jueves, 31 de enero de 2019

CAPRAMANÍA 2

“ARSÉNICO POR COMPASIÓN” (1944) de Frank Capra


       Asistir a la manera en que “la locura hace presa, en la familia Brewster, a galope tendido” es una de las experiencias más hilarantes a la que un aficionado al cine puede entregarse. Siendo los momentos más desternillantes de esta película, aquéllos protagonizados por Cary Grant y su maníaco hermano en la ficción, Raymond Massey ―caracterizado, brillantemente, de Boris Karloff por Perc Westmore―. Sin olvidar las divertidas intervenciones de Jack Carson como el agente O’Hara.


       La historia transcurre en la noche de Halloween y en Brooklyn, “donde cualquier cosa puede ocurrir y ocurre con frecuencia” y constituye la aportación de Capra a esa larga tradición, tan americana, de las comedias de terror, ambientadas en Halloween, que se remonta a 1820, cuando Washington Irving escribió el relato, “La leyenda del jinete sin cabeza”, inspirada, precisamente, en la fiesta de Halloween.


Capra supo manejar con habilidad, en esta película, la mezcla de estos dos géneros tan dispares, pero que encajan tan bien, gracias a su larga experiencia en la dirección de comedias y a un acertado uso del claroscuro por parte de su director de fotografía Sol Polito, con el que consiguió transmitir un equilibrio perfecto entre la luz del humor y el tenebrismo del horror. 
Y todas esas luces y sombras, acompañadas de algún que otro encuadre anguloso, sobre todo, cuando aparece el personaje del maníaco Jonathan, nos retrotraen a la inquietante figura del vampiro de Murneau en la película “Nosferatu” (1922), una de las cumbres del expresionismo alemán.



       Capra compró los derechos de autor para el cine de la obra dramática “Arsénico y encaje antiguo” de Joseph Kesselring ―que, en aquellos momentos, triunfaba en Broadway―, convencido de que sería un éxito seguro y confió la escritura del guión a los hermanos Epstein. Contrató, además, a buena parte del reparto que estaba interpretando la obra en Broadway, y para el papel principal consiguió a Cary Grant, que lograría la mejor interpretación cómica de toda su carrera, aunque a él no se lo pareciera. En “Arsénico por compasión” nos encontramos con un Cary Grant desatado y entregado, con absoluta generosidad, a su oficio de caricato, brillando con una gracia inigualable. Dándolo todo, sin guardarse nada, sin ningún tipo de filtro y con la seguridad que proporciona saberse el mejor y estar arropado por un director curtido en la comedia y por un texto ingenioso e innovador, cuyo triunfo en Broadway garantizaba el éxito en las salas de cine y daba confianza a todo el reparto.

Capra dirigió la película en un espacio reducido de tiempo, consiguiendo que el tempo de la película oscilara de la comedia al terror, en un magistral manejo del ritmo de uno y otro género; rápido, en los momentos más hilarantes y pausado, en los de mayor tenebrismo. Y teniendo siempre presente que la historia es, ante todo, una comedia, jamás muestra ningún cadáver a plena luz, toda violencia, todo asesinato ocurre en la oscuridad o fuera de cámara, evitando así, cualquier obstáculo para la risa.

       Dejando constancia del origen teatral del relato, la historia transcurre, casi en su totalidad, en una única localización, la casa de las hermanas Brewster, en Brooklyn, lo cual facilitó mucho el rodaje. Y no es casualidad que la puerta de esa casa diera justo al cementerio, pues los muertos se multiplican en esa casa como hongos, debido a que los lunáticos Brewster (tía Abby, tía Marta y Jonathan, el criminal) coleccionan muertos como quien colecciona mariposas. Se trata de una familia de psicópatas o asesinos en serie que, ya sea por bondad, mal entendida, o por puro y duro sadismo constituyen una peligrosa amenaza para todos aquéllos que se cruzan en su camino.

       “Dr. Einstein: Esto es estupendo, Johnny, a nosotros nos han perseguido por todo el mundo y ellas, sin moverse de Brooklyn..., han empatado contigo.
       Jonathan: ¡¿Qué?!
       Dr. Einstein: Sí. Tú tienes doce y ellas tienen doce. Ellas valen tanto como tú. Je, je, je...”

