miércoles, 25 de marzo de 2020


LLOYDMANÍA 1
 
“¡VENGA ALEGRÍA!” (1923) de Harold Lloyd


     
   
      Después del enorme éxito obtenido con “El hombre mosca” (1923), Harold Lloyd estrena ese mismo año “¡Venga alegría!” —título poco afortunado en español del original “Why worry?” (“¿Por qué preocuparse?”)—, una película que narra la historia de un personaje tan obsesionado por su salud, que es incapaz de preocuparse por nada de lo que ocurre a su alrededor. Lloyd utiliza el trastorno hipocondríaco de su personaje para criticar, en clave de humor, el egocentrismo extremo de esa clase de millonarios ociosos, que centrados en sí mismos, permanecen totalmente ajenos al dolor o al sufrimiento de los demás.
     
       Harold Van Pelham (Harold Lloyd), joven millonario hipocondríaco, se retira a Paradiso, una tranquila república en el trópico, convencido de que está gravemente enfermo y necesita descansar. Le acompañan su enfermera (Jobyna Ralston), secretamente enamorada de él, y su mayordomo, el señor Pipps (Wallace Howe). Nada más llegar a la isla estalla una revolución, liderada por el renegado americano Jim Blake (Jim Mason), quien, secundado por su lugarteniente Hercúleo “el poderoso” (Leo White), ha conseguido rodearse de todo un ejército rebelde para derrocar al gobierno de la república y hacerse con el poder de la isla, con la única intención de lucrarse. Los “Banqueros Aliados del Mundo” advierten a Blake de que piensan defender sus intereses comerciales en Paradiso, enviando a un representante autorizado para controlar sus actividades. Cuando Blake se topa, en la isla, con el despreocupado Harold le toma por el representante de los banqueros y decide meterlo en prisión, donde conoce a Colosso (Johan Aasen), un gigantesco ermitaño de las montañas que se opone al ejército rebelde.
Con la ayuda de este imponente hombretón, Harold escapa de la cárcel y, una vez fuera, se gana el incondicional apoyo de Colosso para poner fin a una revolución que le está negando el descanso que tanto cree necesitar. Mientras la enfermera, huyendo del acoso sexual de los rebeldes y del propio Blake, se refugia en una casa, disfrazándose de hombre, y el pobre mayordomo se las arregla como puede para sobrevivir, Harold, sirviéndose de la increíble fuerza bruta de su fiel Colosso, consigue dispersar, él solito, al ejército rebelde. Y, después, preocupándose por su salud, se afana en buscar a su enfermera para que le cuide. Pero, cuando la encuentra, descubre que Blake se está propasando con ella y, entonces, se vuelve loco de furia y da al renegado la paliza de su vida, dejándolo completamente fuera de combate. Acto seguido, Harold, Colosso y la enfermera se enfrentan juntos a un nuevo ataque de los rebeldes, al tiempo que la chica obliga a Harold a tomar sus píldoras cada dos minutos, con la intención de que las aborrezca. Finalmente, Harold no sólo supera su hipocondría sino que descubre que está enamorado.
      
       “¡Venga alegría!” fue la última película que Harold Lloyd filmó para su amigo y productor Hal Roach, poniendo punto y final a años de fructífera colaboración, en el transcurso de los cuales Lloyd crearía su personaje de “el chico de las gafas”, tras experimentar antes con los personajes cómicos Willie Work y Lonesome Luke, inspirados en Chaplin. Con el personaje de Willie Work, Harold alcanzó su primer éxito como actor cómico, llamando la atención de Mack Sennet, que le contrató para trabajar a sus órdenes en los estudios Keystone. Junto a Sennet, Lloyd aprendió a caerse de forma cómica, tal y como lo demuestra en “¡Venga alegría!”; pero no se sentía satisfecho, por lo que terminó volviendo junto a Roach. Para el cual, crearía su segundo personaje de inspiración chaplinesca, Lonesome Luke, con el que obtendría cierto éxito para la productora de su amigo. Pero fue “el chico de las gafas” el personaje que le hizo inmortal, un personaje de inspiración propia, con el que Lloyd se sentiría totalmente identificado y con el que daría forma a su particular universo creativo, integrado por unos films llenos de optimismo y vitalidad, que constituían un fiel reflejo de los alegres años veinte. Este personaje, con gafas de concha y sombrero de paja —que empezó siendo una especie de versión cómica de Douglas Fairbanks— tenía una personalidad llena de contrastes, era tímido pero vivaz; solitario a la par que aventurero y encarnaba al tipo corriente, al americano medio, con cierto aspecto de intelectual, aunque no lo era en absoluto. Su éxito en la taquilla fue inmediato, ganándose el corazón del público con su optimismo, su valentía y su dinamismo. “El chico de las gafas” representaba a la perfección el personaje favorito de Lloyd, el hombre tímido que se convierte en héroe, a pesar de que, en casi todas sus películas, padece algún tipo de defecto físico o emocional. Defecto que siempre terminaba superando en el transcurso del film.

