miércoles, 30 de octubre de 2019

CHAPLINMANÍA 2

“EL CHICO” (1921) de Charles Chaplin

       En este su primer largometraje, Chaplin abraza a su niño interior, aquel chico que callejeaba por los suburbios de Londres hijo de una madre enferma y de un padre ausente, y convierte a su alter ego, Charlot, en el padre que le hubiera gustado tener. Había dirigido ya cincuenta y tres películas y había pasado de mero actor a escribir, dirigir y, por último, producir las películas en las que participaba. Incluso había compuesto ya dos bandas sonoras para su películas “Vida de perro” (1918) y “Armas al hombro” (1918) ―La banda sonora de “El chico” no la compondría hasta su reestreno en 1971, cincuenta años después de su estreno―. Estaba absolutamente preparado para afrontar un film de más de sesenta minutos y en un estado tal de gracia creativa que consiguió hacer de su ópera prima una hermosa obra maestra.


       El vagabundo (Charles Chaplin) encuentra en la calle un bebé, abandonado por una madre soltera (Edna Purviance), y, tras varios intentos de deshacerse de él, finalmente decide tomarlo a su cargo. Cinco años después, Charlot y el chico (Jackie Coogan) forman una auténtica familia, que, gracias a su astucia e ingenio, sobrevive en un ambiente de gran escasez. La madre del chico, convertida en una actriz de éxito, coincide con su hijo, sin saberlo, en una ocasión en que reparte juguetes entre los niños pobres del barrio y madre e hijo simpatizan, ajenos al parentesco que les une. Charlot cuida del pequeño como si fuera su propio hijo; pero cuando el chico cae enfermo, el médico descubre que Charlot no es su verdadero padre e informa de ello a las autoridades pertinentes. Éstas, considerando que el vagabundo no dispone de bienes suficientes para cuidar al pequeño, se lo arrebatan a la fuerza, para ingresarlo en un orfanato. Charlot consigue rescatar al aterrorizado niño de las garras del Estado y ambos huyen juntos. En ese momento, la madre del niño descubre que el chico es su hijo y, decidida a recuperarlo, ofrece una sustanciosa recompensa para quien lo encuentre. El estímulo económico surte efecto y, mientras Charlot duerme, se llevan al chico a hurtadillas. Al descubrir la ausencia del pequeño, Charlot, desesperado, lo busca por todas partes, hasta que vencido por el sueño se queda dormido, ante la puerta de su casa. Allí, sueña que se reencuentra con el niño en el paraíso y que, convertidos en ángeles, revolotean felices hasta que unos diablillos se cuelan en el jardín celestial, sembrando la discordia y provocando la muerte de Charlot. Charlot despierta de la pesadilla, zarandeado por un policía, que le conduce hasta la casa de la actriz, donde se reúne con el chico y es aceptado por la madre como parte de la familia.

       En la historia de “El chico”, Chaplin aborda el concepto de la paternidad, entendida como una responsabilidad que el hombre adulto adquiere respecto a un menor, sobre la base de un amor incondicional. Y critica la hipócrita priorización, que hace la sociedad, en cuanto al cuidado de los huérfanos se refiere, de las necesidades materiales del niño, frente a sus necesidades afectivas. En la secuencia en la que el médico informa a las autoridades de que Charlot no es el padre natural del niño, porque, según dice, “Este niño necesita que le atiendan como es debido”, vemos, al mismo médico tratando al niño enfermo con suma brusquedad y desprecio mientras Charlot lo hace con la más tierna de las delicadezas. Y cuando el niño se restablece, gracias a los cuidados de Charlot, llegan unos hombres del asilo de huérfanos del condado, para proporcionar al niño lo que Chaplin llama, de manera irónica, en el intertítulo «La atención “como es debido”», que consiste en arrancar al niño de manera violenta de su hogar y separarlo de la persona que lo ha criado ―con el consiguiente sufrimiento por parte de la criatura―, para llevarlo a una institución, donde, sin duda pasará miedo, se sentirá solo y experimentará una sensación de profundo desamparo. 


       Chaplin, que frecuentó en su infancia y adolescencia algunas de estas instituciones, sabía que los niños siempre prefieren vivir con sus seres queridos, incluso en condiciones de extrema pobreza, antes que verse recluidos en un frío asilo, donde no significan nada para nadie. La influencia de sus primeros años de vida, en esta película, es evidente, como también lo es el hecho de que fuera, precisamente, la muerte de su primogénito, que había nacido de forma prematura, el desencadenante de este proyecto personal, sobre el amor entre un padre y un hijo, que comienza con estas palabras: “Una historia con una sonrisa y, tal vez, una lágrima”.

       Una historia que el mismo Chaplin califica de comedia dramática y en la que refleja no sólo el profundo vínculo entre un chico y su padre adoptivo, sino también el dolor de una madre sin recursos, forzada a abandonar a su bebé, con la esperanza de que reciba, de otros, lo que ella no puede proporcionarle. Chaplin hace toda una defensa de la maternidad fuera del matrimonio, al presentarnos a la madre del chico con una frase que define su postura solidaria respecto al drama de las madres solteras: “La mujer cuyo delito era ser madre”. Esto, en una época en la que ser madre soltera era todo un estigma de inmoralidad para la sociedad, supone un valioso alegato a favor del derecho de la mujer a vivir su maternidad con dignidad, independientemente del estado civil en que ésta se produzca. Y, por ende, supone, además, una crítica a los prejuicios de la sociedad respecto a las relaciones sexuales de las mujeres fuera del matrimonio.
       El padre natural del chico, por su parte, es presentado como un ser egoísta, completamente centrado en su carrera de pintor, que apenas tiene un pensamiento para la madre de su hijo y para el recién nacido, antes de olvidarse de ellos para siempre.

       Chaplin utiliza dos metáforas visuales para ilustrar, por una parte, el sufrimiento de la madre y, por otra, la indiferencia del padre. Con la imagen de Jesucristo subiendo la montaña con la cruz a cuestas nos muestra el dolor de la madre soltera cargando sin recursos con su criatura, sumida en la más absoluta soledad. Y con la imagen del padre arrojando al fuego la foto de la mujer a la que ha abandonado, nos enseña la frialdad con la que el hombre elude su responsabilidad de padre. Chaplin recuperaría este personaje del pintor, que abandona a su suerte a la chica enamorada, en el film “Una mujer de París”, en 1923, interpretado también por Edna Purviance.

       Otro recurso frecuente en la imaginería Chapliniana consiste en la utilización de lo onírico como vehículo para expresar el anhelo más profundo de los personajes, dándonos, así, a conocer su motivación principal para la acción. Y no importa si la persona que sueña lo hace despierta ―como ocurría en “Tiempos modernos”―o dormida. En el caso de “El chico”, el sueño de Charlot nos traslada al paraíso, donde Charlot ve cumplido su deseo de reencontrarse con el chico, que le ha sido arrebatado durante la noche, para poder llevar con él una existencia feliz en un lugar idílico, donde todo es paz y amor. Pero Chaplin va más allá del deseo del personaje y nos muestra además sus miedos, bajo la forma de unos diablillos, que se cuelan en el paraíso y susurran tentaciones al oído de las almas buenas, para provocar su perdición. Chaplin nos da a entender que el vagabundo teme caer en alguna tentación carnal que le arrastre a la muerte, separándole de su amado niño. El bien y el mal están presentes en el alma del vagabundo, que es consciente de la debilidad del ser humano y del poder destructivo de la presencia del mal en el mundo. “El mal entra sigilosamente”, reza el intertítulo, que da paso a la escena en la que Charlot cae en la provocación de la novia de otro ángel, causando su propia destrucción.