       La película aborda, por la vía del humor, uno de los grandes temores del ser humano, el miedo a la locura, que nace, sobre todo, en aquéllas personas cuerdas que cuentan con algún episodio de demencia en su árbol genealógico. Para estas personas, que se ven obligadas a convivir con la posibilidad de llegar a volverse locos o de tener algún hijo o algún nieto con problemas mentales, semejante carga genética constituye una constante fuente de inquietud. La cinta refleja, también, la impotencia y la desesperación que sentimos al descubrir signos de locura en nuestros seres más queridos. Y esto es exactamente lo que le ocurre al protagonista, Mortimer Brewster (Cary Grant), afamado crítico teatral, cuando, al cruzar el puente de Brooklyn, el día de su boda, para visitar a sus dos queridas tías antes de partir con su flamante esposa hacia las cataratas del Niágara, descubre el terrorífico “secretillo” de las dos ancianas: Las buenas señoras tienen enterrados en el sótano a doce solitarios caballeros, a los que han asesinado por compasión, para liberarles del sufrimiento de la soledad. Y, aunque el público se lo pasa bomba viendo la reacción de Mortimer ante semejante descubrimiento, él casi se vuelve loco buscando una solución para librar a sus amadas tías de la cárcel. Y para colmo de males, la inesperada llegada del perturbado de su hermano Jonathan, que acaba de fugarse de la cárcel y busca donde ocultarse con su compinche el doctor Einstein, complica aún más los planes de Mortimer, que se enfrentará a la noche más loca y aterradora de toda su vida, poniendo a prueba su cordura, su integridad física y su recién estrenado matrimonio.


       “Tía Abby: Ese caballero murió porque bebió un vaso de vino que tenía veneno.
       Mortimer: Pero ¿y cómo tenía veneno el vaso?
       Tía Marta: Pues... se lo pusimos en el vino porque se nota menos. En el Té tiene un sabor muy especial.
       Mortimer: ¿Queréis decir que se lo pusisteis vosotras en el vino?
       Tía Abby: Sí.”

       El guión desarrolla el delicado tema de la locura a través de los aspectos más cómicos y parodiables de la misma. Por un lado, como no podía ser de otra manera siendo una película de Capra, se nos ofrece una visión maniqueísta de la locura, en la que el Bien está representado por las bondadosas hermanas Brewster, que matan por amor, y el Mal, está representado por el perverso Jonathan Brewster, que lo hace por puro odio a la raza humana. Pero, lo cierto, es que, salvo por lo indoloro o doloroso del método elegido para matar, la víctima queda igualmente muerta en ambos casos. Sin embargo, en la película, la luz ilumina la casa de las hermanas Brewster, como si allí todo fuera candor y buenas intenciones, de ésas de las que el cementerio está lleno, según dicen ―lo mismo que el sótano de las ancianitas...―. Para las tías de Mortimer, el crimen no es más que una travesura misericordiosa que las llena de orgullo y felicidad, a la par que las divierte, pues queda patente que su “secretillo” es también el pasatiempo que llena sus vidas de ilusión y que las hace sentirse realizadas de una manera enfermiza. Y tan orgullosas están de su obra de caridad que ni se avergüenzan ni la ocultan ni la niegan y, como cualquier artista, ellas también tienen sus manías, nada de extranjeros en su sótano, nada de mezclar cadáveres de distintas religiones y nada de cantar himnos por cualquier desconocido. Sin embargo, a pesar de sus personalidades dulces e infantiles, en sus rostros se adivina la locura que ha hecho presa en la familia, desde siglos atrás, en pequeños rasgos faciales. Tales como una boca grande, desagradable y negra (debido al blanco y negro de la fotografía), que recuerda a una calabaza de Halloween, en el caso de la tía Abby, o en unos ojos empequeñecidos por la miopía, como los de un murciélago, figura también recurrente de Halloween, en el caso de la tía Marta.


Y ambas hermanas cuando se visten de luto para celebrar el funeral de uno de sus caballeros parecen dispuestas a recorrer el vecindario pidiendo caramelos con el clásico: ¿Truco o trato? Con las hermanas Brewster, Capra nos confirma en esta película su debilidad por el uso de ancianitas candorosas y completamente chifladas como herramienta cómica, que tan buenos resultados le diera en “El secreto de vivir” (1936). Imposible olvidar a aquéllas hermanas Faulkner de Mandrake Falls “poseídas por los duendes”.

       En el polo negativo de la locura familiar se sitúa el perverso Jonathan, el criminal más buscado de la familia Brewster, que inunda de maldad la pantalla, cada vez que aparece, oscureciendo todo lo que le rodea y mostrándonos la cara más desagradable y extrema de la demencia. Jonathan Brewster disfruta haciendo sufrir a sus víctimas y ejerciendo su poder sobre ellas. Es un maníaco peligroso e incansable, un monstruo iracundo y cabezota, que nos hace reír con su sensible susceptibilidad ante el menor comentario referente a su increíble parecido con Boris Karloff. Y aunque en la película sólo se hace referencia al parecido del rostro, también la expresión corporal de Raymond Massey está calcada en todo momento del Frankenstein de Karloff. El rostro de Jonathan Brewster es un rostro de ojos fríos, casi muertos, maravillosamente iluminados de maldad por un Raymond Massey, en el papel más escalofriante y gracioso de su carrera.