     
       En el caso de “¡Venga alegría!” el personaje es un hipocondríaco, que cree estar muy enfermo y no puede pensar en otra cosa que en su salud, así que va por la vida sin enterarse de nada. Este despiste del personaje da lugar a numerosas situaciones cómicas. Como cuando estalla la revolución en la isla y Harold se pasea por las calles, tan tranquilo, sin darse cuenta de que ha comenzado una sublevación, hasta que su mayordomo se lo advierte:
                

       “Mr. Pipps: ¡Ha estallado una revolución, señor! ¡Una revolución terrible, señor!
       Harold: Pues dígales que cesen inmediatamente. He venido aquí a descansar.”
     
       Pero, sin duda, el despiste más exagerado que comete Harold en el film es cuando entra en la cárcel, pensando que es el hotel, y él mismo anota su nombre en la lista de los prisioneros que deben ser fusilados al amanecer, creyendo que se trata del libro de registros.
      
       Lloyd siempre empezaba sus films sin un guión propiamente dicho, partiendo de una idea sencilla, sobre la cual construía una situación cómica. Las películas eran desarrolladas por Harold y su equipo de gagmen, formado por expertos comediógrafos, como Fred Newmeyer, Tim Whelan, Clyde Bruckman (colaborador habitual de Buster Keaton), Ted Wilde y Sam Taylor —el favorito de Lloyd—. Estos gagmen calculaban minuciosamente las escenas, planeando minuto a minuto cada una de las acciones, sin dejar nada al azar. Sin embargo, como el estilo de cine de Lloyd era rápido, caótico y la acción de la película solía ir en crescendo, daba la impresión de que todo estaba improvisado. Nada más lejos de la realidad, pues Lloyd era un perfeccionista, que se esforzaba en hacer las cosas lo mejor posible y que, incluso, terminaba dirigiendo a sus directores, que, a menudo, salían de las mismas filas de su equipo de gagmen —“¡Venga alegría!”, por ejemplo, fue codirigida por Fred Newmeyer y San Taylor—, pero, en realidad, era Lloyd quien manejaba los hilos, por lo que, en el equipo de rodaje, todo el mundo tenía claro que el que tenía la última palabra era Lloyd.
     
       La historia se desarrolla en una isla imaginaria de Sudamérica, aunque su sospechoso parecido con Méjico es evidente para todo aquél que vea la película. De hecho, en la idea original, estaba previsto que Harold Van Pelham viajara a Méjico, pero Lloyd decidió utilizar un lugar ficticio para evitar una injusta parodia de los estereotipos mejicanos, que pudiera herir sensibilidades. La pereza del pueblo mejicano, por ejemplo, es uno de estos tópicos que se caricaturizan en el film:
     
       “Paradiso, una ciudad somnolienta, en una tierra de ensueño. Los veinte años de
sueño de Rip Van Winkle’s se considerarían aquí, sólo una corta siesta.”
     
       Después de estas palabras, aparecen los ciudadanos de la isla durmiendo la siesta por todas partes, incluso aparece un asno que se echa a dormir la siesta en plena faena. Asimismo, el tópico de la afición del pueblo mejicano por pasarse el día de fiesta queda reflejado al principio de dicha secuencia, donde se muestra a los habitantes bailando y tocando diversos instrumentos en medio de la calle, sin motivo aparente. Y también hay una escena en la que una mujer trata de sostener a un hombre que se tambalea, después de ser apaleado por los rebeldes, y cuando Harold Van Pelham se cruza con ellos, les aplaude creyendo que están interpretando un apasionado baile español.

