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viernes, 31 de mayo de 2019

STURGESMANÍA 3

“UN MARIDO RICO” (1942) de Preston Sturges

       La película comienza con una obertura brillante en la que Sturges nos narra la precipitada carrera de sus dos protagonistas hasta el altar, y lo hace a través de una de esas secuencias tan características de su cine, que consisten en una serie de escenas mudas, intercaladas entre sí, que transcurren a un ritmo vertiginoso y que hacen las veces de una elipsis veloz de aquellos acontecimientos del relato de los que Sturges quiere informarnos, pero en los cuales no le interesa detenerse demasiado. En este caso, al tratarse de la obertura del film, esta desenfrenada secuencia nos mete de lleno en el ritmo y en el tono de la película, dejando claro al espectador que se trata de una comedia alocada y fuera de lo común, sello de la casa Sturges, y, además, nos presenta a los protagonistas como a dos intrépidos enamorados, capaces de todo por alcanzar la plena realización de su amor. La novia corre hacia la iglesia dejando a su paso a una doncella desmayada en el suelo y a su propia gemela, maniatada y en combinación, encerrada en un armario, y el novio, igualmente esforzado, sale corriendo del edificio para terminar de vestirse dentro del coche, camino del templo. Después de esta insólita boda, aparece un letrero, superpuesto sobre la imagen de los novios, con la tradicional frase de los finales felices “Y vivieron felices para siempre”, pero enseguida se oye un sonido de cristales rotos y se abre un interrogante, “¿O no lo hicieron?” y, con esta incógnita, Sturges comienza su historia, donde otros acostumbran a terminar las suyas ―esto es, después de la boda―, no sin antes haber despertado en los espectadores el deseo de saber más acerca de esta singular pareja, que inicia su vida en común de una manera tan poco convencional, como divertida.

       Tras cinco años de matrimonio, los Jeffers atraviesan importantes dificultades económicas. Tom (Joel McCrea), arquitecto con mucha imaginación, trata, sin suerte, de conseguir que alguien financie la construcción de un aeropuerto de su invención mientras Jerry (Claudette Colbert), su mujer, cansada de esperar a que las cosas mejoren, está decidida a pedir el divorcio para casarse con un hombre rico, que la saque a ella de la miseria y, de paso, financie el proyecto de su marido. Como es natural, Tom no está de acuerdo con esta fría resolución de su mujer y hace todo lo posible para impedir que lo abandone y se sirva de su atractivo físico para conseguir dinero para los dos. Pero, aún así, Jerry se marcha a Palm beach para conseguir el divorcio. Al estar sin blanca, Jerry recurre a sus armas de mujer para viajar gratis entre los miembros de un club de caza y, una vez en el tren, el destino la hace coincidir con el millonario John D. Hackensacker III (Rudy Vallée), que se prenda de ella, corre con todos sus gastos y la invita a alojarse con él en Palm beach, en casa de su hermana, la princesa Centimillia (Mary Astor). Mientras tanto, Tom, con la ayuda de su nuevo vecino, el rey de las salchichas (Robert Dudley), un excéntrico y rico viejecito que quiere ayudar a la pareja a salir adelante, consigue coger un avión y llegar antes que Jerry a Palm beach, donde la recibe con un ramo de flores para pedirle que vuelva con él. Jerry, contrariada por la presencia de Tom, le presenta a sus nuevos amigos como su hermano, el capitán McGlue, y ellos, encantados, le invitan también a quedarse en casa de la princesa, que se ha encaprichado con Tom, nada más verle. Una vez instalados, los enredos se suceden entre las dos parejas de hermanos, los verdaderos y los falsos. Jerry se esfuerza por conseguir la financiación de Hackensacker para el aeropuerto de Tom y éste trata de seducir a Jerry para que abandone la idea del divorcio y regrese al hogar. Finalmente, vence el amor y Jerry se rinde a sus sentimientos, confesando al millonario que Tom no es su hermano sino su marido. Para sorpresa de todos, el millonario, a pesar del desengaño sufrido, continúa dispuesto a financiar el aeropuerto, y por su buen corazón, recibe como premio de consolación la noticia de que Jerry tiene una hermana gemela, que está soltera. Y por si esto fuera poco, también Tom tiene un hermano gemelo para compensar a la princesa, el final feliz de la historia enlaza así con la obertura, terminando la película con otra boda; múltiple, en este caso.


       En “Un marido rico” Sturges desarrolla toda una historia en torno a la idea que John Hessin Clarke (abogado y juez norteamericano) expuso en su famosa frase: “Cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana”, al tiempo que denuncia la injusticia que comete la sociedad al tratar a las personas creativas y emprendedoras como a soñadores, negándoles la oportunidad de sacar sus proyectos adelante.

       Si Tom Jeffers, en lugar de ser un tipo creativo, hubiese sido un empleado al uso, es decir, un trabajador por cuenta ajena, es muy posible que Jerry y él nunca hubieran tenido el más mínimo problema en su relación, pero, al ser un hombre de gran inventiva y condenado, por tanto, a la inestabilidad económica, su matrimonio se ve resentido por la incertidumbre de un futuro incierto. Jerry tiene miedo, vive en un continuo estado de preocupación viendo cómo se escapa su juventud sin poder disfrutar de la vida. Tom es más idealista y más paciente, confía en que van a salir adelante y que las cosas mejorarán cuando consiga construir su aeropuerto y se gane un prestigio como arquitecto.

       “Jerry: Es maravilloso haber pagado el alquiler y haber pagado las facturas, se siente uno libre y limpio. Ojalá se pudiera uno sentir siempre así.
       Tom: Es lo que quisiera yo.
     Jerry: Ya casi se me había olvidado cómo era. No me apetece volver a estar entrampada y tener que esconderme de la gente. Me da miedo.
       Tom: No va a ser siempre igual. Todo el mundo fracasa hasta que tiene éxito.”

       Jerry es más convencional e impaciente, no quiere seguir viviendo sin dinero. Siente que no puede ayudar a su marido, por ser una pésima ama de casa y porque él no la deja sacar partido a su atractivo físico para conseguirle contactos con gente importante, que podrían impulsar su carrera.

       “Jerry: ... estoy cansada de ser pobre y estoy cansada de sentirme con las manos atadas, te he podido ayudar en muchas ocasiones, pero siempre que lo he intentado, le has dado al hombre un puñetazo en la boca.”

       Y es que Tom, además de ser creativo, es una persona noble, que gusta de hacer lo correcto, es por eso que, según Jerry, las cosas nunca mejorarán para ellos. Sturges critica la rigidez de la sociedad a la hora de apostar sobre seguro, apoyando a aquellos que siguen un camino trillado y desmotivando a los que eligen un camino diferente. El director parece gritarnos que quien no arriesga, no gana, y por eso ―como defendía Capra―, hay que creer en el individuo como valor seguro para hacer que las cosas mejoren. Sturges se niega a creer en una sociedad que corta las alas al individuo, aborregándolo. Él apuesta por una comunidad que sepa aprovechar al máximo el potencial humano que posee, para alcanzar, así, el progreso y la riqueza.


       En esta guerra de sexos, que además es una batalla entre la estabilidad económica y la realización personal, Sturges parece estar del lado de Tom, decantándose por el amor y por ser fiel a uno mismo, pero sabe posicionarse en ambos puntos de vista para comprender la postura de Jerry, sus motivaciones y sus sentimientos. Ella está cansada de que Tom la proteja y la deje al margen de su carrera profesional, quiere formar un equipo con su esposo y ve como algo natural explotar su atractivo físico, de manera inocente, para ayudar a su marido en los negocios, es más, lo considera su deber de esposa. Y ya que él no le permite hacerlo, se propone abandonarle para poder así buscar un “proveedor” para ambos. Tom, por su parte, cree que su mujer se ha vuelto loca y se propone protegerla de sí misma.

       “Jerry: ¿Se puede saber por qué me has seguido hasta aquí?
     Tom: ¿Cómo que por qué te he seguido hasta aquí? Eres mi mujer, ¿no? Estás haciendo imbecilidades y exponiéndote a todos los peligros de los que yo prometí apartarte y protegerte.”

       En definitiva, cada uno está pensando en el otro, esto es lo que Sturges nos narra, entre chiste y chiste o entre gag y gag, transmitiéndonos la idea de que la pobreza no acaba con el amor, sino que sólo lo pone a prueba. Cuando la pobreza entra por la puerta, lo que sí salta por la ventana es la felicidad, la paz familiar, pero no el amor. “El amor todo lo vence”, decía Virgilio, “todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”, dice la Biblia. Quizás por estar de acuerdo con estas afirmaciones sobre el amor, Sturges hace que estas dos posturas, representadas por la pareja (la realista - materialista de Jerry, frente a la soñadora - idealista de Tom), se complementen para, juntos, hallar una solución a sus problemas. Los dos tienen razón y los dos se equivocan, por ello, juntos consiguen lo que necesitan para salir adelante. La pareja permanece unida, Tom consigue su objetivo de conservar a su esposa y ella consigue el suyo de ayudar a su marido a triunfar.