       En esta secuencia del sueño de Charlot, Chaplin experimentó con el uso de efectos especiales para crear instantes mágicos de cierta comicidad, tales como hacer volar o desaparecer a algún personaje. Mediante estos efectos especiales, vemos a Charlot y al chico emprender el vuelo, convertidos en angelitos, para dar una vuelta por “la tierra de los sueños” o al chico desaparecer, ante nuestros ojos, del lado de Charlot cuando éste es abatido.

       Por último, la gran influencia del destino en la vida de los personajes, presentada como una serie de casualidades aleatorias, detrás de las que se adivina la voluntad divina, es el recurso empleado por Chaplin para que el vagabundo y el chico alcancen un final feliz. Ese final con el que, probablemente, soñó Chaplin de niño: poder vivir en un hogar confortable, con su padre y con su madre, a salvo de la miseria y de las autoridades. Un sueño que el niño Chaplin nunca llegó a alcanzar, pero que el chico de la película sí logra obtener. También bajo la forma de una coincidencia, el destino provoca el primer encuentro del chico con su madre: La madre está recordando con tristeza al bebé que abandonó, cuando su hijo, ahora de cinco años, se sienta detrás de ella en un escalón, mirándola con simpatía, hasta que ella se vuelve hacia él y sus miradas se encuentran. 


       Momento mágico y conmovedor que anticipa el feliz desenlace de madre e hijo. Y gracias a otra casualidad “divina”, la madre descubrirá que el chico es su hijo, cuando el médico le enseñe la misma nota que ella dejó entre las ropas del bebé, y podrá recuperarlo.

       En definitiva, la simbología de las metáforas visuales, el uso de lo onírico como medio para conocer el motor del protagonista y la fuerza del destino, como manifestación de los designios divinos, constituyen los tres pilares esenciales del universo cinematográfico de Chaplin, en este canto a la infancia de los niños que no tienen nada. Un poema cinematográfico en el que Chaplin realiza una crítica devastadora a la inhumana postura de las autoridades de los orfanatos frente a la indefensión de los huérfanos. Autoridades que son representadas, en el film, por personajes arrogantes y rastreros que tratan al niño a empujones y al vagabundo con altanería, mientras no dudan en ejercer la violencia contra ambos para imponerles el ingreso del chico en la institución.


       En la película, Chaplin, interpretando al vagabundo, parece adoptar el rol de ese padre con el que siempre soñó. Un padre dispuesto a proporcionarle alimento y protección; por eso siempre vemos a Charlot y al chico comiendo de manera humilde pero abundante ―incluso desayunan tortitas con caramelo― y a Charlot defendiendo al chico de los matones del barrio. Sin embargo, al observar con detenimiento la sorprendente interpretación del niño Jackie Coogan, encarnando al chico, nos damos cuenta de que es el vivo retrato del vagabundo, una especie de Charlot en pequeñito.

Sus gestos, sus reacciones, su forma de andar y de correr son idénticas a las de Charlot, incluso, mientras duermen, los dos sufren los mismos espasmos musculares en las piernas, de tal manera, que podemos afirmar que Chaplin no sólo encarna, en la película, al padre que nunca tuvo, sino también al niño que fue, dotándolo, con su fantasía, de todo lo que a él le faltó.

       La figura del policía de barrio, con el que se tropiezan constantemente Charlot y el chico, sirve a Chaplin para narrar la educación picaresca que el vagabundo imparte al chico, orientada, básicamente, a lograr la satisfacción de las necesidades primarias, agudizando el ingenio y sin tomarse la ley demasiado en serio. Ante esta forma de vida, el policía se convierte en el obstáculo constante para alcanzar las metas. Tanto Charlot como el chico desconfían de los policías, los evitan, los burlan y, siempre que pueden, los engañan para que les dejen seguir con su peculiar manera de “trabajar”.

El policía como “obstáculo” es una constante en el cine de Chaplin, a causa de su eterno desafío cómico a la figura de la autoridad, con la que siempre conseguía provocar la risa del público. En presencia de la policía, Charlot se comporta, o bien como un niño que, sorprendido en alguna falta teme ser castigado por el adulto, o como el niño que trata de evitar ser descubierto por el adulto cuando persigue un objetivo ilícito. En la misma secuencia del sueño, Charlot es abatido por el disparo de un policía, del que trataba de huir con sus alas de ángel. Sin embargo, a pesar de esta eterna rivalidad, será un policía el que lleve a Charlot junto al chico al final de la película. Así, en el film, la autoridad aparece como un incordio, un impedimento para la libertad del individuo, pero, al mismo tiempo, como algo necesario para el mantenimiento del orden social. Es divertido burlarse de ella, aunque hay que acatarla por el bien común. Chaplin afirmó en una ocasión: “Todo lo que necesito para hacer humor es un parque, un policía y una mujer hermosa”. El parque, por ser un ambiente ideal para desarrollar su característico humor físico, lleno de cabriolas, persecuciones, porrazos y caídas; el policía, como obstáculo que se opone a los deseos del protagonista y, para expresar este deseo, la mujer hermosa. Así, con esos tres elementos, Chaplin era capaz de responder a las preguntas básicas que debe hacerse cualquier guionista: ¿Quién? El vagabundo. ¿Qué desea conseguir? La mujer hermosa ¿Cuál es su obstáculo? El policía. ¿Dónde? En un parque. El resto, es decir, el ¿cómo?, era cuestión de imaginación, algo que Chaplin poseía a raudales.

       Pero la astucia que el chico aprende de Charlot no sólo le sirve para procurarse todo lo que necesita para sobrevivir, sino también para ponerse a salvo de todos aquellos abusones, que se sirven de su fuerza física para aprovecharse de los demás. Ante este tipo de matones, Charlot tiene su propio código de conducta, él no pone la otra mejilla, él devuelve el golpe. Y eso es lo que enseña a su pequeño. Chaplin no pretende de Charlot la bondad ni la perfección espiritual, sino la justicia. Poner la otra mejilla puede ser una buena enseñanza de cómo debemos responder ante el mal, pero no es gracioso. Sin embargo, ver al chico tumbando al matoncillo del barrio a puñetazo limpio o a Charlot, sirviéndose de un ladrillo, para hacer lo propio con el hermano mayor del matoncillo, es desternillante.


       Chaplin demuestra su conocimiento sobre las reacciones humanas, dotando a su vagabundo de ese lado oscuro que todos llevamos dentro. La credibilidad de sus reacciones, ante cualquier situación inesperada, nos hace reír porque, como humanos, nos identificamos con la respuesta del vagabundo. Por ejemplo, la primera reacción de Charlot al encontrar al niño es la reacción más humana que se puede tener ante un problema semejante, deshacerse de él. Chaplin nos hace reír con esta reacción cuando vemos al anciano, al que Charlot acaba de endosarle el niño, endosándoselo, a su vez, a una señora, que termina devolviéndolo a las manos de Charlot. Todos los que se encuentran al huérfano tratan de eludir la responsabilidad de hacerse cargo de él, sencillamente, porque es lo más humano.