   
       Los gags de Lloyd eran extraordinarios y solían provocar la risa del público jugando con equívocos visuales o de la propia trama, siendo el gag de suspense uno de los más celebrados en su cine. En el gag de suspense se ofrece una información al público que el personaje no posee, anticipando, así, su risa. Como cuando Harold, con una cuerda atada a la cintura, cuyo extremo ha sujetado a la muela picada de Colosso, está a punto de tirarse al vacío desde una azotea, sujetando una enorme maceta a modo de contrapeso; pero lo que él ignora —y el público sabe— es que la muela ya ha salido y, por tanto, al saltar, se estrella contra el suelo, dándose un tremendo porrazo. El gag físico que termina de forma sorpresiva es también una constante en el mundo cómico de Lloyd. Cuando Harold Van Pelham, sentado en una silla de ruedas, se precipita por la rampa del embarcadero a toda velocidad, nadie espera que termine deteniéndose, con toda delicadeza, ante la mesa donde están conspirando los oficiales rebeldes. Este gag de la silla de ruedas fuera de control terminaría convirtiéndose en todo un clásico en el mundo de la comedia. En “La misteriosa dama de negro” (1962) de Richard Quine, sería llevado hasta el extremo, en una divertida persecución en la que los protagonistas corren tras la silla de ruedas de una anciana, que se precipita colina abajo hacia un acantilado. Además de sus originales gags, Lloyd gustaba de introducir pequeños chistes en sus intertítulos, a modo de diálogos cómicos, adelantándose, así, a lo que serían las comedias sonoras que él mismo no tardaría en interpretar.
    
       “Harold: Sí, ya lo creo, tengo un médico excelente. Dice que lo tengo todo, menos la
viruela.
       Viejecillo: Vaya, no se preocupe. Eso lo tengo yo.”
      
       Harold Lloyd fue un actor cómico muy atlético, que, a pesar de no contar con un pasado en el mundo de vodevil, como Chaplin o Keaton, demostró en sus películas gozar de una excelente preparación física, fruto de su pasión por el teatro, el boxeo y los trucos de magia.
         
Por eso no es de extrañar que las caídas, los golpes y las persecuciones cómicas se sucedan en el film, al más puro estilo del slapstick. Buena muestra de su excelente agilidad son las dos palizas que Harold propina a los dos personajes malvados de la película, Blake y Hercúleo. Las coreografías cómicas de estas dos palizas son espectaculares y de lo más ingeniosas, constituyendo dos de los mejores momentos del film. La primera de estas palizas es la más violenta y también la más dinámica; en ella, Harold golpea a Blake con furia, por haberse atrevido a acosar a su chica, y lo hace en una sucesión de ataques sin tregua, en los que le golpea, le patea, le rompe objetos en la cabeza, le embiste, le salta encima y así sucesivamente. Siendo el momento más hilarante de todos, aquél en el que Blake, como resultado de un golpe, cae sobre una mecedora y Harold le da un puñetazo tras otro, aprovechando el vaivén de la mecedora.
      
       Para la segunda paliza, Harold usa la misma técnica de esconderse y golpear al último de la fila, que después usaría Cooper en “El sargento York” (1941) de Howard Hawks. Con la diferencia de que Lloyd golpea siempre al mismo hombre, el repelente Hercúleo, que cada vez está más maltrecho, hasta que finalmente hace con él un paquetillo humano, anudándole los pies detrás de la cabeza en una postura imposible, propia de un contorsionista. Gag que usaría Javier Fesser en su película “Mortadelo y Filemón contra Jimmy el Cachondo” (2014) cuando el Tronchamulas retuerce a Filemón haciendo con él un amasijo de brazos y piernas.

  
       Blake, el villano de la cinta, fue encarnado por Jim Mason siguiendo los estereotipos de la época a la perfección, personaje siniestro con rasgos afilados, sonrisa malvada y un arrogante exceso de confianza en sí mismo, que le hace sentirse superior a los demás. La manera en la que Blake imagina tener la isla de Paradiso en la palma de su mano para estrujarla, resulta de lo más reveladora a la hora de presentarnos al personaje como un ser malvado, ambicioso y ávido de poder. Asimismo, la forma perversa en la que mira a la enfermera es suficiente para que ésta comprenda que se haya en peligro y huya, despavorida.
     
       Por el contrario, el esbirro de Blake, Hercúleo “el poderoso”, es un personaje repelente, rastrero y ridículo —no sólo en el nombre—, que siempre aparece maltratando a algún ser indefenso, de forma vil y cobarde. Leo White interpreta a este desagradable personaje de una forma divertida y algo caricaturesca, más propia del vodevil que del cine, que nos recuerda al personaje Pierre Nodoyuna de los dibujos animados de Hanna – Barbera. Ambos actores supieron recrear con acierto a los dos malos de la película, haciéndolos tan antipáticos al espectador, que, éste, no puede evitar alegrarse cuando Harold les da su merecido o cuando Colosso los arroja a la calle, como si sacara la basura.
     