       El matrimonio aparece, en el film, como un lugar de desencuentro entre dos personas que se aman pero que son muy diferentes y, también, como un vínculo muy difícil de romper, a pesar de la rutina y a pesar de no satisfacer, con demasiada frecuencia, las expectativas que se tenían en el momento de contraerlo. Desde este enfoque del matrimonio, la guerra de sexos, ingrediente principal de la screwball comedy, está servida.

       En el cine de Sturges, las mujeres suelen ser como Jerry, más prácticas, racionales y realistas que el varón, que es un ser más idealista, inteligente, poco práctico y algo irracional en sus creencias. Es un hombre que puede parecer ingenuo, en su nobleza, en su fe en sí mismo y en su irreflexiva creencia de que alcanzará el objetivo que persigue, por muy difícil que pueda parecer, pero lo cierto es que, al final, termina logrando su propósito. La confianza es el rasgo más destacado de este hombre, confianza ciega en sí mismo, en la mujer que ama y en la vida en general. La mujer Sturges es algo más complicada y contradictoria, porque tiene los pies en el suelo, la cabeza en la economía doméstica y el corazón en las nubes; el hombre Sturges, por el contrario, es absolutamente coherente, pues todo él está en las nubes, y no se sabe cómo, suele contagiar a la mujer Sturges de su idealismo, hasta que ambos terminan levantando el vuelo.

       Y, en todo este proceso, por el que atraviesa el joven matrimonio hasta alcanzar la felicidad, Sturges nos muestra a los diferentes millonarios, con los que se van tropezando por el camino, como a auténticos protectores de la pareja, concediendo deseos e impulsando a los protagonistas a perseguir sus fines y a ser fieles a sí mismos. Esta visión idealizada del multimillonario generoso, caprichoso y excéntrico resulta frecuente en las comedias de la época y constituye una inagotable fuente de comicidad, potenciadora, además, de situaciones originales y tronchantes. Tal es el caso del personaje del primer acto de la película, el rey de las salchichas, graciosamente interpretado por Robert Dudley, actor de carácter habitual en el cine de Sturges, que realiza aquí un papel desternillante y entrañable, un vejete sordo y sin pelos en la lengua, que se ha hecho rico vendiendo salchichas y es todo un compendio de sabiduría vital.


       “Rey de las salchichas: Eso es lo malo de las mujeres, siempre fijándose en si hay una moto de polvo... Nunca están satisfechas con las cosas como las ha hecho Dios. La porquería es tan natural, en este mundo, como el pecado, la enfermedad, las tormentas, la inundaciones y los ciclones.”

       Representa la figura de una especie de hado padrino, que aparece en el momento oportuno, con un fajo de billetes en el bolsillo ―en lugar de varita mágica―, que saca a pasear en cuanto se le antoja ayudar a alguien con quien simpatiza.
       Por su parte, la pareja de hermanos, formada por John D. Hackensacker III y la princesa Centimilla, representan, en el film, a esa clase de ricos ociosos que, al no tener que trabajar para ganarse la vida, emplean su tiempo en diversiones y en rodearse de gente que les haga la existencia más amena. Son los que avivan la llama del amor en el matrimonio Jeffers, al interesarse por ellos sentimentalmente. Cuando Jerry ve el interés de la princesa por Tom, se siente celosa y siente debilitarse su determinación de seguir adelante con el divorcio. Por su parte, Tom, que siempre siente celos de cualquiera que se acerque a Jerry, no puede evitar sentir unas terribles ganas de agredir a su rival cada vez que se acerca a su mujer.
       Por último, están los millonarios del club de caza que viajan en el tren con Jerry, a la que pagan el billete y convierten en su mascota, estos constituyen los típicos ricos excéntricos y gamberros, capaces de cualquier barbaridad que se les ocurra, con tal de matar el aburrimiento. Los borrachuzos miembros de este singular club protagonizan la parte más divertida de toda la película con su improvisada partida de caza en el interior del tren, con perros incluidos. Imagínense la que montan para que el revisor termine tomando la decisión de desenganchar el vagón en el que viajan.


       Y como alrededor de toda esta caterva de gente rica revolotean siempre diferentes profesionales del sector servicios y gorrones de poca monta con ganas de darse la buena vida a costa de otros, Sturges nutre a los secundarios de su película de estas dos inagotables fuentes, haciendo las delicias del público con secundarios que, encarnan estos dos roles, aportando pinceladas sumamente cómicas a la acción. Así, podemos destacar, entre los trabajadores, a los dos empleados de color del tren; el camarero del bar (Fred Toones), que protagoniza una divertida secuencia en la que pasa un mal rato con los chiflados cazadores del club cuando a éstos les da por disparar a las ventanillas, y al encargado del coche cama (Charles R. Moore), con su particular manera de convertir cualquier conversación en un galimatías y su hondo rencor hacia los pasajeros que dejan poca propina.

       “Tom: Entonces, ¿está en Jacksonville?
       Encargado: Sí, señor. Mejor dicho, no, señor. La señora dijo que él iba a llevarla en el barco. Supongo que significa yate, pero yo no sé cómo un señor, que me da diez centavos de Nueva York a Jacksonville, puede tener un yate. Será una canoa o una bicicleta, sí, señor.”

       Y, entre los parásitos, tenemos a Totó (Sig Arno), relamido petimetre mantenido de la princesa, que la sigue a todas partes como un perrito faldero ―de hecho se llama como un perrito faldero―, y que pase lo que pase jamás ceja en su empeño de seguir al lado de la princesa. Esta especie de Mortadelo, que siempre aparece disfrazado con ropa deportiva, es el personaje más ridículo, el que menos sentido de la dignidad tiene y el que sufre mayor número de caídas y golpes, en una película en la que el humor físico es una constante durante todo el metraje.

       Pero en “Un marido rico” no sólo los millonarios son divertidos, también los personajes que representan a la autoridad resultan, sin proponérselo, de lo más chistosos cuando pretenden cumplir con su deber de manera escrupulosa. Sturges explora este aspecto de las autoridades como herramienta cómica y así, Tom se sirve del policía para que retenga a Jerry, haciéndole creer que le ha robado la maleta, y, a su vez, Jerry se sirve del guardia de seguridad de la estación para impedir que Tom la siga, diciéndole que la está molestando. Ambos manipulan a las autoridades, en su propio beneficio, sirviéndose de la eficiencia con que tratan de cumplir con su deber, y esto es sencillamente hilarante. Por otra parte, Sturges, conocedor de que, para el público, ver a un personaje desafiando a la autoridad siempre resulta divertido (debe ser algo que arrastramos desde la infancia, época en la que siempre estábamos obligados a obedecer), nos hace pasar un buen rato con la secuencia en la que los miembros del club de cazadores desafían a los representantes de la autoridad del tren, montando una cacería y destrozando a tiros el vagón. Y luego, nos hace reír con la reacción del revisor del tren cuando decide dar un escarmiento a los millonarios cazadores, abandonándolos en la vía. 


     Este jefe de los empleados del tren está interpretado, de forma harto eficiente y graciosa, por Al Bridge, ese actor, de tan asombroso parecido con Preston Sturges, que me hizo pensar, en el artículo anterior (“Las tres noches de Eva”), que, tal vez, Sturges, como otros directores famosos, gustaba de hacer pequeños papeles en sus películas; pero no, se trataba de Al Bridge, un eficiente actor de carácter que acostumbraba a formar parte del grupo de secundarios que solían aparecer en sus films.


       Sturges construye el guión de esta original comedia sobre tres sólidos pilares, el humor verbal, el humor físico y la sátira, logrando, con ésta última, pasar revista al matrimonio, a los prejuicios con los que la sociedad trata a los emprendedores, a la vida estéril e infantil de los multimillonarios, al desmedido culto al dinero y al lujo, que trae consigo el sistema capitalista, y a todos esos aspectos de la vida que se suponen componen nuestra verdadera felicidad. ¿O no lo hacen?
       El humor verbal está presente en cada una de las secuencias de la película, con diálogos capaces de dotar de un gran dinamismo a cualquier escena, gracias a la ironía, al ingenio y al sarcasmo de su autor. Estas brillantes y emocionantes conversaciones siempre logran mantener el interés del público, con independencia del argumento, del ritmo y de la acción.

       “Hackensacker: En primer lugar, todavía no está libre, y en segundo lugar, no se casa uno con la persona que se ha conocido el día antes. Por lo menos, yo.
       Princesa: Pues ese es el único sistema. Si se le conoce demasiado, nunca llega uno a casarse.”

       El humor físico, constituido por el clásico slapstick, adorna las sucesivas secuencias del film, siendo especialmente relevante en la primera parte de la película, donde se suceden las carreras, las persecuciones, las caídas, los golpes y el destrozo en general. Y aunque todo esto era una constante en este tipo de comedias, Sturges logra sorprender al espectador con inesperados y cómicos golpes de efecto, que generan unas desternillantes e inadecuadas reacciones físicas en los personajes.
       La banda sonora de la película, obra de Víctor Young, arropa la acción en todo momento, sorprendiéndonos con la capacidad del compositor para bromear con la música al tiempo que Sturges lo hace con la acción o con los diálogos. La vitalidad que su música aporta en algunas secuencias nos hace sonreír y la versatilidad de sus sonidos para dotar de significado cada instante nos sorprende y admira. Todo esto convierte la música de Víctor Young en el cuarto pilar sobre el que se apoya toda la estructura del guión de esta comedia.


