muerte de su padre y, arrepentida, confiesa a su abogado, Fred Barrett (Leon Ames), que ella los mató y que Frank es inocente. Barrett la disuade de declararse culpable alegando que si lo hace, Frank también será condenado. Con la intención de conmover al jurado, el abogado consigue que ambos se casen antes del juicio y, presentándolos como dos inocentes jóvenes enamorados, logra que los absuelvan. Tras quedar libre, Frank se propone pedir el divorcio. Diane, convencida de que volverá con Mary, decide autodestruirse confesando su crimen, pero Barrett se lo impide. Rechazado por Mary, que ha iniciado una relación con Bill, Frank regresa a la mansión con la intención de recoger sus cosas y marcharse a Méjico. Diane intenta seducirlo por última vez y la negativa de Frank será su perdición.
Howard Hughes encargó a Otto Preminger la producción y filmación de esta historia original de Chester Erskine para la RKO, dándole plena libertad para cambiar cualquier aspecto del guión que no fuera de su agrado. Preminger supervisó el trabajo de los guionistas Frank Nugent y Oscar Millard hasta quedar satisfecho con el resultado final. Un guión frío, fatídico y oscuro, con un estremecedor retrato psicológico de los personajes que nos hace comprender que son seres abocados a un final funesto. Apoyado en una doble temática, la de la mujer fatal —tema tradicional del cine negro— y la del complejo de Electra, jovencita enamorada de su padre que se niega a compartirlo con su madrastra —más propio de un cine de corte psicológico—, el guión profundiza en los peligros de esas pasiones obsesivas, que tratando de anular la libertad de las personas que las inspiran, terminan destruyéndolas. Carente de todo romanticismo, el guión rezuma soledad, fracaso y vacío existencial, que se ven acentuados por el contraste con la complicidad, el cariño y el respeto que rezuma la historia de amor de los protagonistas secundarios, Mary y Bill. Tan solo la inteligencia de los diálogos, afilados como cuchillos en ocasiones y a veces dotados de un humor algo sombrío, consigue aligerar la intensidad emocional de la trama.
«Charles: Bien, y ahora no lo niegues, estás esperando que te pida un favor, como de costumbre.
Catherine: ¿Tú crees?
Charles: En este preciso momento, con la rapidez de un cerebro matemático, estás calculando el infinito número de posibilidades.
Catherine: ¿En serio?
Charles: Verás: primera, “éste se ha gastado el dinero del mes”; segunda, “ya ha pedido prestado el del mes próximo”; tercera, “con toda seguridad ha encargado varias cosas a cuenta en alguna tienda” y cuarta, “me ha besado porque está arrepentido y me quiere mucho”.
Catherine: ¿Y esas cuatro posibilidades son ciertas?
Charles: Bueno, especialmente la cuarta.»
El guión utiliza tres triángulos afectivos que aportan una notable tensión emocional al relato. Por una parte, el triángulo amoroso formado por Diane-Frank-Mary que constituye el hilo conductor de la trama principal. Por otra parte, el triángulo formado por Diane y su otra rival en la cinta, su madrastra Catherine, con la que se disputa la atención y el cariño de su padre; este triángulo, Diane-padre-madrastra, desencadena la motivación fundamental de la protagonista para adentrarse en el crimen. Por último, el triángulo de menor importancia, Frank-Mary-Bill, que como hemos mencionado, aporta el contraste de luz y amor, que acentúa la oscuridad y el egoísmo de la relación de Diane y Frank.
«Diane: Por favor, contéstame a una pregunta. Dime, ¿no me quieres absolutamente nada?
Frank: Digamos que te quiero a mi manera. Pero ¿qué hombre está seguro con una mujer como tú?»
La música algo siniestra y cargada de melancolía que Dimitri Tiomkin compuso para la película nos sumerge desde los títulos de crédito en esa atmósfera de resentimiento soterrado que inunda la mansión de los Tremayne, como una especie de maleficio que anticipa el final de los protagonistas. Cada vez que Diane, sentada al piano, interpreta esa melodía, llena de suspense y profundidad psicológica, parece sumergirse en los abismos más oscuros de su atormentada alma. La mirada perdida y el rostro inescrutable de Jean Simmons, concentrada en sus propias reflexiones, se integran en la música como una nota más de esa inquietante pieza para piano que anuncia la tragedia a la que se encamina sin remedio la protagonista.