       La educación que el chico recibe de Charlot también incluye cierta formación religiosa. Charlot enseña al chico a rezar antes de comer y antes de dormir, y la fe del vagabundo penetra tan hondo en el alma del chico, que éste al verse arrastrado al orfanato en la parte de atrás de un camión ―del mismo modo en que se transporta el ganado―, se pone a rezar con fervor, elevando al cielo sus ojos, arrasados en lágrimas. Y es, entonces, cuando Charlot sacando fuerzas de flaqueza logra librarse de sus tres oponentes, para correr a rescatar al niño. También, la oración de la madre, en el momento de abandonar a su bebé, es oída por Dios, que libra al niño de los ladrones, para ponerlo en manos del compasivo vagabundo.


       El tipo de figura paterna encarnado por Charlot, en el film, es el de un hombre independiente y autosuficiente, capaz de cuidar de su hijo y de su hogar, sin la ayuda de ninguna mujer ―aunque sea de una manera negligente y poco escrupulosa― y capaz, al mismo tiempo, de procurar al niño el amor y la formación necesaria para saber desenvolverse en el mundo. Como vemos, la visión que nos ofrece Chaplin de la figura paterna, que por tradición se suele relacionar con la autoridad y el poder económico, es una visión muy moderna, para su tiempo, que incluye, además, las funciones propias de la figura materna, confortar y cuidar. Charlot hace de padre y de madre del chico y lo hace sin ayuda de nadie. Chaplin crea, en la pantalla, un padre ideal, aunque lleno de defectos, que nos llega al corazón, por representar a ese arquetipo de padre, que todos guardamos en nuestro inconsciente, un padre, lleno de valor y coraje, que nos ama tanto, que está dispuesto a afrontar cualquier peligro por nosotros.


       Con su sorprendente habilidad para mezclar poesía y humor, Charles Chaplin nos deslumbra, en su primer largometraje, con esta historia de corte social, fuertemente comprometida con las clases más pobres de la sociedad. La belleza de sus sugestivas imágenes dramáticas, la armoniosa composición de sus coreografías cómicas, así como la interpretación naturalista y espontánea de sus personajes hacen de “El chico” un film, lleno de poesía, humor y ternura, provisto de una conmovedora profundidad, fruto de la sincera preocupación de su autor por la dureza de la infancia, de todos aquellos que tienen la desgracia de caer bajo la tutela de la administración. Pobres desdichados que, aparte de su propio ingenio y fantasía, sólo pueden contar con la protección divina.

lunes, 30 de septiembre de 2019

CHAPLINMANÍA 1

“TIEMPOS MODERNOS” (1936) de Charles Chaplin


       Hace ochenta y tres años, Chaplin ya nos alertaba, en “Tiempos modernos”, de los peligros que la revolución tecnológica albergaba para el ser humano, mediante unas divertidas imágines de Charlot, absorbido por una gigantesca máquina en la que quedaba atrapado como un engranaje más. Chaplin nos mostraba su visión de los tiempos tecnológicos que se acercaban, unos tiempos que nos harían progresar, pero que también nos alienarían, hasta casi convertirnos en autómatas. Sin embargo, su película es mucho más que una advertencia sobre la industrialización, es un reflejo de la terrible situación económica en la que, casi diez años después de la gran crisis, aún se encontraba sumida la sociedad norteamericana. Los terribles efectos del desempleo, miseria, hambre, explotación, alienación y delincuencia, son tratados por Chaplin, en clave de humor, a través de su inmortal vagabundo, en esta película sincera y honesta, realizada por un director que había vivido en primera persona una infancia llena de penurias y conocía a la perfección el estado de extrema necesidad que estaba narrando. Chaplin se posiciona claramente en el punto de vista del obrero, que padece los efectos negativos de un capitalismo feroz, capaz de exprimir al trabajador con tal de acumular riquezas; razón por la cual, a partir del estreno de esta película, comenzó a ser investigado, bajo la sospecha de simpatizar con el comunismo, una de las peores desgracias que te pueden acontecer si vives en los Estados Unidos. Chaplin siempre negó tales acusaciones.

       El famoso vagabundo, llamado en España Charlot, comienza la película como un obrero más de la fábrica de acero, donde los trabajadores son explotados hasta la extenuación mientras son controlados, a través de cámaras de vigilancia, por un director, omnipresente, empeñado en sacar el máximo rendimiento de sus empleados, incluso en sus horas de descanso. El frenético ritmo del trabajo, extremadamente repetitivo, que desempeña en la fábrica, termina por provocar en Charlot una crisis nerviosa, que le conduce a un sanatorio. Tras salir del hospital, la fábrica ha cerrado por la huelga y Charlot, tomado por un líder sindical, es encarcelado. En la cárcel, Charlot impide un motín y vive a cuerpo de rey; pero su buena acción es premiada con la libertad y debe abandonar la prisión. De nuevo en la calle, sin empleo, Charlot trata de meterse en líos con el propósito de volver a la cárcel, pero conoce a una ladronzuela, que ha perdido a su padre a causa de los enfrentamientos de los huelguistas con la policía, y a partir de ese momento se vuelven inseparables. Charlot lucha por hacer realidad el sueño de la chica de tener una casa, pero, por una u otra razón, cada vez que consigue un trabajo, termina dando con sus huesos en la cárcel. Hasta que, después de muchos trabajos fallidos, la chica y Charlot encuentran trabajo en un café cantante, donde ella trabaja como bailarina y él interpreta canciones cómicas, y entonces, cuando parece que todo empezaba a irles bien, los agentes de menores, que buscaban a la chica, aparecen para llevársela. La pareja logra escapar y, a pesar de que la chica se derrumba al verse de nuevo en la calle, Charlot consigue contagiarle su optimismo y, haciendo renacer dentro de ella la esperanza, ambos se ponen en pie y, cogidos de la mano, caminan con una sonrisa hacia un nuevo horizonte.


       En esta historia, el genio de Chaplin logra hacernos reír a carcajadas con la frustrante lucha de esta tierna pareja de vagabundos, empeñados en salir adelante en un país azotado por el desempleo. En su afán por alcanzar la tan ansiada prosperidad, los protagonistas tendrán que hacer frente a la maquinización del trabajo, a la cárcel, al hambre, a la persecución de las autoridades, a las drogas, a la orfandad, a la mendicidad, a la temporalidad del trabajo y a una vida, como decía Shakespeare, llena de ruido y furia, que no significa nada. Y con el optimismo y la alegría heroica de sus dos vagabundos, Chaplin nos da toda una lección de coraje y determinación. Las palabras finales de Charlot a la chica, cuando ésta se derrumba, son de tal coraje, que nos desarman:

       “La chica: ¿Para qué continuar?
       Charlot: ¡Ánimo! No te rindas nunca. ¡Saldremos adelante!”

       Este es el mensaje de Chaplin, en 1936, a todos los desheredados del país en el que vivía, un grito de esperanza y de absoluta determinación, dentro de un final Chaplinesco por excelencia, en el que sus protagonistas, se alejan caminando con confianza hacia un futuro desconocido. Esta clase de desenlace cargado de incertidumbre constituye un rasgo característico de la mayoría de las películas de Chaplin, donde los finales suelen ser positivos, pero nunca felices del todo. Pues la realidad y la coherencia se imponen al tierno romanticismo, que inundan las películas de este soberbio cineasta, dotando a sus historias de una gran credibilidad, a pesar de la exagerada fantasía de su tronchante puesta en escena.