       Otro recurso, usado de manera frecuente por Sturges, que aparece en esta película, es el de la identidad falsa que adoptan sus personajes para perseguir sus objetivos. Técnica, ésta, siempre festiva cuando se emplea en una comedia. Jerry finge ser una mujer maltratada por el canalla de su marido para conseguir despertar la compasión de Hackensacker y, por ende, su deseo de protegerla.

       “Hackensacker: Esa es una de las tragedias de esta vida, los hombres que más necesitan una paliza son casi siempre enormes.”

       Tom finge ser el hermano de Jerry para poder permanecer a su lado y convencerla de que deje de hacer locuras. Lo divertido para el público es saber que son marido y mujer mientras que Hackensacker y su hermana la princesa lo ignoran, de manera que el espectador puede reír a placer con cada sarcasmo o ironía del malhumorado Tom o con cada gesto de desconcierto de la atribulada Jerry. También resulta entretenido observar los celos de uno y otro cónyuge ante las atenciones que les dispensan, respectivamente, sus anfitriones. La princesa, más desinhibida, es particularmente atrevida en sus aproximaciones al atractivo Tom Jeffers, sin que el apocado de su hermano se quede atrás en ningún momento. Además, la princesa y Hackensacker se hacen de alcahuetes el uno al otro, decididos a emparentar con los atractivos hermanos a toda costa.


       A pesar de ser una comedia alocada y tronchante, los momentos de pesadumbre, siempre presentes en las comedias de Sturges, también se ciernen sobre Jerry y Tom Jeffers; pesadumbre por el fracaso, por la ausencia del ser amado, por el dolor de los celos, por la impotencia ante la imposibilidad de hacerse comprender por el otro... 
Como vemos, Sturges no cae en la tentación de idealizar el matrimonio o de idealizar a sus enamorados como a héroes, el director nos muestra el amor tal como es, con sus debilidades, con sus defectos y con sus aciertos. Ese amor del que hablaba nuestro Lope de Vega, que tanto sabía de él:

“Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.”

       Claudette Colbert, como Jerry Jeffers, rompe con el prototipo de mujer hacendosa, ama de casa abnegada y madre de familia. Sturges no nos cuenta por qué tras cinco años de matrimonio, la pareja no ha tenido hijos, pero ese detalle hace a Jerry más moderna, más independiente e incluso más interesante. Jerry quiere divertirse mientras sea joven, quiere salir a cenar, al teatro y por qué no decirlo a tomar unas copas. La borrachera de Jerry, a diferencia de otras borracheras femeninas en el cine de la primera mitad del siglo XX, es premeditada y nos muestra a una Jerry sincera, expresando sus frustraciones en voz alta, sin ningún tipo de pudor.


       “Tom: No quiero se descortés, nena, pero...
     Jerry: No estás siendo descortés, estás siendo como eres tú. Estás casado conmigo y eso significa que eres ciego, respecto a mí. Durante mucho tiempo, he formado parte de ti, no era más que algo a lo que podías arrimarte para no pasar frío, como una manta, pero no me ves, lo mismo que no puedes ver tu propia nuca.”

       Los borrachos dicen la verdad y Jerry esa noche se sincera con Tom y reivindica su derecho de mujer hermosa a tener una vida mejor. Por lo visto, en la mentalidad machista de la época, si Jerry hubiese sido menos agraciada hubiera debido conformarse con la miseria sin rechistar, sin embargo, al ser atractiva, todo el mundo parece estar de acuerdo en que se merece mejor suerte. En realidad lo que le fastidia a Jerry es no poder desplegar todo su talento para ayudar a Tom a prosperar, eso la haría sentirse orgullosa de sí misma, en ese sentido, Jerry representa una mujer que ansía la realización personal en el mundo, aunque todavía lo pretenda a través de la realización de su esposo. En ningún momento, Jerry se plantea labrar ella misma su propio futuro trabajando, en esto es diferente de la mujer de Hawks, siempre capaz, independiente y talentosa. Aún así, es un paso adelante en la liberación de la mujer, porque se trata de una mujer que actúa, que persigue su propio destino, que toma sus propias decisiones, incluso aunque tenga que renunciar al hombre que ama. Jerry Jeffers persigue la libertad que las penalidades le han impedido alcanzar. Es una mujer con algunos prejuicios todavía, pero ya se ha levantado y se ha puesto en marcha. Claudette Colbert encarna con gracia y picardía a esta resuelta mujercita, que parece muy segura de sí misma, pero que basta con que su marido le baje la cremallera del vestido, con alguna que otra caricia, para que ella pierda la cabeza y olvide sus propósitos. Jerry es una mujer enamorada de su marido, por el que siente una gran pasión, aunque se empeñe en negarlo, y Claudette Colbert sabe hacérnoslo sentir con su interpretación. Notamos el tremendo disgusto que se lleva, cuando cree que Tom ha intimado con la princesa, antes de que lo muestre verbalmente y sabemos que le duele el fracaso de Tom, porque a la actriz se le ponen los ojos húmedos cada vez que su marido habla de sí mismo como de un fracasado. Su manera de retorcer las muñecas o los tobillos cuando está excitada resulta encantadora y sutil y su manera de morderse el labio inferior cuando teme estar metiendo la pata o despertando la ira de su marido es de lo más divertida.

       Pero Joel McCrea no se queda atrás en encarnar con gracia la personalidad noble e idealista de su personaje. McCrea sabe hacernos sentir, con mesura, la frustración de Tom al no poder darle a su esposa todo lo que ella desea. Le vemos avergonzado de su fracaso, pero sin perder su orgullo y su dignidad de hombre convencido de su propia valía.


       “Tom: Cada uno es como es, cariño, y yo estoy hecho así, si eso supone ser un fracasado...
       Jerry: ¡No vas a ser un fracasado! ¡Nadie que haya estado casado conmigo, cinco años, va a ser un fracasado!”

       Notamos las ganas que tiene Tom de agredir al hombre rico con el que su mujer se propone reemplazarlo y la frustración que siente cada vez que ella se niega a volver con él. La desolación y angustia de su rostro cuando la ve alejarse en el tren, camino de Palm beach, es de lo más conmovedora, siempre con esa serenidad que transmitía McCrea a sus personajes, dándoles ese aspecto de honestidad que siempre le caracterizó en el cine. Y si Claudette Colbert resulta graciosa atravesando el vagón restaurante con la cabeza bien alta para disimular que va en pijama, Joel McCrea está divertidísimo al perder los pantalones del pijama persiguiendo a su mujer o al quedarse con el trasero al aire ante todos sus vecinos, sin mostrar ningún tipo de pudor. Ambos actores transitan por situaciones de lo más ridículas manteniendo su dignidad a prueba de bombas, y eso nos hace reír y querer ser como ellos.

       Y esto último es lo que se propone Sturges con sus personajes, sobre todo, con el personaje de Tom Jeffers, de quien se sirve el director para hacernos llegar un mensaje subliminal, que, sin ser el tema central de la película, sí parece ser su moraleja final: Nada es imposible. Esta es la razón por la que el proyecto de Tom, de construir un aeropuerto extendido sobre la ciudad como una raqueta de tenis, es tan poco realista. Ese aeropuerto, que parece una broma, un chiste del director para hacernos reír con los sueños de su personaje, permite a Sturges, precisamente por lo fantasioso del proyecto, hacernos llegar su esperanzador mensaje de que todo es posible, cuando Tom, por fin, encuentra un inversor dispuesto a financiar su aeropuerto. Y no es un mensaje baladí, en un momento de la historia en el que estados unidos, que aún sufría las consecuencias de la gran crisis, acababa de entrar en la segunda guerra mundial, y tantas parejas jóvenes luchaban por abrirse camino en la vida. Un mensaje dirigido a hombres y mujeres, un mensaje de enaltecimiento del individuo que con su esfuerzo y constancia consigue salir adelante, con el respaldo de su pareja. Un mensaje por el que no pasa el tiempo, un mensaje de ilusión y coraje.

domingo, 28 de abril de 2019

STURGESMANÍA 2

“LAS TRES NOCHES DE EVA” (1941) de Preston Sturges

       En esta sugerente comedia sobre la guerra de sexos, Sturges nos transmite sus ideas sobre el papel de los hombres y las mujeres en esta tradicional e inexorable batalla, que tan frecuentes y buenas comedias ha deparado a la historia del cine. Y es la protagonista de esta película, Jane Harrington (Barbara Stanwyck), la que, haciendo las veces de portavoz, nos hace llegar, de manera sutil y desenfadada, lo mismo que si se tratara de una broma, las juiciosas opiniones del autor y director de la película.