       “Dr. Einstein: No puedes contar al de South Bend, murió de pulmonía.
       Jonathan: No hubiera muerto de pulmonía si no le pego un tiro.”

       Pero, pese a que Jonathan Brewster es presentado en la película como símbolo de monstruosidad, las hermanas Brewster protagonizan un horror más estremecedor que el de Jonathan. Jonathan es un depredador al que se le ven los colmillos a una legua de distancia, pero ellas se te echan encima con un vasito de vino de bayas de saúco, que parece inofensivo, y te sesgan la vida sin que te des cuenta. Eso sí, mueres entre sonrisas encantadoras y palabras amables. Jonathan sabe que es un asesino, pero ellas creen ser unas buenas personas, cuando, en realidad, son tan asesinas como él. Las tías de Mortimer representan a ese tipo de personas que, en un acto de vanidad y endiosamiento, deciden el destino de los demás sin pedir su opinión. Olvidan, o ignoran, que ayudar a los demás no es decidir por ellos, sino apoyarles en sus decisiones. Mortimer trata, inútilmente, de que lo entiendan:

       “Mortimer: Escuchad, no podéis hacer estas cosas. Ya no sé cómo puedo explicároslo para que lo entendáis. Es que no solamente va contra la ley, es que ¡está mal! No está bien hacer eso. La gente no lo entendería. ¡Él no lo entendería! Lo que quiero decir... Bueno, es que esto ya se está convirtiendo en una mala costumbre.”

       Y en el punto medio entre las dos caras, positiva y negativa, de la locura homicida que se oculta en la casa de los Brewster, está el pobre Teddy ―el hermano de tía Martha y tía Abby que cree ser el presidente Theodore Roosevelt― que, aunque tiene a todos los vecinos del barrio atemorizados con su trompeta, es el más inofensivo de todos los locos Brewster.

       La película juega con el aspecto contagioso de la locura, creando momentos de gran comicidad, al mostrarnos que cualquier persona que visita la casa de las hermanas Brewster, termina por contaminarse de las chaladuras de Teddy. Como le ocurre al taxista que, tras esperar durante horas en la puerta de la casa de los Brewster, para llevar a Mortimer y a su esposa a la estación, comienza a comportarse como un maniático, incluso afirma ser una tetera. Es más, incluso los cuerdos Brewster muestran una peligrosa inclinación a perder la cabeza por contagio, tal es el caso de Mortimer, que al pasar un día entero entre maníacos termina adoptando un comportamiento algo desequilibrado, que hace dudar de su cordura, tanto al juez Cullman ―encargado de firmar el ingreso de Teddy en el sanatorio “Happy Day”―, como al señor Witherspoon ―director de dicho sanatorio―. Por eso Capra acertaba cuando le pedía a Grant que exagerara sus reacciones cómicas, sus gestos, sus alaridos y sus muecas, ya que, habiéndose criado, su personaje, entre los Brewster, debía sobreactuar, no había más remedio que parecer un chiflado. Y nadie sobreactuaba con tanta naturalidad y elegancia como Grant, al que nunca vimos tan graciosamente apurado como en esta película.


       “Mortimer: ¡¿Qué?! ¿La línea está ocupada? ¿Ocupada la línea? ¿Qué está ocupada? ¡Y usted atontada! No, no estoy borracho, pero acaba de darme una idea.”

       Por último, la película exhibe otro punto de vista bastante cómico de la locura, el de aquéllos que la consideran el estado de felicidad perfecta para el individuo. Esa es la postura del señor Witherspoon (Edward Everett Horton), un hombre sensible y romántico, que envidia, en secreto, la libertad y la felicidad de la que gozan los pacientes de su manicomio, que él prefiere llamar “casa de reposo”.