       El caos reinante, en esos “tiempos modernos” de los que nos habla Chaplin, queda reflejado, en el argumento de la película, con la alternancia, en la vida del protagonista, de trabajo y cárcel. Charlot se esfuerza en alcanzar su objetivo, pero choca contra un mundo hostil, que le arrastra al desastre, en todos sus intentos por ganarse la vida. Y lo mismo le sucede a la muchacha, una chica alegre y llena de vida, que se sobrepone una y otra vez a los terribles reveses de su miserable existencia, hasta perder la esperanza. El vagabundo y la chica se encuentran por azar y, a raíz de sus respectivos problemas con las autoridades, surge entre ellos una afinidad natural que les convierte de forma espontánea en una familia. Cuando el furgón de la policía, en el que ambos son transportados a la cárcel, sufre un accidente, la chica escapa y sale corriendo, pero se detiene un instante para tender su mano a Charlot y, desde el momento en que él coge la mano de ella, la unión de ambos queda sellada. Juntos se enfrentarán a esos tiempos modernos ―entiéndase difíciles―, que les ha tocado vivir. “Malos tiempos para la lírica”, decía una canción de Golpes bajos; sin embargo, con Charles Chaplin de por medio, por muy malos que puedan llegar a ser los tiempos, la lírica de su cine siempre se las ingeniará para prevalecer sobre ellos.


       El personaje de Charlot, ese vagabundo avispado y distinguido, siempre irreverente con los representantes del poder, aparece por última vez en “Tiempos modernos”, y se despide de nosotros, rompiendo su silencio por primera vez, con una canción cómica cantada en un idioma ininteligible, formado por la mezcla de varios idiomas. Podría decirse que Chaplin se negó a elegir para su vagabundo, que siempre se había comunicado con el mundo a través del idioma universal del humor, un idioma concreto. De manera que, cuando el sonido se impuso en el cine, Charlot decidió colgar su bastón, su sombrero y sus botas, para siempre, después de haber hecho reír al mundo entero.

       El gag Chapliniano que hizo inmortal a Charlot, ese gag físico capaz de burlarse de cualquier limitación impuesta al ser humano por el orden social establecido, lograba liberar al niño que todos llevamos dentro, haciéndolo reír a carcajadas. Un gag siempre encaminado a hacer valer la libertad individual, a desafiar a la autoridad, a defender al débil y al oprimido, a hacer justicia y a dar una lección a los abusones, un gag que se manifiesta como una reacción física, ingeniosa e inmediata, ante una situación frustrante para el individuo. Y no tiene por qué ser una reacción verosímil ni realista, puede ser espectacular, fabulosa y exagerada, siempre que cumpla con su única obligación, ser cómica. Chaplin era capaz de parodiar, con sus gags, cualquier acción cotidiana y molesta de nuestra existencia, reaccionando ante ella de una manera inesperada e hilarante, que convertía hasta la respuesta más pequeña e insignificante de Charlot en toda una hazaña.


       El gag Chapliniano cumplía con la doble función de sostener toda la comicidad de la película, además de darnos a conocer al personaje, mediante sus reacciones. Y como la imaginación de Chaplin tenía el poder de crear millones de gag en una sola secuencia ―incluso, a veces, mientras Charlot protagonizaba un gag en primer plano, otro personaje protagonizaba otro gag, en un segundo plano―, hasta la unidad dramática más pequeña del guión, de cualquiera de sus películas, resultaba animada, tronchante y llena de vida. Y, precisamente, por estar laboriosamente pensados y trabajados, así como repletos de ingenio, gracia y originalidad, sus films eran de una maestría cómica de tal calibre, que ni un solo segundo del metraje tenía desperdicio.


       En cuanto a las reacciones del personaje de Charlot, que el gag Chapliniano ponía de manifiesto, hemos de decir que solían ser espontáneas, atrevidas, rebeldes y propias de una persona digna, sin inhibiciones, segura de sí misma y, también, según algunos, vengativa. Es cierto que Charlot nunca dejaba una afrenta sin respuesta, pero no había rencor en sus reacciones, sino un elevado sentido de la justicia y de la estimación personal. No es lo mismo vengarse, que darle una lección a quien nos maltrata. La mirada y el gesto de Charlot eran la viva imagen de la flema inglesa, pasara lo que pasara, Charlot nunca perdía su distinción ni daba demasiada importancia a lo ocurrido, se limitaba a encogerse de hombros o a mirar un segundo, directamente a cámara, buscando la complicidad del público, con ese gesto suyo tan habitual que consistía en elevar las cejas y arrugar ligeramente la comisura derecha de sus labios. La calma de Charlot era uno de sus rasgos más definidos, ni siquiera cuando enloquece en la fábrica parece estar sufriendo, más bien resulta extrañamente divertido con su propio desequilibrio mental, casi se diría que disfruta de ese momento, viviéndolo como una explosión de alegría, después de tanta represión.


       Hay que resaltar que el humor físico, casi de acróbata, de Charlot formaba una parte indispensable de sus gags, tal y como queda patente en el film, en la secuencia de la juguetería de los almacenes, cuando Charlot y la chica se divierten patinando y vemos al vagabundo patinar, con los ojos vendados, por una zona elevada desde donde la caída sería brutal. Recordemos que Charlot ya aprovechó, con excelentes resultados, su virtuosismo sobre los patines como fuente de humor en el corto “Charlot, héroe del patín” (1916).


       La agilidad de Chaplin y la armonía y exactitud de sus movimientos demostraban una gran preparación física y una concienzuda coreografía de cada una de las secuencias, antes de su filmación. Y toda esta planificación hacía posible que el encanto de Charlot brillara en cualquier situación, por humillante, peligrosa o dramática que pudiera resultar, contagiándonos su amor por la vida, su indomeñable libertad y su inmunidad al desaliento.


       La muchacha, interpretada de manera enérgica, por Paulette Goddard, supone una de las más acertadas y leales compañeras de todas las que aparecen en las películas de Charlot. Esa ladronzuela indómita, alegre y buscavidas nos cautiva por el coraje con el que se enfrenta a las adversidades de su jovencísima existencia. Nunca Charlot tuvo a su lado una chica tan independiente y tan capaz como él mismo. Y nunca Paulette Goddard estuvo tan llena de gracia y belleza como en el papel de esta huérfana de la calle, poseedora de una salvaje y conmovedora ansia de libertad. La actriz protagoniza, junto a Charlot, una de las secuencias más entrañables del film, cuando la pareja de vagabundos pasa una noche de ensueño, dentro de los almacenes, comiendo hasta hartarse, patinando por la sección de juguetes, probándose ropa cara y durmiendo en camas confortables. Lo mismo que dos niños, en una mañana de Reyes, Charlot y la Chica se divierten deambulando por los almacenes y disfrutando de todas las comodidades y los lujos a su alcance, aunque sea sólo por unas horas. Paulette Goddard supo interpretar a su personaje con un pícaro desenfado y con una expresividad que desbordaban la pantalla en todas sus apariciones. Y aunque también trabajó con Chaplin en “El gran dictador” (1940), donde interpretaba a una decidida y valiente muchacha, sólo volvería a resultarnos tan fascinante en “Memorias de una doncella” (1946), de Jean Renoir.


       “Tiempos modernos” pertenece al cine mudo, a pesar de que se rodó nueve años después de la primera película sonora de Hollywood y, curiosamente, en la película, el vendedor mecánico propone, al director de la fábrica, hacer una demostración de la máquina “alimentadora”, empleando la siguiente frase:

       “Las acciones son más ilustrativas que las palabras”


       Frase que parece resumir la opinión de Chaplin respecto al cine sonoro. Sin embargo, en “Tiempos modernos”, comprendiendo que el sonoro era imparable, el director ya comenzó a experimentar las posibilidades del sonido como elemento cómico. Así, en el film podemos escuchar algunas voces humanas ―siempre a través de aparatos mecánicos, como la radio, un disco o un altavoz―, cuyo sonido es aprovechado para obtener un resultado humorístico. Tal es el caso del director de la fábrica de acero, cuando sorprende a través de las cámaras a Charlot fumándose un cigarrillo en el baño, en su tiempo de descanso, y le sobresalta con su autoritaria voz.