       “Jean: Verás, Hopsy, tú no sabes nada de las mujeres. Las mujeres no son tan buenas como probablemente crees y las malas no son tan malas. Ni mucho menos.”

       “Jean: Un hombre capaz de perdonar es mucho más que un hombre.”

       Sin embargo, Sturges se sirve del antagonista masculino, Charles Pike (Henry Fonda), para aclararnos que el secreto para alcanzar una tregua razonable, en cualquier relación amorosa, no es otro que el “dulce perdón”.

       “Charles: Si hay algo que distingue al hombre de la bestia es la capacidad de entendimiento, la comprensión y el perdón. Sé que debo fomentar la piedad, la comprensión y el dulce perdón.
       Eva: Dulce, ¿qué?
       Charles: ¡El dulce perdón!”

       Jean Harrington, jugadora profesional, seduce, en un crucero de lujo, al rico heredero Charles Pike, con la intención de desplumarle, educadamente, con la ayuda de su padre, el coronel Harrington (Charles Coburn). Pero Jane se enamora del “primo” en cuestión y, ante su propuesta de matrimonio, decide cambiar de planes, casándose con él, en lugar de arruinarle. Sin embargo, antes de que pueda sincerarse con él sobre su profesión de tahúr, Pike la descubre por sí mismo y, herido en su orgullo, la abandona para refugiarse en la mansión de sus padres en Conneticut. Jane, despechada, regresa con su padre a Nueva York, donde, se tropieza con un viejo compañero de fatigas, Pearlie (Eric Blore), que bajo la identidad falsa de un diplomático inglés, llamado sir Alfred McGlennan Keith, se gana la vida, en Conneticut, haciendo trampas a las cartas a los millonarios de la zona. Jane, con el propósito de vengarse de Charles, pide a Pearlie que, en calidad de sobrina, la lleve con él a Conneticut. Allí, convertida en Lady Eva Sidwich, se reencuentra con Charles Pike, que se vuelve loco tratando de dilucidar si se trata de la misma chica que conoció en el barco o es una chica diferente. Finalmente, gracias a un truculento relato inventado por Sir Alfred, Charles se convence de que son dos mujeres distintas y comienza una relación con Eva que terminará en el altar. Pero, durante la noche de bodas, Jean lleva a cabo su venganza, haciendo creer al pobre Charles que Eva, la mujer con la que se ha casado, es una libertina, que ha tenido incontables amantes antes de conocerle. Escandalizado, Charles abandona a Eva y se dispone a emprender un nuevo viaje en barco. Jane se va tras él, esta vez bajo su verdadera identidad, y cuando se reencuentran, en alta mar, Charles se siente el hombre más feliz del mundo, ya no siente ningún resentimiento, ha aprendido la lección y ni siquiera le importa que su padre, el coronel, le haga trampas a las cartas.



       En esta comedia, la voz cantante la lleva la mujer ―algo bastante habitual en las screwball comedies de la época― y es una mujer con una personalidad arrolladora, una aventurera, hija de aventurero, que ha sido educada en el arte de estafar a cuanto millonario se ponga a su alcance. Su gran atractivo físico y su gracia personal la hacen irresistible para cualquier hombre y ella sabe utilizar esos dones como cebo para que el “primo” pique el sedal y caiga en sus garras, y de paso en las de su familia. Barbara Stanwyck derrocha una simpatía hipnótica en esta película, en la que interpreta a dos mujeres distintas, que, en realidad, son la misma chica. Estamos ante una actriz interpretando a un personaje que, a su vez, interpreta un papel, y tanto la actriz como el personaje lo hacen de maravilla. Si, en su papel de Jane Harrington, la Stanwyck resulta tan arrebatadora, que casi consigue, con su voz sensual y embriagadora, que podamos oler ese perfume con el que cautiva a Charles; cuando interpreta a Jean Harrington encarnando a Lady Eva Sidwich se muestra tan encantadora y locuazmente adorable, que, a pesar de su risa contagiosa y su verborrea banal ―con un acento chillón y algo repelente―, podemos llegar a comprender que Charles caiga en sus redes. En realidad, bajo su identidad de aristócrata inglesa, Jean sigue interpretando el mismo personaje que lleva representando durante toda la película, el de la primitiva Eva tentando a Adán con su manzana, figura bastante recurrente en el Hollywood de la época.

       Este punto de vista plantea una revisión obligada del mito de Adán y Eva. Para empezar, Jane no ofrece a Charles la manzana para que la muerda, sino que se la arroja, literalmente, a la cabeza, la primera vez que le ve, cuando éste se dispone a subir al barco. Se podría decir que Jean despierta a Charles con ese manzanazo en la cabeza, le despierta a la madurez del amor, al sexo y a la vida ―la manzana entendida, aquí, como símbolo de la femineidad, de la vida y de la sabiduría―. Por su parte, Charles, en el barco, enseña su serpiente doméstica a Jean, que huye despavorida ―recordemos que la serpiente simboliza el eterno renacer y el poder masculino―. Da la impresión de que Charles propone a Jean, a través de la serpiente, una vida distinta de la que ha llevado hasta ese momento, una transformación de estafadora a esposa decente, sometida al varón. Por eso resulta tan cómico que ella huya espantada, como si dicho cambio la aterrara.

       “Jane: He vuelto a soñar con esa serpiente asquerosa.
       Coronel: ¿Te refieres a Pike?
       Jane: No, a su reptil.”

       El poder masculino que representa, es lo que hace huir a Jane de la serpiente de Pike, pues ella está acostumbrada a mandar y a manipular a los hombres. Y, precisamente, lo que fascina a Pike de las serpientes es ese poder, que su padre le impide desarrollar y que él ansía desplegar algún día.

       “Jane: ¿Te van a interesar siempre las serpientes?
       Charles: Las serpientes son mi vida, en cierto modo.
       Jane: Menuda vida.”

       Por otra parte, el barco representa el paraíso terrenal, donde todo es perfecto y la pareja protagonista se enamora de una forma irresistible y natural. Sin embargo, cuando Jean oculta al hombre que ama su verdadera identidad y él, dolido por el engaño, la rechaza, ambos son arrojados del paraíso, y todo se vuelve más desagradable y oscuro. La pareja se separa y el amor se torna en rencor.

       “Jane: ¿Sabes por qué no me reconoció?
       Pearlie: Sí.
       Jane: No, no lo sabes. Yo apenas le reconocí, parecía más bajo y flacucho. Es porque ya no nos queremos. Ya ves, en el barco, sentíamos un deseo increíble. Cuando le vi me pareció más alto y más atractivo. Él pensó que yo tenía unos ojazos irresistibles, labios sensuales y la silueta de Miss Long beach, el sueño de la tropa...”

       Entonces, Jean se transforma en serpiente y tienta, con sus encantos, a Charles para que se case con ella. Jean, la mujer fuerte, bella y sabia engaña al hombre débil, inocente y orgulloso, obligándole a morder la manzana que rechazó la primera vez, demostrando así su poder sobre él. Y no es casualidad que la escena de la fallida luna de miel, entre Charles y Eva, transcurra en un tren, que es como una serpiente, y, tampoco lo es, que la pareja discuta, en el interior del tren, mientras, fuera, se desata una terrible tormenta. Pues esa tormenta simboliza la batalla que se está librando dentro de ese compartimento y así, rayos y truenos caen, dentro y fuera del tren, hasta que Eva se queda sola y abatida y Charles termina hundido en el lodo.

       El simbolismo, como vemos, inunda toda la película de una sugerente atmósfera en torno a la lucha de sexos, y quizás por ser esta lucha tan descarnada, en algunos momentos, Sturges propone el perdón incondicional como única solución posible.

       La transformación de Jean en Lady Eva añade a la trama el ingrediente que faltaba para el triángulo amoroso de cualquier screwball comedy que se precie, y supone un giro en la trama que propicia, gracias al desconcierto de Charles, un montón de situaciones hilarantes propias del slapstick. Henry Fonda, que nunca se prodigó demasiado en el género de la comedia, nos sorprende en “Las tres noches de Eva” con una gran habilidad para tropezar y caerse de manera desternillante, poniendo, además, una cara de estupor que el mismísimo Buster Keaton hubiera aprobado. Y resulta tan espontáneo y convincente en este rol de chico tímido, inexperto y confiado, que nos convence, una vez más, de que la categoría de su trabajo actoral, siempre estuvo muy por encima de géneros, directores o personajes.

       La pareja formada por Barbara Stanwyck y Henry Fonda derrochaba, en este film, ternura y sensualidad y, compenetrándose a la perfección, conseguían hacernos partícipes de la fuerte atracción y del enamoramiento de sus personajes, desde que se conocían en el barco hasta la escena final. Ambos actores coincidieron en otras dos películas, “Sólo tuya” (1941) de Wesley Ruggles y “El club de las millonarias” (1938) de Leigh Jason, pero en “Las tres noches de Eva” llegaron a protagonizar una de las secuencias más voluptuosas del Hollywood dorado, con Barbara Stanwyck enroscada a Henry Fonda como una serpiente, mientras le habla al oído de su hombre ideal, pegando su mejilla a la suya y acariciando su cabello con fruición.



