martes, 8 de mayo de 2018

WILDERMANÍA 1

“UNO, DOS, TRES” de Billy Wilder (1961)


       UNO, una historia con un ritmo vertiginoso, tal y como dicen que los mismos Billy Wilder y I.A.L. Diamond, guionistas del film, advertían en el guión: “Esta partitura debe interpretarse moltofurioso. Velocidad aconsejable 110 millas la hora en las curvas y 140 en las rectas”. Y es justo subrayar que las curvas son muchas y muy pronunciadas, y que esta desenfrenada velocidad queda perfectamente ilustrada con la elección de “La danza del sable”, de Aram khachaturyan, como tema principal de la banda sonora, que permanecerá para siempre en la memoria de los espectadores asociada a la imagen de Liselotte Pulver (Ingeborg, en la película) bailando sobre una mesa con un ceñido vestido de lunares.

       DOS, un James Cagney, soberbio, defendiendo con uñas y dientes un personaje dinámico y enérgico hasta la extenuación, con una agilidad mental y una capacidad de reacción trepidantes, además de una personalidad absolutamente inmune al desaliento. Un personaje al que el actor se entregó en cuerpo y alma con total generosidad, sin guardarse nada para sí. Un personaje que debería aparecer en el diccionario para ilustrar el término “ejecutivo agresivo”. Pocos hubieran dado la talla como Cagney, aunque Glenn Ford lo intentara dando vida, ese mismo año, a un personaje con la misma capacidad de mando que el señor McNamara, en la divertida “Un gánster para un milagro” de Frank Capra. El personaje de Cagney, a pesar de ser “un honrado” hombre de negocios tenía mucha más mala baba que el gánster de Glenn Ford. De haberse enfrentado ambos personajes en la ficción, el McNamara de Cagney se hubiera comido con papas al Dave the Dude del señor Glenn Ford.

       TRES, el enfrentamiento cómico entre dos personajes de generaciones e ideologías opuestas ―capitalismo y comunismo― atrapados en una situación en la que están obligados a entenderse y a no romperse la cara mutuamente. Los dos igual de autoritarios, cabezotas y deslenguados, pero mientras el más veterano es de un cinismo brutal, el joven, en sus arrebatos de cólera, resulta mucho más ingenuo y altruista.

       Berlín, Junio de 1961, un par de meses antes del levantamiento del muro que dividiría la ciudad en dos (De hecho, el muro se levantó en pleno rodaje de la película ocasionando verdaderos quebraderos de cabeza a Wilder), en un momento en que, a pesar de las malas relaciones entre los comunistas y lo aliados, los berlineses aún podían cruzar a uno y otro lado del telón de acero, a través de la puerta de Brandemburgo. En ese ambiente caótico que supone una ciudad dividida en dos bloques políticamente opuestos, Billy Wilder construye una brillante comedia, en la que, quizás de manera inconsciente, nos muestra la única vía de solución posible para Alemania ―esto es, liberarse de la dominación aliada de uno y otro bando― y lo hace a través de dos globos con mensajes reivindicativos, uno dice, “Yankee go home” y el otro, “Russian go home”. Claro que, en la película, por motivos obvios, Wilder toma partido por la Alemania occidental llamando “dominación” al gobierno ruso mientras que llama “protección” al norteamericano. Sea como fuere, los jóvenes berlineses recibían una educación muy diferente según la parte de la ciudad en la que vivieran. La parte oriental estaba creando comunistas convencidos mientras que el capitalismo se inculcaba en las mentes de los estudiantes de la zona occidental. Otto Ludwig (Horst Buchholz), el antagonista de McNamara en la película, es un claro ejemplo de los jóvenes de la Alemania rusa, comunistas convencidos de la pureza de sus ideales y de la podredumbre de los ideales capitalistas. Por su parte, C. R. McNamara, ejecutivo de la Coca-Cola en el sector occidental, es un ferviente capitalista de toda la vida persuadido de que el sistema americano es el único razonable. El choque cómico cuando ambos caracteres se encuentran está garantizado. El señor Hazeltine, jefe de McNamara, desencadena este encuentro cuando encarga a McNamara hacerse cargo, durante un par de semanas, que se convertirán en dos largos meses, de su alocada hija de 17 años, Scarlett. Y, aunque McNamara ―dando por hecho que su esposa Phyllis se ocupará de la chica― se las promete muy felices viéndose ya, gracias a ese favor, ascendido a jefe de departamento en Londres, la tal Scarlett resultará ser una auténtica pesadilla, que pondrá en riesgo su carrera al casarse de improviso con Otto, aún sabiendo que su padre odia a los comunistas hasta el punto de prohibir a McNamara la expansión de la Coca-Cola en el Berlín oriental:

       Hazeltine: Yo no tocaría a esos rusos del diablo ni con pinzas, así que no quiero que trate con ellos para nada.”

              Y ahí comienza la carrera de obstáculos de McNamara para evitar que su carrera se vaya al traste y lograr el ansiado ascenso. “¡Alarma general! ¡Movilización total!”:
       UNO, hace pasar a Otto por subversivo ante los rusos y consigue eliminar la partida de matrimonio del registro. DOS, tras descubrir el DESASTRE: Scarlett está embarazada ―Uno de los momentos más hilarantes de la película lo constituye el momento en que el doctor anuncia el embarazo de Scarlett a ritmo de “La cabalgata de las Valkirias” de Wagner: “¡Está embarazada!... ¡Está embarazada!... ¡Está embarazada!...”―, rescata a Otto de las garras de los rusos y se las ingenia para que el matrimonio vuelva a reflejarse en el registro. TRES, transforma a Otto en un joven y brillante capitalista para presentárselo a su jefe sin que a éste le de un infarto: “Vamos a convertir a este desarrapado en el yerno perfecto”.
       Otto se defiende con uñas y dientes ante una metamorfosis que él considera perversa: “¡No me convertiré nunca en un capitalista!” “¡No dejaré que mi hijo se eduque como un capitalista!” “¡Soy un trabajador, no un gigoló!” “¡No quiero entrar en la aristocracia, sanguijuelas que chupan la sangre de las masas!”. Pero, a pesar de sus protestas, terminará aceptando las consecuencias de haberse casado con la hija de un millonario norteamericano:

       “Otto: ¡Estoy acabado! ¡Para los comunistas soy un espía americano, para los americanos soy un  comunista!”

       En “Uno, dos, tres” se repite la confrontación comunismo versus capitalismo que ya planteaba Wilder, como coguionista, en “Ninotchka” de Lubitsch, pero si en “Ninotchka el enfrentamiento ideológico se producía a través de la conversación de una pareja de enamorados, en “Uno, dos, tres” fluye como la lucha generacional de un hombre autoritario con un joven rebelde, convirtiéndose en un diálogo mucho más encarnizado y violento que el de los amantes. Además, el conde León D’Algout de “Ninotchka” tenía una visión mucho más romántica y superficial del sistema capitalista que McNamara, que representa una versión más feroz y materialista del mismo. Y mientras que Otto ―al igual que Ninotchka― cree firmemente en la utopía de los ideales rusos, el cínico McNamara sabe perfectamente en qué se basa la democracia que defiende:


       “Otto: ¡No llevo siendo capitalista ni tres horas y ya le debo 10.225 dólares!...
       McNamara: Por eso funciona nuestro sistema, porque todo el mundo le debe algo a alguien.”

       McNamara es un depredador a la hora de negociar mientras que Otto es un idealista que aún no ha levantado el vuelo (McNamara le llama “pollo del kremlin”); sin embargo, a pesar de su inexperiencia, antes de que acabe la película, le veremos elevarse con coraje al grito de “uno, dos, tres”, imitando a su despreciado “mentor”.