Dicha composición adquiere, al igual que la mansión de los Tremayne, el mismo protagonismo que un personaje más del relato. Esa casa, al borde del precipicio —como lo están también sus habitantes—, iluminada por el director de fotografía Harry Stradling de una forma un tanto expresionista, se nos muestra lujosa y lúgubre a un tiempo y representa una especie de guarida o tela de araña desde la que Diane atrae y atrapa a Frank Jessup. La película empieza con una ambulancia en la que Frank llega a la mansión por vez primera y finaliza con un taxi en el que Frank pretende abandonarla definitivamente, aunque nunca lo conseguirá. El hecho de que Frank intente en varias ocasiones a lo largo del film salir de la casa y de la vida de Diane, sin conseguirlo, resulta algo irreal, angustioso y casi kafkiano.
Además de la banda sonora de Tiomkin, la fotografía de Stradling y un guión que, tal y como le gustaba a Preminger, daba más importancia a los caracteres de los personajes que al argumento, el director contó con un reparto extraordinario, procedente de la RKO, para construir su obra maestra. Preminger siempre fue considerado un gran director de actores, al que, pese a su fama de ogro en los platós, su método de dejar a los actores libertad para componer sus personajes haciendo que se sintieran creadores de los mismos, parecía darle buen resultado. Jean Simmons, protagonista indiscutible del film, crea un personaje ambivalente que oscila entre la impulsividad de su juventud y la perversidad de su desequilibrio emocional. Una adolescente retorcida que no alcanza a comprender las consecuencias de sus actos y que destruye a todos los que entran a formar parte de su vida, incluso a sí misma. Una joven con cara de ángel y mente diabólica, víctima de su propio infantilismo y de su propio dolor. La actriz interpreta a Diane con tanta dulzura que ni siquiera la estremecedora frialdad con la que ejecuta sus malas acciones consigue despertar nuestra antipatía.
«Diane: Un día cuando Frank estaba reparando el coche, le pedí que me explicara algo sobre la transmisión automática.
Barrett: Y él le enseñó cómo sabotear el coche.
Diane: ¡No! No, pero sé sonsacar lo que quiero a los demás. Lo hago de tal modo que resulta natural. Siempre me contestan lo que me interesa saber sin ni siquiera darse cuenta de que lo hacen.»
Jean Simmons logra que Diane Tremayne nos parezca, más que una psicópata fría y calculadora, una joven solitaria y triste, que con la apariencia de una atractiva jovencita sabe cómo y cuándo utilizar sus lágrimas para conseguir lo que se propone. Jamás la vemos llorar a solas, ni siquiera cuando, muerto su padre, es abandonada por Frank. Su llanto siempre tiene el malicioso propósito de despertar el instinto de protección en los demás. Simmons nos convence de que el deseo de Diane no es dañar, ella no siente placer haciendo sufrir o matando, tan sólo es una joven, herida por la muerte de su madre y obsesionada por tener el control absoluto sobre todos los que la rodean, para no volver a sufrir. Es la idea de perder ese dominio lo que la enloquece y la vuelve mortífera. Pero la vida no se puede controlar y tratar de hacerlo sólo produce frustración y sufrimiento, ése el drama de Diane, que termina siendo víctima de su propio miedo. Y por eso despierta nuestra compasión a pesar de sus siniestras maquinaciones. Simmons refleja el deseo de Diane de acaparar todo el amor de su padre mostrándose radiante cuando está en su compañía, pero sobre todo cuando éste ridiculiza a su madrastra, a la que ella aborrece.
«Diane: ¿Ha averiguado la policía cómo ocurrió todo?
Charles: Piensan que quizás golpeó la llave con el pie sin pretender hacerlo.
Diane: ¿Y si lo que intentó fue, tal vez…?