       “Jane: Quiero casarme con alguien a quien no conozca. No sabré cómo es, de dónde viene o a qué se dedica. Digamos que quiero que me coja por sorpresa.
       Charles: Como un ladrón.
       Jane: Exacto. Por la noche olerá el perfume, oiré unos pasos detrás de mí y su profunda respiración, luego... Ah... Mmm... Será mejor que te vayas a dormir. Creo que ya puedo conciliar el sueño.
       Charles: Ojalá pudiera decir lo mismo.”

       ¿Cómo hubiera podido, el pobre Pike, resistirse a ser seducido por la pícara Barbara Stanwyck habiendo pasado un año en la selva sin ver a ninguna mujer? ¿Y qué hombre hubiera querido resistirse, aún de haber podido? Incluso el coronel Harrington sabe que su hija es una tentación para los hombres:

       “Coronel: ¿Quién no se ha enamorado de ti en todo el Atlántico?
       Jean: Esta vez es en serio.
       Coronel: ¿Acaso los otros se lo tomaban a broma?”

       Y el muy sinvergüenza sabe explotar dicho atractivo para sacarle el máximo beneficio en su “profesión” de tahúr, y aunque, por la desenvoltura con la que Jane seduce a sus víctimas, pudiera parecer que disfruta haciéndolo, en realidad, está harta de todo eso.

       “Jean: No entiendo por qué yo hago el trabajo sucio. Debe haber un montón de ricachonas esperando a que las cortejes.
       Coronel: Encuéntralas y las cortejaré.
       Jean: Vaya, ya me gustaría verte alternando con esas viejas harpías.
       Coronel: No seas vulgar, Jean. Somos retorcidos, pero no ordinarios.”

       El cinismo con el que “Harry, el guapo” ―apodo por el que se conoce al coronel en su profesión― pretende enseñar a su hija buenos modales, al tiempo que la empuja a seducir a los hombres para estafarlos, es tan perverso que resulta gracioso. El personaje del coronel Harrington nos permite ser benévolos con la falsedad del comportamiento de Jean con respecto a Charles. Ella hace lo que le han enseñado a hacer, y se le da bien, porque lo lleva en los genes; quizás, desde este punto de vista, Jean sea tan inocente como el propio Charles. Los dos son unos pobres chicos a los que sus respectivos padres han marcado el camino a seguir en la vida; Charles quiere ser ofidiólogo, pero su padre quiere que herede su imperio de soda y Jean ni siquiera se ha planteado hacer otra cosa, se limita a dejarse llevar por el coronel, hasta que se enamora de Charles y, entonces, decide plantarle cara a su progenitor.

       “Jane: Creo que estoy enamorada del pardillo, a pesar de sus serpientes. No sé qué me pasa, pero me ha llegado al corazón y daría cualquier cosa... Quiero decir que voy a ser como a él le gustaría que fuese, su mujer ideal.”

       Este gesto de madurez, en su hija, es un desastre para el coronel, pues supone renunciar a la gallina de los huevos de oro.

       “Coronel: El problema de los que se reforman es que siempre quieren que los demás hagan lo mismo.”



       Sin embargo, el Coronel termina por aceptar la situación, al comprobar que el enamoramiento de su hija es sincero, y a partir de ahí, le ofrece su apoyo incondicional con tal de verla feliz, como haría cualquier padre. Así, también el coronel se redime ante nosotros, ha llevado a su hija por el mal camino, pero está dispuesto a dejarla marchar para que elija su propio destino. Charles Coburn, habitual secundario en las comedias de la época, resulta muy convincente en el rol de este viejo estafador y cariñoso padre de Jean, con la que mantiene una insólita relación de camaradería. La complicidad entre padre e hija es tan grande que ella nunca le llama papá o padre, sino Harry, como si se tratara de un colega. Este pequeño detalle transmite al espectador la sensación de que son gente curtida, endurecida por la ocupación que desempeñan, con una visión bastante lúcida de la realidad y poco dada a los sentimentalismos, gente acostumbrada a ser fuerte para sobrevivir. En el polo opuesto se sitúa la relación de Charles Pike con su padre, Horace Pike, que siempre le protege y le trata como a un niño delante de todo el mundo.


       “Horace: Hay días en que mi hijo está más lúcido que en otros.”

       Esta diferencia sitúa a Charles en clara desventaja frente a Jean, que es una mujer demasiado madura e independiente para su edad. Aún así, también Charles llega a enfrentarse a su padre, cuando se niega a reunirse con Eva para pedirle el divorcio e, inmediatamente después, toma su primera decisión, embarcándose de nuevo con la esperanza de reencontrarse con Jane, su verdadero amor. Es decir, Charles decide regresar al paraíso.

       Sin embargo, por mucho que el dulce Charles madure, a lo largo de la película, no puede competir con el carácter fuerte de Jane ni con la gran seguridad que demuestra tener en sí misma en todo momento, incluso en sus horas bajas, cuando siente que Charles ha querido hacerle daño haciendo que se sintiera mal por su pasado.

       “Jane: Quiero ver a ese tipo. Tengo un asunto pendiente con él. Le necesito como el hacha a la leña. Id a hacer las apuestas.”

       Sturges narra toda la historia desde el punto de vista de Jane Harrington y lo hace hasta en su manera de abordar las escenas como guionista. Hay dos secuencias que son prueba de ello y que están narradas con una brillantez audiovisual, propias del cine de calidad que realizaba este gran director. Y las dos se apoyan en la voz de la protagonista, para anticipar, con su narración, lo que va a acontecer en la historia. Una de estas secuencias, sucede en el barco, cuando Jean, sirviéndose de su espejo de mano, observa a Charles Pike asediado por todas las mujeres casaderas del barco. Sturges nos muestra toda la secuencia a través de lo que Jane ve en su espejo, al mismo tiempo que su voz nos relata la manera en la que varias chicas tratan de llamar la atención del soltero de oro. La segunda secuencia tiene lugar cuando Eva anticipa a Pearlie cómo piensa seducir a Pike para que se le declare dentro de seis semanas. Una vez más, la cínica voz de Jean sirve a Sturges de hilo conductor para una elipsis de seis semanas que nos traslada de casa de Pearlie a un hermoso prado, donde Charles se declara mientras su caballo no deja de ponerle el hocico sobre la cabeza, convirtiendo un momento tan solemne en una auténtica patochada.

       Y también en esta película, como ya hiciera en “Los viajes de Sullivan”, Sturges cuenta toda una secuencia (la de la boda) sin diálogos, mostrándonos el anuncio, los preparativos y, finalmente, la ceremonia nupcial ―intercaladas con imágenes del cocinero avanzando en la elaboración de una gigantesca tarta― mediante una sucesión de escenas, que ocurren a toda velocidad y que convierten esta secuencia en una rápida elipsis, que nos conduce directamente a lo que a Sturges le interesa, la noche de bodas.


       También debemos resaltar, en el guión, aquellos momentos humorísticos logrados gracias a algunos personajes secundarios ―interpretados con gran maestría por los actores que los encarnaban― con los cuales, Sturges conseguía arrancarnos esas carcajadas con las que apuntalaba la trama principal de la historia, para lograr que no decayesen, en ningún instante, ni el ritmo ni el tono que debía llevar la comedia, asegurándose, de ese modo, que el público permaneciera siempre a la espera de la próxima broma.

       Así, el señor Ambrose Murgaroyd, guardaespaldas de Pike, apodado Muggsy (William Demarest), nos hace reír con su eterno malhumor y su manía de sospechar de todo el mundo, protagonizando momentos desternillantes cuando vigila de manera obsesiva y sin ningún disimulo a Jane, tanto en alta mar, como después en Conneticut. Donde llega a comportarse de una manera tan patosa y excéntrica, tratando de averiguar si Eva es la misma estafadora del barco, que nos recuerda al inspector Clouseau, protagonista de la saga “La pantera rosa” de Blake Edwards. También Charles Pike llega a recordarnos al protagonista de otra película de Blake Edwards, “El guateque”, al tropezar y mancharse el smoking hasta en tres ocasiones, durante la misma fiesta.


       Este Muggsy (especie de criado de Charles) forma, junto a Gerald (ayudante del coronel Harrington), la típica pareja de criados, que, en el teatro clásico del siglo de oro, hacían las veces de “graciosos” y se relacionaban entre sí, mientras sus señores hacían lo propio, con la intención de informar, después, a sus amos de lo que pudieran averiguar.

       Igualmente divertido resulta el secundario Horace Pike (Eugene Pallette), un hombretón infantil y alegre, que monta una rabieta si no le sirven el desayuno a su hora, y que cada vez que su hijo Charles mete la pata, reacciona con un comentario sarcástico.

       “Eva: Oh, estaba enamorado de ella...
       Horace: Sí, es posible, pero no se acuerda de cómo era.”