       El detonante del choque de estos dos apasionados hombres, Scarlett Hazeltine, es una chiquilla demasiado fogosa que vive en un mundo de ensueño donde capitalismo y comunismo no significan nada, oye hablar de política a su padre, a McNamara y a Otto, pero para ella es como una especie de jerga de adultos cuya trascendencia no alcanza a entender:

       “Scarlett: ... cuando sea mayor podrá elegir por sí mismo si quiere ser un capitalista o um comunista rico.”

       Otto adora esa inocencia, McNamara, por el contrario, la desprecia por oponerse a sus intereses profesionales. “¡Niña tonta! ¡Demonio con faldas! ¡Has arruinado mi carrera!”, le grita al saber que se ha casado con un comunista. A lo que ella responde con irritante ingenuidad: “¿Por qué no procuró vigilarme mejor?”. McNamara no se equivoca, Scarlett no es más que una niña atolondrada y con las hormonas revueltas, una niña que juega a ser mujer:

       “McNamara: ¿De dónde le has sacado si no lleva ni calcetines? 
       Scarlett: Tampoco lleva calzoncillos...”

       Sólo parece sentar un poco la cabeza al saberse embarazada: “¡El niño no puede pasar hambre! ¡A su edad, no!” le grita a Otto con desesperación haciéndole claudicar para dejarse convertir en aristócrata de una de las mejores familias europeas.

       La mujer en el cine de Wilder suele oscilar entre un rol de mujer frívola y manipuladora, que solo piensa en sí misma, y un rol de ángel de madurez, inteligencia y ternura, cuyo amor es incondicional. Scarlett y Phyllis se sitúan cada una en uno de estos roles, pero con matices. Phyllis es una abnegada esposa y madre, que traga con las infidelidades de su marido, pero, tras siete años de matrimonio y traiciones, está harta:

       “Phyllis: Dígale de mi parte: ¡Aloha! Que significa “vete al diablo” en Hawaiano.”

       Scarlett no se puede decir que sea manipuladora ni interesada, únicamente es frívola y simple como una niña pequeña, una preciosidad con cabeza de chorlito, que aunque a veces suelte perlas por su boca de auténtica crueldad, en realidad no calibra el alcance de lo que dice. Como al hablar de la supuesta caída del capitalismo:

       “Scarlett: Los que me dan pena son mis padres, ya es demasiado tarde para salvarlos. Otto dice que tendrán que ser liquidados.”

       Como vemos, Wilder nos presenta una mujer más terrenal, menos sofisticada y elegante y mucho más prosaica que la mujer de la filmografía de Lubitsch, donde todo es suavidad, sutileza, ironía... Wilder siempre fue más descarnado en su humor, más implacable en su sarcasmo y menos compasivo con sus personajes femeninos, a los que suele presentar desde la perspectiva de la relación que mantienen con los hombres: esposa, novia, amante, hija, madre... Lo único que parece importarle es si son buenas para el hombre o, por el contrario, suponen un obstáculo en su camino que pueda llegar a perjudicarles económica o moralmente. En Lubitsch, la mujer tiene su propio leitmotiv independiente del varón y suele ser el hombre, que por supuesto también tiene sus propios intereses, el que cede ante la mujer, que siempre parece dominar la relación. Por el contrario, Wilder suele centrarse en el hombre como protagonista, siendo su psicología y sus emociones los que captan su verdadero interés (algo muy natural siendo él mismo varón). Y cuando utiliza protagonistas femeninas ―“Sabrina”, “Ariane”, etc.―, éstas suelen concentrarse en conquistar al hombre que aman, como única vía posible para su felicidad. Aún así la mujer Wilderiana, ya sea una “buena” o una “mala” chica, suele ser activa, capaz de tomar sus propias decisiones y dotada de mucha personalidad. Y si hay algo que no hace Wilder es juzgar a las mujeres por su comportamiento sexual. La liberalidad sexual de hombres y mujeres, que tan bien aprendió de Lubitsch, queda reflejada en la tolerancia con la que acepta la importancia de las pulsiones sexuales en la vida de cualquier ser humano, sea hombre o mujer, y lo ligadas que están éstas a sus emociones.