       Chaplin utiliza, también, algunos efectos de sonido para realzar la comicidad de algunas escenas; por ejemplo, los diferentes sonidos de la fábrica, los crujidos de la “alimentadora” cuando se avería o los terribles ruidos de la ciudad, cuando Charlot sale del sanatorio, después de que el médico le aconseje llevar una vida tranquila.

       El director de la fábrica, siempre vigilando a sus obreros a través de cámaras y dándoles órdenes por los altavoces, nos recuerda al “gran hermano” de la novela “1984” de Orwell, publicada con posterioridad a la película de Chaplin, en la que posiblemente se inspirara el escritor. Pero también Chaplin tuvo sus fuentes de inspiración, como lo demuestra la gran similitud del interior de la fábrica de acero, donde trabaja Charlot, con la estética de la película “Metrópolis” (1927) de Fritz Lang. El enorme reloj con el que da comienzo “Tiempos modernos”, las enormes palancas accionadas por los obreros, los engranajes y paneles de las distintas máquinas que Charlot manipula, sin ton ni son, en su ataque de locura, poseen una apariencia que nos recuerda a la película de Lang. Incluso cuando Charlot está preso, la manera en la que los presos marchan en fila hacia el comedor de la cárcel parece inspirada en “Metrópolis”. Y es que si hay algo que demuestra la grandeza de una obra de arte, es su capacidad para inspirar a otros artistas. Chaplin, que posiblemente sea uno de los cineastas más grandes que ha dado el cine, inspiraba y a su vez sabía inspirarse en los demás.


       La inolvidable imagen de la máquina devorando al obrero, en esta obra maestra de Chaplin, es, sin duda, una de las imágenes más sugerentes de toda su filmografía. Inolvidable metáfora de cómo el capitalismo, en su empeño por sacar el mayor beneficio posible de la producción, explota al obrero en las fábricas hasta la extenuación, con sus infernales máquinas, que enloquecen y devoran a los seres humanos a cambio de un salario ínfimo, que ni siquiera les garantiza la posibilidad de sacar adelante a sus familias. Asimismo, las terribles consecuencias de las crisis, que acompañan a todo sistema capitalista, tales como el empobrecimiento de la clase obrera, los duros enfrentamientos entre los huelguistas y la policía y las interminables jornadas laborales son presentadas, en la película de Chaplin, como los principales causantes del aumento de la delincuencia, entre los miembros de la clase trabajadora, que se ven abocados al robo como única salida para satisfacer sus necesidades más básicas.

       “No somos ladrones. Tenemos hambre” ―se justifica el compañero de la fábrica de acero, cuando Charlot lo sorprende robando en los almacenes.


       Con semejantes críticas al capitalismo, no es de extrañar que Chaplin fuese investigado como sospechoso de comunismo en los estados unidos, probablemente, no porque fuera considerado una amenaza real para el país, sino en un intento por silenciar sus opiniones negativas sobre el sistema económico - social norteamericano.

       En realidad, Chaplin se limitaba a hacer lo que todo artista comprometido con la sociedad de su tiempo hace, observar el mundo y contar lo que ve. El problema era que Chaplin era un narrador excepcional y cuando contaba lo que veía, lo contaba tan bien, que sus sátiras no sólo cumplían una función meramente lúdica, sino que resultaban tremendamente moralizadoras para el público. Y ya se sabe que siempre hay, en política, personas a las que no les interesa que la gente piense y, por lo tanto, se dedican a perseguir a todos aquéllos que nos hacen pensar.


sábado, 31 de agosto de 2019

CUKORMANÍA 3

“LA COSTILLA DE ADÁN” (1949) de George Cukor




       En 1949, recién terminada la segunda guerra mundial, George Cukor dirige esta película, supuestamente feminista, que defiende la igualdad de hombres y mujeres ante la ley, al mismo tiempo que nos presenta a la mujer feminista como a una especie de fanática capaz de cualquier cosa por defender su causa, frente a un hombre razonable, que trata de comprender la lucha de la mujer por la igualdad, aunque no esté dispuesto a admitir que el fin, de dicha causa, justifique los medios.


       El matrimonio Bonner, formado por la abogada Amanda (Katherine Hepburn) y el ayudante del fiscal Adán (Spencer Tracy), constituyen una pareja muy bien avenida, hasta que el intento de la señora Attinger (Judy Holliday) de asesinar a su infiel marido (Tom Ewell) los enfrenta en los tribunales. Adán, cuya opinión es que el crimen siempre debe ser castigado, es elegido por su jefe para representar a la acusación, y Amanda, convencida de que los tribunales castigan siempre más duramente a las mujeres que a los hombres, se hace con la defensa, con la intención de abogar ante el tribunal por la igualdad de las mujeres ante la ley. Adán pide a su mujer que abandone el caso, porque no quiere que convierta el tribunal de justicia en un teatro para la causa feminista y, ante la negativa de Amanda, la advierte de que la hará pedazos ante el jurado. Como era de esperar, el enfrentamiento en los tribunales termina por pasar factura a la relación de pareja de ambos letrados, que, sin poder evitarlo, trasladan al plano doméstico la rivalidad que mantienen en la sala. Para colmo, el pianista y compositor, Kip Lurie (David Wayne), vecino de los Bonner y cliente de Amanda, se empeña en coquetear con ella delante de su marido, al que no para de ridiculizar, creando en Adán una tensión adicional a la del juicio, que provoca en el hogar de los Bonner un ambiente cada vez más enrarecido. A medida que aumenta el estrés, el trabajo de Adán en la sala se ve afectado por pequeños despistes que le dejan en una posición muy desairada, ante el jurado y ante el juez, cosa que le pone de muy mal humor. Ese mal humor empieza a manifestarse en un cierto resentimiento hacia Amanda, que se vuelve más y más agresivo a medida que avanza el juicio, hasta manifestarse bajo la forma de una violenta falta de respeto, que ella le devuelve con la misma agresividad. Y, mientras el matrimonio se tira los trastos a la cabeza, Amanda sigue brillando con su defensa de la igualdad de hombres y mujeres, y está tan entusiasmada que termina por pasarse de la raya, ridiculizando al representante masculino de la acusación, es decir, a su marido. Entonces, Adán, dolido por la humillación recibida, decide marcharse de casa, a pesar de las disculpas y las súplicas de su mujer. Durante la última sesión del juicio, Adán está tan nervioso que, en su alegato final, pierde los papeles llegando a ponerse en evidencia, al tratar con toda crueldad a la señora Attinger, lo que provoca la compasión del público de la sala y del jurado, que empiezan a ver a la acusada como a una pobre víctima de la brutalidad masculina, tanto por parte de su marido, como del fiscal. El fracaso de Adán y el brillante alegato de Amanda dan como resultado un veredicto de inocencia para la señora Attinger. Amanda ha vencido, Adán ha fracasado y por el camino, ambos han perdido su matrimonio. Sin embargo, Adán aún no ha dicho la última palabra. Esa noche, se presenta en casa de Amanda y al sorprenderla con Kip, celebrando su éxito de una manera demasiado cariñosa, finge que va a disparar contra ellos. Horrorizada, Amanda le grita que no tiene derecho, que nadie tiene derecho a matar a otra persona, entonces, Adán, al oír en boca de su mujer lo mismo que él defendía en el juicio, se da por satisfecho y termina con la farsa. Amanda enfurece al comprender que su marido ha querido darle una lección y le echa de casa. Pero Adán no tarda en ingeniárselas para recuperar a su esposa.