Según esta ingenua visión, los pacientes de “Happy Day” viven en un eterno parque de recreo, como niños libres jugando a crear sus propias vivencias, ajenos al sufrimiento y a las presiones de la vida cotidiana. Como Teddy Brewster que, creyendo ser el presidente Theodore Roosevelt, a quien se parece sospechosamente, es feliz excavando en el sótano el canal de Panamá, enterrando a las víctimas de la fiebre amarilla o subiendo las escaleras al grito de “¡Carguen!” como si estuviera en la famosa batalla de la colina de San Juan. Everett Horton, en su habitual papel de despistado adorable, interpreta al señor Witherspoon de forma entrañable, destacando el breve y divertido duelo de muecas que mantiene con Cary Grant, en un momento en que se dispone a subir las escaleras detrás de Teddy y Grant le advierte: “No cargue”.


       El guión, además de explorar la vía humorística de la locura, se deja llevar por la vía cómica que le proporciona la profesión del protagonista como crítico teatral y como autor de libros contra el matrimonio, logrando con ambas ocupaciones de Mortimer abrir productivas rutas para la risa. Para empezar, el hecho de que Mortimer sea un soltero empedernido y haga alarde de ello en títulos como, “La Biblia del soltero”, “Matrimonio, un fraude y un fracaso” o “Cuidado con el matrimonio” da pie a la primera situación cómica de la película: Mortimer se dispone a sacar, a hurtadillas, la licencia matrimonial para casarse con Elaine Harper (Priscilla Lane), cuando es sorprendido por dos periodistas a la caza de famosos y tiene que refugiarse en el interior de una cabina telefónica para evitar reconocer públicamente la fragilidad de sus convicciones anti - matrimoniales. Después, resulta paradójico que Mortimer escriba contra el matrimonio, tratando de alertar a todos los hombres solteros contra el peligro de las mujeres, y luego, nada más casarse, comience a tratar a su mujer de manera despótica. De hecho, salvo al principio y al final de la película, se pasa casi todo el metraje mandando callar a Elaine y echándola de su lado para que no le estorbe cuando está ocupado con sus problemas.

       “Elaine: No puedes casarte conmigo y un minuto después, echarme de casa.
       Mortimer: Cariño, yo no te estoy echando de casa. ¡¿Quieres irte ya de una vez?!”

       Parece como si él mismo adoptara ese comportamiento autoritario que tanto teme y desprecia en una esposa. Un comienzo de matrimonio muy poco alentador para la pobre y dulce Elaine, cuya única malicia consiste en haber planeado su boda, nada más conocer a Mortimer, lo cual dada la moral de la época, respecto a la decencia de las mujeres, y siendo hija de un reverendo, es comprensible.

       En segundo lugar, la profesión de Mortimer como crítico teatral permite crear momentos realmente cómicos, en la trama, al toparse constantemente con autores aficionados, que quieren que Mortimer lea sus obras y les ayude a mejorarlas para lograr su estreno. El mismo policía del barrio, el agente O’Hara, no duda en mantenerlo maniatado y amordazado para conseguir que escuche su obra. Incluso el señor Witherspoon le pide su opinión sobre la comedia que ha escrito como aficionado.
       Otra manera de sacar partido humorístico a la profesión de Mortimer consiste en ridiculizar a aquellos críticos teatrales que, como Mortimer, se burlan sin piedad de las “estupideces” que ven en las comedias, por considerarlas inverosímiles, al tiempo que critican la poca inteligencia de los personajes y de los autores que los han creado. Así, en la película, vemos a Mortimer Brewster haciendo las mismas estupideces que consideraba poco creíbles en las comedias y comportándose, en la vida real, de una forma tan estúpida como la de los estúpidos personajes a los que criticaba. Por otra parte, el guión utiliza un juego tronchante que consiste en mostrarnos a Mortimer ―y más tarde al agente O’Hara― relatando escenas pertenecientes a una comedia, al tiempo que Jonathan y su esbirro, el doctor Einstein, reproducen a sus espaldas lo mismo que él está narrando, logrando momentos desternillantes para el público.


       “Dr. Einstein: ¿Es que todas esas obras que critica no le han enseñado nada?
       Mortimer: Basta ya, no me interesa nada de lo que dice. Tengo muchas cosas en qué pensar.
       Dr. Einstein: En esas obras los personajes se comportan como personas sensatas...
       Mortimer: ¿Ha visto comportarse a alguien en una comedia como si tuviera inteligencia?”