       En realidad, son muchos los personajes de reparto que aportan su pincelada de humor a la película, ya que algo que Sturges solía hacer en sus comedias era lograr que cada personaje, por pequeña que fuese su intervención, mostrase algo de comicidad. Tal es el caso, del cocinero que golpea con la manga pastelera al mayordomo, llamándole ¡Nazi! o del camarero del barco que, al principio de la película, se lamenta de que todo el mundo esté pidiendo soda Pike, por encontrarse a bordo el heredero Pike, y recita con ironía el slogan de la soda: “No quieren nada más. Quieren “la soda con la que gana Yale, Ra, Ra, Ra”.” Por cierto, dicho camarero se parece, sospechosamente, a Preston Sturges.

       ¿Será o no será Preston Sturges haciendo las veces de actor de reparto? Yo diría que se trata de él, pero no puedo afirmarlo con certeza. En caso de que lo fuera, demuestra ser, además de gran guionista y director, un más que eficiente secundario cómico.

       El guión de “Las tres noches de Eva” se divide en tres partes bien diferenciadas por su contenido temático, el desengaño amoroso, la venganza y la reconciliación, que coinciden con el planteamiento, el desarrollo y la conclusión de la historia, y con las tres noches a las que hace referencia el título, en español, del film. Y aunque el guión esté salpicado de ingeniosos y divertidos diálogos, algo malévolos, en ocasiones ―como todos los de Sturges―, y esté adornado con personajes secundarios que protagonizan, con sus personalidades cómicas, momentos hilarantes de verdadero slapstick, lo cierto es que la comedia está impregnada en su totalidad de un cierto desengaño, no sólo amoroso, sino vital, que inunda toda la película de una seriedad poco habitual en este tipo de alocadas comedias. La desolación de Charles, al saber que Jane es una estafadora o su rabia, al conocer la promiscuidad de su esposa, son clara muestra de ello; como también lo son, el llanto de Jane, tras la ruptura con Charles, o su abatimiento, al concluir su venganza; hasta la decepción del Coronel, al saber que su hija abandona la profesión para casarse, está llena de melancolía, e incluso la tristeza de la mujer nativa, al despedir con flores a Muggsy en el Amazonas, resulta desasosegante.

       Todos esos momentos de verdadero desencanto sirven a Sturges para dar profundidad a una comedia, aparentemente, ligera. Una comedia que trata de cómo el orgullo puede echar a perder nuestra felicidad, impidiéndonos estar con la persona amada, si no somos capaces de aceptar que no somos perfectos, que nadie lo es. La búsqueda de un ideal, en el amor, conduce a un fracaso seguro, no sólo en lo sentimental, sino también en nuestro proceso de maduración, puesto que la relación con los otros es lo que nos hace crecer como seres humanos.

       “Jane: ¿De qué sirve buscar al hombre ideal si no existe? Yo tengo un ideal práctico. Podría encontrar dos o tres en la barbería sin esforzarme mucho.
       Charles: ¿Por qué no te casas con uno de ellos?
       Jane: ¿Por qué iba a casarme con alguien así?”

       Charles teme que Jane lo tenga por un idiota y Jane se duele de que Charles la considere una miserable, ambos tendrán que superar su miedo y su amor propio para poder ver realizado el amor que sienten. Una vez más, Sturges nos señala a la mujer como la encargada de dirigir este proceso de valentía y perdón, ella es la que se niega a que todo acabe con una separación, que ninguno de los dos desea. Jane, bajo la identidad de Eva, se pone manos a la obra, con la excusa de una venganza, para casarse con Charles, que es lo que quería desde el principio. Y Charles se casa con Eva, porque es idéntica a Jane, que es a quién siempre ha amado. Lo que hace Sturges es contarnos, entre risas, la hipocresía con la que solemos ocultar nuestros verdaderos sentimientos, aún a riesgo de nuestra propia felicidad.

       “Jane: ¿Por qué no me abrazaste así, aquel día? ¿Por qué me dejaste? ¿Por qué hemos pasado por todo esto? ¿No sabes que eres el único al que he amado? ¿No sabes que no podría haber amado a otro hombre aunque quisiera? ¿No sabes que te he esperado toda mi vida, grandísimo tonto?”

       Y el mismo Sturges nos da la clave para superar todos los obstáculos y superarnos a nosotros mismos, el perdón. Tanto Jean como Charles terminan comprendiéndolo y se preguntan el uno al otro, ¿podrás perdonarme?, en una conmovedora escena final llena de fogosa ternura; la escena del “dulce perdón”.

sábado, 30 de marzo de 2019

STURGESMANÍA 1

“LOS VIAJES DE SULLIVAN” (1941) de Preston Sturges

       
       En 1941, Preston Sturges rompe una lanza en favor de la comedia, con esta película, que dedica a todos los que, en algún momento de la historia, han consagrado su vida a aligerar el sufrimiento humano, a través de la risa:

       “Esta película está, afectuosamente, dedicada a la memoria de todos los que nos hacen reír: los saltimbanquis, los payasos, los bufones, de todos los tiempos y todas las naciones, cuyos esfuerzos nos han alegrado un poco la vida.”

       John L. Sullivan (Joel McCrea), famoso director de comedias de Hollywood, sensibilizado con la terrible situación del pueblo americano, tras la gran crisis, desea hacer películas comprometidas que reflejen toda la problemática por la que atraviesa el país. Y, ante la opinión de los directivos del estudio de que él no puede hacer ese tipo de películas, porque no sabe lo que es tener problemas, Sulli decide disfrazarse de vagabundo y salir, con sólo diez centavos en el bolsillo, para mezclarse con los desempleados y experimentar, así, el sufrimiento que quiere reflejar en su próxima película. Y aunque en su primera salida, no le salen las cosas como esperaba, Sulli conoce a una joven y fracasada aspirante a actriz (Veronica Lake), que se empeña en acompañarle en su experimento. Y así, en su segunda salida, Sulli, acompañado por “la chica”, terminará por sufrir, en sus propias carnes, todas las dificultades a las que se exponen los vagabundos, dando, así, por finalizado su curioso experimento.

 Pero, antes, hace una última salida, en solitario, con el fin de repartir algo de dinero entre los mendigos a los que tanto ha visto sufrir. Y como ―según Billy Wilder― “ninguna buena acción queda sin castigo”, mientras reparte su dinero, Sulli es atracado por uno de esos vagabundos, que le deja inconsciente en el interior de un tren de mercancías. Dado por muerto, Sulli, despierta en otra ciudad, confuso y sin saber quién es ni dónde está, y antes de que pueda aclarar su mente, es agredido por un empleado del ferrocarril, harto de que los vagabundos se cuelen en los vagones. Enfermo y asustado, Sulli se defiende con una piedra y es detenido, juzgado y condenado a seis años de trabajos forzados. En prisión, Sulli recuerda quién es, pero ya nadie le escucha y tampoco le permiten comunicarse con el exterior. Finalmente, y tras muchas penalidades, Sulli asiste con los demás presos a la proyección de una divertida película de dibujos animados y descubre lo importante que es la risa para los que llevan una vida de sufrimiento constante. Decidido a volver a Hollywood para continuar su labor en el cine, a Sulli se le ocurre declararse culpable de su propio asesinato, o sea del de John L. Sullivan ―el director de cine, muerto en extrañas circunstancias―, para conseguir que su fotografía salga en la prensa y sus amigos de Hollywood sepan que está vivo.

       Con esta película, Sturges sitúa el poder sanador de la comedia muy por encima de la importancia sociológica o artística del drama, porque a la gente que lo ha perdido todo, sólo le queda la risa.

       “Sulli: Y os diré otra cosa, hacer reír a la gente me gusta mucho más. ¿Sabes que hay personas que no tienen más que eso? No es mucho, pero he podido comprobar que es mejor que nada en este mundo en que vivimos. De veras.”

       Y, en realidad, si admitimos que el fin último del cine es el entretenimiento, es decir, lograr que la gente se evada de su realidad cotidiana, tenemos que reconocer que la comedia es el género que mejor cumple con esa función, puesto que es el que mayor evasión proporciona.

       “Hadrian: ¿Qué tal un poco de música?
       Sulli: ¿Cómo puedes hablar así en un momento como éste, cuando el mundo se está suicidando, cuando en las calles se amontonan los cadáveres, cuando la muerte te acecha en todos los rincones y la gente es sacrificada como un rebaño de ovejas?
       Hadrian: A lo mejor quieren olvidar todo eso.”

       ¿Y qué mejor manera de rendir tributo a la comedia que seguir los pasos de la mejor comedia jamás escrita, el Quijote de Cervantes? Porque, ya fuera a propósito o sin que Surges fuera consciente de ello, la influencia de “Las aventuras del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha” se deja sentir en “Los viajes de Sullivan” de manera palpable. Mientras que el Quijote se disfraza de caballero andante, trastornado por los libros de caballería; Sulli se disfraza de vagabundo, trastornado por la situación de pobreza de su país. Don Quijote hace una primera salida en solitario y una segunda con su escudero; Sulli comienza su viaje solo y en su segunda salida, le acompaña “la chica”, mucho más atractiva que Sancho Panza e igual de pragmática que él.