Charles: Oh…, mañana está citada en el club de bridge… Y ya sabes lo que eso significa para Catherine… (Ambos se ríen y se abrazan)»
Diane Tremayne es una excepcional heroína de cine negro, pero no es la típica mujer fatal a la que solo mueve el dinero. A Diane sólo la mueve el ansia de dominio e incluso llega a sentir un sincero arrepentimiento, en la segunda parte del film, cuando, tras descubrir que ha causado la muerte de su querido padre, toma conciencia de lo que ha hecho, entra en una especie de tristeza, apatía y remordimiento y decide confesar y pagar su crimen ante la sociedad.
«Diane: Yo tenía diez años cuando mi madre murió durante un ataque aéreo. No he tenido amigos y mi padre lo fue todo para mí. Luego conoció a Catherine, nunca pude soportarla. Recuerdo que aprendí a fingir y siempre jugaba a un juego que empezaba diciendo: Si Catherine estuviera muerta… Sólo pensaba en lo felices que podíamos ser juntos, mi padre y yo. Muerte solo era una palabra, nunca supe lo que significaba hasta que vi sus cadáveres destrozados. Entonces comprendí que ella también le había amado y que nada había hecho para hacerme daño.»
El gran amor de Diane es Charles Tremayne, su padre, y cuando éste se casa con su madrastra, ella se siente traicionada y se obsesiona con la idea de librarse de la intrusa. El film comienza con un intento fallido de Diane de asfixiar a su madrastra con gas, y entonces conoce a Frank, y la bofetada de éste parece despertar en Diane, no sólo su deseo sexual, sino también la idea de que un hombre de carácter podría facilitarle su propósito de eliminar a Catherine Tremayne. Convencida de que ésta ha convertido a su padre en un inútil, se propone rescatarlo de sus garras, con la ayuda de Frank, para que vuelva a ser el escritor brillante que era antes de conocerla.
«Diane: Tú no sabes lo que ha hecho de mi padre. ¿Recuerdas que te conté que estaba escribiendo un libro? Pues bien, un día del año pasado, fui a su despacho a esconder un regalo, algo que sólo debíamos saber mi padre y yo, y descubrí que allí donde guardaba todo lo que, según él, escribía no existía otra cosa que papel en blanco. No ha escrito nada desde que se casó con ella.
Frank: Casándose con ella, una viuda rica, ¿esperabas que escribiera otra cosa que no fueran cheques?
Diane: No te burles de mi padre.»
Después de la muerte de su padre, Diane fija toda su atención sobre Frank, busca en él al sustituto de su padre, pero él no es nada paternal y tampoco quiere permanecer junto a una jovencita a la que considera inestable. Diane se obsesiona por retenerlo a su lado como sea, porque si no lo consigue sólo le queda la autodestrucción.
«Diane: Frank, no me abandones. No sabría qué hacer en esta vida sin ti.
Frank: Me avergüenzo de haberme prestado al juego.
Diane: Juntos nos hemos salvado.
Frank: Gracias a que un abogado astuto convenció al jurado. No trates de disfrazar la verdad. Eres una loca hipócrita.»
Por su parte, el protagonista masculino, Frank Jessup, ex piloto de carreras que sueña con abrir su propio taller, queda fascinado por la belleza de Diane y por su lujoso modo de vida, dejándose seducir por ella en su red de mentiras y manipulaciones, como un insecto en la tela de una araña. Frank recela de Diane desde el principio, pero cae una y otra vez en su juego a causa de su exceso de confianza en sí mismo. Él intuye que Diane es una bruja peligrosa, pero está deseando intimar con ella y comete el error de subestimarla.
«Frank: ¡Hola! ¿Ha venido usted volando?
Diane: Tengo aparcada mi escoba ahí fuera.
Frank: (Al camarero) Cerveza. (A Diane) ¿Qué beben las brujas?
Diane: Sólo café.»
Frank se cree más listo y más duro que Diane, pero ella siempre tiene el control, pese a su juventud. La impulsividad de Frank y su inmadurez emocional le conducen poco a poco al desastre. Frank no se toma en serio ninguna relación emocional, no se compromete con Mary ni tampoco con Diane y se inclina por una o por otra según su conveniencia. Él sólo piensa en sí mismo, en su futuro profesional y en satisfacer sus deseos más inmediatos. Robert Mitchum presentaba todos los atributos necesarios para encarnar al personaje: una apariencia de hombre duro y seguro de sí mismo y una frialdad capaz de hacer frente a la de Diane sin inmutarse.