       El guión, escrito por el matrimonio de guionistas formado por Ruth Gordon y Garson Kanin, consigue poner en pantalla una de las relaciones matrimoniales más creíbles de toda la historia del cine, gracias a unos diálogos cargados de complicidad y a la gran naturalidad de los actores, a la hora de representar la convivencia de la pareja en la intimidad. Resulta evidente que la pareja de guionistas debió inspirarse en su propio matrimonio para proporcionar mayor realismo, en el film, a la relación de sus protagonistas. Basta observar la enérgica interpretación de Katherine Hepburn, en la película, para reconocer, en sus maneras y en sus gestos, la inigualable personalidad de Ruth Gordon, quien, en sus trabajos como actriz, siempre supo captar, con su fascinante carácter, la atención del público en cada uno de los fotogramas en los que aparecía, logrando que sus personajes nunca pasaran desapercibidos y siempre dejaran huella. ¿Quién puede olvidar a la inquietante Minnie Castevet, la vecina satánica de Rosemary, en “La semilla del diablo” (1968) de Roman Polanski? La colaboración en el mundo del guión entre Ruth Gordon y Garson Kanin se dejó sentir, también, en otras películas de Cukor, como “Doble vida” (1947) o “La impetuosa” (1952), y siempre con la misma eficiencia, tanto en la comedia como en el drama.

       Es muy posible que los guionistas tuvieran entre ellos, durante la escritura de este guión basado en la guerra de sexos, batallas dialécticas sobre el feminismo, semejantes a las que sostienen los Bonner en el film. Y viendo el resultado final del guión, ―en el que, aunque Amanda ganara el juicio, se demostraba que Adán tenía razón― es muy posible que la última palabra sobre dicho tema la dijera Garson Kanin, lo cual es muy comprensible en el año 49, cuando superada la segunda guerra mundial, se instaba a las mujeres a que regresaran al hogar, abandonando los puestos de trabajo, que habían desempeñado durante la guerra, para devolvérselos a los hombres que volvían del frente. Y cuando el machismo era algo tan cotidiano que se percibía con naturalidad mientras que el feminismo, pese a llevar en activo desde el siglo XVIII, continuaba siendo considerado poco menos que una actitud molesta y poco femenina, que adoptaban algunas mujeres insatisfechas, que lo único que perseguían era competir con el varón. Aún así, se nota en el guión, que aunque Ruth Gordon perdiera la guerra, supo ganar alguna que otra batalla. Prueba de ello es, por ejemplo, el diálogo que mantiene Amanda con su secretaria sobre el caso Attinger, que constituye uno de los mayores aciertos del film, en relación al feminismo:

       “Amanda: Grace, ¿qué opinión tiene del hombre que le es infiel a su mujer?
       Grace: Es desagradable, pero...
       Amanda: Está bien. ¿Y qué le parece, en cambio, la mujer que le es infiel a su marido?
       Grace: Eso es horrible.
       Amanda: ¡Ajá!
       Grace: Ajá, ¿qué?
       Amanda: ¿Por qué esa diferencia? ¿Por qué esa diferencia? ¿Por qué sólo es desagradable si lo hace él y, en cambio, es horrible si lo hace ella?
       Grace: Yo no hago las leyes.
       Amanda: Claro que sí. Las hacemos todos.”

       Este diálogo pone de manifiesto dos de los problemas más importantes a los que se enfrentan las mujeres. Por una parte, el hecho de que la sociedad siempre juzgue, ante una misma falta, de manera más dura a una mujer que a un hombre; y por otra, la realidad de que el machismo no sólo está instaurado en la forma de pensar de muchos hombres, sino también en la de muchas mujeres ―como es el caso de esta tal Grace―. Y es, en última instancia, esta forma de pensar la que determina las leyes que se aprueban o se derogan, como, con toda lucidez, afirma Amanda.

       Otro de los aciertos del film, en relación al feminismo, es hacer desfilar ante el jurado y, por extensión, ante el espectador a varias mujeres exitosas en el terreno laboral, por sus logros intelectuales, su capacidad para el mando o, incluso, por su fuerza física. Puesto que el mero hecho de que se hable de ello, en una pantalla de cine, es ya, en sí, un paso a favor de la igualdad.

       Asimismo, el matrimonio Bonner, en el que la mujer desempeña el mismo trabajo que su marido, y con igual brillantez, y en el que ambos conyugues comparten las labores del hogar, es un excelente modelo de referencia para la igualdad.

       Pero, sin duda, es la respuesta de Amanda a la cachetada que le propina Adán cuando está furioso con ella, el discurso más feminista del film y uno de los más acertados que se han expuesto nunca en relación a la violencia machista:


       “Amanda: Lo has hecho en serio, ¿verdad? Con mala intención, ¿eh?
       Adán: No, mujer, no. Yo...
       Amanda: Sí, lo has hecho, lo he notado. Sé distinguir una palmada de un cachete.
       Adán: Está bien, está bien...
       Amanda: Estará bien para ti, pero yo no quiero tener que estar expuesta, en todo momento, a la típica e instintiva brutalidad masculina que...
       Adán: ¡Oh, ya apareció aquello...!
       Amanda: Y lo he sentido, no sólo por la intención, sino porque tú te creías con derecho a hacerlo y no lo tienes.”

       Amanda pone de manifiesto la esencia del problema que se esconde bajo la violencia machista, que el hombre que maltrata a su mujer se cree con derecho a hacerlo y no es así.

       Por desgracia, hay algunos aspectos de la película que adoptan una actitud diametralmente opuesta al feminismo. Por ejemplo:

       Se muestra a la protagonista conduciendo como una loca y se hace un chiste sobre ello, dando a entender que, no solo es Amanda, sino que todas las mujeres conducen mal ―dando por supuesto que los hombres son todos unos magníficos conductores―:


       “Taxista: ¡Ah, las mujeres que conducen van a acabar conmigo!”

       O cuando la misma señora Attinger expresa su opinión sobre que las mujeres no deben fumar, porque eso no es femenino, como si fumar fuera un rasgo de masculinidad, en lugar de una adicción.

       Por otra parte, la defensa de Amanda, ante el tribunal, pese a ser efectiva, es, al mismo tiempo, bastante absurda y poco seria, resultando poco verosímil el veredicto final del jurado, así como todo el proceso del juicio en general. Y presentando a Amanda como una abogada dotada de una imbatible oratoria, pero poco profesional y algo sensacionalista, frente al proceder de Adán en el tribunal, siempre más experimentado y sensato que su mujer. Como si todo lo que hacen las mujeres estuviera siempre impregnado de cierta frivolidad y ligereza.

       Otro punto antifeminista, que ya hemos mencionado, es que, al final de la película, se demuestra que Amanda estaba equivocada y su marido tenía razón, lo que nos transmite la idea de que, aunque las mujeres se salgan con la suya, saben que, en el fondo, sus opiniones son erróneas.