       “La chica: No hay como hacer una película educativas para quedarse sin una perra.”

       A Don Quijote, todos los que le aprecian quieren hacerle regresar a su pueblo y quitarle de la cabeza la idea de ser caballero; a Sulli, todos ―incluso el destino― quieren convencerle de que se olvide de mezclarse con los vagabundos y vuelva a Hollywood a hacer otra comedia.

       “Sulli: Es curioso cómo todo me empuja de vuelta a Hollywood o a Beverly hills, o esta otra monstruosidad donde viajamos. Es algo así como la gravedad, como si una fuerza extraña me dijera: Vuélvete a tu ambiente. Tu ambiente no está ahí, en la vida real, eres un farsante.”

       Don Quijote vive en sus viajes numerosos aventuras, conociendo a personajes de todo tipo; a Sulli le ocurre exactamente lo mismo. Don Quijote sufre enfermedades y descalabros; igual que Sulli. Y así como Don Quijote recupera la cordura al final de sus andanzas y comprende que él no es un caballero; también Sulli recupera la cordura, cuando entiende que lo mejor que puede hacer por los que sufren es seguir haciéndoles reír. Incluso Sulli tiene su propio molino de viento, el ferrocarril, del que también terminará saltando por los aires, y su propio bandolero, el mendigo que le golpea en la cabeza para robarle y le deja algo trastornado. E, igualmente, Sulli termina, como don Quijote, desconcertado y encerrado en una jaula; en el caso de Sulli, la jaula es una caravana de metal que parece una lata con ruedas, un yate de tierra lo llaman en la película. Como vemos, en “Los viajes de Sullivan” resulta evidente el influjo de la novela de Cervantes, y es natural, porque, al fin y al cabo, Sulli se comporta como un verdadero Quijote al creer que un drama de corte social va a ayudar a los pobres, más de lo que lo haría una buena comedia.

       Pero la verdadera locura de Sullivan ―y por extensión, la de Sturges― es el cine y, por eso, no es de extrañar que Sulli, en el transcurso de su experimento, se vea a sí mismo como el protagonista de una de sus películas. Razón por la cual acepta la compañía de “la chica” como algo natural:

       “Policía: ¿Qué pinta esa chica en este asunto?
       Sulli: En las películas siempre hay una chica, ¿o es que usted nunca va al cine?”

       Y logra encontrar una solución a su desesperada situación carcelaria imaginando que se trata del guión de una película, que necesita un giro en la trama:

       “Sulli: Si hay un argumento que necesite un cambio es éste. Mi foto tiene que salir en el periódico.”

       En definitiva, Sulli adolece del mismo mal que don Quijote, el exceso de ficción en su vida, unido al exceso de imaginación y a una necesidad interna de demostrarse a sí mismo su propia valía. Sulli enfrentado a la desoladora realidad del sufrimiento de sus compatriotas, siente el impulso de hacer algo para ayudarles, sin darse cuenta de que ya lo estaba haciendo con sus comedias. Pero, gracias a sus viajes, Sulli pierde ese complejo que suele acompañar a todos los comediógrafos del mundo ―el de creer estar haciendo algo intrascendente, banal, que solo sirve para la distracción― y descubre su propio valor como cineasta. Y es que, la comedia es un medio incomparable para transmitir una idea, un mensaje o una lección social, como pretendía hacer Sulli, ya que lo que aprendemos riendo jamás se nos olvida. Además, la comedia nos enseña a reírnos de nosotros mismos y de nuestros problemas, algo muy útil cuando las cosas se tuercen y tenemos que encontrar la manera de seguir adelante. La comedia nos ancla en el presente y eso es un arma muy poderosa para olvidar las desgracias, perder el miedo al futuro y mantener la calma, la confianza en nosotros mismos y la fe. Por todo ello, gritemos, con Sturges: ¡Viva la comedia y vivan los comediógrafos del mundo entero!


       Y, en este hermoso deseo de homenajear a la comedia, Sturges escribe una historia original, algo cínica, simpática y plagada de momentos románticos, tiernos y entrañables. Cuyos puntos fuertes son: Sus afilados e ingeniosos diálogos; las situaciones de gran comicidad, basadas en el slapstick y las secuencias enteras narradas en imágenes ―sin apenas diálogos―, al más puro estilo del cine mudo.
       De manera que, en “Los viajes de Sullivan”, como en el resto de las comedias de Sturges, abundan las conversaciones ágiles, en las que los personajes se expresan al mismo tiempo con una gran sensibilidad y con una absoluta desfachatez; la gente vuela por los aires ―aunque nunca se haga daño―, las caídas son cómicas y terribles y todo sucede a una gran velocidad, tratando de buscar, como en el circo, el más difícil todavía, en un loco intento por cumplir con el último de los famosos mandamientos de Sturges, “Una caída es mejor que todo” y, por si todo esto fuera poco, Sturges hace alarde de su larga experiencia como guionista (trabajó diez años escribiendo guiones antes de asumir la dirección de sus películas) prescindiendo de los diálogos cuando no son absolutamente necesarios ―recordemos otro de sus mandamientos, “Una persecución es mejor que una charla”―, creando elipsis divertidas y magistrales y pasando de la risa a la tragedia con una naturalidad aplastante, sin romper el tono ni el ritmo de la película, como si fuera lo más normal del mundo, como de hecho lo es en la vida real.

       A través de los viajes de su protagonista por la América profunda y de los personajes con los que se va tropezando, Sturges nos hace todo un retrato de la vida en los estados unidos, tras la gran depresión del 29, poniéndonos delante de las narices los peligros a los que todos los vagabundos del país se veían expuestos: Hambre, frío, abusos, robos, agresiones, desprecio, soledad, enfermedades, falta de intimidad, etc.
       Por ejemplo, en sus viajes, Sulli conoce a un espabilado chico de trece años que se prepara para conducir tanques, claro símbolo de la guerra que se aproxima.


   También trabaja para una viuda de edad madura, que ansiosa por retener a su lado al guapo vagabundo, no duda en encerrarle con llave por la noche, esperando obtener de él favores sexuales. Debían ser muchos los que, como ella, buscaban aprovecharse de los mendigos y vagabundos que encontraban a su paso, incluso entre ellos mismos solía haber enfrentamientos, robos y agresiones, tal como lo refleja la película a través del personaje del vagabundo que roba, en dos ocasiones, a Sulli. Sturges nos muestra, también, el modo en que las autoridades desconfiaban de los mendigos, despreciándolos y humillándolos, como los empleados del ferrocarril y el jefe de la prisión maltratan a Sulli. Pero también vemos cómo había buenas personas que trataban de ayudar a los vagabundos, como el párroco de color que invita a los presos a compartir, con sus feligreses, las proyecciones de cine que organiza en su iglesia, o el dueño del puesto de comidas que invita a Sullivan y a “la chica” a desayunar café y donuts, cuando se da cuenta de que no tienen dinero:

       “Camarero: Nunca me haré rico.
unca me haré rico.
       Sulli: Ahora es un poco más rico que antes. Aislados de la civilización, separados del mundo, encontramos un hombre con buen corazón. No lo olvidaré mientras viva.”

       El arriesgado experimento de Sulli termina dando la razón al argumento de su mayordomo, el señor Burroughs (interpretado de manera solemne por Robert Greig), un sesudo y estirado sirviente, que cuando se entera de lo que Sulli planea, trata de disuadirle:

       “Burroughs: ... estas excursiones pueden resultar extremadamente peligrosas. Yo trabajé, una vez, para un caballero que, con dos amigos, también se disfrazó, como usted, y luego se fueron por ahí. Desde entonces no se ha sabido nada de ellos.”


       Pero Sulli no escucha a su mayordomo, porque los protagonistas de Sturges sienten la necesidad de demostrarse algo a sí mismos, aunque no sepan muy bien de qué se trata y, por eso, no pueden abandonar sus objetivos; hablamos de una superación personal, de la satisfacción de alcanzar un propósito individual; eso sí, siempre sin caer en el sentimentalismo, por algo se llamó a Sturges el “anti Capra”. Porque Sturges no creaba héroes cotidianos y ejemplarizantes, como hacía Capra, los protagonistas de Sturges luchan por alcanzar sus metas, con tenacidad y decisión, y se limitan a hacer lo que pueden mientras tratan de salir airosos del camino que se han trazado. Y no es extraño verlos meter la pata hasta el fondo, en más de una ocasión. En la película, hay un simpático guiño a esa manía del director italoamericano de llenar sus películas de mensajes moralizantes:

       “Sulli: Lo que yo quería hacer era algo excepcional, algo que le hiciera sentirse orgulloso, algo que hiciera uso de las posibilidades del cine como el medio sociológico y artístico que es, con una ligera trama amorosa, algo como...
       Hadrian: Algo como Capra, ya sé.
       Sulli: ¿Qué le pasa a Capra?”