«Frank: Lo lamento, pero no quiero verme mezclado.
Diane: ¿Mezclado en qué?
Frank: ¿Tan estúpido me consideras? Odias a esa mujer lo suficiente como para matarla. Es algo que bulle en tu cerebro hace tiempo.»
El actor encarna, con una veraz máscara de inexpresividad, a este hombre que parece estar de vuelta de todo, pero que carece de la voluntad necesaria para resistir a la tentación de caer en una pasión que él intuye destructiva. Mitchum consigue que un hombre que se comporta de un modo tan absurdo no nos parezca un completo idiota, al interpretarlo como si fuera un adicto. Frank, como cualquier adicto, cree que puede dejar a Diane cuando quiera; pero no puede, porque ella es más fuerte que él. Frank compadece a Diane por su sufrimiento, sin darse cuenta de que su creencia de que podrá librarse de ella resulta mucho más penosa aún. Sobre todo al final, cuando le vemos brindando con champán, sin sospechar que lo que está celebrando es su propia muerte. Justo antes de que Diane despeñe el coche por el precipicio con ellos dos dentro, podemos ver en el rostro de Frank la feroz convicción de que aún puede impedir a Diane salirse con la suya, por lo que arroja el champán al suelo para tener las manos libres y hacerse con el control del coche, pero ya es demasiado tarde. Ese gesto de Mitchum resulta desolador y resume toda la personalidad de Frank Jessup, es el gesto impotente de un hombre que muere por un exceso de confianza en su propia capacidad para jugar con fuego sin quemarse.
«Diane: Frank… ¿Estás acusándome?
Frank: Todavía no acuso a nadie, pero si yo fuera la policía diría que todo lo que cuentas es tan falso como un billete de tres dólares.
Diane: ¿Cómo puedes decirme eso a mí?
Frank: ¿Después de lo que hemos sido el uno para el otro? La verdad, todavía no he conseguido saber lo que hay realmente detrás de tu bonita cara. Pero lo que sin duda he aprendido es a no ser un inocente comparsa. Es algo que acaba haciéndote daño.»
Como el piloto que fue, Frank se lanza a los brazos de Diane, lo mismo que se lanzaba a la pista, confiando ciegamente en su pericia de conductor, sin calibrar los riesgos, a toda velocidad y pensando solo en la meta. Diane, pese a su corta edad, conoce el punto flaco de los hombres, su vanidad, y halaga a Frank sin parar diciendo lo que cualquier hombre desea oír, que le ama sobre todas las cosas, que no podría vivir sin él, etc. Y Frank baja la guardia y se deja manejar como el pelele que estaba seguro de no ser. De una forma trágica, le vemos agitarse, como tal, en el asiento del copiloto, junto a Diane, cuando se despeñan colina abajo.
Los dos protagonistas principales adolecen de la misma falta de madurez, sin embargo, Mary, la antagonista del film, es una mujer madura, lúcida y tremendamente positiva. Mary sufre el abandono del hombre con el que había construido su proyecto de vida y, además, es sometida a la humillación de tener que enfrentarse al nuevo interés sexual de éste.
«Mary: Ha querido usted hablar conmigo para calibrar mi fe en Frank. Y he dudado. También quería saber si soy inteligente o tonta. Creo que ahora ya lo sabe. De modo que, en realidad, su plan ha sido un éxito.
Diane: ¿Qué va a hacer a partir de ahora?
Mary: Nada. Le aseguro que nada. Podría pagar la cuenta, pero soy muy práctica, he de trabajar para ganar dinero. (Se levanta de la mesa). No le digo hasta nunca, porque sé que la volveré a ver. (Se marcha y Diane se pone a comer con una sonrisa de satisfacción.)»