       La relación del gigante Colosso y Harold Van Pelham, que sostiene el humor de buena parte del metraje, representa una versión cómica de la fábula de Androcles y el león. Harold libera a Colosso de su dolor de muelas y éste se convierte en su perro fiel, lo mismo que Androcles arrancaba la espina de la pata del león, ganándose su eterna lealtad. Colosso, interpretado de manera tronchante por Johan Aasen, se convierte bajo las órdenes del enérgico millonario en un arma de destrucción masiva, totalmente natural y espontánea, capaz de lanzar los cañones rebeldes por los aires sin ningún esfuerzo, de jugar a los bolos con el ejército rebelde arrojándoles bolas de cañón a los pies o de azotar a los guerrilleros con una palmera como si fueran un enjambre de moscas molestas, y todo eso, cuando no está acabando con toda una guarnición a puñetazo limpio. La asociación simbiótica entre un gigante fortachón y simple, que aporta a la relación su extraordinaria fuerza física, y un personaje pequeño, inteligente y decidido, que toma las decisiones y piensa por los dos, ha dado siempre excelentes resultados en la comedia cinematográfica. Buena muestra de ello son “La princesa prometida” (1987) de Rob Reiner o “Aquí, mi gigante” (1998) de Michael Lehmann, entre otras muchas.
       
        
       En “¡Venga alegría!”, la fuerza bruta de Colosso bajo la imaginativa capacidad para el mando de Harold da lugar a una sucesión de divertidísimos gags, de entre los que cabe destacar aquél en el que Harold convierte a Colosso en un cañón humano o aquél otro en que Colosso arranca de la pared el balcón en el que está asomado Harold, para llevarlo hasta el balcón de enfrente en volandas. Y es justo decir que, de entre todos estos gigantes divertidos y algo entrañables que ha dado el cine, ninguno ha conseguido aún resultar más gracioso que Colosso, que con sus movimientos descontrolados, sus primitivas reacciones y la curiosa manera en la que sigue a Harold a todas partes, da la impresión de ser tan solo un bebé de enormes proporciones.

                       
       La actriz Jobyna Ralston, perteneciente al grupo de las Wampas Baby Stars (premio que otorgaba cada año la industria del cine a las actrices más prometedoras), encarna a la enfermera de Harold Van Pelham, en su primera colaboración con Harold Lloyd, con el que trabajaría en un total de siete películas. Esta expresiva actriz aportaba a sus personajes una ingenuidad algo pícara, que llenaba de encanto y gracia sus interpretaciones, en las que conseguía transmitir al público todas y cada una de las emociones de sus personajes, formando una gran pareja con el simpático Lloyd, con el que conseguía compenetrarse a la perfección. En “¡Venga alegría!” Jobyna protagoniza momentos conmovedores y muy graciosos, siendo en todo momento muy femenina. Cuando se enfada con Harold y le regaña de una forma en la que nunca nadie había regañado antes al millonario, resulta de lo más encantadora, por lo que no nos sorprende la reacción de Harold:

              

       “Harold: ¡Estoy sorprendido de ti! ¡Jugando así con ropas de hombre cuando deberías
estar cuidando de mi salud!
       Enfermera: ¡Pastillas, pastillas, pastillas! ¡Estoy harta y enferma de sus tontas
pastillas!...
       Harold: ¡Dios, tienes ojos hermosos!”
      
       También resulta adorable cuando sale en defensa de una anciana a la que está maltratando Blake y, tras darle a éste una bofetada, le golpea en el pecho con sus puñitos, como si fuera una niña pequeña con una rabieta, despertando en Harold un instinto de protección que él ignoraba poseer hacia ella.
     
       “Harold: No entiendo. ¿No es extraño cómo quise pelear apenas él te tocó? ¿Sabes?,
ahora que lo pienso, disfruté mucho protegiéndote.”
     

       Y es que el miedo y el hastío vital nos paralizan, nos convierten en seres insignificantes y egoístas, reduciéndonos a nuestra más mínima potencia y anulando nuestras capacidades. Sólo una revolución es capaz de despertar a Harold Van Pelham de su letargo de aprensión y manías, volviéndole osado y logrando que se descubra a sí
mismo como un hombre enamorado y un hombre de acción, capaz de afrontar cualquier dificultad con decisión. Harold descubre que posee una determinación enérgica, una gran capacidad para el mando y unos nervios de acero, que le permiten mantener la cabeza fría en medio de cualquier situación, ya sea una revolución, o los caprichosos altibajos de la bolsa. Así, el hipocondríaco e inútil millonario, después de su aventura en la isla, da paso a un eficiente y brillante hombre de negocios, que tiene claras sus prioridades familiares. Harold Van Pelham, al superar su hipocondría, se convierte en la mejor versión de sí mismo, en ese héroe que su enamorada enfermera siempre supo que dormía dentro de él.

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