       También se hace referencia a Lubitsch, en otra ocasión, como homenaje al gran comediógrafo que era y al talentoso director con el que todas las actrices querían trabajar:

       “Sulli: Quisiera devolverle el favor de algún modo.
       Chica: De acuerdo, deme una recomendación para Lubitsch.
       Sulli: A lo mejor puedo hacerlo. ¿Quién es Lubitsch?”

       Por otra parte, sirviéndose de su protagonista, Sturges trata con cinismo, en esta su décima película, instituciones tan delicadas como el matrimonio o los estudios de Hollywood. En primer lugar, nos presenta a Sulli, digno miembro del frívolo mundo del cine y de sus sueldos millonarios, casado con una mujer a la que no ama, sólo por ahorrarse un poco de dinero en impuestos. Y, claro, termina encadenado a una persona codiciosa que le desprecia y le chupa la sangre. Y, aunque él se lo ha buscado, Sulli no contaba con enamorarse de “la chica” y ésta no contaba con que Sulli estuviese casado; pero Sturges encuentra la solución perfecta para la pareja de enamorados, mediante la supuesta muerte de Sulli, ya que, al creerse viuda, “el buitre” ―uno de los apodos con los que Sulli se refiere a su mujer―, queda fuera de juego, al casarse con el administrador, al que rompe una lámpara en la cabeza cuando se entera de que Sulli, como ella temía, sigue vivo.

       “Señora Sullivan (Poniendo flores sobre la tumba de Sulli): Supongo que esto no será una broma, ¿no?
       Administrador: Tendría que ser Houdini para salirse de ahí.
       Señora Sullivan: En él, no me extraña nada.”

       Con el triunfo del amor sobre el interés, Sturges ensalza a la buena chica, generosa y honesta compañera fiel, frente a la mujer sanguijuela, que quiere chupar el dinero y la juventud de un hombre, sin ofrecer nada a cambio.


       El mundo de Hollywood, todo falsedad e interés material, tampoco escapa al ojo crítico de Sturges, los directivos del estudio, Lebrand y Hadrian, dos tipos manipuladores que forman un divertido dúo, algo cómico (interpretado por Robert Warwick y Porter Hall), quieren aprovecharse del talento de Sulli para explotarlo comercialmente. Les trae sin cuidado el potencial artístico del cine, para ellos es un negocio, y lo único que les preocupa es hacer taquilla.

       “Sulli: ¿Qué queréis decir que no sé lo que es tener problemas?
       Hadrian: ¡Sí!
       Lebrand: De buenas maneras, Sulli.
       Sulli: Pues tenéis toda la razón. No tengo la menor idea de lo que son.
       Hadrian: A la gente le gusta siempre lo que no conoce.”

       Y, aunque aparentan sentir un verdadero afecto por Sulli, no dudan en amenazarle con una citación, en los juzgados, si se empeña en sacar los pies del tiesto más de lo debido. Están dispuestos a darle cierta libertad, porque lo consideran un genio, pero con condiciones. Sin embargo, al final, no salen tan mal parados, pues el gesto de hacerse cargo de “la chica”, cuando creen que Sulli ha muerto, les honra y redime de todos sus defectillos.

       El guapo y despreocupado Joel McCrea era el actor idóneo para encarnar al decidido y mimado director John L. Sullivan, el chico prodigio de Hollywood, que ganaba quinientos dólares a los veinticuatro años de edad, ajeno al sufrimiento y a las preocupaciones del mundo real. Ese eterno desconcierto en los ojos claros y bondadosos de McCrea, unido a su perpetuo ceño fruncido, consigue crear, en el espectador, la sensación de que Sulli vive en su propio mundo, sin enterarse de nada, siempre con la mente en otra parte. Esa naturalidad en la actuación, que solía acompañar todos los trabajos de McCrea, hace que resulte creíble que Sulli, acostumbrado a mandar en el plató y fuera de él, reaccione con irritabilidad ante las contrariedades de la vida de vagabundo, hasta el extremo de coger una piedra para defenderse del importuno que le está agrediendo cuando está enfermo. Inexperto en la vida real y maestro en la ficción, Sulli se desenvuelve mejor, como vagabundo, cuando su escudera, “la chica”, camina junto a él.

       “La chica: Por favor, tú no sabes nada de nada. No sabes cómo conseguir una comida ni guardar un secreto ni tampoco sabes cómo mantenerte fuera de aquí.
       Sulli: Gracias.
       La chica: Yo sé cincuenta veces más que tú lo que es una dificultad. Además, estás en deuda conmigo. Me perteneces un poco cuando te vuelves vagabundo. Yo te encontré.
       Sulli: Bobadas.”

       
       “La chica”, personaje encarnado por Veronica Lake, nos retrotrae a la película “El chico” (1921) de Chaplin, no sólo por el parecido de la gorra y la ropa desastrosa que lleva puestas, sino por formar con Sulli una pareja de vagabundos similar a la que formaba el chico con Charlot. Además, los planos Chaplinescos de Sulli y “la chica” en el camino, mirando al horizonte, cogidos de la mano, juntos ante la adversidad, nos hacen pensar en un claro homenaje, de Sturges, al cine de Chaplin.

       Veronica Lake interpreta, en la película, a una mujer misteriosa y encantadora, que parece llevar muchas mujeres dentro, hasta el punto de que parece como si interpretara a dos mujeres diferentes, separadas ambas por la cortinilla del famoso mechón de su cabello. Una, la mujer dura, casi fatal, y elegante, fracasada aspirante a actriz, que Sulli conoce en la cafetería; mujer de réplicas cínicas y de carácter susceptible, que se torna en otra muy diferente cuando se disfraza de vagabundo, convirtiéndose, entonces, en una chica vulnerable y divertida, que pretende hacerse pasar por chico y sólo consigue despertar una gran ternura, con su enorme gorra y sus ropas anchas.

       “Sulli: Pareces tanto un muchacho como Mae West.”

       Y, aunque al lado de Sulli parezca una niña indefensa, él, sin ella, parece perdido. Joel McCrea y Veronica Lake daban la impresión de entenderse bastante bien en el trabajo y supieron formar una pareja entrañable de gran química sexual; él, un hombretón sensible y algo verde en las cosas de la vida; ella, una chica dura y avispada, que resultaba muy divertida en los momentos de acción, como cuando se prepara para saltar del tren en marcha, pero no se decide a hacerlo. Ambos volverían a coincidir en 1947, en un western de André de Toth, llamado en español “La mujer de fuego”, donde forman, de nuevo, la pareja del hombre sereno de rostro honesto y la mujer misteriosa, que parece encerrar un volcán en su cuerpo menudo.


       “Los viajes de Sullivan” puede que sea la película más personal de su director, no sólo porque su protagonista sea, como él, un director y comediógrafo de Hollywood ―lo que le permite exponer su opinión sobre la meca del cine―, sino también, porque, en ella, Sturges se divierte jugando al “cine dentro del cine”, haciendo que Sulli asista al cine, como espectador, en dos ocasiones. En la primera, acude a una triple función, en compañía de la ardiente viuda y de su solterona hermana, que le invitan después de haberle dado trabajo, en su casa, cortando leña. Sulli no disfruta de la proyección, es un cine en el que todo el mundo hace ruido, los niños lloran, los adultos comen y, para colmo, se siente incómodo, sentado entre las dos viejas, con el anticuado traje del difunto marido de la viuda, mientras ésta pretende aprovechar la oscuridad del cine para hacer manitas con él. En la segunda, Sulli acude al cine como preso, y la proyección tiene lugar en el interior de una iglesia, donde los reclusos entran, encadenados, mientras los feligreses cantan salmos. En ese momento, Sulli está destrozado, ya sabe lo que es el sufrimiento, y se sienta en el banco de la iglesia, ajeno a todo lo que no sea su dolor. De repente, se da cuenta de que todo el mundo se está riendo a carcajadas, con la película de dibujos animados de Mickey Mouse y Pluto, y se extraña de ver a los presos divirtiéndose, a pesar de la dureza de la vida que llevan; pero, al poco rato, también él empieza a reírse con ganas, sorprendiéndose de poder hacerlo. Sullivan acaba de descubrir el verdadero significado del cine y de su trabajo en él.


       El mensaje de Sturges es claro, el cine es para los que sufren. Sólo alguien que sufre puede llegar a amar el cine, en profundidad. Sulli no estimaba lo que hacía porque no sabía lo que era pasarlo mal. Cuando aprende lo que es sufrir, empieza a amar el cine y a valorarlo y, entonces, comprende lo extraordinario de su propio trabajo. Sulli, a través del dolor, descubre su propia valía, sus viajes le conducen a un crecimiento personal, que tiene visos de revelación. Además, encuentra el amor y recupera su propia libertad de hombre soltero, tras un desagradable matrimonio con “la mujer pantera” ―como llama Sulli a su esposa con ironía―. Un verdadero viaje iniciático en todos los sentidos.

       Cuando Sulli afirma, en la cárcel, haber matado a John L. Sullivan, en cierto modo es así, puesto que, después de sus viajes, Sulli ya nunca volverá a ser el mismo. Es un hombre más maduro, con un conocimiento más profundo de la vida y de sí mismo. Lo mismo que don Quijote.