       También llama la atención que Adán se atreva a llamar “causa estúpida” al feminismo, a mediados del siglo XX, cuando incluso hoy en día, en pleno siglo XXI, las mujeres continúan siendo explotadas, humilladas y asesinadas por los hombres en todos los rincones del mundo, y que culpe a Amanda de que, su defensa por la igualdad de las mujeres, haya echado a perder el matrimonio de ambos, resulta una visión muy egoísta y superficial de la realidad:

       “Adán: Te has empeñado en defender una causa estúpida y la llevarás adelante sin reparar en nada. No te importa lo que ésta suponga para nosotros, para mí, para ti ni para nadie. Ni te importa lo que piense la gente de nosotros, ¿verdad? Pues te diré lo que piensan, que somos un par de imbéciles sin civilizar, ¿entiendes? ¡Sin civilizar! Lo que hayas podido conseguir a favor de los derechos de las mujeres, o como se llame eso, lo ignoro por completo; pero lo que has logrado, totalmente, es destrozar nuestro matrimonio. Nos has dividido en dos mitades.”

       Al menos, es un alivio poder escuchar la lúcida réplica de Amanda para equilibrar la balanza:

       “Amanda: No podías soportar que una mujer te aventajara, ¿eh?”

       Adán también osa culpar a la señora Attinger del fracaso de su matrimonio, aún teniendo ésta un marido egoísta, cruel y despreciable. Debe estar convencido de que es algo de lo que siempre tienen la culpa las mujeres:

       “Adán: Está bien, señora Attinger, puede usted seguir llorando todo cuanto quiera, pero, tal vez, en medio de esos sollozos, pueda usted encontrar un momento para decirnos por quién está llorando. Si es por Beryl Caighn, en este caso testigo inocente de su sórdido fracaso doméstico, o si es por su marido, a quién había hastiado con su mal genio. ¿O es por sus niños, castigados a tener una madre voluble e irresponsable? ¿O llora por usted misma señora?”


       Por si todo esto fuera poco, Adán considera que su mujer ha pasado de ser una esposa a ser un competidor ―y no dice competidora, sino competidor, dando a entender que al rivalizar con él, ella se masculiniza de algún modo―, sin darse cuenta de que él mismo también ha pasado de ser un marido, a ser un competidor para ella ―¿o quizás, siguiendo su ejemplo, deberíamos decir una competidora?―.

       Y, por último, cuando Adán consigue recuperar a su mujer lloriqueando, estima que se ha servido de una artimaña femenina, como si los hombres no llorasen o, lo que es peor, como si no usaran artimañas para manipular a sus esposas:

       “Amanda: Aquéllas lágrimas eran auténticas.
       Adán: Claro que sí, pero puedo provocarlas cuando quiera, también sabemos hacerlo, aunque nunca se nos ocurre.”

       En definitiva, la película como vemos de feminista nada, más bien todo lo contrario o si acaso un feminismo superficial y contraproducente para la causa de la mujer. La película se posiciona claramente en el punto de vista del hombre, para el cual el feminismo es algo molesto, estúpido y una amenaza para la paz conyugal y para el monopolio laboral de los hombres. Algo innecesario, que las mujeres se empeñan en llevar a cabo para fastidiar a los hombres y que termina por arruinar la armonía familiar y social. La escena final es de lo más reveladora a este respecto, cuando Adán se vanagloria ante su esposa de que va a ser nombrado juez comarcal.

       “Adán: Quieren que me presente candidato a juez comarcal por los republicanos. Es cosa segura, ¿comprendes?
       Amanda: ¡Pocholín!...
       Adán: Sí, sí, ese soy yo, el juez comarcal Pocholín.
       Amanda: Estoy muy orgullosa de ti.
       Adán: Eso me suena a gloria. Gracias.”

       Es decir, Amanda ha ganado el juicio, pero, al final, Adán la supera, porque va a ser nombrado juez, que es más que abogada. Así, aunque los dos ganen, él sigue estando por encima de ella, cuya obligación es admirar a su marido y sentirse orgullosa de él. Y cuando Amanda, en broma, insinúa que ella podría presentarse para el mismo puesto por el partido de la oposición, él deja claro que no lo consentirá.

       “Amanda: Adán, ¿sabes si al candidato demócrata lo han designado ya? Estaba pensando...
       Adán: Pensabas, ¿eh? Pues no puedes serlo.
       Amanda: ¿Quién te lo ha dicho?
       Adán: Porque lloraré y tú desistirás.”


       En cuanto a la respuesta a la que hace referencia la frase de venta de la película, que aparece en el cartel publicitario de la misma, “Es la respuesta hilarante a ¿quién lleva los pantalones?”, parece que el film prefiere no decantarse, del todo, ni por el hombre ni por la mujer, dejando que la lucha termine en tablas ―lo cual es un acierto―; eso sí, la película deja claro que la mujer ya no está dispuesta a que sea el hombre quien siga llevando los pantalones.

       “Amanda: Equilibrio, igualdad, responsabilidad mutua. Hoy día no hay lugar, en el matrimonio, para lo que se conocía como “la mujercita”. Ella debe estar a la altura del marido.
       Kip: ¿Y si él es un “hombrecito”?
       Amanda: Compartir, esto es lo que forma un matrimonio y lo que evita que el matrimonio acabe asqueado de deberes y responsabilidades.”

       En esta guerra de sexos, Spencer Tracy y la brillante Katherine Hepburn jugaban con la ventaja de ser pareja en la vida real, lo que dotaba a la relación de los Bonner de un gran realismo, además, en pantalla, existía, entre ellos, una química envidiable que aportaba un cierto tono de humor a sus intercambios de miradas, gestos y demás manifestaciones de comunicación no verbal, tan adecuadas para la comedia. Trabajaron juntos en más de una decena de películas, destacando en aquéllas en las que interpretaban a una pareja. Y si bien, ella siempre le aventajó a él como intérprete, él contaba con una presencia en pantalla que transmitía autenticidad por los cuatro costados. Por alguna razón, fuera lo que fuera lo que Tracy interpretara, aunque no lo hiciera de una manera brillante, siempre resultaba creíble. En definitiva, formaban uno de los tándems más prestigiosos y eficaces de la historia del cine; por lo cual, siempre es agradable verlos juntos en acción.


       “La costilla de Adán” forma parte de una larga lista de comedias que se desarrollan en un juzgado, tales como “El secreto de vivir” (1936) de Frank Capra, “Morena clara” (1936) de Florián Rey, “Crueldad intolerable” (2003) de los hermanos Coen y un largo etcétera. La sala de un tribunal ha demostrado ser, a lo largo de la historia del cine, un lugar abonado para la risa, para el gag, para la parodia y, sobre todo, para una batalla de ingenio dialéctico, donde ser un maestro en el arte de la retórica es fundamental para lograr un veredicto satisfactorio. Uno de los recursos cómicos más frecuentes en este tipo de películas es contar con personajes que resulten divertidos, por sus respuestas o comportamientos excéntricos, al ser interrogados en el banquillo. También suele recurrirse a un juez estrafalario, malhumorado o irónico, que vaya proporcionando momentos hilarantes a lo largo de todo el juicio. Y es obligatorio que haya un momento en el proceso en el que se arme un gran alboroto en la sala del tribunal, lugar serio y formal por excelencia, en el que ver a un personaje comportarse de forma inadecuada resulta siempre tronchante para el público.

       La película que nos ocupa cuenta con un juez bastante razonable, de manera que la parte humorística recae sobre la acusada y su marido, el señor y la señora Attinger, que en sus declaraciones demuestran tener una forma muy particular de considerar los hechos ocurridos y una visión muy personal del matrimonio y de la vida.