       De la misma manera, podemos establecer una gran diferencia entre los personajes masculinos en la filmografía de Lubitsch y de Wilder. Entre los primeros, se cuentan los caballeros más caballerosos de todos los tiempos (aunque, en realidad, sean unos sinvergüenzas); entre los segundos, encontramos un rasgo representativo de todos ellos: su vulnerabilidad a caer en la tentación, cediendo a las debilidades más acuciantes de su carácter. Y, a menudo, la flaqueza a la que Wilder hace mayor referencia es el éxito profesional a cualquier precio, el asegurarse una prosperidad lo más estable y lucrativa posible, incluso traicionando los propios principios éticos. Y en este punto es donde se establece la diferencia entre los dos tipos masculinos más característicos de la filmografía Wilderiana: el tipo honesto, con elevados principios morales, y el tipo que carece totalmente de ellos. Aunque ambos caen en la tentación, para el segundo tipo, esto es su tendencia natural: elegir el camino fácil, el tramposo, el camino en el que todo vale para alcanzar un fin. En cambio, para el primer tipo caer en la tentación supone entrar en conflicto consigo mismo. Y ambos tipos coinciden en un carácter resuelto y decidido, incluso los tímidos en el cine de Wilder tienen su propia iniciativa, sin empuje, apocados, pero firmes hasta el fin.

       Hombres y mujeres, en fin, en las historias de Wilder son esforzados trabajadores, no damas y señores como en las de Lubitsch, y los niños son ruidosos, descarados e incisivos, y suelen aparecer sobre algún artilugio con ruedas de lo más molesto:

       “McNamara: ¡Basta ya, niños! Scarlett está mala.
       Tommy: Si se muere, ¿volveré a mi habitación?”

       Mucho más perverso que Lubitsch, Wilder se adentra en la motivación que impulsa a cada uno de sus personajes a perseguir sus metas y tiene la lucidez de bromear sobre ello con total naturalidad, desdramatizando, así, cualquier comportamiento humano por reprobable que pueda resultar a primera vista. Wilder parece entender a todas sus criaturas, respetando sus defectos y enalteciendo sus virtudes. Entiende y acepta la ambición de McNamara, la liviandad caprichosa de Scarlett, la promiscuidad interesada de Ingeborg, el romanticismo ideológico de Otto, el falso servilismo de Fritz, la exagerada eficacia nazi de Schlemmer, el cinismo desengañado de Phyllis e incluso el aburrimiento de los niños McNamara. Wilder entiende cualquier comportamiento humano y sabe cómo sacar a la luz la comicidad que cada uno de ellos encierra, poniendo el foco de atención en aquello de cada uno de nosotros que pueda hacer reír a los demás. Y lo hace de manera hilarante y eficaz.

       Sin embargo, a pesar de las diferencias que puedan existir entre Wilder y Lubitsch y de que el mismo Wilder afirmara que: “Durante veinte años todos nosotros intentamos encontrar el secreto del toque Lubitsch. De vez en cuando, con un poco de suerte, lográbamos algún que otro metro de película que brillaba momentáneamente como si fuera de Lubitsch, pero no era realmente suyo.”, el gag final de “Uno, dos, tres”, cuando McNamara saca varias botellas de una máquina expendedora de Coca-Cola y, al tropezarse con una de Pepsi, grita, furioso: ¡Schlemmer!, es un toque Lubitsch en toda regla, digno de un discípulo, que supo aprender de su maestro, creando su propio estilo.