Pero ella no se entrega al sufrimiento, sino que trata de superarlo apoyándose en su amigo Bill. Una extraordinaria Mona Freeman interpreta los sinceros sentimientos de su personaje con una gran serenidad, despertando nuestra admiración por Mary, que sabe valorarse a sí misma, aunque Frank no lo haya hecho, dándose el cariño y el respeto que merece eligiendo a Bill. Mary deja marchar a Frank sin tratar de disputárselo a Diane, con la certeza de que, en el fondo, es lo mejor para ella. La simpatía que Mary despierta en el público, sobre todo en el femenino, es fruto de la sabiduría de ésta para adaptarse a una situación adversa sacando algo bueno de una herida que le ha abierto los ojos respecto al hombre que tenía a su lado.
«Mary: Frank, a tu lado yo siempre estaría sufriendo. Hay otras muchas Dianes por ahí. Quiero un matrimonio, no una competencia diaria, quiero un esposo, no un trofeo que disputar a las demás mujeres. Es posible que tú quieras volver, pero yo no te acepto.»
El film de Preminger posee la novedad de adjudicar un papel activo a las mujeres que forman parte de la trama, frente al papel pasivo de los hombres de la misma. Tanto Diane como Mary son mujeres que ejercen su derecho a decidir sobre sus vidas. Lo mismo que Catherine Tremayne, que es cualquier cosa menos una millonaria de cabeza hueca. La actriz Barbara O’Neil compone una moderna mujer de negocios, segura de sí misma, generosa pero inflexible con los caprichos de su marido y de su hijastra. O’Neil cumple con elegancia su misión de transmitir al espectador el mensaje de que su personaje Catherine Tremayne no es la odiosa madrastra que Diane pretende hacer creer a Frank, sino una mujer bastante comprensiva y atenta con su familia.
En contraposición, los hombres del film son hombres que dejan en las mujeres el control de sus vidas. Tanto Frank como Charles Tremayne son manipulados por las mujeres de la mansión. Saben que están siendo gobernados por ellas, pero son incapaces de hacer nada para evitarlo. Herbert Marshall realiza un breve pero brillante papel de escritor frustrado, que renuncia a su carrera por una vida plácida de ocio sin fin. Charles Tremayne se engaña a sí mismo culpando a su mujer de su propia apatía. La mirada desencantada del actor nos transmite la tristeza y la vergüenza que siente el personaje, ante los reproches de su mujer, por haber dejado de ser un brillante escritor para convertirse en un despilfarrador pedigüeño.
«Catherine: Charles, a veces tu encantadora personalidad es demasiado transparente.
Charles: ¿Pretendes decir que trescientos dólares alteran tu economía?
Catherine: Lo menos importante son los trescientos dólares, pero ¿cuánto tiempo hace que no ganas esa cifra?
Charles: Trabajo sin descanso.
Catherine: Claro, todo el día sentado en tu despacho escuchando música. Antes, en unas cuantas horas escribías casi un capítulo.
Charles: Es verdad, pero eso era antes de conocerte.»
Tan solo, el abogado Barrett, único hombre que desempeña un papel activo en el film, logra manejar con sus dotes de mando a Diane y a Frank a un tiempo, y no sólo lo hace para favorecer los interesas de su importante clienta, sino también, y sobre todo, para favorecer los suyos propios como letrado. Ganar el juicio y vencer al fiscal del distrito le proporcionarán el prestigio necesario para conseguir más clientes como los Tremayne. Barrett, lo mismo que Diane, trata a Frank como a un títere, ese comparsa que él se negaba a ser, pero que ha terminado siendo durante toda la película. Tanto Diane como Barrett juegan con Frank, se sirven de él y lo anulan.
«Barrett: Le doy mi palabra de que no estoy especialmente interesado en salvar su cuello, lo que me preocupa es mi cliente, Diana Tremayne.
Frank: Ya lo suponía.
Barrett: Pero juntos tienen más probabilidades que por separado. Las pruebas le señalan en especial a usted, puesto que en este caso interviene un automóvil.
Frank: Esa chica está loca si cree que va a salirse con la suya.
Barrett: Nadie pretende salirse con la suya, pero usted no debe ignorar la gravedad de lo que se le acusa. Ella tendrá muchas simpatías, es bonita y adoraba a su padre.»