       “Adán: ¿De qué otro modo le maltrató a usted?
       Sr. Attinger: En la cama, me pegaba mientras dormía.
       Adán: ¿Cómo?
       Sr. Attinger: ¿Cómo va a ser? ¡Con el puño!
       Adán: Bueno, ¿está usted seguro de que todo eso no es obra de su imaginación?
     Sr. Attinger: No creo que se pueda partir un labio con la imaginación. Ella esperaba a que estuviera dormido y... ¡Pam, pam! Entonces discutíamos. Luego volvía a dormirme y... ¡Pam, pam!
       Adán: Y eso le causaba un gran dolor...
       Sr. Attinger: Y no poder dormir.”


       Judy Holliday consigue, en su primer papel en el cine, una cómica interpretación de esta neurótica mujer, que pierde el norte al ver su hogar en peligro, destacando por su gracioso nerviosismo y por la absoluta credibilidad a la hora de encarnar la simplicidad de su personaje:

       “Sra. Attinger: Después compré unas tabletas de chocolate con avellanas y me puse a esperar delante de su oficina, durante toda la tarde. Y allí estuve, comiendo chocolate y esperando, hasta que salió. Le seguí los pasos y le disparé.
       Amanda: Y después de dispararle, ¿qué fue lo que sintió usted?
       Sra. Attinger: Hambre.”

       La actriz protagoniza, con total acierto, la divertida obertura de la película, que nos introduce, sin diálogos, en el tono humorístico del film, informándonos, además, de los hechos del caso Attinger. Holliday logra, desde el principio, con sus gimoteos, sus gestos y su expresión corporal transmitirnos el gran desequilibrio emocional que sufre su personaje, que aunque dispara contra su marido y su amante, lo hace con los ojos cerrados, porque no es una asesina sino una mujer débil, desesperada e ignorante.


       Tom Ewell, por su parte, representa a la perfección, con sus maneras de hombre hastiado, al típico marido odioso, egoísta y déspota, que se cree con derecho a tratar mal a su mujer, sólo por haber dejado de quererla. Y es tan desagradable e incivilizado, que resulta gracioso. Su personaje personifica todo lo negativo del matrimonio, poniendo de relieve la hipocresía de la sociedad con respecto al vínculo familiar cuando, tras el veredicto, se esfuerza por mostrarse cariñoso con su mujer y sus hijos ante la prensa, mientras su amante ―una vulgar y oportunista sinvergüenza, magníficamente interpretada por Jane Hagen― se pega a él, con total desfachatez, para salir en las fotos. Los guionistas eligieron a este antipático señor Attinger para poner en su boca el comentario más mordaz, de toda la película, acerca de la institución del matrimonio:

       “Sr. Attinger: Sencillamente que está loca, no existe otra explicación, loca perdida. Siempre lo estuvo. Esta es la verdad.
       Adán: ¿Incluso cuando se casó con ella?
       Sr. Attinger: Desde luego, como una cabra.
       Adán: ¿Y por qué se casó?
       Sr. Attinger: ¿Cómo lo voy a saber? Nadie lo sabe. ¿Por qué lo hizo usted? ¿Hay quién lo sepa?”


       Los Attinger, junto con la amante del señor Attinger, protagonizan uno de los momentos más hilarantes del film, con el que Amanda consigue convencer al jurado de que absuelvan a su clienta. Se trata de la petición que hace Amanda al jurado de que hagan el esfuerzo de imaginar que la Sra. Attinger es un hombre, un marido que sólo trataba de proteger su hogar, y que Beryl Caighn (Jean Hagen), la amante, también es un hombre, un intruso destructor de hogares, y, por último que imaginen que el Sr. Attinger es una mujer, la esposa culpable. A medida que Amanda habla vemos transformarse, ante nosotros, a Judy Holliday y a Jean Hagen en hombres y a Tom Ewell en mujer, lo cual, claro está, resulta muy divertido. De esa manera, Amanda logra que el jurado juzgue a la señora Attinger de la misma forma que juzgaría a un hombre que luchara por la defensa de su hogar. Este mismo recurso es utilizado, en el guión de la película “Tiempo de matar” (1996) de Joel Shumacher, escrito por Akiva Goldsman, cuando el abogado protagonista pide al jurado que imagine que la víctima es una niña blanca, en lugar de una niña de color, y que los agresores son hombres de color, en lugar de hombres blancos, y así consigue que juzguen a los acusados, hombres blancos, como lo harían si fueran hombres de color.

       El matrimonio formado por los letrados Bonner comparte con los Attinger la responsabilidad cómica de las sesiones del juicio, protagonizando momentos de gran hilaridad cada vez que dejan aflorar en la sala sus cuestiones domésticas. Siendo especialmente divertido Adán, cuando pierde la concentración, por la presencia en la sala de su esposa, y termina diciendo, con gran seriedad, alguna estupidez, o cuando pierde los estribos, porque su mujer le interrumpe para protestar por algo. Siendo, también él, el protagonista involuntario del momento más loco de todo el juicio, al ser levantado, en contra de su voluntad, por la mujer “forzuda”, provocando la ira del juez:

       “Juez: ¡Baje usted de ahí!
       Adán: Señoría, yo no...
       Juez: ¡Baje usted, caramba!”


       El personaje secundario del desvergonzado pianista, interpretado por el simpático David Wayne, aporta la nota de humor, fuera del juicio, al colarse con frecuencia en el hogar de los Bonner para irritar a Adán con sus bromas de mal gusto o con su repelente canción “Farewell Amanda” ―creación de Cole Porter―, compuesta para la señora Bonner.

       “Kip: Señora Bonner la amo. Amo a muchas chicas, señoras y mujeres y demás especies, pero sólo a usted sé por qué la quiero. ¿Y sabe por qué?
       Amanda: ¿Qué?
    Kip: Porque vive enfrente de mi piso. Usted es muy atractiva, en todos los aspectos, pero probablemente amaría a cualquier otra que viviera en mi mismo rellano. ¡Es tan práctico! ¿Hay nada peor que acompañar a una mujer a su casa y luego tener que volver a la nuestra solos?”

       Los objetos juegan un papel cómico muy importante en la película, a la hora de crear gags divertidos. Como el sombrerito de flores que Adán regala a su mujer y que, después, aparece en la cabeza de la señora Attinger durante el juicio, provocando la ira de Adán. O el inolvidable gag de la pistola de regaliz, con la que Adán, al metérsela en la boca, hace creer a Amanda y a Kip que se va a suicidar.


       Y, tal y como ocurre en otras comedias sobre juicios, en la estructura del guión de “La costilla de Adán” se alternan las sesiones del juicio, seguidas por el correspondiente titular sensacionalista en los periódicos, para terminar con las secuencias de la pareja protagonista sufriendo, en la intimidad, las consecuencias de lo sucedido durante las sesiones. Secuencias que, en el caso de los Bonner, siempre van precedidas por el título: “That evening” (“Esa tarde”), que anticipa un enfrentamiento de la pareja cada vez más acentuado, a medida que avanza el juicio. La relación empeora y lo hace al caer la tarde, cuando el sol se oculta, metáfora para indicar que el sol se pone en el paraíso que era el matrimonio de los protagonistas, antes del juicio. Pero es por una buena causa, la causa de la igualdad de hombres y mujeres ante la ley. Y es que la película, además de una divertidísima y bien engrasada comedia, parece una advertencia de que la lucha de las mujeres por la igualdad termina por afectar a sus relaciones de pareja. Aunque no quede demasiado claro si es una advertencia para las mujeres, para los hombres o para la sociedad en general.