       Pero la película no solo se burla de los críticos teatrales, pues tampoco el departamento de policía de Brooklyn sale demasiado bien parado en las figuras del sargento Brophy (Edward McNamara) y el agente O’Hara (Jack Carson). El sargento Brophy es un veterano policía, comprensivo, paternalista y bonachón, que, a punto de jubilarse, más que un policía parece un amigo para todos los vecinos. Y es tan confiado que no tiene ningún reparo en recibir comida de las envenenadoras Brewster, a las que considera unas buenas personas El agente O’Hara, por su parte, es un joven policía, con aspiraciones dramáticas, que esperaba encontrar en Brooklyn un barrio tranquilo y, al final, termina enfrentándose a la fiera homicida de Jonathan. Ambos policías ejercen su profesión de una manera algo distendida, con la única preocupación de que Teddy no toque la trompeta por las noches. Incluso el teniente Rooney (James Gleason), que parece ejercer su trabajo con absoluta seriedad, pasa por alto la posible existencia de trece cadáveres en el sótano y deja que el doctor Einstein, cuya descripción acaba de recibir por teléfono, se le escape en sus propias narices. Y todo eso después de abroncar a sus subordinados por no haber reconocido al criminal Jonathan Brewster, cuya foto está colgada en Jefatura con la descripción “Se parece a Boris Karloff”.

       “Teniente: Si no se quieren molestar en leer los boletines que ponemos en la jefatura, al menos podrían leer las historietas de Dick Tracy.”


       En cuanto al resto de personajes secundarios, merece mención especial la intervención de Peter Lorre, como el doctor Einstein, el alcohólico, pelota y rastrero esbirro del psicópata Jonathan, ante el que se muestra como un ratoncillo asustado y sumiso, pero al que tuvo el coraje de hacerle la cara del monstruo de Frankenstein cuando, durante una de sus borracheras, le tuvo dormido bajo su bisturí de cirujano plástico. La interpretación de este actor, de inolvidable rostro, siempre encasillado en personajes hipócritas y sinvergüenzas, destaca por su magnífica composición de un personaje que despierta, al mismo tiempo, nuestra simpatía y nuestro desprecio, con una risilla ladina y nerviosa que nos transmite a la perfección su carácter desaprensivo y cobarde. Y hay que reconocer que nadie ha sabido sudar nunca en pantalla, de una manera tan convincente, como Peter Lorre.


       En la filmografía de Frank Capra, la pareja protagonista formada por Elaine Parker y Mortimer Brewster resulta algo atípica. Mortimer no es el típico protagonista de su cine, no representa ningún ejemplo de integridad, de generosidad, ni de patriotismo y tampoco es un héroe. Si no que es, más bien, un hombre que hace gala de su egocentrismo a todas horas, un caradura, simpático, despistado y ampliamente dotado para la resolución de problemas y la improvisación. Por su parte, Elaine es la típica buena chica norteamericana, cuya máxima aspiración consiste en casarse con el hombre que ama. Dulce, guapísima y un poquito curiosa, pero demasiado sumisa ante Mortimer, algo poco habitual en las mujeres del cine de Capra, que suelen ser mujeres fuertes y decididas, que saben hacerse oír. Comparándolas con ellas, observamos que Elaine es algo blandita.

       Por último, es justo admitir que los autores de “Arsénico por compasión” supieron encontrar el mejor de los finales para el verdadero conflicto interno de su protagonista. Mortimer no puede crear una familia con Elaine por miedo a que la locura asesina de los Brewster siga multiplicándose a través de él.

       “Mortimer: Elaine, cariño, te quiero tanto que nuestro matrimonio no puede continuar.
       Elaine: Pero ¿es que te has vuelto loco?
     Mortimer: No, creo que no, pero es sólo cuestión de tiempo. Mira, cariño, a ti no te gustaría tener niños con tres cabezas, ¿verdad? Quiero decir que no te gustaría vivir en un manicomio. ¡Oh, sería terrible...!”

       La solución de los guionistas para la joven pareja fue desarraigar a Mortimer, de cuajo, de esa familia de lunáticos. Y así, lo mismo que saberse miembro legítimo de una familia de locos, enloquece, saberse un intruso bastardo dentro de esa familia, libera. Pues cualquier cosa es preferible a ser descendiente de una familia de asesinos en serie. Al saber que no es un auténtico Brewster ―y después de ingresar a todos los Brewster chiflados en “Happy Day”―, Mortimer puede crear su propia familia con Elaine, partiendo de cero, como una auténtica “tabula rasa”. Un auténtico happy end con todas las de la ley.

       En definitiva, “Arsénico por compasión” supone un divertido cuento de Halloween, en el que el terror ocurre con toda naturalidad, y se enfoca el asesinato como la cosa más normal del mundo, convirtiéndolo en un acto de caridad, en el caso de las hermanas Brewster ―primeras defensoras de la eutanasia como alternativa al sufrimiento emocional que supone la soledad en la vejez―, o en un acto de sadismo, en el caso de Jonathan, uno de los primeros psicópatas del cine y el más divertido de todos los que han aparecido después.

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