Preminger realiza una película oscura y fría, al más puro estilo del cine negro, con unos protagonistas egoístas, incapaces de amar o de amarse a sí mismos, que ignoran las consecuencias de sus actos considerándolas como algo secundario que no les interesa ni les preocupa. Pero Preminger no juzga a sus personajes, para el director todos somos nobles y miserables a un tiempo; tampoco busca la identificación del público con sus personajes, sino que se distancia y nos distancia de ellos con escasez de primeros planos y abundancia de planos medios. Esta manera de narrar, encadenando una serie de planos secuencia, nos hace sentir meros observadores de la vida de los personajes. Con su mirada objetiva, Preminger se limita a insinuar cómo son Diane y Frank, sin rechazarlos ni idealizarlos, sino mostrándonos a dos personas, descarnadamente humanas, que con sus erráticas decisiones nos muestran la futilidad de la vida y la impermanencia de toda existencia humana. Esta habilidad de Preminger para captar la psicología de sus personajes, sin etiquetarlos ni enjuiciarlos, proporciona a su cine un carácter intemporal y novedoso, y le convierte a él en ese tipo de director que supo descubrir en Hollywood, más que una fábrica de entretenimiento, una forma de reflejar al ser humano en profundidad, con sus luces y sus sombras.
La modernidad de la cinta de Preminger radica en el enfoque innovador de sus personajes y de sus relaciones, extremadamente diferentes a los personajes habituales del cine negro: una adolescente dulce y criminal enamorada de su padre y un hombre duro víctima de su deseo sexual y de su ambición, que se entregan a una pasión autodestructiva y enfermiza, en la que el amor es sustituido por una especie de compasión, en el caso de Frank, y de obsesión, en el caso de Diane.
«Diane: No creo que me odies. No puedes odiar a una mujer que te quiere como yo.
Frank: La locura no causa odio sino compasión.»
Estos oscuros personajes y sus complicadas relaciones dan como resultado una trama retorcida y aciaga —de final inesperado e impactante—, que no tuvo buena acogida por el público de su época, pero que con el tiempo llegaría a ser considerada una obra maestra del cine negro, psicológico y criminal.
Cara de ángel es una película nocturna, como todas las películas negras de Preminger. Al fin y al cabo, la noche es el mejor escenario para filmar la perversidad de su protagonista, que el director narra de forma intimista, con un ritmo lento o acelerado en función de las maquinaciones de Diane. Este ritmo parece detenerse en la parte del juicio, en la que Diane y Frank, dejándose llevar por las directrices marcadas por el abogado, pasan a un segundo plano y dan paso a un paréntesis en el que el ritmo lo marca la sociedad y sus convencionalismos, en este caso, jurídicos. En esta parte del film, Preminger nos muestra la falsedad del sistema judicial americano, a través del cinismo con el que el abogado Barrett maneja al jurado a su antojo para que se posicione de parte de su clienta, aún sabiendo que es culpable. Tras el juicio, el film regresa a esa atmósfera malsana que se respira en la mansión de los Tremayne y vuelve a ser Diane la que marca el ritmo de la narración, un ritmo melancólico e inquietante.
Esta controvertida historia de una jovencita con una enfermiza necesidad de controlar a su padre, por miedo a perderlo o a tener que compartirlo, fascinó a Preminger de tal modo que volvería a sumergirse en ella, años más tarde, en Buenos días, tristeza (1958), aunque con un enfoque menos dramático y mucho más frívolo. Puesto que, en dicha película, basada en la famosa novela de Françoise Sagan, la protagonista no es ninguna asesina, sino solo una joven hedonista y manipuladora que, empeñada en conservar la vida bohemia que comparte con su padre, provoca, sin proponérselo, la muerte de su futura madrastra.
El gran mérito de Cara de ángel consiste en haber abordado uno de esos temas sobre los que Hollywood prefería guardar silencio, a fin de evitar el posible rechazo del público. A través de la figura de Diane Tremayne, Preminger realiza un retrato perturbador de cómo el miedo a la pérdida del ser amado arrastra a una joven de diecinueve años por el camino del odio, hasta convertirla en una asesina. Un tema, sin duda, arriesgado de tratar en una película norteamericana a comienzos de los años cincuenta, pero Preminger siempre se distinguió por su osadía a la hora de acometer temas tabú en sus films.