       Pero si hay algo que caracterice esta comedia es el crescendo desenfrenado en la música, en el ritmo de la acción y, por supuesto, en los diálogos. Los diálogos de “Uno, dos, tres” tienen la misma velocidad vertiginosa de toda la película, de tal manera, que hay que estar muy atento para no perderse ningún chiste, ningún sarcasmo, ninguna ironía y aún así, son tan divertidos, que algunos se nos escapan mientras nos estamos riendo. Tanto Cagney como Horst Buchholz no paran de hablar a una velocidad imparable y parece que, conforme la acción se precipita, ellos cada vez hablan más rápido, la sensación de carrera incontrolada perdura durante la mayor parte de los 115 minutos de metraje, y si frena en algún momento, sólo lo hace para que podamos tomar aliento para el próximo sprint. Y en esta carrera, Horst Buchholz no se arredra frente al gran Cagney, sino que le planta cara, desde su primera intervención, con una frescura, un empuje y una pasión que, seguro, espolearon al veterano actor a sacar todos sus recursos interpretativos para no dejarse robar ni una sola secuencia, ni un solo plano por el atrevido y desenvuelto actor alemán. El duelo interpretativo entre ambos intérpretes es un reflejo del duelo ideológico de sus personajes, el desprecio con el que ambos se miran y se hablan ―no sabemos si era un reflejo de la realidad o el fruto de una magnífica actuación― es uno de los atractivos más destacados de la película. McNamara se muestra desde el principio de la película como un ser autoritario, que ejerce su dominio y su capacidad organizativa en su trabajo y en su propio hogar, y no vemos a nadie plantarle cara, a su mismo nivel, hasta que Otto Ludwig se cruza en su camino. Es entonces cuando la rabia de McNamara se desborda sacando lo peor que lleva dentro:

       “McNamara: Necesita un corte de pelo y me gustaría hacérselo yo mismo con una hoz y un martillo”.

       Claro que Otto tampoco se queda atrás:

       “Otto: Veo que lo sabe todo, qué vino se bebe, cuál es el tenedor del pescado y con qué cuchillo se apuñala al proletariado por la espalda, ¿eh?”


       El pasado nazi de la Alemania derrotada, tema obligado al desarrollarse la historia en el Berlín de después de la guerra, es tratado por Wilder con tolerancia, es algo que flota en el ambiente, pero se disimula; algo que se mira con recelo, pero se acepta con condescendencia y, naturalmente, es el arma que los aliados esgrimen para controlar y manipular a los alemanes, a través del chantaje. Tal y como hace McNamara para librarse del molesto periodista, y antiguo compañero de Schlemmer en la Gestapo, cuando pretende airear el matrimonio de Scarlett con un comunista. Todo vale en los negocios y conocer el pasado nazi de alguien en la nueva Alemania es una manera muy valiosa con la que conseguir jugosos beneficios.

       Y no sólo los alemanes salen mal parados, Wilder también aprovecha para darle un buen repaso a los rusos, utilizando para ello a un trío de comisarios soviéticos en misión oficial en Berlín, recurso ya utilizado por Wilder en el guión de “Ninotchka”. Los tres rusos de “Uno, dos, tres” son igual de libidinosos que los de “Ninotchka” e igual de corruptos ―reconocen haber vendido misiles de baja calidad a los cubanos, a cambio de sus habanos, que también resultaron ser una porquería―, sin embargo, los comisarios soviéticos de “Uno, dos, tres”, no son tan entrañables como Buljanoff, Iranoff y Kopalski, sino que resultan mucho más antipáticos, repulsivos y estúpidos, y, lo que es peor, mucho menos graciosos.

       Durante toda la película, Cagney da la impresión de estar interpretando a un fiero león en una selva de capitalistas, comunistas y alemanes chiflados, de los que él es el rey absoluto y a cuyo paso se levantan como muestra de respeto:

       
“McNamara: ¿Es que no se han enterado de que ahora están en una democracia?
       Schlemmer: Ese es el problema. En otro tiempo, si se les hubiera ordenado que permanecieran sentados, lo habrían hecho, ahora hacen lo que quieren. Y lo que quieren es levantarse.”

       En definitiva, los alemanes son retratados como borregos, los rusos como hienas y los americanos, buitres que saben sacar provecho de unos y otros. McNamara se mueve en un mundo en el que todos se mueven por el interés, excepto su esposa Phyllis, a la que no puede permitirse el lujo de perder, porque, si lo hiciera, él también correría el riesgo de convertirse en un completo animal.

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